«El viaje para cruzar la frontera» de Juan Ortiz (Cuento)

EL VIAJE PARA CRUZAR LA FRONTERA

JUAN ORTIZ

CUENTO/VENEZUELA

Había pasado mucho tiempo sin verse tan rozagante, tan fresco, tan liviano. Llevaba consigo el uniforme con el que tanto engalanó las canchas, con esa camiseta verde olivo y esos tennis All Stars que tanto amaba.

La noche anterior había sido sumamente difícil, dolorosa, como ninguna. Miró detenidamente a su mujer y a sus hijas —notablemente tristes por la partida— como quien avizora al cielo abierto abarrotado de gaviotas blancas, y, con una lágrima en el alma, las besó en la frente y cruzó el umbral de la casa.

Ese día debía, como los otros cientos de miles de caminantes, traspasar la frontera. Aunque el rumbo no estaba claro, volver atrás era una elección imposible.

Lo primero que se propuso fue embarcarse en el ferry de las 12:00 p.m. que salía del puerto de Punta de Piedras. Al llegar al muelle, se asombró por el estado de las instalaciones y por la cantidad de gente que, como él, viajaban a tierra firme.

Dos de los maquinistas lo reconocieron enseguida, sabían de su reconocida trayectoria, así que se le acercaron y le dijeron: «¡Hoy viajas gratis, pero si nos firmas un autógrafo!». Él, asombrado por aquello, no dudó en cumplir con aquel trueque, y, luego, contentísimo, subió al ferry.

 

La embarcación llevaba casi el doble de pasajeros, pero, pese a ello, se conducía de forma tranquila sobre las aguas. Aunque la nostalgia le recorría el espíritu, el llegar a su meta le daba fuerzas para seguir. Lo mejor era que no iba solo. En el trayecto habló con niños, jóvenes y adultos, todos con diferentes destinos e historias variopintas dignas del mejor <<best seller>>.

 

Cuando menos lo esperaban, sonaron las sirenas. La embarcación acababa de llegar a tierra firme, a las instalaciones de Conferry en Puerto la Cruz.

 

Con su condición corpórea renovada, le fue fácil colarse entre la gente y ser de los primeros en desembarcar. ¡Tremenda hazaña! Los que han realizado esa travesía, saben lo complicado que es lograr aquello.

 

Cuando llegó al terminal de pasajeros dónde debía abordar el transporte que le permitiría llegar a la frontera, se encontró con una realidad que lo avasalló: no tenía encima su cartera. Andaba,como decimos en el lenguaje popular: «Limpio ‘e bola».

 

La cara de alegría que le coronaba hacía minutos, cambió instantáneamente a una de tristeza. A escasos metros de él, un hombre de unos cuarenta años, muy elegante, con traje de época, lo observaba y se le acercó.

 

—Disculpe, joven, ¿le pasa algo? —dijo el extraño.

—¡Ay, hombre! De que me pasa, me pasa… Debo embarcarme para ir a la frontera con Brasil, y perdí la cartera en alguna parte. ¡No sé dónde!, Y se me hace tarde.

—Usted no me lo va a creer, pero, yo voy al mismo sitio. Tengo mi auto justo allí —dijo, señalando un Mercedes Benz año 1955 en condiciones extraordinarias.

—¡Tremenda máquina! ¡La tiene virguita!

—Sí, la cuido mucho, como cualquiera haría con su alma. ¿Aceptaría un aventón? Se nota que usted es un buen conversador, y sería sumamente aburrido recorrer ese largo trecho solo.

—Hombre, ¡por supuesto que sí! Pero, ¿cómo cruzo luego sin papeles y sin plata?

—Bueno, si de algo te sirve, tengo contactos que no dirán nada si te ven conmigo.

—¿Enserio?

—Sí, pero, queda en ti confiar.

El hombre, pensativo, preocupado por su situación, pero decidido, asentó con la cabeza y ambos se dirigieron rumbo a la joya de cuatro ruedas.

Tal y como dijo el bien vestido caballero, el viaje se hizo sumamente rápido entre conversa y conversa. Hablaron de todo, incluyendo, obviamente, al basket, la música y la poesía popular.

En un abrir y cerrar de ojos estaban en la frontera con Santa Elena de Uairén. Y, tal y como había dicho el sujeto, pasaron desapercibidos ante los ojos de los militares del lugar. Y miren que aquello resultaba mas sorprendente aún a sabiendas del vehículo en el que se encontraban.

A unos dos kilómetros del punto de control, el hombre estacionó.

—Bueno, hermano, hasta aquí lo acompaño. Pero, está, imagino, más cerca que antes de su objetivo —dijo el extraño hombre.

—Sí, sí, súper agradecido.

—Ha sido un placer, de verdad. Usted ha dejado un legado enorme a su tierra, qué bonito se siente haberle ayudado.

—Usted, no menos; de verdad, conocerlo me ha causado una gran impresión.

—Estamos para servir. Mire, lo que viene ahora es fácil. Ese bus que está detrás de usted hace la ruta hasta la Argentina de manera gratuita. Es un convenio entre organizaciones humanitarias de ambos países concientes de lo que estamos pasando. Con su labor, los viajes de despedida son más fluidos.

—¡Pero qué bueno, vale! —dijo el joven deportista y volteó para dar con el transporte. Al divisarlo, volvió su vista al hombre para decir adiós, pero, ya no estaba allí.

Aquello le heló el alma… «¿Qué es esto?»… se dijo, temblando. Sin embargo, cuando trataba de digerir su cuestionamiento, una bocina lo sacó de sí. Se trataba del bus que lo llevaría a la frontera con Argentina, estaba por salir.

Para no perder la oportunidad, se fue corriendo hacia el vehículo y logró embarcarse.

Allí le volvió la incertidumbre sobre el hombre que le dio el aventón. Su compañera de asiento, una anciana vestida de hábito, lo notó y le increpó:

—Ninguno de los que estamos aquí buscamos este camino. Pero pasó, toca aceptarlo y seguir. No sé qué te acongoja, pero, sé que apenas llegues a tu destino, todo esto que ahora te causa dudas, dolores y penas, se irá, al igual que el ser que fuiste. Todo será renovado, todo siempre se renueva.

El joven escuchó sin responder, lloró hondamente por dentro y entró en un profundo sueño.

El mismo ruido de bocinas que le hizo salir de su concentración horas atrás, ahora lo despertaba. Al bajar del bus con el resto de pasajeros, se encontró de frente con una fila inmensa que terminaba en el punto de control que daba paso a la tierra del tango.

«Ya falta nada», se dijo.

La cola anduvo rápidamente, mucho para las expectativas que tenía a causa de las tantas habladurías en la Isla respecto al tema.

Cuando por fin fue su turno, y a sabiendas que andaba sin siquiera su cédula, simuló un fuerte dolor de estómago. Pero, prácticamente, nadie a su alrededor se condolió de él, ni siquiera los militares. Sin embargo, un anciano con aspecto andrajoso se le acercó y le dijo:

—Hey, tranquilo, tranquilo, sé lo que tratas de hacer. Pero, esas no son las formas. Ven, acompáñame.

—¿Quién es usted? —dijo el joven.

—No te preocupes, pertenezco a un gremio mundial dedicado a ayudar a la gente a cruzar la frontera. Estamos en cada punto, en cada lugar posible. Toma, ponte esto —extendió su mano con una frazada de lana sepia envejecida— pasa el punto de control sin miedo y sigue de largo hasta el bondi que ves allá. Al llegar, di «Vengo porque quiero cruzar la frontera». No te preocupes, el conductor te entenderá.

—Pero, pero, ¿así de simple?

—Que a ti te parezca simple, no quiere decir que lo sea. Anda, ponte esto y vete, ya te queda nada para cruzar —dijo y se sentó en la acera.

Al joven no le quedó más que colocarse la tela y caminar. Y, tal y como había sucedido en todo su viaje, funcionó.

Al llegar donde el taxista, este lo miró de arriba abajo.

—Vengo porque quiero cruzar la frontera —dijo el joven.

—Justo lo estaba esperando, con usted se llena el cupo de cuatro de este viaje. Vamos, pase —dijo el conductor, abriendo la puerta izquierda trasera.

El deportista, respirando hondo y sabiendo que faltaba nada para llegar a la ansiada meta, entró.

Adentro del taxi estaban tres personas más. Una joven que iba a encontrarse con su padre, una mujer que iba a ver a su esposo y un viejo que necesitaba reunirse con sus nietos. Sí, todos, como él, venían de lejos y estaban en la Argentina porque necesitaban cruzar.

 

—Bien, gracias por confiar en nuestros servicios. Sabemos todo lo que han pasado, pero ya falta menos. Necesito que, en orden de llegada, me digan hacia donde va cada uno.

 

En cuestión de un minuto, los pasajeros dijeron su ruta, incluyendo al joven transeúnte.

 

Este viaje, contrario a los anteriores, fue más lento y difícil. El carro se movía mucho, se estremecía. Por los caminos por los que pasaba se apreciaba un atardecer cobrizo y sonidos como de gemidos de una mujer dando a luz llegaban de todos los lugares. Aquello era tétrico, a lo sumo.

 

Cuando por fin pasó todo, y el joven llegó a su destino, abrió la puerta, se bajó del auto y agradeció con un ademán al conductor. Ya era de noche. Supo que estaba en el lugar indicado porque su alma vibraba desprendiendo grandes sonidos de luz.

 

Abrió la puerta, recorrió un pequeño pasillo, cruzó a la derecha, subió unas pequeñas escaleras rojas, abrió la blanca puerta muy delicadamente, cruzó la pequeña sala y la entrada siguiente, apagó el televisor, volteó a su derecha y allí estaba ella. Su alma vibraba sin control. Se sentó en la cama, justo a su lado, la miró con el mismo amor con el que la había recibido años atrás cuando salió del vientre de su madre, la besó en la frente, la abrazó, y, justo en ese instante, su gran semblante desapareció.

 

Está es la historia de  cómo Jesús Castillo, mi suegro, hizo su viaje para despedirse de Jesylen Castillo, su amada hija, y poder así cruzar la frontera.

Y sí, dos días después de su muerte, lo sentimos en la habitación, apagó el televisor, se sentó en la cama y se fue. Ambos apreciamos aquello conscientemente.

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