EL ARMARIO VIEJO
Charles Dickens
Cuento / Reino Unido
Eran las diez de la noche. En la hostería de los Tres Pichones, de Abbeylands, un viajero, joven aún, se había retirado a su cuarto, y de pie, cruzados los brazos contra el pecho, contemplaba el contenido de un baúl que acababa de abrir.
-Bueno, todavía debo sacar algún partido de lo que me queda -dijo-. Sí, en este baúl puedo invocar un genio no menos poderoso que el de Las mil y una noches: el genio de la venganza… y quizá también el de la riqueza… ¿Quién sabe?… Empecemos antes por el primero.
Quien hubiese visto el contenido del baúl, más bien habría pensado que su dueño no debería hacer mejor cosa que llevárselo a un trapero, pues todo eran ropas, en su mayor parte pertenecientes, por su tela y forma, a las modas de otro siglo, excepto uno o dos vestidos de mujer; pero ¿qué podía hacer con traje de mujer el joven cuya imaginación se exaltaba de ese modo ante aquel guardarropa híbrido? No eran días de Carnaval…
-¡Alto! Dan las diez -repuso de pronto-. Tengo que apresurarme, no vaya a cerrar la tienda ese bribón.
Y hablando consigo mismo se abrochó el frac, se echó encima un capote de caza, bajó, franqueó la puerta, siguió por la Calle Mayor hasta recorrerla casi toda, torció por una calleja y se detuvo ante el escaparate de un comercio.
Quizá fuese el único abierto de todo el pueblo. Detrás del escaparate se veían las más variadas mercancías: muebles, libros, gemelos, monedas de plata, alhajas, relojes, hierro viejo y artículos de tocador. La mayoría de estos objetos tenían un rótulo que indicaba su precio. Detrás de un mostrador enrejado se sentaba un hombre con la pluma sobre la oreja, como un contable que acabara de interrumpir una operación matemática para despabilar la luz de la vela. Porque, en medio de todas aquellas riquezas, el hombre del mostrador se alumbraba económicamente con una prosaica vela de sebo colocada en una vieja botella vacía.
También él, lo mismo que el joven de la hostería, animaba su soledad con un monólogo o con uno de esos diálogos cuyas preguntas y respuestas las hace uno mismo.
“Es una gran verdad, sí, señor. En un chelín hay un millón, como en un grano de trigo hay toda una cosecha para llenar un granero; el secreto consiste en colocar bien el chelín y en sembrar el grano de trigo en buena tierra. La inteligencia y el ahorro dan a los ceros valor poniéndolos a continuación de las cifras; la locura y la prodigalidad ponen la cifra a continuación de los ceros. ¡Qué maravillosa semana! Las doscientas libras esterlinas que me prestó hace diez años Tomás Evans han dado excelente fruto. El imbécil perdió mi pagaré; siempre hacía igual por su habitual negligencia. Eso sí, también habría perdido el dinero si se hubiera presentado al vencimiento, en vez de morir nombrando heredero a su hijo Jorge, aún más derrochador que él. Creo firmemente que Tomás Evans tuvo la intención de dejarme ese legado, aunque el joven me escribió reclamándome las doscientas libras esterlinas con el pretexto de que no pagué a su padre”.
-“Señor mío -le contesté-, presénteme el pagaré y haré honor a mi firma. No pido ningún requisito más: soy solvente. Venga usted mismo si no tiene confianza en su agente de negocios”.
“¡Sí, sí! Le pareció mejor correr mundo con una actriz y gastarse las rentas antes de cobrarlas, en Norteamérica, de donde creo que no regresará. Dicen que también él se ha hecho cómico… ¡Cómico!… ¡Cualquier día el teatro le indemnizará de lo que le ha costado! Razón tiene nuestro ministro, el reverendo señor Mac-Holy, cuando llama escuela de Satanás al teatro. Si Tomás Evans hubiera sabido que su hijo acabaría su educación en esa escuela, además del pagaré de las doscientas libras esterlinas me hubiera legado también todo el modesto patrimonio que tan mal invirtió el heredero réprobo. ¡Comerse con una actriz la herencia de Tomás Evans y acabar por dedicarse él mismo a las tablas!… Ese joven está perdido. ¡No seré yo quien vaya a verlo trabajar, ni aunque me regalase la entrada!”
El señor Benson, intérprete de este soliloquio, que ejercía el doble oficio de prendero y prestamista, era acaso igualmente ingrato con el teatro y con su difunto amigo Tomás Evans. Porque muchos de los artículos que había en su tienda procedían de esos pobres comediantes que él convertía en discípulos de Satán, y los había comprado hacía poco por la tercera parte de su valor, a consecuencia de la quiebra del empresario del coliseo de Abbeylands. Su última frase, pronunciada con la elocuencia de un fiel sectario del reverendo Mac-Holy, quizá fuera oída por el joven pupilo de la hostería de los Tres Pichones, quien después de echar una ojeada llena de curiosidad a través de los cristales entraba en aquel momento en la tienda.
-Para servirle, señor Benson -saludó-. Me alegro de que no haya cerrado aún. Deseo tratar con usted un pequeño negocio.
-¿Tiene usted algún reloj de más y algunas guineas de menos? -preguntó Benson abriendo un cajoncito.
-No, señor, no me sobra ninguno. Respecto a las guineas, tengo, por fortuna, bastantes todavía para poder comprarle un mueble que he visto esta mañana al pasar delante de su tienda: un armario pequeño con cajones… Creo que es de encina… ¡Ah! Casualmente está ahí…
-¡Dispénseme! -exclamó Benson al comprender que había juzgado mal al comprador, quien llegaba a la hora intempestiva que suele elegirse para deshacerse de alguna prenda-. Si le interesa el armario está por completo a su disposición… ¡Buen mueble, de veras…, de encina, sí…, y encina de primera calidad, con cajones muy útiles y bonitos! Ese armario me ha costado bastante caro en la subasta del granjero Merrywood, que murió la semana pasada. Pero me conformo con poca ganancia, aunque se han puesto de moda los muebles antiguos. El granjero Merrywood decía que este armario lo tenía su familia desde hace lo menos dos siglos. Puedo vendérselo por dos libras esterlinas.
-No presumo de ser inteligente en muebles viejos -respondió el joven-; pero tengo una tía a quien creo que le gustaría éste, y es un regalo que quiero hacerle para completar nuestro mobiliario. No regatearé; aquí tiene usted las dos libras esterlinas. Pago al contado, con dos condiciones: primera, que el mueble sea entregado esta noche, sin gastos, y que si por casualidad no agradase a mi tía, me lo cambie usted mañana a primera hora por otra cosa, en cuyo caso los gastos de devolución correrían de mi cuenta.
-Con mucho gusto, con mucho gusto -asintió Benson, que se esperaba el regateo de algunos chelines-. Pero ¿cómo voy a enviarlo esta noche?
-Eso allá usted -respondió el comprador-. Deseo también un recibo del dinero, y en ese recibo tendrá la bondad de especificar que me vende el armario con todo cuanto contiene, porque a lo mejor se encuentra una fortuna en estos armatostes antiguos -añadió sonriendo-. Se habla de butacas que la propietaria había rellenado de billetes de banco.
-¡Oh! Eso no me preocupa -dijo Benson, extendiendo el recibo-. En cuanto al transporte… No pesa mucho el armario… Yo me encargo de él… ¿Adónde hay que llevarlo?
-A la señora de Truman, Calle de Salisbury, número 2, en el arrabal… No es un barrio muy recomendable, pero cada uno se aloja donde puede, con los alquileres tan caros.
-Es una calle muy oscura y que no goza de buena fama -objetó el prestamista-. ¿No podría usted aguardar a mañana por la mañana? Estoy solo en casa con una criada, y como a estas horas no encontraré en su puesto al recadero de la esquina, seguro que me veré obligado a llevar yo mismo el armario. Hace unos veinte años, en esa misma calle, robaron y asesinaron a un hombre.
-¡Oh! ¡Sí, hace veinte años…! -comentó riendo el joven-. Pero la Calle de Salisbury ha mejorado mucho desde esa fecha. Además, ¿a qué ladrón seduciría la idea de robar un armario vacío, que ha estado dos o tres siglos en poder de la familia del granjero Merrywood?
El señor Benson dirigió una mirada de desconfianza al comprador; pero le tranquilizó la fisonomía franca y leal de aquel joven de apenas veinticuatro años. En efecto, ¿qué podía temer? Y, además, “¡qué ocasión tan excelente para ahorrarme el viaje del mozo de cuerda! ¡Verdaderamente -se decía a sí mismo-, yo debiera invitar a este hombre a un refresco! Pero la buena intención se desvaneció como tantas otras buenas que a veces cruzaban rápidas por su imaginación.
-Si llega a casa de mi tía antes que yo, le ruego que diga únicamente que es de parte de su sobrino, aunque estaré a tiempo para recibirlo yo mismo. Sólo me detendré un cuarto de hora en la Calle Mayor y regresaré a toda prisa.
Y acto seguido se envolvió el joven con el capote y se despidió del señor Benson.
Éste paseó una mirada de satisfacción en tomo suyo.
-¡Ea! -concluyó-. He hecho un magnífico negocio que completa el día con gran beneficio. ¡Qué buen muchacho! ¡Cuánto debe de querer a su tía para no regatear al hacerle un regalo! Me daré prisa en llevarle este armario, que amenazaba con estorbarme aquí mucho tiempo.
Y llamando a la criada para participarle su salida, se echó el armario al hombro, cerró la puerta de la tienda y se encaminó con paso rápido a la Calle de Salisbury. Había cesado de llover.
Cuando llegó al número 2, el prestamista llamó una vez con la aldaba sin obtener respuesta.
-¡Vaya! -dedujo para su capote-. Creo que esta es la casa que ha estado desalquilada tanto tiempo. No sabía que la ocuparan ya inquilinos. ¿A quién se habrán dirigido, pues, para los muebles?
Volvió a llamar y entonces dieron señales de vida; se oyeron pisadas en el pasillo y abrió una vieja que parecía extrañada por tan tardía visita.
-Iba a acostarme -dijo la anciana-. No esperaba más que a mi sobrino y creí que sería él…
-Pronto estará aquí -respondió Benson-, y me ha encargado que le traiga de su parte este precioso armario. Todo está pagado…, a menos que quiera usted añadir alguna propina -indicó sin el menor remordimiento de conciencia, porque el avaro prestamista pensaba que no debía impedir a la buena mujer mostrarse tan generosa como su sobrino.
-¡No faltaba más! -accedió la vieja-. Ahí tiene una moneda de seis peniques… ¡Qué amable es para su tía mi querido sobrino!
-¿Hace mucho tiempo que vive usted aquí, señora? -indagó Benson mientras la tía se registraba los bolsillos.
-¡No! Sólo llevo tres días -contestó la anciana.
-Gracias, señora; y si le hace falta algún mueble más, venga usted misma a mi tienda, donde hallará objetos de su agrado y baratísimos.
-Gracias a mi sobrino, no creo que me falte gran cosa, máxime cuando mi antiguo mobiliario ha llegado todo esta mañana por el canal. Buenas noches.
Benson se embolsó la propina y se marchó, sin preocuparse más que la vieja de prolongar la conversación en el pasillo, donde le había mandado dejar el armario, sin invitarle a entrar en las habitaciones.
Al llegar a su casa, el prestamista, como hombre minucioso, encendió de nuevo la bujía, anotó su último ingreso y se permitió el lujo de fumar una pipa antes de acostarse, y de servirse una copa de aguardiente para humedecer de cuando en cuando los labios. No tardó en oír dar las doce en uno de sus relojes; pero como otro dio una hora menos creyó que este último era el que acertaba y cargó de nuevo la pipa para esperar a que tocase un tercero. En aquel momento paró a su puerta un carruaje.
-¿Quién podrá llegar a mi casa a estas horas? -se preguntó al oír que llamaban-. ¡Ya va, ya va!… Probablemente será algún noble arruinado que viene a ofrecerme su vajilla heredada o alguna condesa que quiere deshacerse de un diamante que la estorba.
Con tan agradable reflexión, salió a abrir. Vio a una señora que se apeaba de una silla de postas, cuyo estribo fue levantado de nuevo por el conductor, quien cerró también la portezuela, en tanto que la viajera disponía:
-Que aguarde el coche. Tengo que tratar con usted un asunto importante, señor Benson; entremos en su casa, para que nadie nos moleste.
Benson penetró en la tienda, y a la luz de la vela notó que su entrevista a solas se efectuaba con una mujer de distinguidísimo porte, vestida con sencillez y dominada por una gran emoción.
-¿Es usted, realmente, el señor Benson el prestamista? -se informó.
-Sí, señora, y comerciante de objetos de ocasión: muebles, libros, estatuas, relojes de pared y bolsillo, alhajas, escopetas de dos cañones, pistolas y otros diversos artículos.
-¿Estuvo usted en la subasta del granjero Merrywood el miércoles de la semana pasada?
-Sí, señora.
-¿Lo ha comprado usted?
-¿Qué?
-¡Ah, es verdad! Aún no se lo he dicho, ni debo decírselo… ¿Cuánto ha pagado usted por todos los artículos que adquirió allí?
-He hecho algunas buenas adquisiciones, lo confieso, pero me han costado unas treinta guineas
-¿Quiere enseñarme la factura de todos los lotes y dejarme escoger? O mejor aún, ¿quiere usted concedérmelo por cien guineas?
Benson miraba a aquella señora tan emocionada, de labios temblorosos. Lo que ofrecía era de corazón.
-No -contestó-. Cien guineas es muy poco. Acaso para usted valga eso, pero para mí vale más.
-¡Le daré doscientas, y asunto terminado! ¿Qué ha adquirido usted? ¿Las camas, las butacas, los aparadores?… Enséñeme la lista…
Benson descolgó de un clavo de la tienda la memoria del tasador y se la entregó a la señora, que la examinó y con la misma agitación febril exclamó:
-¿Para qué comprobar artículo por artículo? Sólo hay uno que me interesa, y es éste. Quédese con los demás y véndame ese armarito con sus cuatro cajones. Señale usted mismo el precio y no perdamos un tiempo precioso.
-¡No puede ser, señora! -opuso Benson, a su vez pálido y azorado-. Ese armario no está ya en mi poder. Lo he vendido y lo he llevado yo mismo al comprador.
-¡Infeliz! -exclamó la señora-. ¡Me ha arruinado usted y se ha arruinado también a sí mismo! Ese armario nos hubiera hecho ricos a los dos. ¿Por qué me enteraría tan tarde de la venta? ¿Por qué? ¿Y no puede usted recobrarlo? ¿Quién lo ha adquirido? ¿Accederá el comprador a vendérmelo? Dígame su nombre y su dirección… Quizás no se haya perdido todo aún…
-No sé el nombre del comprador -replicó Benson-; pero, por fortuna, sé dónde vive, y quizá encontremos medio de volver a verlo… Sin embargo, dígame antes por qué se le antoja tan valioso el armario. Lo he examinado detenidamente, se lo aseguro; es un mueble ordinario, no tiene doble fondo ni muelle alguno secreto… Debe usted de equivocarse, sin duda.
-No hay equivocación. ¿Ha mirado usted bien los cuatro cajones? ¿Se ha fijado en su grueso? ¿No ha reparado en que el de arriba tenía una especie de corredera en un borde?
-No… nada he visto. Pero si tan segura está usted de lo que afirma, habré mirado mal… Decididamente, soy muy torpe; se han burlado de mí… me han engañado…
Pareció tan abrumado el prestamista por la convicción de su simpleza, que hasta la misma señora se conmovió.
-Escúcheme -le dijo-; si se las agencia usted bien, aún podremos repararlo todo; pero es necesario que actuemos de acuerdo. ¿Quiere que acordemos repartirnos lo que contenga el cajón?
-Pero ¿qué contiene? -inquirió Benson bajando la voz-. ¿Contiene realmente algo?
-¿Le ofrecería yo si no cien o doscientas guineas por tal mueble? En fin, quiero confiárselo todo. ¿Conocía usted al granjero Merrywood?
-No, no puedo asegurar que lo conociera. Hace tiempo le vendí una silla de montar y recuerdo que pocos días después vino a reprocharme haberlo engañado en la calidad de la borra.
-¡Qué suyo es eso! Espíritu desconfiado, inquieto, lúgubre… Pero no siempre fue así el pobre hombre; la desgracia trastorna con frecuencia un buen carácter. Tenía una hija cuya extraordinaria belleza ponderaba todo el mundo hace unos veinte años; hija única… ¡Pobre Carolina! Constituía su ídolo y mostraba con él todas las atenciones del cariño filial. Agradecida a la brillante educación que recibiera, quería consagrar su vida a tan buen padre: le leía, le ejecutaba sonatas al piano; en una palabra, era el ángel de la casa. ¡Tan amable! Todos la queríamos.
-¿También la conocía usted?
-¡Que si la conocía! Fuimos amigas desde la infancia y éramos primas por parte de madre. Aunque yo era pobre, se portó muy bien conmigo; exigió a su padre que yo viviera con ellos en la granja. Claro que yo, por mi parte, los ayudaba con multitud de pequeños servicios; pero ¡qué delicadeza en el proceder de tan generosos parientes! Me hubieran tomado por hermana de Carolina siempre vestida igual, compartiendo sus diversiones… yendo al baile con ella… ¡Al baile!… Ya adivinará usted lo demás.
-¡No, se lo juro! La escucho.
-¿De modo que no ha oído usted hablar del viejo marqués de…? ¡Pero dejemos ese nombre odioso!… Tenía un hijo, el joven conde Rogelio…, muchacho amabilísimo, espléndido, muy alegre, sin la menor arrogancia… Vio a Carolina y le impresionó su belleza; la amó, como todos… ¿Quién no la hubiera amado?… Le declaró su amor y lo compartió con ella… Lo de siempre, señor Benson… el amor y sus penas amargas… Una noche, hará de esto doce años, sí, doce años, transcurría el mes de septiembre, Carolina vino a verme a mi cuarto… “Prima -me dijo-, ¿crees que mi padre es hombre capaz de perdonar?” “Sin duda, Carolina -le respondí-. ¿No es cristiano?” “Lo es; pero ¿perdonaría a una hija que hubiese ambicionado elevarse por encima de su condición? ¿Le perdonaría hacerse lady? ¿Se descubriría de buena gana ante ella, como hace cuando la marquesa pasa por su lado en carroza para ir a la iglesia?” “¡Qué locura!”, contesté a Carolina, temiendo comprenderla. Y en cuanto me hubo confesado todo, le di un consejo amistoso, aunque me sedujera también verla ir y venir por mi cuarto aquella noche dándose aires de condesa, abanicándose con una zapatilla y recogiéndose la cola del traje de corte…, que a la sazón no era sino el camisón…
-¿Y qué sucedió? ¿Cogió una pleuresía y murió?
-No, sucedió que fue raptada. Carolina desapareció una mañana de aquel mes, y desde tan aciago día, el granjero Merrywood no levantó la cabeza de humillación. El infortunado padre pareció olvidar que había tenido una hija. No volvió a hablar de Carolina; nadie se atrevió ya a nombrarla, y cuando al mes siguiente recibió carta de ella, en la que le anunciaba que se iba a casar, que iba a ser una gran señora importante y rica, pero que siempre amaría y respetaría a su padre… el granjero rompió la carta y arrojó los pedazos al aire, sin pronunciar más que estas palabras: “¡Insensata! ¡Insensata!”
-Loca estaba, en efecto -confirmó Benson-, porque presumo que no se casaría con ella el joven conde.
-¡Ay, no! Y ella no volvió a escribir. Merrywood subió al cuarto que ocupaba Carolina, abrió violentamente el armario de encina en que ella guardaba sus vestidos y ropa blanca, vació en el suelo los cajones y echó al fuego trajes, lencería, cofias, toquillas, etcétera, etcétera. Aquel armario era un antiguo mueble de familia que había pertenecido a su propia abuela, luego a su madre, después a su esposa… El cajón superior tenía un doble fondo, que servía a Carolina de cartera, donde guardaba las cartas que cuando estaba en el colegio recibió de su padre. El granjero abrió asimismo ese doble fondo, las sacó de él todas, intentó releer una y no pudo continuar por las muchas lágrimas que acudieron a sus ojos. Pasó un mes, luego otro, después el año entero, y el pobre padre no se mostraba menos taciturno ni menos triste, cuando recibió otra carta que llevaba en el sello las armas del marqués. La abrió y vio que era del joven conde Rogelio, cuyo padre acababa de morir, legándole todos sus títulos y propiedades, pero a condición de que se casara con la heredera de lord Rockigham. “Carolina -escribía el nuevo marqués- es dichosa; mas yo debo a usted una reparación personal, porque sé que su fortuna se ha resentido de sus penas. Le envío, pues, en nombre de su hija, cuatro billetes de banco de mil libras esterlinas cada uno.”
-¡Alabado sea Dios! -gritó el prestamista-. ¡Qué señor tan noble y dadivoso! ¡Cuatro mil libras esterlinas! ¡Vaya una fortuna para el granjero Merrywood!
-¡Qué mal lo juzga usted! ¡Ah! ¡Si hubiera visto, como yo vi, la cólera reconcentrada con que estrujó en sus manos la carta sin pronunciar una palabra!… Al cabo de un cuarto de hora de triste silencio me dijo: “Sube conmigo, Juana. Deseo que seas testigo de lo que voy a hacer.” Lo seguí toda temblorosa hasta el cuarto de Carolina. “Aquí hay -agregó- cuatro mil libras esterlinas que ese cobarde seductor pretende hacerme aceptar en nombre de mi hija. Líbreme Dios de tocarlas, y no se las devuelvo porque podría emplearlas en seducir a otras; pero… cuando yo muera…, si alguna vez queda en la miseria la hija que él me raptó, no quiero que perezca de hambre. Justo es que recobre el precio de su deshonra; tú sabrás de dónde sacar lo que le pertenece.” Y al decir esto, abrió el doble fondo, metió en él los billetes de banco, empujó el cajón con un postrer acceso de desesperación y me entregó este alfiler de plata, que sirve para activar el muelle secreto. El granjero Merrywood ha muerto; Carolina ha dejado también de existir. ¿Para quién deben ser las cuatro mil libras esterlinas?
-¡Y yo que he vendido el armario por dos libras! -suspiró Benson- ¡Miserable de mí! Lo repito: ¡me han robado! ¿Está usted segura de que es la única que sabía lo que acaba de contarme? ¡Ah! ¡He debido desconfiar del joven de aparente inocencia que venía como por casualidad a escoger ese mueble entre todos los de mi tienda!
-Dígame el nombre del comprador -repitió la dama-; no sólo poseo el secreto, sino que tengo también el alfiler.
-Déjeme el alfiler -prosiguió Benson-. No es demasiado tarde para ir a comprobarlo. Corro allá.
-No, no; quiero conservar la llave. Traiga usted el armario, y una vez que esté aquí lo comprobaremos juntos, y juntos lo abriremos puesto que debemos repartirnos la suma. A no ser que prefiera darme la dirección del comprador para que me arregle con él.
-No, no -porfió, a su vez, Benson-; yo he cometido la falta, yo tengo que repararla. Esté usted aquí mañana por la mañana, a las nueve.
-¡Mañana, a las nueve! -repitió la prima Juana-. Buenas noches.
Y montó de nuevo en el carruaje.
Benson no cerró los ojos en toda la noche por miedo a que el sol y el joven de la Calle de Salisbury madrugaran más que él. En cuanto amaneció, corrió a la calle en cuestión, y daban las seis cuando se hallaba delante del número 2.
Antes de echar mano a la aldaba, se cercioró de que llevaba en el bolsillo una bolsa de monedas de oro. “Supongo -pensaba- que la vista del dinero seducirá a mi modesto joven, y, sobre todo, a la tía vieja, a quien tal vez haya que indemnizar. ¡Magnífico! Estoy prevenido. Llamemos.”
-¿Quién es?
-¿Está levantada la señora de Truman? -preguntó Benson por el ojo de la cerradura.
-Aún no.
-¿Y su sobrino?
-Soy yo -respondió una voz desde dentro.
Y al abrirse la puerta. el sobrino, presentándose en persona, expresó su extrañeza por tan temprana visita.
-Caballero -le expuso Benson-, nunca se apresura uno lo bastante, cuando se trata de reparar un error. Lo cometí anoche, al venderle un armario que me descabalaba la pareja. Y vengo a deshacer el trato; pero soy demasiado justo para no resarcirle espléndidamente. Usted mismo escogerá lo que quiera de toda mi tienda.
-De ningún modo, señor. Mi tía está entusiasmada con el regalo y no creo que haya el menor error. Por otra parte, todavía no he abierto los cajones, y recordará usted que lo he previsto todo… ¿Y si encontrase en él mi fortuna? Esos muebles antiguos de familia han enriquecido a más de un heredero, como le decía a usted ayer.
Hubo una pausa. Benson reflexionaba y calculaba. Reanudó la conversación a media voz y apoyó su elocuencia sacando del bolsillo la bolsa. Y debió de hallar, por fin, un argumento contundente, porque media hora más tarde el armario gótico entraba de nuevo en la tienda, después de desandar, a hombros del prestamista, todo el camino recorrido la víspera.
-¡Al fin respiro! -exclamó-. Pero ¿aguardaré a las nueve? ¡Ah! ¡Esa buena prima que cree que no puedo prescindir de su alfiler! Aquí tengo una hachita que ha roto otros muchos muebles!
Monologando así, sacó el primer cajón del armario y vio pegado en una de las paredes interiores un papel.
-¡Vaya, vaya! -murmuró-. ¿Será uno de los billetes?
Y leyó:
“Recibí: Jorge Evans.”
En el mismo instante entraba el joven cómico en su cuarto de la hostería de los Tres Pichones y restituía a su baúl dos vestidos de mujer.
-¡Vaya! -se dijo-. ¡Mucha prisa se ha dado en quebrar el empresario de este pueblo! Yo hubiera podido hacerle recaudar algunos ingresos con mi estreno. He tenido bastante éxito en mis papeles de la tía Truman y de la prima Juana. Deducidos de mis doscientas cincuenta libras esterlinas el alquiler de la casa de la Calle de Salisbury, las dos libras del armario, lo que debo por la silla de posta y la propina de seis peniques, tan generosamente dada al ambicioso Benson, aún me quedarán las doscientas libras de mi padre, con los intereses de diez años. ¡Ojalá la conciencia de mi deudor esté tan tranquila como la mía!
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