ESCULTURA
Ángel Marino Ramírez V.
Poema / Venezuela
Honro a la escultura de la plaza santa del pueblo
porque se desgarra de lunas solitarias en medio de la hierba
y sabe apreciar la orfandad que le pinta el relieve de la paloma.
Honro a la piedra que guarda la aventura de una mente
porque va recibiendo el cincel que desnuda su horizonte;
no se resiste, se deja manotear el vientre.
Me confunden los metales erguidos de la azulada calle
porque tratan de fabular mi ponderado interés histórico
y se guindan de la perspectiva de un yeso creyente.
“La Piedad” logra inundar las mejillas de agua sentida
porque Michelangelo supo definir nubes borrachas de tiempo,
redimiendo con su inspiración el hueco del aire.
Nadie sabe de las incertidumbres de un escultor solitario
ni de las cadenas de un descorazonado llanto
ni de las verdades de una barba pulimentada por el viento.
Nadie sabe de la rebeldía del cirujano artista que vierte
en un cincelado cosmos el busto de su desafiada vida.
Estofar este poema puede ser el escape del fruto.
Nadie sabe de la escultura que abraza su simiente imperfecta
repujando los enjambres de la perfección vanidosa
y mostrando el relicario de un aparente cadáver alegre.
Nadie sabe de la fundición de los dedos en una masa firme;
esos que modelan el humo de un extraordinario secreto.
¡No hay mejilla que se resista al hábito de la vieja gubia!
Entonces, el arte vuelve al hombre en contra de la almohada fría
y le anima a perfilar las orillas de un Orinoco torpe,
solo para encontrarle equilibrio a la mazmorra de la carne.
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