«Los inválidos» de Baldomero Lillo (Cuento)

LOS INVÁLIDOS

Baldomero Lillo

Cuento / Chile

La extracción de un caballo en la mina, acontecimiento no muy frecuente, había agrupado alrededor del pique a los obreros que volcaban las carretillas en la cancha y a los encargados de retornar las vacías y colocarlas en las jaulas.

Todos eran viejos, inútiles para los trabajos del interior de la mina, y aquel caballo que después de diez años de arrastrar allá abajo los trenes de mineral era devuelto a la claridad del sol, inspirábales la honda simpatía que se experimenta por un viejo y leal amigo con el que han compartido las fatigas de una penosa jornada.

A muchos les traía aquella bestia el recuerdo de mejores días, cuando en la estrecha cantera con brazos entonces vigorosos hundían de un solo golpe en el escondido filón el diente acerado de la piqueta del barretero. Todos conocían a Diamante, el generoso bruto, que dócil e infatigable trotaba con su tren de vagonetas, desde la mañana hasta la noche, en las sinuosas galerías de arrastre. Y cuando la fatiga abrumadora de aquella faena sobrehumana paralizaba el impulso de sus brazos, la vista del caballo que pasaba blanco de espuma les infundía nuevos alientos para proseguir esa tarea de hormigas perforadoras con tesón inquebrantable de la ola que desmenuza grano por grano la roca inconmovible que desafía sus furores.

Todos estaban silenciosos ante la aparición del caballo, inutilizado por incurable cojera para cualquier trabajo dentro o fuera de la mina y cuya última etapa sería el estéril llano donde sólo se percibían a trechos escuetos matorrales cubiertos de polvo, sin que una brizna de yerba, ni un árbol interrumpiera el gris uniforme y monótono del paisaje.

Nada más tétrico que esa desolada llanura, reseca y polvorienta, sembrada de pequeños montículos de arena tan gruesa y pesada que los vientos la arrastraban difícilmente a través del suelo desnudo, ávido de humedad.

En una pequeña elevación del terreno alzábanse la cabría, las chimeneas y los ahumados galpones de la mina. El caserío de los mineros estaba situado a la derecha en una pequeña hondonada. Sobre él una densa masa de humo negro flotaba pesadamente en el aire enrarecido, haciendo más sombrío el aspecto de aquel paraje inhospitalario.

Un calor sofocante salía de la tierra calcinada, y el polvo de carbón sutil e impalpable adheríase a los rostros sudorosos de los obreros que apoyados en sus carretillas saboreaban en silencio el breve descanso que aquella maniobra les deparaba.

Tras los golpes reglamentarios, las grandes poleas en lo alto de la cabría empezaron a girar con lentitud, deslizándose por sus ranuras los delgados hilos de metal que se iban enrollando en el gran tambor, carrete gigantesco de la potente máquina. Pasaron algunos instantes y de pronto una masa oscura chorreando agua surgió rápida del negro pozo y se detuvo a algunos metros por encima del brocal. Suspendido en una red de gruesas cuerdas sujeta debajo de la jaula, balanceábase sobre el abismo con las patas abiertas y tiesas, un caballo negro. Mirado desde abajo en aquella grotesca postura asemejábase a una monstruosa araña recogida en el centro de su tela. Después de columpiarse un instante en el aire descendió suavemente al nivel de la plataforma. Los obreros se precipitaron sobre aquella especie de saco, desviándolo de la abertura del pique, y Diamante, libre en un momento de sus ligaduras, se alzó tembloroso sobre sus patas y se quedó inmóvil, resoplando fatigosamente.

Como todos los que se emplean en las minas, era un animal de pequeña alzada. La piel que antes fue suave, lustrosa y negra como el azabache había perdido su brillo acribillada por cicatrices sin cuento. Grandes grietas y heridas en supuración señalaban el sitio de los arreos de tiro y los corvejones ostentaban viejos esparavanes que deformaban los finos remos de otro tiempo. Ventrudo, de largo cuello y huesudas ancas, no conservaba ni un resto de la gallardía y esbeltez pasadas, y las crines de la cola habían casi desaparecido arrancadas por el látigo cuya sangrienta huella se veía aún fresca en el hundido lomo.

Los obreros lo miraban con sorpresa dolorosa. ¡Qué cambio se había operado en el brioso bruto que ellos habían conocido! Aquello era sólo un pingajo de carne nauseabunda buena para pasto de buitres y gallinazos. Y mientras el caballo cegado por la luz del mediodía permanecía con la cabeza baja e inmóvil, el más viejo de los mineros, enderezando el anguloso cuerpo, paseó una mirada investigadora a su alrededor. En su rostro marchito, pero de líneas firmes y correctas, había una expresión de gravedad soñadora y sus ojos, donde parecía haberse refugiado la vida, iban y venían del caballo al grupo silencioso de sus camaradas, ruinas vivientes que, como máquinas inútiles, la mina lanzaba de cuando en cuando, desde sus hondas profundidades.

Los viejos miraban con curiosidad a su compañero aguardando uno de esos discursos extraños e incomprensibles que brotaban a veces de los labios del minero a quien consideraban como poseedor de una gran cultura intelectual, pues siempre había en los bolsillos de su blusa algún libro desencuadernado y sucio cuya lectura absorbía sus horas de reposo y del cual tomaba aquellas frases y términos ininteligibles para sus oyentes.

Su semblante de ordinario resignado y dulce se transfiguraba al comentar las torturas e ignominias de los pobres y su palabra adquiría entonces la entonación del inspirado y del apóstol.

El anciano permaneció un instante en actitud reflexiva y luego, pasando el brazo por el cuello del inválido jamelgo, con voz grave y vibrante como si arengase a una muchedumbre exclamó:

-¿Pobre viejo, te echan porque ya no sirves! Lo mismo nos pasa a todos. Allí abajo no se hace distinción entre el hombre y las bestias. Agotadas las fuerzas, la mina nos arroja como la araña arroja fuera de su tela el cuerpo exangüe de la mosca que le sirvió de alimento. ¡Camaradas, este bruto es la imagen de nuestra vida! Como él callamos, sufriendo resignados nuestro destino! Y, sin embargo, nuestra fuerza y poder son tan inmensos que nada bajo el sol resistiría su empuje. Si todos los oprimidos con las manos atadas a la espalda marchásemos contra nuestros opresores, cuán presto quebrantaríamos el orgullo de los que hoy beben nuestra sangre y chupan hasta la médula de nuestros huesos. Los aventaríamos, en la primera embestida, como un puñado de paja que dispersa el huracán. ¡Son tan pocos, es su hueste tan mezquina ante el ejército innumerable de nuestros hermanos que pueblan los talleres, las campiñas y las entrañas de la tierra!

A medida que hablaba animábase el rostro caduco del minero, sus ojos lanzaban llamas y su cuerpo temblaba presa de intensa excitación. Con la cabeza echada atrás y la mirada perdida en el vacío, parecía divisar allá en lontananza la gigantesca ola humana, avanzando a través de los campos con la desatentada carrera del mar que hubiera traspasado sus barreras seculares. Como ante el océano que arrastra el grano de arena y derriba las montañas, todo se derrumbaba al choque formidable de aquellas famélicas legiones que tremolando el harapo como bandera de exterminio reducían a cenizas los palacios y los templos, esas moradas donde el egoísmo y la soberbia han dictado las inicuas leyes que han hecho de la inmensa mayoría de los hombres seres semejantes a las bestias: Sísifos condenados a una tarea eterna los miserables bregan y se agitan sin que una chispa de luz intelectual rasque las tinieblas de sus cerebros esclavos donde la idea, esa simiente divina, no germinará jamás.

Los obreros clavaban en el anciano sus inquietas pupilas en las que brillaba la desconfianza temerosa de la bestia que se ventura en una senda desconocida. Para esas almas muertas, cada idea nueva era una blasfemia contra el credo de servidumbre que les habían legado sus abuelos, y en aquel camarada cuyas palabras entusiasmaban a la joven gente de la mina, sólo veían un espíritu inquieto y temerario, un desequilibrado que osaba rebelarse contra las leyes inmutables del destino.

 

Y cuando la silueta del capataz se destacó, viniendo hacia ellos, en el extremo de la cancha, cada cual se apresuró a empujar su carretilla mezclándose el crujir de las secas articulaciones al estirar los cansados miembros con el chirrido de las ruedas que resbalaban sobre los rieles.

El viejo, con los ojos húmedos y brillantes, vio alejarse ese rebaño miserable y luego tomando entre sus manos la descarnada cabeza del caballo acaricióle las escasas crines, murmurando a media voz:

 

-Adiós, amigo, nada tienes que envidiarnos. Como tú caminamos agobiados por una carga que una leve sacudida haría deslizarse de nuestros hombros, pero que nos obstinamos en sostener hasta la muerte.

Y encorvándose sobre su carretilla se alejó pausadamente economizando sus fuerzas de luchador vencido por el trabajo y la vejez.

El caballo permaneció en el mismo sitio, inmóvil, sin cambiar de postura. El acompasado y lánguido vaivén de sus orejas y el movimiento de los párpados eran los únicos signos de vida de aquel cuerpo lleno de lacras y protuberancias asquerosas. Deslumbrado y ciego por la vívida claridad que la transparencia del aire hacía más radiante e intensa, agachó la cabeza, buscando entre sus patas delanteras un refugio contra las luminosas saetas que herían sus pupilas de nictálope, incapaces de soportar otra luz que la débil y mortecina de las lámparas de seguridad.

Pero aquel resplandor estaba en todas partes y penetraba victorioso a través de sus caídos párpados, cegándolo cada vez más; atontado dio algunos pasos hacia adelante, y su cabeza chocó contra la valla de tablas que limitaba la plataforma. Pareció sorprendido ante el obstáculo y enderezando las orejas olfateó el muro, lanzando breves resoplidos de inquietud; retrocedió buscando una salida, y nuevos obstáculos se interpusieron a su paso; iba y venía entre las pilas de madera, las vagonetas y las vigas de la cabría como un ciego que ha perdido su lazarillo. Al andar levantaba los cascos doblando los jarretes como si caminase aún entre las traviesas de la vía de un túnel de arrastre; y un enjambre de moscas que zumbaban a su alrededor sin inquietarse de las bruscas contracciones de la piel y el febril volteo del desnudo rabo, acosábalo encarnizadamente, multiplicando sus feroces ataques.

Por su cerebro de bestia debía cruzar la vaga idea de que estaba en un rincón de la mina que aún no conocía y donde un impenetrable velo rojo le ocultaba los objetos que le eran familiares.

 

Su estadía allí terminó bien pronto: un caballerizo se presentó con un rollo de cuerdas debajo del brazo y yendo en derechura hacia él, lo ató por el cuello y, tirando del ronzal, tomó seguido del caballo la carretera cuya negra cinta iba a perderse en la abrasada llanura que dilataba por todas partes su árida superficie hacia el límite del horizonte.

Diamante cojeaba atrozmente y por su vieja y oscura piel corría un estremecimiento doloroso producido por el contacto de los rayos del sol, que desde la comba azulada de los cielos parecía complacerse en alumbrar aquel andrajo de carne palpitante para que pudieran sin duda distinguirlo los voraces buitres que, como puntos casi imperceptibles perdidos en el vacío, acechaban ya aquella presa que les deparaba su buena estrella.

El conductor se detuvo al borde de una depresión del terreno. Deshizo el nudo que oprimía el fláccido cuello del prisionero, impartió una fuerte palmada en el anca para obligarlo a continuar adelante, dio media vuelta y se marchó por donde había venido.

Aquella hondonada era cubierta por una capa de agua en la época de las lluvias, pero los calores del estío la evaporaban rápidamente. En las partes bajas conservábase algún resto de humedad donde crecían pequeños arbustos espinosos y uno que otro manojo de yerba reseca y polvorienta. En sitios ocultos había diminutas charcas de agua cenagosa, pero inaccesibles para cualquier animal por ágil y vigoroso que fuese.

Diamante, acosado por el hambre y la sed, anduvo un corto trecho, aspirando el aire ruidosamente. De vez en cuando ponía los belfos en contacto con la arena y resoplaba con fuerza, levantando nubes de polvo blanquecino a través de las capas inferiores del aire que sobre aquel suelo de fuego parecían estar en ebullición.

Su ceguera no disminuía y sus pupilas contraídas bajo sus párpados sólo percibían aquella intensa llama roja que había sustituido en su cerebro a la visión ya lejana de las sombras de la mina.

De súbito rasgó el aire un penetrante zumbido al que siguió de inmediato un relincho de dolor, y el mísero rocín dando saltos se puso a correr con la celeridad que sus deformes patas y débiles fuerzas le permitían, a través de los matorrales y depresiones del terreno. Encima de él revoloteaban una docena de grandes tábanos de las arenas.

Aquellos feroces enemigos no le daban tregua y muy pronto tropezó en una ancha grieta y su cuerpo quedó como incrustado en la hendidura. Hizo algunos inútiles esfuerzos para levantarse, y convencido de su impotencia estiró el cuello y se resignó con la pasividad del bruto a que la muerte pusiese fin a los dolores de su carne atormentada.

Los tábanos, hartos de sangre, cesaron en sus ataques y lanzando de sus alas y coseletes destellos de pedrería hendieron la cálida atmósfera y desaparecieron como flechas de oro en el azul espléndido del cielo cuya nítida transparencia no empañaba el más tenue jirón de la bruma.

Algunas sombras, deslizándose a ras del suelo, empezaron a trazar círculos concéntricos en derredor del caído. Allá arriba cerníase en el aire una veintena de grandes aves negras, destacándose el pesado aletear de los gallinazos el porte majestuoso de los buitres que con las alas abiertas e inmóviles describían inmensas espirales que iban estrechando lentamente en torno del cuerpo exánime del caballo.

Por todos los puntos del horizonte aparecían manchas oscuras: eran rezagados que acudían a todo batir de alas al festín que les esperaba.

Entre tanto el sol marchaba rápidamente a su ocaso. El gris de la llanura tomaba a cada instante tintes más opacos y sombríos. En la mina habían cesado las faenas y los mineros como los esclavos de la ergástula abandonaban sus lóbregos agujeros. Allá abajo se amontonaban en el ascensor formando una masa compacta, un nudo de cabezas, de piernas y de brazos entrelazados que fuera del pique se deshacía trabajosamente, convirtiéndose en una larga columna que caminaba silenciosa por la carretera en dirección de las lejanas habitaciones.

El anciano carretillero, sentado en su vagoneta, contemplaba desde la cancha el desfile de los obreros cuyos torsos encorvados parecían sentir aún el roce aplastador de la roca en las bajísimas galerías. De pronto se levantó y mientras el toque de retiro de la campana de señales resbalaba claro y vibrante en la serena atmósfera de la campiña desierta, el viejo, con pesado y lento andar, fue a engrosar las filas de aquellos galeotes cuyas vidas tienen menos valor para sus explotadores que uno solo de los trozos de ese mineral que, como un negro río, fluye inagotable del corazón del venero.

En la mina todo era paz y silencio, no se sentía otro rumor que el sordo y acompasado de los pasos de los obreros que se alejaban. La obscuridad crecía, y allá arriba en la inmensa cúpula brotaban millares de estrellas cuyos blancos, opalinos y purpúreos resplandores, lucían con creciente intensidad en el crepúsculo que envolvía la tierra, sumergida ya en las sombras precursoras de las tinieblas de la noche.

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