«El recuerdo» de Felipe Trigo (Cuento)

EL RECUERDO

FELIPE TRIGO

CUENTO/ESPAÑA

No había andado Juana la mitad del camino hacia la viña, con un cesto de mimbres al cuadril, cuando entre las encinas de la sierra se presentó Chuco de sopetón, diciendo:

—Mia tú, Reina, vengo escapao porque te vide llegar desde las pizarreras donde tengo la cabrá. Te quió decir una cosa. Mañana ya sabes que me voy a la ziudá, a la melicia; pues, vélaqui lo que traigo.

Chuco entregó un papel a su novia.

—¡Calla! ¿Y quién este santo…? ¡Eres tú! —exclamó ella admirada.

—Y toas qu’es verdá… Y que ma retratao el señorito ese, amigo del amo, ca venío de témpora al cortijo. Le trompecé ayer tarde en la ermita, pintando toa la facha y toos los árboles y too… Liamos un cigarro, y aluego dijo que quería retratarme; yo le dije que bueno; me puso el garrote asina, como estás viendo ahí, y en menos de na, que toma, que deja, que raya p’arriba que raya p’abajo, ya tenía too el muñeco formao. Iba a largarse, después de parlar un rato, cuando, sin saber por qué, me acordé de tí. ¿Por qué no me había de hacer otro retrato pa ti…? Se lo dije lo mesmo que lo pensaba, y él, que debe ser mu largo, se echó a reír y lo hizo en seguía. Ese es, Reina, pa que lo guardes mientras ando yo por esos mundos… Pues, bueno; yo no he dormío ni migaja en toa la noche pensando al respetive qu’es menester que tú me des tamién un retrato.

—Y yo… ¿cómo? —preguntó Juana dejando de mirar el de Chuco.

—Escucha, asina: vete en cuatro brincos a la alamea de la Tabla Grande del río, que allí se paró don Luis hace un poco, al salir el sol, y apreparó los chismes como pa pintar el molinillo, y amáñate pa ve cómo pué retrátate. Anda, Reina; no me voy a se sordao si al llevaros esta noche la jarra de leche no me le tienes… ¿Lo oyes? ¡Que se me ha metió en la chola, y no me voy aunque sepa dar en un presillo!

¡Gran Dios! ¿Y con qué cara iba la Reina a presentarse a don Luis, sin haberle hablado una vez siquiera…?

Chuco adivinó esta idea; pero adoptó un aire resuelto preguntando:

—¿No irás?

Juana permaneció muda.

—¿Que no?— insistió el cabrero con su extremeña terquedad.

Y como su novia continuaba en silencio, echose el garrote al hombro, se acercó a ella, hizo una cruz, y después de decir: «Por esta, que me llevan a presillo», se las tocó a paso largo, dejándola atónita e inmóvil.

La Reina (mote que Juana había heredado de su madre, a quien se lo dieron por limpia y buena moza) se llenó de pena comprendiendo que Chuco cumpliría su promesa al pie de la letra. Tras algunos momentos de duda, se enjugó los ojos y miró al valle, donde se divisaba el umbroso follaje de la ribera; suspiró, y alegre al poco —que para algo habían de servirle sus diez y siete años—, partió ligera como una saeta hacia la Tabla Grande.

¡Bah! ¡Si no conocía al señorito Luis, tampoco iba a pedirle un reino…! Entre corriendo y andando, cruzó el encinado, salvó el puente del arroyo, dejose atrás la huerta y los pinares, y agazapándose en la pradera para esquivarse del tío Juan, que volvía del lugar con el carro, entró por fin en la alameda, recorriéndola hasta darse de manos a boca, o punto menos, con el pintor, que de pie junto a la silla de tijera, tenía delante un caballete. Juana se paró, y, arrepentida, trató de esconderse. Pero el señorito Luis la había visto ya; era inútil… Entonces, lanzando una imperceptible carcajada, a un tiempo medrosa y atrevida, roja como una grana, se acercó a él, soltó el covanillo, y clavando los ojos en el suelo, exclamó casi sin voz:

—Yo… soy la novia de Chuco.

El señorito Luis había soltado los pinceles y miraba con sorpresa a la recién llegada.

—¡De Chuco…! ¿Qué Chuco, hija? —preguntó en el colmo de la extrañeza.

No conocía a Juana, que habitaba en el cortijo las dependencias de la servidumbre.

—De Chuco el cabrero… del que usted pintó ayer en la sierra de la ermita —añadió Juana.

—¡Aguarda! ¡Conque tú eres…! Pues tiene Chuco una novia como una perla —murmuró el joven sonriendo—. Bueno, mujer; tú dirás lo que deseas.

Al escuchar Juana el elogio, levantó la mirada hacia el señorito Luis… y la bajó viendo que sus ojos derramaban sobre ella un incendio. Sin embargo, aquella flor y aquella jovialidad diéronle alientos para continuar:

—Sí, me lo dijo. Por eso me pidió un retrato para dejártelo. ¿No te lo ha dado?

—Vélaqui usté; me lo ha dao ahora que me encontró cuando iba yo por uvas a la viña; y dijo que viniera al vuelo en busca de usté… porque me hizo la cruz para no dirse más que atao, en tanti yo no me diera maña pa… darle otro retrato que usté me haga.

—¡Bravo! Si no es más que por eso, no hay que atarlo, porque no desairaré nunca a una muchacha tan salada. Siéntate. ¡Esto va a ser a escape! Y a fe que me alegro, pues así estarás en mi álbum junto a él.

La noticia arrancó a Juana, que estaba rabiando por reír, una carcajada de alegría.

—Oye —dijo Luis en cuanto preparó los lápices y el álbum—, tú eres muy guapa y quiero hacer un retrato bonito. Así no estás bien; en vez de continuar sentada vas a echarte, saldrás mejor. Tu retrato será todo un cuadro.

Así diciendo, la levantó del cesto, se lo puso de cabecera, obligándola a adoptar una postura caprichosa, le cruzó los pies después de acostarla de lado y la hizo reclinar la cabeza sobre un brazo y rodeársela con el otro. Satisfecho de la actitud de la joven, que temblaba a su contacto y seguía con el recelo en los ojos y el carmín en la cara esta maniobra, se fue a la silla sonriendo, sobrecogido por la inspiración de la belleza extraordinaria de la Reina.

Dibujaba Luis con el arrobamiento del artista que se deja absorber por su obra, y una tras otra, sin saberlo, dejaba escapar frases de admiración ardiente cada vez que su análisis descubría un tesoro de los mil de la belleza a la par atrevida y delicada de la Reina… ¡Sus palabras clavábanse en el corazón de Juana como flechas de oro…!, y Juana (¿por qué no decirlo?), empezaba a impresionarse… Veía en el pintor la adoración a su hermosura, y ella, que siendo mujer, nunca había sido admirada, no se daba cuenta, la pobre, de que el amor principia así. El amor, es decir, algo grande, algo que jamás sintió junto a Chuco, en su cariño de hermanos, descuidadote y tranquilo, cuyas raíces se perdían en el trato de la infancia.

Bien visto, el señorito Luis era un cabal mozo; tendría veinticinco años, y Juana en su vida estuvo al pie de un hombre tan guapo, tan simpático, tan amable… ¡Vaya si sabía decir algunas cosas…!

Decididamente ella se encontraba a gusto en la alameda. Hasta el misterio del sitio, que al pronto le había causado un vago temor, comenzaba a placerla. Un vientecillo juguetón rizaba la amplia superficie del agua, prendiendo al sol en cabrilleos de oro y haciendo temblar en la opuesta orilla la imagen de los pintorescos matorrales de espinos y adelfas que la bordaban, por detrás de los cuales el cielo extendía su fondo de puro azul. En mitad del río, como una gaviota nadando, se destacaba la casita blanca del molino, al extremo de una isleta vestida de sauces, cuyas ramas colganderas se derramaban y mecían con languidez sobre la corriente apacible. Exceptuando el rumor lejano de la presa, el susurro de las hojas y el atronador ruido de los pájaros en los árboles, nada turbaba allí el silencio, si es que del silencio no son también las armonías de las brisas, de las aves y de las ondas.

Solo necesitaba ya los últimos toques el dibujo; Luis lo terminó mientras decía con su acento medio apasionado y medio ligero:

—¡Oh, chiquilla! ¡Si te vieras a ti misma…! Eres inimitable… Qué diantre, la suerte anda muy mal repartida; de andar mejor, tú estarías donde tu hermosura fuese el encanto de todos. Mujeres como tú no debían nacer para morir como las margaritas del campo; no admito, no concibo que Dios haya creado cosa tan linda para esconderla… ¡Ea! Ven a ver esto; ya se acabó.

Juana se levantó y recibió el álbum que mostraba Luis, poniéndose a contemplar el retrato con curiosidad. Se agradaba a sí misma. Nunca había tenido ocasión de mirarse en un espejo mayor que la palma de la mano, y no sabía cuánta era la gentileza de su talle. Dudaba de que la hermosura aquella fuese un reflejo de la suya; el señorito Luis, sin duda, había hecho la imagen tan graciosa únicamente por halagarla.

—¿Esta soy yo?

—Esa eres. Chuco gana contigo el ciento por ciento. ¡Qué diablo, no has sabido escoger novio! ¡Qué muchacha más tonta! Ahora voy con la copia para él: trae el álbum.

Por segunda vez colocó Luis bajo su lápiz un papel blanco, empezando a copiar el boceto, del que pensaba hacer despacio una preciosa acuarela. La Reina no se saciaba de mirarlo.

Por encima del hombro del joven, rozándole alguna vez con los cabellos, observaba la soltura con que trazaba líneas que iban reproduciéndola.

En su propia cara sentía Luis respirar a Juana, que absorta en la contemplación, no tenía conciencia de otra cosa. Luis sufría. El aliento aquel le deleitaba como el perfume purísimo e intenso de la flor de jara en las siestas de la solitaria montaña. «Cuando ya esté hecha la acuarela —pensaba—, le pondré un título que será un perfecto recuerdo: Tentación».

De improviso, alargando el papel y volviéndose, dijo:

—Toma.

Y le dio el retrato… y un beso que estalló como una palmada en la purpúrea mejilla de la Reina.

La sangre toda afluyó al rostro de la muchacha. Sintió que se desvanecía, pero se repuso, y sin pronunciar palabra, rápida como la luz, llevando el retrato en la mano y arrebatando el cesto al pasar, desapareció entre los álamos.

Cuenta la fama… (es decir, no lo cuenta la fama, porque es un secreto que solo puede contar la que lo aguarda) que hará tres meses, la noche de la boda de la Reina y Chuco, cuando las amigas de aquellas atribuían su llanto a las naturales cosas que hacen llorar en estas ocasiones, ella oprimía contra su corazón el retrato trazado en la alameda de la Tabla Grande del río, y suspiraba acariciando los recuerdos indelebles de las impresiones sentidas y de las palabras del pintor, que habían hecho desfilar ante sus ojos fugaces visiones más brillantes que una lluvia de estrellas.

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