«El hombre y su demonio» de Pedro Gómez Valderrama (Cuento breve)

EL HOMBRE Y SU DEMONIO

Pedro Gómez Valderrama

Cuento breve / Colombia

Fragmento del relato del viaje de un filósofo español a través del país de Flandes, hacia los años de 1570.

Dícese que en aquellos tiempos de cien años ha, cuando Jerónimo Bosch el pintor vivió en Brujas, algunas aldeas flamencas practicaban todavía la costumbre de dar sonoridad y bendición a las campanas, purificando el metal de aquellas con el cuerpo de la doncella más hermosa. No creo yo que en países y tiempos tan honrados, pudiera ello ser así. Sin embargo, cuando en compañía del señor Don Manuel de Urquijo, hube de viajar por los pueblos y comarcas de Flandes, oyeron mis oídos que las tales campanas sonaban como otra ninguna, y que si su sonido era hermoso en la hora de la boda, más aún lo parecía en el momento de la muerte. Mas pienso que esos sonidos vienen de un tiempo mucho más antiguo, y que desde entonces en Flandes no se han hecho campanas. Aquellas campanas, ciertamente, sonaban como con alma, no sé si por alguna extraña influencia del aire, o por la sola leyenda que las hacía sentir como mujeres. Debo confesar de igual manera que cuando la noche me sorprendía fuera de cobijo, y había de pasar cerca de alguna iglesia, mientras daba la hora la campana, me sobrecogía pensando en todos los malos espíritus que rondaban el aire, y que huían en ese instante estremecidos y puestos en fuga. Porque la campana es, ante todo, y como nos lo manifiestan las antiguas historias, un modo de poner en fuga a los malos espíritus. Eso solamente puede ocurrir si la campana tiene su metal mezclado con la carne de una doncella, ya que la campana que ahuyente los seres maléficos, tiene que sonar como un cuerpo de virgen.

Y hablo de las campanas, porque se trata de una historia de exorcismo y de demonios que poseen a los hombres. Las personas que la refieren dicen que fue el protagonista de ella el pintor Jerónimo Bosch, en cuyos cuadros se place tanto el señor Rey Don Felipe II, a quien Dios guarde.

Dicen también, y a fe que lo creo cierto, que aquel pintor fue un poco tocado del magín, tanto que en este año de gracia, si no es en el Escorial, harto difícil es conseguir ver una de sus pinturas.

Pero contaré la historia, ya que después de este paréntesis deberé seguir con el relato de mi viaje de Flandes, escrito para que tantos españoles que no han visto aquella comarca nuestra, sepan cómo es el uso de la vida en esas tierras.

El señor Bosch vivió por un largo tiempo en Brujas, en una pequeña casita situada a la orilla del Muelle Verde, en las cercanías de la calle del Asno Ciego, donde pintaba como si padeciera de furia o de insania; hay quien dice que pintaba para vengarse de las gentes. Dícese también que pagaba con oro del mejor las mujeres y hombres que retrataba en sus pinturas. Pero hay quien asegura que eran todos adoradores de una rara secta impía y hereje, que se reunía allí para sus cultos, y que los cuadros de “El Bosco”, como en España le llamamos, son todos representaciones de su fea impiedad. Ello es que el Bosco era casado con una mujer no hermosa ni buena, que murió dejándole en la soledad, pero a él no pareció importarle; antes bien, ahora pintaba más continuamente. Y sin que nadie supiera, vendía sus cuadros. La gente que no conocía su casa contaba que tenía un cuarto lleno de sapos, culebras, arañas e instrumentos de tortura, en donde entraba a pintar sus cuadros perversos. Pretendían haber oído aullidos y sollozos que salían de la casa cerrada. Y se aseguraba que no había entrado mujer que no hubiera sido poseída por una de aquellas alimañas monstruosas.

Pero ocurrió que vivía en Brujas la hermosa hija de un zapatero, llamada Bárbara Quellyn. Fue esta joven quien suscitó una grave pasión en el corazón del viejo pintor, que como si fuese un zagal, la perseguía y acechaba sin curarse siquiera de la reprobación de las gentes o de la ira del padre.

En las horas en que las campanas convocaban a la iglesia, el pintor encontrábase embozado en su capa, viéndola pasar; y dirigiose una vez a ella con tal ahínco, que la joven no salió nunca más sino en compañía de una dueña.

El Bosco pasaba por frente a su casa, mirando la puerta cerrada con mirada de endemoniado, y como un fantasma aparecía en la noche hasta que la ronda nocturna le ahuyentaba. Enviábale misivas amorosas, y ofreciole tres sacos de escudos si consentía en ir a su casa para pintarla en un cuadro. La muchacha, pese a su temor del hombre endemoniado, le sonreía a hurtadillas a veces, cuando le encontraba.

Por aquellos días, vivía en Brujas un célebre fundidor de campanas, tudesco y orgulloso, lleno de oro y fama, que había dejado su trabajo al salir de Alemania. Era hombre que se reía cuando le preguntaban cómo había conseguido los cuerpos de virgen para todas las campanas que había fundido.

Un día recibió un emisario de un poderoso príncipe de Alemania, pidiéndole una campana inmensa, para la torre de una catedral. La campana, contaba, debía tener la altura de un hombre, y una sonoridad que alcanzaba varias leguas. Brujas no era sitio apropiado para hacerla, pero el Príncipe tenía la bolsa abierta, y la campana se haría allí.

Empezaron los trabajos, que durarían ocho días para fundir la campana, después de hecho el molde. La hoguera quemaría tanto combustible como el que quemaban todas juntas las casas pobres de la villa en un invierno. Diez hombres ayudarían a los trabajos, y el fuego no se podría suspender un momento. Fue así como, en las afueras de la ciudad, empezó a arder la hoguera. Todas las gentes desfilaron a mirar los trabajos. El Bosco, luego de haber pasado por la casa de Bárbara en las horas nocturnas, se quedaba largamente allí mirando cómo ardía la leña, cómo el metal se iba moldeando. De noche, la campana quedaba ardiendo sola.

Cuentan quienes lo saben que una madrugada Bárbara Quellyn tenía un encuentro concertado con su amor, un joven que un día, según los rumores del pueblo, sería el dueño de su virginidad. El Bosco había aparecido ensombrecido aquellos días, y aun hubo gentes que aseguraban haber visto su demonio.

La cita era en el lugar de la campana, so pretexto de la hora de los oficios religiosos. Cuando llegó la joven, vio una sombra que se dirigía a ella con los brazos tendidos. Acercose, creyendo que era su enamorado. La figura se desembozó de la capa, y la joven pudo ver que era Bosch, el pintor de demonios. En medio de la soledad, con la sola compañía del fuego que ardía violento y de los metales derretidos, la joven gritó de terror, y enloquecida de miedo —porque todos aseguraban que ella vio al demonio— huyó sin mirar, precipitándose en el hueco donde, entre llamas, se fundían los metales. Debió ser apenas un poco más de humo, y la carne y la sangre de la virgen quedaron unidas al metal de la campana.

Eso dicen las gentes. Todo el pueblo señalaba con odio al pintor, pero nadie podía demostrar nada. Al poco tiempo, regresó a su retiro de Bois-le-Duc, de donde jamás volvió a salir. El horrible recuerdo fue más fuerte, y el que era alucinado, enloqueció sin poder desasirse de su demonio. Loco, frenético y furioso, pintó sus infiernos. Uno de ellos, contiene la colección de todos los suplicios del mundo, que él anotaba con todo cuidado para luego pintarlos deleitosamente. Es un Tríptico que place más que todos a mi Señor Don Felipe II, y llámase “El Jardín de las Delicias”. Hay en él un suplicio más horrendo que ninguno, por todo lo que tiene de exorcismo, de esfuerzo para alejar los diablos del infierno que le rodeaban. Y ese mismo suplicio encuéntrase en otro infierno de su “Juicio Final”: Cercano del hombre suspendido de la llave, y sobre el amoroso cuyo cuerpo está templado sobre las cuerdas de un arpa, un hombre aparece colgado a guisa de badajo de una campana enorme, mientras un demonio tira la cuerda eternamente.

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