UNA TUMBA SIN FONDO
AMBROSE BIERCE
Cuento/Estados Unidos
“A Bottomless Grave”,
San Francisco Examiner, 1888
Me llamo John Brenwalter. Mi padre, un borracho, logró patentar un invento para fabricar granos de café con arcilla; pero era un hombre honrado y no quiso involucrarse en la fabricación. Por esta razón era solo moderadamente rico, pues las regalías de su muy valioso invento apenas le dejaban lo suficiente para pagar los gastos de los pleitos contra los bribones culpables de infracción. Fue así que yo carecí de muchas de las ventajas que gozan los hijos de padres deshonestos e inescrupulosos, y de no haber sido por una madre noble y devota (quien descuidó a mis hermanos y a mis hermanas y vigiló personalmente mi educación), habría crecido en la ignorancia y habría sido obligado a asistir a la escuela. Ser el hijo favorito de una mujer bondadosa es mejor que el oro.
Cuando yo tenía diecinueve años, mi padre tuvo la desgracia de morir. Había tenido siempre una salud perfecta, y su muerte, ocurrida a la hora de cenar y sin previo aviso, a nadie sorprendió tanto como a él mismo. Esa misma mañana le habían notificado la adjudicación de la patente de su invento para forzar cajas de caudales por presión hidráulica y sin hacer ruido. El jefe de Patentes había declarado que era la más ingeniosa, efectiva y benemérita invención que él hubiera aprobado jamás. Naturalmente, mi padre previó una honrosa, próspera vejez. Es por eso que su repentina muerte fue para él una profunda decepción. Mi madre, en cambio, cuyas piedad y resignación ante los designios del Cielo eran virtudes conspicuas de su carácter, estaba aparentemente menos conmovida. Hacia el final de la comida, una vez que el cuerpo de mi pobre padre fue alzado del suelo, nos reunió a todos en el cuarto contiguo y nos habló de esta manera:
-Hijos míos, el extraño suceso que han presenciado es uno de los más desagradables incidentes en la vida de un hombre honrado, y les aseguro que me resulta poco agradable. Les ruego que crean que yo no he tenido nada que ver en su ejecución. Desde luego -añadió después de una pausa en la que bajó sus ojos abatidos por un profundo pensamiento-, desde luego es mejor que esté muerto.
Dijo estas palabras como si fuera una verdad tan obvia e incontrovertible que ninguno de nosotros tuvo el coraje de desafiar su asombro pidiendo una explicación. Cuando cualquiera de nosotros se equivocaba en algo, el aire de sorpresa de mi madre nos resultaba terrible. Un día, cuando en un arranque de mal humor me tomé la libertad de cortarle la oreja al bebé, sus simples palabras: “¡John, me sorprendes!”, fueron para mí una recriminación tan severa que al fin de una noche de insomnio fui llorando hasta ella y, arrojándome a sus pies, exclamé: “¡Madre, perdóname por haberte sorprendido!” Así, ahora, todos -incluso el bebé de una sola oreja- sentimos que aceptar sin preguntas el hecho de que era mejor, en cierto modo, que nuestro querido padre estuviese muerto, provocaría menos fricciones. Mi madre continuó:
-Debo decirles, hijos míos, que en el caso de una repentina y misteriosa muerte, la ley exige que venga el médico forense, corte el cuerpo en pedazos y los someta a un grupo de hombres, quienes, después de inspeccionarlos, declaran a la persona muerta. Por hacer esto el forense recibe una gran suma de dinero. Deseo eludir tan penosa formalidad; eso es algo que nunca tuvo la aprobación de… de los restos. John -aquí mi madre volvió hacia mí su rostro angelical- tú eres un joven educado y muy discreto. Ahora tienes la oportunidad de demostrar tu gratitud por todos los sacrificios que nos impuso tu educación. John, ve y mata al forense.
Inefablemente complacido por esta prueba de confianza de mi madre y por la oportunidad de distinguirme por medio de un acto que cuadraba con mi natural disposición, me arrodillé ante ella, llevé sus manos hasta mis labios y las bañé con lágrimas de emoción. Esa tarde, antes de las cinco, había eliminado al médico.
De inmediato fui arrestado y arrojado a la cárcel. Allí pasé una noche muy incómoda: me fue imposible dormir a causa de la irreverencia de mis compañeros de celda, dos clérigos, a quienes la práctica teológica había dado abundantes ideas impías y un dominio absolutamente único del lenguaje blasfemo. Pero ya avanzada la mañana, el carcelero que dormía en el cuarto contiguo y a quien tampoco habían dejado dormir, entró en la celda y con un feroz juramento advirtió a los reverendos caballeros que, si oía una blasfemia más, su sagrada profesión no le impediría ponerlos en la calle. En consecuencia moderaron su objetable conversación sustituyéndola por un acordeón. Así, pude dormir el pacífico y refrescante sueño de la juventud y la inocencia.
A la mañana siguiente me condujeron ante el juez superior, un magistrado de sentencia, y se me sometió al examen preliminar. Alegué que no tenía culpa, y añadí que el hombre al que yo había asesinado era un notorio demócrata. (Mi bondadosa madre era republicana y desde mi temprana infancia fui cuidadosamente instruido por ella en los principios de gobierno honesto y en la necesidad de suprimir a la oposición sediciosa.) El juez, elegido mediante una urna republicana de doble fondo, estaba visiblemente impresionado por la fuerza lógica de mi alegato y me ofreció un cigarrillo.
-Con el permiso de su excelencia -comenzó el fiscal-, no considero necesario exponer ninguna prueba en este caso. Por la ley de la nación se sienta usted aquí como juez de sentencia y es su deber sentenciar. Tanto testimonio como argumentos implicarían la duda acerca de la decisión de su excelencia de cumplir con su deber jurado. Ese es todo mi caso.
Mi abogado, un hermano del médico forense fallecido, se levantó y dijo:
-Con la venia de la corte… mi docto amigo ha dejado tan bien y con tanta elocuencia establecida la ley imperante en este caso, que solo me resta preguntar hasta dónde se la ha acatado. En verdad, su excelencia es un magistrado penal, y como tal es su deber sentenciar… ¿qué? Ese es un asunto que la ley, sabia y justamente, ha dejado a su propio arbitrio, y sabiamente ya ha descargado usted cada una de las obligaciones que la ley impone. Desde que conozco a su excelencia no ha hecho otra cosa que sentenciar. Usted ha sentenciado por soborno, latrocinio, incendio premeditado, perjurio, adulterio, asesinato… cada crimen del código y cada exceso conocido por los sensuales y los depravados, incluido mi docto amigo, el fiscal. Usted ha cumplido con su deber de magistrado penal, y como no hay ninguna evidencia contra este joven meritorio, mi cliente, propongo que sea absuelto.
Se hizo un solemne silencio. El juez se levantó, se puso la capa negra y, con voz temblorosa de emoción, me sentenció a la vida y a la libertad. Después, volviéndose hacia mi consejero, dijo fría pero significativamente:
-Lo veré luego.
A la mañana siguiente, el abogado que me había defendido tan escrupulosamente contra el cargo de haber asesinado a su propio hermano -con quien había tenido una pelea por unas tierras- desapareció, y se desconoce su suerte hasta el día de hoy.
Entretanto, el cuerpo de mi pobre padre había sido secretamente sepultado a medianoche en el patio de su último domicilio, con sus últimas botas puestas y el contenido de su fallecido estómago sin analizar.
-Él se oponía a cualquier ostentación -dijo mi querida madre mientras terminaba de apisonar la tierra y ayudaba a los niños a extender una capa de paja sobre la tierra removida-, sus instintos eran domésticos y amaba la vida tranquila.
El pedido de sucesión de mi madre decía que ella tenía buenas razones para creer que el difunto estaba muerto, puesto que no había vuelto a comer a su casa desde hacía varios días; pero el juez de la corte del cuervo -como siempre despreciativamente la llamó después- decidió que la prueba de muerte no era suficiente y puso el patrimonio en manos de un administrador público, que era su yerno. Se descubrió que el pasivo daba igual que el activo; solo había quedado la patente de invención del dispositivo para forzar cajas de seguridad por presión hidráulica y en silencio, y esta había pasado a ser propiedad legítima del juez testamentario y del administrador público, como mi querida madre prefería llamarlo. Así, en unos pocos meses, una acaudalada y respetable familia fue reducida de la prosperidad al delito; la necesidad nos obligó a trabajar.
Diversas consideraciones, tales como la idoneidad personal, la inclinación, etc., nos guiaban en la selección de nuestras ocupaciones. Mi madre abrió una selecta escuela privada para enseñar el arte de alterar las manchas sobre las alfombras de piel de leopardo; el mayor de mis hermanos, George Henry, a quien le gustaba la música, se convirtió en el corneta de un asilo para sordomudos de los alrededores; mi hermana Mary María, tomaba pedidos de Esencias de Picaportes del profesor Pumpernickel, para sazonar aguas minerales, y yo me establecí como ajustador y dorador de vigas para horcas. Los demás, demasiado jóvenes para trabajar, continuaron con el robo de pequeños artículos expuestos en las vidrieras de las tiendas, tal como se les había enseñado.
En nuestros ratos de ocio atraíamos a nuestra casa a los viajeros y enterrábamos los cuerpos en un sótano.
En una parte de este sótano guardábamos vinos, licores y provisiones. De la rapidez con que desaparecían nos sobrevino la supersticiosa creencia de que los espíritus de las personas enterradas volvían a la noche y se daban un festín. Al menos era cierto que con frecuencia, de mañana, solíamos descubrir trozos de carnes adobadas, mercaderías envasadas y restos de comida ensuciando el lugar, a pesar de que había sido cerrado con llave y atrancado, previendo toda intromisión humana. Se propuso sacar las provisiones y almacenarlas en cualquier otro sitio, pero nuestra querida madre, siempre generosa y hospitalaria, dijo que era mejor soportar la pérdida que arriesgarse a ser descubiertos; si a los fantasmas les era negada esta insignificante gratificación, podrían promover una investigación que echaría por tierra nuestro esquema de la división del trabajo, desviando las energías de toda la familia hacia la simple industria a la cual yo me dedicaba: todos terminaríamos decorando las vigas de las horcas. Aceptamos su decisión con filial sumisión, que se debía a nuestro respeto por su sabiduría y la pureza de su carácter.
Una noche, mientras todos estábamos en el sótano -ninguno se atrevía a entrar solo- ocupados en la tarea de dispensar al alcalde de una ciudad vecina los solemnes oficios de la cristiana sepultura, mi madre y los niños pequeños sosteniendo cada uno una vela, mientras que George Henry y yo trabajábamos con la pala y el pico, mi hermana Mary María profirió un chillido y se cubrió los ojos con las manos. Estábamos todos sobrecogidos de espanto y las exequias del alcalde fueron suspendidas de inmediato, a la vez que, pálidos y con la voz temblorosa, le rogamos que nos dijera qué cosa la había alarmado. Los niños más pequeños temblaban tanto que sostenían las velas con escasa firmeza, y las ondulantes sombras de nuestras figuras danzaban sobre las paredes con movimientos toscos y grotescos que adoptaban las más pavorosas actitudes. La cara del hombre muerto, ora fulgurando horriblemente en la luz, ora extinguiéndose a través de alguna fluctuante sombra, parecía adoptar cada vez una nueva y más imponente expresión, una amenaza aún más maligna. Más asustadas que nosotros por el grito de la niña, las ratas echaron a correr en multitudes por el lugar, lanzando penetrantes chillidos, o con sus ojos fijos estrellando la oscura opacidad de algún distante rincón, meros puntos de luz verde haciendo juego con la pálida fosforescencia de la podredumbre que llenaba la tumba a medio cavar y que parecía la manifestación visible de un leve olor a moribundo que corrompía el aire insalubre. Ahora los niños sollozaban y se pegaban a las piernas de sus mayores, dejando caer sus velas, y nosotros estábamos a punto de ser abandonados a la total oscuridad, excepto por esa luz siniestra que fluía despaciosamente por encima de la tierra revuelta e inundaba los bordes de la tumba como una fuente.
Entretanto, mi hermana, arrodillada sobre la tierra extraída de la excavación, se había quitado las manos de la cara y estaba mirando con ojos dilatados en el interior de un oscuro espacio que había entre dos barriles de vino.
-¡Allí está! -Allí está! -chilló, señalando- ¡Dios del cielo! ¿No pueden verlo?
Y realmente estaba allí: una figura humana apenas discernible en las tinieblas; una figura que se balanceaba de un costado a otro como si se fuera a caer, agarrándose a los barriles de vino para sostenerse; dio un paso hacia adelante, tambaleándose y, por un momento, apareció a la luz de lo que quedaba de nuestras velas; luego se irguió pesadamente y cayó postrada en tierra. En ese momento todos habíamos reconocido la figura, la cara y el porte de nuestro padre. ¡Muerto estos diez meses y enterrado por nuestras propias manos! ¡Nuestro padre, sin duda, resucitado y horriblemente borracho!
En los incidentes ocurridos durante la fuga precipitada de ese terrible lugar; en la aniquilación de todo humano sentimiento en ese tumultuoso, loco apretujarse por la húmeda y mohosa escalera, resbalando, cayendo, derribándose y trepando uno sobre la espalda del otro, las luces extinguidas, los bebés pisoteados por sus robustos hermanos y arrojados de vuelta a la muerte por un brazo maternal; en todo esto no me atrevo a pensar. Mi madre, mi hermano y mi hermana mayores y yo escapamos; los otros quedaron abajo, para morir de sus heridas o de su terror; algunos, quizá, por las llamas, puesto que en una hora, nosotros cuatro, juntando apresuradamente el poco dinero y las joyas que teníamos, y la ropa que podíamos llevar, incendiamos la casa y huimos bajo la luz de las llamas, hacia las colinas. Ni siquiera nos detuvimos a cobrar el seguro, y mi querida madre dijo en su lecho de muerte, años después en una tierra lejana, que ese había sido el único pecado de omisión que quedaba sobre su conciencia. Su confesor, un hombre santo, le aseguró que, bajo tales circunstancias, el Cielo le perdonaría su descuido.
Cerca de diez años después de nuestra desaparición de los escenarios de mi infancia, yo, entonces un próspero falsificador, regresé disfrazado al lugar con la intención de recuperar algo de nuestro tesoro, que había sido enterrado en el sótano. Debo decir que no tuve éxito: el descubrimiento de muchos huesos humanos en las ruinas obligó a las autoridades a excavar por más. Encontraron el tesoro y lo guardaron. La casa no fue reconstruida; todo el vecindario era una desolación. Tal cantidad de visiones y sonidos extraterrenos habían sido denunciados desde entonces, que nadie quería vivir allí. Como no había a quién preguntar o molestar, decidí gratificar mi piedad filial con la contemplación, una vez más, de la cara de mi bienamado padre, si era cierto que nuestros ojos nos habían engañado y estaba todavía en su tumba. Recordaba además que él siempre había usado un enorme anillo de diamante, y yo como no lo había visto ni había oído nada acerca de él desde su muerte, tenía razones como para pensar que debió haber sido enterrado con el anillo puesto. Procurándome una pala, rápidamente localicé la tumba en lo que había sido el patio de mi casa, y comencé a cavar. Cuando hube alcanzado cerca de cuatro pies de profundidad, la tumba se desfondó y me precipité a un gran desagüe, cayendo por el largo agujero de su desmoronado codo. No había ni cadáver ni rastro alguno de él.
Imposibilitado para salir de la excavación, me arrastré por el desagüe, quité con cierta dificultad una masa de escombros carbonizados y de ennegrecida mampostería que lo obstaculizaba, y salí por lo que había sido aquel funesto sótano.
Todo estaba claro. Mi padre, cualquier cosa que fuera lo que le había provocado esa descompostura durante la cena (y pienso que mi santa madre hubiera podido arrojar algo de luz sobre ese asunto) había sido, indudablemente, enterrado vivo. La tumba se había excavado accidentalmente sobre el olvidado desagüe hasta el recodo del caño, y como no utilizamos ataúd, en sus esfuerzos por sobrevivir había roto la podrida mampostería y caído a través de ella, escapando finalmente hacia el interior del sótano. Sintiendo que no era bienvenido en su propia casa, pero sin tener otra, había vivido en reclusión subterránea como testigo de nuestro ahorro y como pensionista de nuestra providencia. Él era quien se comía nuestra comida; él quien se bebía nuestro vino; no era mejor que un ladrón. En un instante de intoxicación y sintiendo, sin duda, necesidad de compañía, que es el único vínculo afín entre un borracho y su raza, abandonó el lugar de su escondite en un momento extrañamente inoportuno, acarreando deplorables consecuencias a aquellos más cercanos y queridos. Un desatino que tuvo casi la dignidad de un crimen.
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