«Antes de morir» de Levannys Figueroa (Cuento breve)

La escritora venezolana Levannys Figueroa nos entrega un relato que simboliza esa relación misteriosa entre el mundo de la vigilia y el mundo onírico. ¿Cuál de los dos es el real? En este caso, una narradora en primera persona logra embutirse dentro de los placeres del tiempo y logra presenciar la muerte de un gran escritor. Ahora, ¿ella logrará salir de aquel mundo? ¿Qué enseñanzas aprenderá de tal lección? ¿Antes de morir, tendrá la oportunidad de compartirla con nosotros?

ANTES DE MORIR

Levannys Figueroa

Cuento breve / Venezuela

A la memoria de Edgar Allan Poe, por ser la fuente.
Y a Juan Ortiz, por ser el guía.

Hace tres días que me persigue un escalofrío: una figura difusa que se cuela por mi ventana y me mira de soslayo mientras se agota la poca vitalidad que me permiten mis últimos momentos. Todo comenzó cuando entré en aquel sueño vívido, presa de una terrible limerencia que me llevó a la más inadecuada y espasmódica de las tertulias noctámbulas. Me hallaba de pie frente a una taberna de Baltimore, un lugar que no he visitado jamás, ni siquiera en la más extrapolada de mis aventuras oníricas.

He ido al infierno, pero nunca a aquella ciudad. En las calles, abarrotadas de gente polvorienta —la peor de las raleas locales—, se marcaban las huellas de los múltiples y pobres votantes a los que emborrachaban para llevar de un comicio a otro, pues era día de elecciones, y, como es claro, la corrupción es mucho más vieja que mi cuerpo mortal. No estoy segura de cómo lo sabía, pero era el primero de octubre de 1849, y, tras la puerta del atestado cuchitril frente a mí, un joven, pero desgastado hombre gritaba: “¡Reynolds, ¡Reynolds!”.

La desesperanza y el desasosiego inundaban el alarido del hombrecillo al que tuvo que sujetar el tabernero —un vagabundo peor vestido que el loco— porque, pese a su ya muy esquelética y blanca figura, no dejaba de golpear las mesas de los otros ebrios con una fortaleza física incomparable, al menos, hasta que yo me hice un lugar entre la multitud que lo miraba y mis ojos alcanzaron los suyos, nigérrimos de evidente dolor. Apenas segundos después del contacto, el manojo de huesos cayó, impávido, en los sucios brazos del mozo del bar. Agarrotado por tener que sostener el peso muerto, el cantinero depositó al afiebrado con todo el vigor que le quedaba hacia una de las mesas más alejadas. Yo lo seguí.

Su grácil cabello negro le caía en la amplia frente, temblaba como una flor descarnada bajo el frío viento de un invierno por venir. Me senté a su lado, y, por azares del subconsciente —del alma o vaya Dios a saber qué cosa—, por primera vez advertí quién era aquel miserable azorado. Mi Edgar. ¿Aquel tugurio obscuro se revelaría como el culmen y el escenario de su muerte? Digo de su muerte porque la vida se le escapó muchas lunas atrás.

Su perfil febril se topó con mi mirada de espanto. La debilidad de su corazón degeneró su ánimo. El alcohol, dueño ya de todos y cada uno de los recovecos de su cuerpo, era el culpable de una enfermedad cerebral que terminaría por acabar no solo con su genio, sino también con la esperanza que le quedaba de ver a sus viejos amores en la entrada custodiada por el más arcano de los ángeles… o, por lo menos, eso era lo que pensaba yo, que lo leí alguna vez en la biografía de algún otro literato más moderno, quien, como yo, admiraba al maestro.

El olor a tabaco y brandy embutían las ventanas de mi nariz, y cuando inspiré hondo para almacenar el recuerdo de la podredumbre, él me miró. El amago de una vieja sonrisa se reflejó momentáneamente en aquel rostro de facciones afligidas, y la visión, el atisbo de un reconocimiento que iluminó sus pupilas, trajo consigo el desconcierto.

—Yo te conozco —dijo con voz apagadísima y disfónica—, o te conoceré alguna vez, en el futuro, en un tártaro al cual me dirijo dentro de muy poco tiempo.

¡Cómo hubiera deseado hacerle más de mil preguntas!, pero no emití sonido alguno; mi lengua se negó a moverse de sitio, y, avergonzada, me encogí de hombros, y me limité a pegarme a la mesa, frente a él. Sin embargo, no tardaría demasiado en darme cuenta de que aquello —hablar con el mago oscuro, inspirador de miles de los míos, o, al menos, de aquellas de quienes anhelo formar una ínfima parte— podría haber sido el peor de mis deslices. Edgar no necesitaba un contertulio, sino alguien que callara mientras dejaba escapar lo último de su maltrecha cordura.

“Son sombras”, me dijo, cuando la poca luz de la taberna, que bailaba sobre nuestras cabezas como un hada dorada, se hizo más tenue. Sus palabras exactas, susurradas y rancias, me parece, fueron estas:

—Son parásitos glaciales, niña mía. Ruedan, se deslizan por las paredes como sanguijuelas endiabladas, y se llevan toda el alma que te habita; y si es que es una sola, y no son miles, como en mi caso, te quedas vacía. Para tu buena fortuna, o tu mala suerte, también en ti moran miles de espectros. ¡Ay de aquella poca visión del mozo de la taberna, que no puede ver nada más allá de sí mismo, aunque lo tenga dentro! ¡Qué poca sensibilidad lo agita! ¡Ay de mi alma por haber visto lo que vi! ¡Ay de la tuya si sigues mi camino! —se lamentó, lacrimoso.

Sus manos agónicas sostenían las mías, en medio del rincón amurallado que tanto le recordaba el haber, bajo una fiebre delirante, emparedado a una pobre mujer. Sus labios, abarrotados de ginebra, emanaban delicados hilos de sangre y bilis que no estuvieron allí minutos antes. Sus ojos, una vez bellos, grises y distinguidos, pululaban negros y ásperos ante la luz mortecina de una luna menguante que no nos tocaba. Se escuchaban los jadeos de los herejes, en el fondo, más allá de las botellas y del enorme haz de fuego bruno.

—Son sombras —repitió—. Sonetos escalofriantes de algo que estuvo vivo, y que, cuando yace moribundo, se engulle las tripas, el cordón umbilical que nos ata a esta existencia, y entonces, cuando se sacia, no nos mata. ¡No, no, no! Quiera Dios que nos asesinase. Nos deja ahí, mi niña, nos suelta en pleno vacío de dicha, y nos obliga a caminar por el mundo hechos unas carcazas huecas y desprovistas del placer, del más misericorde y bienvenido alivio. Ni siquiera la dama negra es capaz de arrancarnos de las manos de aquellas canallas, porque incluso muertos somos esclavos de sus designios, que no son otros que alimentarse.

La noche se hizo más gélida con cada una de sus palabras, y, en medio de una repentina tonada de valentía interna, me acerqué más a él. Olía como Asmodeus, y se veían como él. Edgar, inclinado tal vez por el ascenso de su fiebre cerebral, se estremeció antes de tomarme de las manos con más vigor. Sus nudillos, apenas unos huesillos terriblemente pálidos, no representaban contraste alguno ante los míos. El tufo a alcohol amargo, presente en todo momento, salió despedido cuando, después de largo rato, me dijo:

—Yo nací muerto, o, al menos, creo que jamás estuve vivo del todo; por eso las veo. Lo hice desde muy joven, pero, con el correr de los años, y mis desventuras y vericuetos con las letras y el amor; con Helen, la primera, y con Virginia, la más joven… con la ginebra. Al principio bebía para ahogarlas en la niebla de la inconsciencia, pero después se hicieron resistentes, ¡las muy protervas!

—¿Quiénes, señor Poe? —pregunté con una voz más propia de un colibrí que de una mujer.

—¡Las sombras heladas del polo! —contestó. Su lánguida mano dio un golpe en la mesa que, de haber podido, hubiera sido estruendoso. Pero al pobre señor no le quedaban más fuerzas—. ¡Escúchame bien! Desde antes de Elizabeth, mi madre, en aquel enmohecido Covent Garden de Londres, donde mis abuelos engolaban noches escuetas de Inglaterra, ya existían ellas. Concurren ente nosotros desde las primeras guerras, cuando el horror de lo inhumano y lo macabro poblaron la tierra de miserias creadas por nuestra propia codicia. Se nutren de la pena; absorben la felicidad como un recién nacido el pecho de su santa madre. Tienen hambre, y jamás duermen…  son tan frías…

Un estremecimiento me recorrió la espina dorsal cuando el bueno de Edgar cayó de bruces al suelo, raudo, tiritando entre sollozos mientras continuaba, como al principio, clamando por Reynolds —quien sería la inspiración para la creación de Gordon Pyn—. Todo lo que podía haber quedado de su cordura momentánea, fue expulsado de sí mismo por el alcance de la fiebre cerebral. Me quedé con él, bajo el acaecer del baile de las luces doradas. Tomé su escuálida mano en todo momento, hasta que, más tarde que temprano, un médico llegó para llevarse lo que quedaba del cuerpo de mi señor, gracias a la llamada de un tipógrafo que reconoció al escritor.

Una ráfaga de refracción onírica me envolvió en ese momento, y me dejó en la semipenumbra de un roído hospital de Baltimore, días después. Poseído por su propio infierno personal, un desahuciado Edgar gemía, desesperado, el nombre de Reynolds. El gris en sus ojos se apagó de hito en hito, y no preguntó por Elmira o Annie, sus viejos amores, porque su corazón, roto desde hace muchos años —o absorbido por las sombras heladas del polo, como él las llamó—, dejaría de latir muy pronto. No obstante, antes de sucumbir a abandonar el aliento que aún le quedaba, su carácter tozudo se atrevió a preguntarle a los médicos si todavía quedaba alguna esperanza.

—No. Lo siento mucho, señor Poe, pero se encuentra usted muy grave —dijo un sanador.

—No quiero decir eso. Quiero saber si hay esperanza para un miserable como yo.

La nublada luz en su mirada se extinguió de pronto, y, en su lugar, quedó una variedad de plomo sucio. La polución de la contaminación de mi mundo moderno luce muy similar a aquellos ojos de cenizas. A continuación, el poquísimo color que alumbraba sus mejillas desapareció por completo, y, después, fue víctima de una inamovilidad templada; cuanto menos, por algún tiempo. La obscuridad de la hora muerta, esa que es tan conocida por los católicos, inundaba los pasillos del hospital cuando, el siete de octubre de 1849, de los blancos labios de Edgar Allan Poe, brotó la siguiente frase:

—Qué Dios ayude a mi pobre alma.

Un estruendo estalló en el hospital, en Baltimore, en Estados Unidos, en el planeta entero. O, quizá, solo dentro de mí. Vi los ojos del querido Edgar por última vez, y, presa del más terrible pánico, me di cuenta de que aquellos ojos —que otrora habían sido dotados de hermosura—, se convirtieron en la representación más absoluta de la negrura, de la obscuridad inconmensurable, del más execrable de los abismos helados. Su cuerpo estaba muerto; frío como el polo; no obstante, en algún lugar enterrado entre los confines del mundo, aún existe. Él lo predijo, sabía lo que vendría.

Hoy, atascada entre las sábanas de mi cama, tan incurable como el maestro, yo también lo sé. Porque no fue un sueño vívido lo que me hizo presenciar la manía y la supuesta muerte del bueno de Edgar. De algún modo, tal vez a causa de las mismas sombras heladas del polo, viajé hacia una tierra que me es desconocida, para traer conmigo la negrura de lo intangible que, al mismo tiempo, es el reflejo más fehaciente de la destrucción del alma humana.

¿Es posible que soñar sea más que una recopilación de imágenes extrapoladas del mundo terrenal? ¿Es probable que sea, mejor dicho, una forma de transitar entre otros tiempos, o, a través de otros mundos? Si es así, las sombras también poseen esa habilidad. Poe lo sabía, yo lo entiendo gracias a él, y ahora que lees esto, tú también lo conoces. Y si, como sospecho, el saber es la llave que abre la puerta al maleficio impuesto por estos seres grotescos y de maldad irrestricta, entonces ya debes poder verlas tan claramente como yo comencé a hacerlo antes de exhalar mi último aliento.

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