UNA VISITA ESPECIAL
Ángel Marino Ramírez V.
CUENTO/VENEZUELA
A Eustacia de Velásquez, mi madre y abuela
y al Dr. José Gregorio Hernández.
Era una tarde acalorada del mes de marzo. En el cementerio de Caño Perdido, allí muy cerca de la entrada se oye el rezo de doña Tacha Romero: “Con tu escapulario santo, Virgen del monte Carmelo cobíjala con tu manto y llévala pronto al cielo…” “Ayúdala buen Jesús ayúdala sin cesar que Dios la saque de pena y la lleve a descansar…”.
Todos los días, al finalizar su trabajo como a las 3:00 de la tarde, doña Tacha se dirige al camposanto a la visita de costumbre. Nunca deja su velón; las siete luces que enciende semanalmente, son las lágrimas de un corazón destrozado por el martirio de una pérdida irreparable; son las lámparas que iluminan un cielo destrozado por el luto.
Una de sus hijas más jóvenes, había muerto por complicaciones en el parto diez años antes, dejándole a su hijo recién nacido. ¡Qué dolor el de doña Tacha! En la oración, en el niño y en las habituales visitas al cementerio, encontraba una vía de escape a su desconsuelo. Ella, una mujer de Dios, laboriosa, sencilla, entusiasta, resuelta y sobre todo generosa, recibirá en aquella tarde, una hermosa visita divina que cambiará su vida para siempre.
Doña Tacha próxima a cumplir los 57 años de edad, con ocho hijos, es una mujer bajita, de cara ancha, ojos claros, nariz gruesa, con una voz potente para el canto, ese canto de polos que aprendió en su isla natal: “El cantar tiene sentido, el cantar tiene sentido, entendimiento y razón…”. Se levantaba cada madrugada a tender sus arepas para vender, las cuales gozaban de gran prestigio en el pueblo; por su sazón, por su gusto, por su precio: cada arepa en medio real. Doña Tacha, entre arepas, más calientes por sus manos rebosantes de cariño que por el calor del horno, se decía a sí misma:
-Voy a hacerle una remodelación a mi patio para convertirlo en garaje.
¡Qué cosas las de doña Tacha! Hacer un garaje cuando ni ella ni su marido saben conducir un vehículo y peor, no tienen vehículo.
Aquella tarde, con un sol centelleante, los minutos queriendo saltar del reloj, el viento chiflando entre la maleza del desatendido cementerio del pueblo, tenía algo especial.
La gente ya no visitaba sus deudos, los pobladores sabían que ir al camposanto significaba enfrentarse al peligro de la inseguridad provocada por un pequeño grupo de desadaptados que profanaban tumbas y atracaban transeúntes incautos. Pero no sería en el año 1978, cuando doña Tacha dejaría de visitar la tumba de su hija y la de otros familiares, como la de su hermana “la negra”, la de sus primos lejanos, las de varios amigos. Entre sepulturas y entre veredas tupidas de plantas cadillosas, le decía a su pequeño nieto:
-Ten cuidado con pisar las tumbas, los muertos se respetan.
-Sí, mamá.
Después de un largo tránsito por el camposanto, doña Tacha terminaba en la tumba de su hija adorada, rezando, limpiando, renovando las flores marchitas del día anterior, las cuales se mostraban en unos floreros que con mucho sacrificio había mandado a elaborar en granito.
Cumpliendo con la rutina, le dice al niño:
-Mijo, saca el velón de la bolsa y enciéndeselo a tu mamá.
En eso una viva figura masculina, trajeado, de aspecto elegante, semblante sereno, se acerca al lugar. Con un tono de voz prudente, dice:
-Buenas tardes.
Doña tacha, sin prejuicios, intentando no mostrar temor, le contesta con voz firme:
-Buenas tardes.
El extraño hombre, al darse cuenta de la desconfianza de doña tacha, comenta:
-No teman, no vengo a hacerles daño, sólo he traído un mensaje de muy lejos.
El hombre, con sombrero y flux marrón, de corbata ancha, conversó con doña Tacha dilatadamente, solicitándole que no llorara tanto a su hija, que ella se encontraba en un lugar excelso al lado del señor.
Él quería hacer una misa para difuntos allí mismo en el cementerio, para lo cual le solicitó varias cosas:
-Para hacer la misa, tráigame un sobre para correspondencias, un frasco de compota con agua, seis billetes de cien bolívares (moneda de Venezuela). En un papel aparte me coloca los nombres de los difuntos a quienes usted desea ofrecer la ceremonia. Durante la celebración, usted deberá rezar todo lo que pueda. Si el niño sabe rezar, que también lo haga. Esto lo haremos pasado mañana. Al finalizar la misa, quemaremos el sobre con los billetes. Las cenizas las pondremos en el frasco de compota con agua. Usted, se bañará con el agua durante 30 días o hasta que se le acabe, use un poco cada día nada más. Si así lo hace, le garantizo que nunca le pasará nada malo, además su vida será muy larga. Por favor, no comente con nadie sobre nuestro encuentro.
Para proteger a doña Tacha de la inseguridad, le ofreció una linterna negra, de bordes amarillos con un imán por el costado diciéndole:
-Traiga siempre esta linterna al cementerio y nunca le acarreará nada, yo se lo aseguro. Recuerde no prestarla a nadie, está hecha sólo para usted.
Sobre el niño le sentenció:
-Ese niño será una gran persona, cuídelo mucho, él tiene una misión muy importante en esta vida.
Mientras tanto, el niño jugaba a las metras, alejado de la conversación.
Antes de oscurecer, el señor se despidió diciendo:
-Hasta mañana.
No quiso dar su nombre, sólo que venía de Isnotú. El niño, curioso al fin, lo siguió y lo siguió unos pocos metros por la angosta vereda, pero no alcanzó a divisar hacia donde se había ido. El niño, sólo sacó una conclusión:
– ¡Dios santo! Se desapareció en el aire.
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