LAS DOS CARETAS
José Echegaray
Cuento breve / España
Era un Domingo de Carnaval; pero no de los anémicos de hoy, sino de los pletóricos de los buenos tiempos.
Carnaval pletórico de locura, que llenaba calles y plazas y paseos de la heroica villa.
Todo era ruido y regocijo y movimiento y fiebre; risas fingidas de caretas burlonas; llantos fingidos de caretas con lágrimas de cartón; domins ruines, ocultando personas decentes; dóminos lujosos disimulando gente ruin; borracheras envueltas en sudarios; esqueletos repartiendo bombones y caramelos; hombres con faldas y mujeres con pantalones, promiscuidad grotesca de sexos; colchas viejas en forma de cucurucho y mantones de Manila redondeándose sobre senos postizos; bebés de cincuenta años con sonajero, y caballeros con sombrero de copa y frac, de la mano del ama; máscaras que tan pronto van por el arroyo como se amontonan en un coche; máscaras que van a caballo gallardamente y otras que van siempre en su burro de gitano; quién que finge ser enano, quién que finge ser gigante; el mamarracho eterno de la caña repartiendo el higuí y alrededor las eternas bocas abiertas de los chicuelos procurando morderlo; unos que se disfrazan con andrajos, como si la conciencia se les desbordase, otros que se disfrazan con encajes, como escaparate de tienda y anuncio de venta; comparsas que llevan miserias entre músicas y cornetines de murga pidiendo limosna; el tradicional hombre de los cucuruchos de papel y el hombre vestido de esteras, acaso simbolismos carnavalescos de ciertas almas; y abajo barro, y más arriba nubes de polvo que esperan su miércoles de ceniza, y allá en las alturas el cielo azul, inmensa careta de resplandores que cubre las negruras del espacio infinito y misterioso, como si quisiera tomar parte en no sé qué Carnaval apocalíptico.
A medida que fue bajando el sol fue bajando la fiebre, y la multitud, en su reflujo, se retiró hacia sus casas ó hacia sus nichos.
Todas iban mezcladas, las máscaras con careta y las máscaras sin ella, los disfrazados y los no disfrazados; y a las luces pálidas del crepúsculo y entre las primeras gasas del anochecer, todos los contornos se confundían, todos los colores se borraban, y todos parecían los enmascarados de antes o no lo parecía ninguno: o desbordamiento de locos o la gente de todos los días.
Quizá se desvanecían las diferencias entre unos y otros, porque las diferencias eran ilusorias: todos idénticos, todos disfraces; todas eran caretas, todas eran locuras.
Alrededor de los vivos están los muertos, cuando no están en medio. Alrededor de la calenturienta villa, en Domingo de Carnaval, están los cementerios, con su calma suprema y su nunca caldeada frialdad.
Silencio, reposo, árboles tristes, flores que se esfuerzan por estar alegres, muchas losas, muchas cruces, letreros sobre mármoles, en tierra pocas lágrimas, debajo lo que fue y un sublime misterio en que nadie penetra.
El hombre en su pequeñez ridícula también finge misterios y se cubre con un dominó y una careta y pregunta a todo el mundo si le conoce, disimulando grotescamente la voz.
El espacio insondable se cubre con el velo del firmamento, y también pregunta a su modo: ¿Me conoces, me comprendes? Lo pregunta con la majestad silenciosa de sus noches, con la luz esplendorosa de sus días, a veces cuando se cansa de que no le contesten con la voz aterradora de la tempestad.
El camposanto es, en cambio, la eternidad con disfraz humano, otro infinito como el de arriba, que se ahonda en fosas y se recorta en lápidas.
Pero hasta el cementerio había llegado la agitación epiléptica del Carnaval. Los hijos del portero habían jugado a las máscaras, y cuando al anochecer se habían recogido, dejaron olvidada una careta junto a una fosa.
Llegó la noche, noche clara y tranquila, de luz suave y de silencio profundo.
La careta había quedado derecha, apoyada en unos terrones y como observando la tumba.
Y de la tumba salía una calavera, como si algún esqueleto se asomase para echar una mirada al cementerio, o acaso para recoger en los huecos de los ojos la luz de alguna estrella.
Dijérase que la careta y la calavera se miraban.
¿Pensaban algo? ¿Y quién lo sabe? ¿Por qué no? ¿No ha de haber más pensamiento que el nuestro?
Pues si pensaban, pensaría la calavera:
«¿Qué es aquello? Cara humana parece: labios de grana, rosas en las mejillas, sombras que imitan ojos, cabello alrededor de la frente. Pero acaso no lo sea. He oído decir que es Carnaval: quizás sea una careta.
¿Será la vida o será una imitación de la vida?
¿Será carne humana, que se estremece con el placer y con el dolor, o será cartón, que sobre un molde inerte tomó esa forma?
¿Qué es aquello: la verdad o la mentira? ¿Lo que finge ser o lo que es? ¿Una realidad o una apariencia y detrás la nada?
Y podría pensar a su vez la careta mirando a la calavera:
«¿Qué es aquello? Bordes sin labios, dientes al descubierto y sin sonrisa, pómulos verdosos, huesos obscuros en que hubo ojos cristalinos, cráneo sin cabellera: una calavera parece. Pero acaso no lo sea: estamos en Domingo de Carnaval: quizá sea como yo una careta.
¿Será la muerte o la imitación de la muerte?
¿Será la verdad o la mentira? ¿Lo que finge no ser, aun siendo? ¿Y aun siendo una calavera, es una realidad o una apariencia? ¿La muerte es otra careta como yo o es la nada eterna?
Y así se miraban: las dos, sin ojos: dos huecos en el liueso, dos agujeros en el cartón.
¿Era la nada que se contemplaba a sí misma?
¿Era la burla que de sí misma se burlaba?
¿Era una careta que iba a visitar a otra careta?
La noche fue avanzando, y fue declinando el disco luminoso.
La careta se quedó a obscuras: pronto se confundió con los terrones en que se apoyaba.
El último rayo de luna brilló breves momentos sobre el pelado cráneo como sobre un espejo: después en sombras también.
Y entre las sombras quedaron frente a frente la careta de la locura y la careta misteriosa de lo eterno.
Y empezó el segundo día de Carnaval.
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