«Una condecoración» de Antón Chéjov (Cuento breve)

UNA CONDECORACIÓN

Antón Chéjov

Cuento breve / Imperio Ruso

Leo Pustiakov, profesor en el Colegio Militar, cuyo domicilio estaba próximo al de su amigo el teniente Ledentzov, dirigiose a casa de este una mañana de Año Nuevo.

—Verás de lo que se trata, Grischa —dijo a este después de desearle feliz entrada de año—. ¡No vendría a molestarte si no fuera porque me encuentro en un apuro!… ¡Préstame, amigo, por el día de hoy tu Stanislav!… Como voy en casa del comerciante Spichkin… ¡Ya conoces a ese bribón de Spichkin!… ¡Le gustan enormemente las condecoraciones y considera casi como unos canallas a los que no las llevan colgadas del cuello o del ojal!… ¡Además, tiene dos hijas, Nastia y Zina!… ¡Te estoy hablando como a un amigo!… ¡Tú ya me comprendes, querido!… ¡Préstamela…, hazme el favor!

Todo esto lo pronunciaba Pustiakov tartamudeando, enrojeciendo y volviendo tímidamente la cabeza hacia la puerta. El teniente, después de injuriarle, acabó accediendo.

A las dos de la tarde, Pustiakov, mientras se dirigía en un isvoschik a casa de Spichkin, se miraba el pecho a través de la pelliza ex profeso un poquito entreabierta, sobre el que, resplandeciente de oro y esmaltes, brillaba la Stanislav ajena.

«¡Parece como si se inspirara uno a sí mismo más respeto! —pensaba el profesor—. ¡Que una cosita tan insignificante…, que no valdría arriba de cinco rublos, produzca esa sensación!».

Cuando el isvoschik se detuvo ante la casa de Spichkin, Pustiakov, al pagar al cochero, entreabrió su pelliza, pareciéndole que aquél, al ver su charretera, sus botones y su Stanislav, quedaba petrificado. Dejando escapar una tosecita de satisfacción, entró en la casa. Mientras se quitaba la pelliza, asomó la cabeza por el salón. Allí, ante una larga mesa, hallábanse sentadas, comiendo unas quince personas. Oíase ruido de voces y el tintinear de la vajilla.

—¡Alguien ha llamado! —oyose decir al dueño de la casa—. ¡Ah!…, ¿es usted, Lev Nikoláich? ¡Pase, por favor!… ¡Llega usted un poco retrasado, pero no importa!… ¡Acabamos de sentarnos!

Pustiakov enderezó su figura, alzó la cabeza y frotándose las manos, entró en el salón. Pero ¡allí vio algo terrible!…

A la mesa, y al lado de Zina, hallábase sentado Tramblian, el profesor de francés, compañero suyo de trabajo. Permitir que el francés viera la condecoración era tanto como despertar una serie de preguntas de lo más desagradables…, significaba su vergüenza y eterno descrédito… La primera idea de Pustiakov fue arrancarse la condecoración y escapar corriendo, pero ésta estaba muy bien cosida y retroceder era imposible. Cubriéndose rápidamente la condecoración con la mano derecha, Pustiakov se encorvó, dirigió torpemente a todos un saludo general, sin estrechar a nadie la mano, y fue a sentarse en la única silla, libre, justamente enfrente de su compañero el francés.

«Debe de venir algo bebido», pensó Spichkin observando su rostro azorado.

Le fue servido un plato de sopa. Con ademán perezoso y utilizando la mano izquierda, coge la cuchara; pero luego, recordando que en sociedad no está bien considerada esta manera de comer, declaró que había comido ya y no tenía apetito.

—Ya he comido… Merci… —balbució—. Fui a visitar a mi tío, el arcipreste Eleev…, y me rogó insistentemente que me quedara a comer con él.

El corazón de Pustiakov comenzó a llenarse de una lánguida tristeza y de un colérico enojo. La sopa exhalaba un olor muy sabroso y del esturión salía un vaporcito sumamente apetecible. El profesor intentó liberar su mano derecha y cubrirse la condecoración con la izquierda, pero el cambio no resultó ser cómodo.

«Lo notarán… Tendré que tener la mano extendida sobre el pecho, como si fuera a cantar… ¡Dios mío!… ¡Ojalá termine pronto la comida! ¡Yo ya comeré luego en la taberna!».

Después del tercer plato alzó tímidamente los ojos hacia el francés. Tramplian, azorado sin motivo aparente, le miraba a su vez, y tampoco comía nada. Sus miradas se cambiaron y ambos bajaron estas sobre sus platos vacíos, aún más azorados.

«¡Ya se ha fijado el muy canalla! —pensó Pustiakov—. Le noto en la cara que se ha fijado. ¡Vaya con el bribón!… ¡Seguro que mañana mismo se lo cuenta todo al director!». Los dueños de la casa y los demás invitados terminaron el cuarto plato. Después, terminaron también el quinto.

Un señor alto, al que la Naturaleza había dotado de una nariz de caballete, anchas y velludas ventanas en ella y unos ojos que guiñaba constantemente, tras levantarse de la mesa y acariciarle con una mano la cabellera, anunció:

—¡Hem, hem…, ep, ep!… ¡Propongo beber en honor de las damas aquí presentes!

Los comensales levantáronse ruidosamente de sus asientos y alzaron sus copas. Un fuerte «¡Hurra!» resonó por todas las habitaciones. Las damas sonreían y tendían sus copas para brindar. Pustiakov, levantándose cogió la suya con la mano izquierda.

—¡Lev Nikoláich…, tenga la bondad de ofrecer esta copa a Nastasia Timofeevna! —dijo, dirigiéndosele un caballero al tiempo que le presentaba una copa—. ¡Haga que se la beba!

Esta vez, con gran espanto suyo, Pustiakov se veía obligado a emplear la mano derecha, con lo que la Stanislav relució, y con su cinta roja, arrugada, vio la luz del día. El profesor se puso pálido, bajó la cabeza y miró tímidamente hacia el francés. Éste le miraba también, con unos ojos a la vez interrogativos y asombrados. Sus labios sonreían maliciosamente, y en su rostro se desvanecía poco a poco la expresión de azoramiento.

—¡Julii Avgustovich! —díjole de pronto el dueño de la casa—. ¡Haga el favor de pasarme esa botellita!

Tramblian alargó, indeciso, la mano derecha hacia la botella, y…, ¡oh felicidad!… Pustiakov vio colgando de su pecho una condecoración. ¡No era esta una Stanislav, sino toda una Anna !… ¿Sería posible que también el francés hubiera hecho trampa?…

Pustiakov, riendo de placer, se sentó tranquilo en su silla… Ahora no tenía ya necesidad de esconder su Stanislav; el pecado de ambos era el mismo. Ninguno de los dos podía, en consecuencia, denunciar ni desacreditar al otro…

—¡Aj!… ¡Hem!… —mugió Spichkin al ver la condecoración en la solapa del profesor.

—Sí… —dijo Pustiakov—. ¡Es curioso que hayan dado tan pocas condecoraciones este año, Julii Avgustovich!… Solo las obtuvimos usted y yo. ¡Es curioso!

Tramblian asintió alegremente con la cabeza y mostró su solapa izquierda, sobre la que colgaba ostentosamente la Anna de tercer grado.

Después de la comida, Pustiakov daba vueltas por las habitaciones enseñando la condecoración a las señoritas, contento y despreocupado a pesar de que el hambre hacía sentir su presencia.

»¡Si lo hubiera sabido! —pensaba mirando a Tramblian, que conversaba con Spichkin con ojos envidiosos—. ¡Me hubiera colgado una Vladimir!… ¡Qué lástima no haberlo adivinado!

Solo este pensamiento le torturaba. Por lo más se sentía feliz, completamente feliz.

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