«El callejón del beso» de Juan de Dios Peza (Poema)

EL CALLEJÓN DEL BESO

JUAN DE DIOS PEZA

POEMA/MÉXICO

Una noche invernal, de las más bellas

con que engalana enero sus rigores

y en que asoman la luna y las estrellas

calmando penas e inspirando amores;

noche en que están galanes y doncellas

olvidados de amargos sinsabores,

al casto fuego de pasión secreta

parodiando a Romeo y a Julieta.

 

En una de esas noches sosegadas,

en que ni el viento a susurrar se atreve,

ni al cruzar por las tristes enramadas

las mustias hojas de los fresnos mueve

en que se ven las cimas argentadas

que natura vistió de eterna nieve,

y en la distancia se dibujan vagos

copiando el cielo azul los quietos lagos;

 

llegó al pie de una angosta celosía,

embozado y discreto un caballero,

cuya mirada hipócrita escondía

con la anchurosa falda del sombrero.

Señal de previsión o de hidalguía

dejaba ver la punta de su acero

y en pie quedó junto a vetusta puerta,

como quien va a una cita y está alerta.

 

En gran silencio la ciudad dormida,

tan sólo turba su quietud serena,

del Santo Oficio como voz temida

débil campana que distante suena,

o de amor juvenil nota perdida

alguna apasionada cantilena

o el rumor que entre pálidos reflejos

suelen alzar las rondas a lo lejos.

 

De pronto, aquel galán desconocido

levanta el rostro en actitud violenta

y cual del alto cielo desprendido

un ángel a su vista se presenta

-¡Oh Manrique! ¿Eres tú? ¡Tarde has venido!

-¿Tarde dices, Leonor? Las horas cuenta.

Y el tiempo que contesta a tal reproche

daba el reloj las doce de la noche.

 

Y dijo la doncella: – “Debo hablarte

con todo el corazón; yo necesito

la causa de mis celos explicarte.

Mi amor, lo sabes bien, es infinito,

tal vez ni muerta dejaré de amarte

pero este amor lo juzgan un delito

porque no lo unirán sagrados lazos,

puesto que vives en ajenos brazos.

 

“Mi padre, ayer, mirándome enfadada

-me preguntó, con duda, si era cierto

que me llegaste a hablar enamorado,

y al ver mi confusión, él tan experto,

sin preguntarme más, agregó airado:

prefiero verlo por mi mano muerto

a dejar que con torpe alevosía

mancille el limpio honor de la hija mía.

 

“Y alguien que estaba allí dijo imprudente:

¡Ah! yo a Manrique conocí en Sevilla,

es guapo, decidor, inteligente,

donde quiera que está resalta y brilla,

mas conozco también a una inocente

mujer de alta familia de Castilla,

en cuyo hogar, cual áspid, se introdujo

y la mintió pasión y la sedujo.

 

Entonces yo celosa y consternada

le pregunté con rabia y amargura,

sintiendo en mi cerebro desbordada

la fiebre del dolor y la locura:

-¿Esa inocente víctima inmolada

hoy llora en el olvido su ternura?

Y el delator me respondió con saña:

-¡No! La trajo Manrique a Nueva España.

 

“Si es la mujer por condición curiosa

y en inquirir concentra sus anhelos,

es más cuando ofendida y rencorosa

siente en su pecho el dardo de los celos

y yo, sin contenerme, loca, ansiosa,

sin demandar alivios ni consuelos,

le pregunté por víctima tan bella

y en calma respondió: -Vive con ella.

 

“Después de tal respuesta que ha dejado

dudando entre lo efímero y lo cierto

a un corazón que siempre te ha adorado

y sólo para ti late despierto,

tal como deja un filtro envenenado

al que lo apura, sin color y yerto:

no te sorprenda que a tu cita acuda

para que tú me aclares esta duda”.

 

Pasó un gran rato de silencio y luego

Manrique dijo con la voz serena

-“Desde que yo te vi te adoro ciego

por ti tengo de amor el alma llena;

no sé si esta pasión ni si este fuego

me ennoblece, me salva o me condena,

pero escucha, Leonor idolatrada,

a nadie temo ni me importa nada.

 

“Muy joven era yo y en cierto día

libre de desengaños y dolores,

llegué de capitán a Andalucía,

la tierra de la gracia y los amores.

Ni la maldad ni el mundo conocía,

vagaba como tantos soñadores

que en pos de algún amor dulce y profundo

ven como eterno carnaval el mundo.

 

“Encontré a una mujer joven y pura,

y no sé qué la dije de improviso,

la aseguré quererla con ternura

y no puedo negártelo: me quiso.

Bien pronto, tomó creces la aventura;

soñé tener con ella un paraíso

porque ya en mis abuelos era fama:

antes Dios, luego el Rey, después mi dama.

 

“Y la llevé conmigo; fue su anhelo

seguirme y fue mi voluntad entera;

surgió un rival y le maté en un duelo,

y después de tal lance, aunque quisiera

pintar no puedo el ansia y el desvelo

que de aquella Sevilla, dentro y fuera,

me dio el amor como tenaz castigo

del rapto que me pesa y que maldigo.

 

“A noticias llegó del Soberano

esta amorosa y juvenil hazaña

y por salvarme me tendió su mano,

y para hacerme diestro en la campaña

me mandó con un jefe veterano

a esta bella región de Nueva España…

¿Abandonaba a la mujer aquella?

soy hidalgo, Leonor, ¡vine con ella!

 

“Te conocí y te amé, nada te importe

la causa del amor que me devora;

la brújula, mi bien, siempre va al norte;

la alondra siempre cantará a la aurora.

¿No me amas ya? pues deja que soporte

a solas mi dolor hora tras hora;

no demando tu amor como un tesoro,

¡bástame con saber que yo te adoro!

 

“No adoro a esa mujer; jamás acudo

a mentirle pasión, pero tú piensa

que soy su amparo, su constante escudo,

de tanto sacrificio en recompensa.

Tú, azucena gentil, yo cardo rudo,

si ofrecerte mi mano es una ofensa

nada exijo de ti, nada reclamo,

me puedes despreciar, pero te amo”.

 

Después de tal relato, que en franqueza

ninguno le excedió, calló el amante,

inclinó tristemente la cabeza;

cerró los ojos mudo y anhelante

ira, celos, dolor, miedo y tristeza

hiriendo a la doncella en tal instante

parecían decirle con voz ruda:

la verdad es más negra que la duda.

 

Quiere alejarse y su medrosa planta

de aquel sitio querido no se mueve,

quiere encontrar disculpa, mas le espanta

de su adorado la conducta aleve;

quiere hablar y se anuda su garganta,

y helada en interior como la nieve

mira con rabia a quien rendida adora

y calla, gime, se estremece y llora.

 

¡Es el humano corazón un cielo!

Cuando el sol de la dicha lo ilumina

parece azul y vaporoso velo

que en todo cuanto flota nos fascina:

si lo ennegrece con su sombra el duelo,

noche eterna el que sufre lo imagina,

y si en nubes lo envuelve el desencanto

ruge la tempestad y llueve el llanto.

 

¡Ah! cuán triste es mirar marchita y rota

la flor de la esperanza y la ventura,

cuando sobre sus restos solo flota

el negro manto de la noche obscura;

cuando vierte en el alma gota a gota

su ponzoñosa esencia la amargura

y que ya para siempre en nuestra vida

la primera ilusión está perdida.

 

Leonor oyendo la vulgar historia

del hombre que encontrara en su camino,

miró eclipsarse la brillante gloria

de su primer amor, casto y divino;

su más dulce esperanza fue ilusoria,

culpaba, no a Manrique, a su destino

y al fin le dijo a su galán callado:

-“Bien; después de lo dicho, ¿qué has pensado?

 

“Tanta pasión por ti mi pecho encierra

que el dolor que me causas lo bendigo;

voy a vivir sin alma y no me aterra,

pues mi culpa merece tal castigo.

Como a nadie amaré sobre la tierra

llorando y de rodillas te lo digo,

haz en mi nombre a esa mujer dichosa,

porque yo quiero ser de Dios esposa.

 

Calló la dama y el galán, temblando,

dijo con tenue y apagado acento:

-“Haré lo que me pidas; te estoy dando

pruebas de mi lealtad, y ya presiento

que lo mismo que yo te siga amando

me amarás tú también en el Convento;

y si es verdad, Leonor, que me has querido

dame una última prueba que te pido.

 

“No tu limpia pureza escandalices

con este testimonio de ternura

no hay errores, ni culpas, ni deslice

entre un hombre de honor y un alma pura;

si vamos a ser ambos infelices

y si eterna ha de ser nuestra amargura,

que mi postrer adiós que tu alma invoca

lo selles con un beso de mi boca”.

 

Con rabia, ciega, airada y ofendida,

-“No me hables más, – repuso la doncella –

sólo pretendes verme envilecida

y mancillarme tanto como a aquélla.

Te adoro con el alma y con la vida

y maldigo este amor, pese a mi estrella,

si hidalgo no eres ya ni caballero

ni debo amarte, ni escucharte quiero”.

 

Manrique, entonces la cabeza inclina,

siente que se estremece aquel recinto,

y sacando una daga florentina,

que llevaba escondida bajo el cinto

como un tributo a la beldad divina

que amó con un amor jamás extinto,

altivo, fiero y de dolor deshecho

diciendo :-“Adiós, Leonor”, la hundió en su pecho.

 

La dama, al contemplar el cuerpo inerte

en el dintel de su mansión caído,

maldiciendo lo negro de la suerte,

pretende dar el beso apetecido.

Llora, solloza, grita ante la muerte

del hombre por su pecho tan querido,

y antes de que bajara hasta la puerta

la gente amedrentada se despierta.

 

Leonor, a todos sollozando invoca

y les pide la lleven al convento

junto a Manrique, en cuya helada boca

un beso puede renovar su aliento.

Todos claman oyéndola: “¡Está loca!”

y ella, fija en un solo pensamiento

convulsa, inquieta, lívida y turbada

cae, al ver a su padre, desmayada.

 

Y no cuentan las crónicas añejas

de aquesta triste y amorosa hazaña,

si halló asilo Leonor tras de las rejas

de algún convento de la Nueva España.

Tan fútil como todas las consejas,

si ésta que narro a mi le lector extraña,

sepa que a la mansión de tal suceso,

llama la gente: “El Callejón del Beso”.

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