«El alma de Eric Hermannson» de Willa Cather (Cuento)

EL ALMA DE ERIC HERMANNSON

Willa Cather

Cuento / Estados Unidos

I

Fue una gran noche en la escuela Lone Star, una noche en la que el Espíritu mostraba el poder de su presencia y Dios, su cercanía al hombre. O eso le pareció a Asa Skinner, servidor de Dios y Evangelizador Libre. La escuela estaba abarrotada de salvados y santificados, hombres y mujeres robustos, que temblaban y se encogían ante el poder de una misteriosa fuerza psíquica. Entre la multitud acobardada y sudorosa, se agachaban algunos pobres diablos que sentían el mordisco del despertar de su conciencia, pero que aún no habían experimentado la separación completa de la razón, esa locura nacida de una convulsión de la mente que, en la jerga de los Evangelizadores Libres, se llamaba “la Luz”. En el suelo, ante el banco de las plañideras, yacía la forma inconsciente de un hombre en quien la naturaleza indigna había llegado a su final. Ese “trance” era la mayor muestra de gracia entre los Evangelizadores Libres e indicaba que alguien avanzaba junto a Dios.

Ante la mesa estaba Asa Skinner, gritando sobre la misericordia y la venganza de Dios; en sus ojos brillaba una certeza terrible, casi una llama profética. Asa era un jugador tramposo convertido que solía recorrer el camino entre Omaha y Denver. Estaba hecho para vivir en los extremos de la vida: pasó de ser el más libertino de los hombres al más ascético. Su rostro salvaje portaba la señal de la eterna injusticia de la Naturaleza. Su frente era baja y sobresalía por encima de sus ojos. Su cabello rubio la cubría, aunque luego él lo apartase hacia la derecha en un ángulo abrupto. Tenía la barbilla amplia y la nariz, chata y ancha. El labio inferior le colgaba sin fuerzas excepto en sus momentos de convicción espasmódica, cuando se cerraba como una trampa de acero. Sin embargo, alrededor de esos rasgos duros había unas arrugas profundas y toscas, las cicatrices de muchas luchas cuerpo a cuerpo con la debilidad de la carne; ese labio caído estaba rodeado de líneas afiladas y enérgicas que lo habían conquistado y enseñado a orar. Sus mejillas arrugadas lucían una cierta palidez, el gris que se obtiene tras muchas vigilias. Era como si, después de que la Naturaleza destrozase ese rostro, un cincel fino lo hubiera repasado y suavizado, casi hasta transfigurarlo. Esa noche, mientras sus músculos temblaban de emoción y el sudor caía de su cabello y su barbilla, un cierto poder de persuasión rodeaba al hombre. Pues Asa Skinner era un hombre al que dominaba una creencia, un sentimiento de lo sublime ante el que todas las desigualdades desaparecían, una convicción que parecía superior a todas las leyes de cualquier condición, bajo la cual los libertinos se convierten en mártires, un hojalatero se torna en artista y a un camellero, en el fundador de un imperio. Ese era Asa Skinner aquella noche, mientras se alzaba proclamando la venganza de Dios.

Un observador imparcial podría haber tenido la idea de que el Dios de Asa Skinner era, sin duda, vengativo, si se guardaba su ira para aquellas de sus criaturas que atestaban la escuela Lone Star esa noche. Exiliados pobres de todas las naciones: hombres del sur y del norte, campesinos de casi todos los países de Europa, la mayoría de la costa montañosa y siempre envuelta en la oscuridad de la noche noruega. Hombres honestos en su mayoría, pero a quienes el mundo les había repartido malas cartas; eran los fracasos de todos los países, seres que habían soportado todos los esfuerzos y a quienes el exilio les entristecía, que se habían visto obligados a luchar para conquistar un terreno agreste, a plantar para que otros recolectasen, la vanguardia de la poderosa civilización que surgiría.

Asa Skinner nunca había hablado con tanta convicción como en ese momento. Sentía que el Señor le había encomendado un trabajo especial para esa noche. Eric Hermannson, el chico más salvaje de toda la Divisoria, se encontraba entre la audiencia, con un violín sobre la rodilla, como si estuviera preparado para tocar en un baile. Los Evangelizadores Libres aborrecen con particular inquina el violín. Su antagonismo respecto al órgano de las iglesias es bastante enconado, pero consideran al violín la encarnación de los deseos malvados, pues siempre canta sobre los placeres terrenales y se asocia de forma inseparable a todo lo prohibido.

Durante mucho tiempo, los evangelistas itinerantes habían rezado por Eric Hermannson. Su madre había sentido el poder del Espíritu semanas antes y en su casa se habían reunido para orar por su hijo varias veces. Pero Eric había seguido su camino riendo, como hacen los jóvenes, durante el poco tiempo que les permiten las dificultades de la Divisoria.

Se escabullía de los encuentros de oración para verse con los Campbell en la cantina de Genereau, para abrazar a las regordetas francesitas de los bailes de Chevalier y, a veces, en una noche de verano, incluso atravesaba los campos de maíz cubiertos de rocío y los matorrales de ciruelos para tocarle el violín a Lena Hanson, cuyo nombre estaba cargado de reproche en la zona de la Divisoria, donde la mujeres habitualmente son demasiado sencillas y están demasiado ocupadas y cansadas para alejarse de los caminos de la virtud. En esas ocasiones, Lena, vestida de rosa, con medias de seda y diminutas zapatillas rosas, le cantaba, acompañándose de una desgastada guitarra. Aquello le daba a Eric un delicioso sentimiento de libertad y la experiencia de estar con una mujer que, fuera como fuese, había vivido en las grandes ciudades y conocía las costumbres de la gente de ciudad, que nunca había trabajado en los campos y conservaba sus manos blancas y tersas, su garganta suave y agradable, que había escuchado a los grandes cantantes en Denver y Salt Lake y que conocía el extraño lenguaje de los halagos, la banalidad y la alegría.

Y, por poco que pareciera importarle, las oraciones frenéticas de su madre no caían en saco roto. Durante días, Eric había huido de ellas, como un criminal de sus perseguidores, y sobre sus placeres había recaído la sombra de algo oscuro y terrible que lo acechaba. Cuanto más bailaba, cuanto más alto cantaba, más consciente era de cómo ese fantasma se le acercaba, de que en algún momento lo acabaría cazando. Una tarde de domingo, cuando el otoño llegaba a su fin, mientras bebía cerveza con Lena Hanson y escuchaba una canción que le sonrojaba las mejillas, una serpiente de cascabel había salido reptando por el lateral de la casa de tepe [casa de madera, roca y trozos de tierra con hierba adherida] y había lanzado su fea cabeza por debajo de la mosquitera. Eric no temía a las serpientes, pero sabía bastante de los evangelios como para entender la importancia del reptil agazapado en su puerta. Se despidió de Lena con un beso, con los labios fríos, y no volvió a pasar por allí.

La última barrera entre Eric y la fe de su madre era su violín, y a él se aferraba como los hombres se aferran a veces a su pecado más amado, a la debilidad que aprecian más que todas sus fortalezas. La belleza del vasto mundo alcanza a los hombres de muchas formas, y el arte en centenares de apariencias, pero para Eric todo surgía de su violín.

Para él, simbolizaba todas las manifestaciones del arte; aquello era su único puente hacia el reino del alma.

A Eric Hermannson dirigió el evangelista su apasionado ruego esa noche.

—Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿Acaso hay un Saulo esta noche entre nosotros que ha escuchado ese amable ruego, que ha zaherido con una lanza al herido? Piénsalo, hermano; te ofrecen este maravilloso amor y prefieres a la lombriz que nunca muere y el fuego que nunca se apaga. ¿Qué derecho tenéis a perder una de las amadas almas de Dios? Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?

Una gran alegría iluminó el pálido rostro de Asa Skinner, pues vio cómo Eric Hermannson se balanceaba en el asiento. El sacerdote se arrodilló y alzó los brazos sobre su cabeza.

—¡Hermanos míos! Siento que se acerca, esa bendición por la que tanto hemos orado. ¡Os aseguro que el Espíritu viene! Solo tenemos que orar un poco más, hermanos, con un poco más de celo, y estará entre nosotros. Puedo sentir su ala tranquilizadora sobre mi frente. ¡Gloria a Dios por siempre, amén!

Toda la congregación jadeó ante la presión de su pánico espiritual. De todos los labios surgieron gritos y aleluyas. Otra figura se postró en el suelo. Desde el banco de plañideras se alzó un canto de terror y éxtasis:

—Con miel y vino, gloria al Cordero de Dios. Pertenezco al Señor y Él es mi pastor, gloria al Cordero de Dios.

El himno lo cantaban en una docena de dialectos y daba voz a todos los vagos deseos de esas vidas hambrientas, de esas personas a quienes habían privado de todas las pasiones durante tanto tiempo, solo para caer rendidas ante la más simple de todas: el miedo.

Un gruñido de angustia infinita surgió de la cabeza inclinada de Eric Hermannson, tan potente como el sonido de un gran árbol al caer en el bosque.

El sacerdote se levantó de repente y echó la cabeza hacia tras, gritando con toda la potencia de sus pulmones:

—¡Ven a mí, Lázaro! Eric Hermannson, estás perdido, hundiéndote en el mar. En nombre de Dios y de Jesucristo, su hijo, te lanzo un cabo. ¡Agárrate! ¡Dios Todopoderoso, toma mi alma por la suya! —El sacerdote alargó los brazos y levantó su rostro tembloroso.

Eric Hermannson se levantó, con los labios apretados y un relámpago en los ojos. Agarró su violín por el mango y lo hizo astillas contra su rodilla. Para Asa Skinner, aquel sonido fue el de la ruptura de las cadenas del pecado arrancadas de cuajo.

 

II

Más de dos años conservó Eric Hermannson esa austera fe a la que había prestado juramento, hasta que una chica del este llegó para pasar una semana en la Divisoria de Nebraska. Era una chica de otras costumbres y condiciones, y había más distancia entre su vida y la de Eric que todas las millas que separaban Rattlesnake Creek de la ciudad de Nueva York. De hecho, no tenía ningún motivo para estar en el oeste, pero ¡ah! Atravesando millas de tierra y mira, a través de las casualidades más improbables, ¡cómo nos llevan a nuestro destino los implacables dioses!

Fue durante un año de depresión financiera cuando Wyllis Elliot vino a Nebraska a comprar tierra barata y a volver a visitar la zona donde había pasado un año en su juventud. Cuando se graduó en Harvard, era costumbre entre los caballeros adinerados enviar a sus pícaros hijos a apañárselas en los ranchos de las tierras inexploradas de Nebraska o Dakota o condenarlos a una muerte en vida entre las artemisas de Black Hills. Estos jóvenes no siempre regresaban a la vida civilizada. Pero Wyllis Elliot no se había casado con una mestiza, ni le habían disparado en una pelea de vaqueros, ni lo había arruinado el mal whisky, ni se había aprovechado de él una aventurera mancillada. De todas esas cosas lo había salvado una chica, su hermana, que había permanecido a su lado desde los días en que leían cuentos de hadas juntos y soñaban con cosas que nunca se harían realidad. En esa ocasión, en la primera visita al rancho de su padre desde que lo dejara seis años antes, se la llevó con él. La muchacha había permanecido en la cama la mitad del invierno por un esguince que se hizo mientras patinaba y había disfrutado de demasiado tiempo para reflexionar durante esos meses. Estaba inquieta y deseaba con todas sus fuerzas ver el paraje salvaje del que su hermano tanto le había hablado. Se casaría al invierno siguiente y Wyllis la entendió cuando le suplicó que la llevara con él en ese viaje sin destino a través del continente, para saborear juntos por última vez la libertad. A todas las mujeres de su clase les llega ese momento… El deseo de disfrutar de lo desconocido, que las atrae y aterroriza, de dejar que su alma sea libre como el viento, al menos una vez en la vida.

Había sido un viaje memorable. Wyllis comprendía lo que necesitaban las gotas de sangre gitana de su hermana y supo dónde llevarla. Durmieron en casas de tepe en el río Chato, conocieron al personal de una compañía de ópera de tercera en el tren hacia Deadwood, cenaron en un campamento de constructores de ferrocarril en el fin del mundo más allá de New Castle, atravesaron Black Hills a caballo, pescaron truchas en Dome Lake, vieron un baile en Cripple Creek, donde las almas perdidas que se esconden en la colinas se reúnen para sus juergas de enamorados. Y, finalmente, antes de volver a su esclavitud, estaba esa pequeña choza, situada en la ventosa cima de la Divisoria, un pequeño punto negro contra los ocasos ardientes, un perfumado mar de maíz bañado por el aire opalescente y la cegadora luz del sol.

Margaret Elliot era una de esas mujeres de las que abundan hoy en día, cuando el viejo orden, en su muerte, da lugar al nuevo. Hermosa, con talento, crítica, insatisfecha, cansada del mundo a los veinticuatro años. Por el momento, la vida y la gente de la Divisoria le interesaban. Llevaba allí apenas una semana y, quizás, si se hubiese quedado más tiempo, aquel inexorable hastío que viaja más rápido que la Vestibule Limited la habría pillado desprevenida. La semana que pasó allí fue la misma en la que Eric Hermannson estuvo ayudando con la trilla de Jerry Lockhart; una semana antes o una después y no habría historia que contar.

Llegaron el jueves y tenían que partir el sábado. Wyllis y su hermana estaban sentados en el amplio pórtico del rancho, observando la luz del atardecer y quejándose de las rachas de viento cálido que llegaban desde el río arenoso situado a veinte millas al sur.

El joven se ciñó el sombrero sobre los ojos y comentó:

—Este viento es auténtico: no te lo encuentras en ninguna otra parte. ¿Recuerdas que nos llegó un poco en Algiers y te dije que venía de Kansas? Es la seña de identidad de esta zona. —Wyllis tocó la mano de su hermana apoyada sobre la hamaca y prosiguió con delicadeza—: Espero que te haya gustado, hermanita. Acercarse a las tierras salvajes es peligroso, le quita el sabor a la vida.

Ella cerró los dedos sobre esa mano morena tan parecida a la suya.

—¿Gustado? Vaya, Wyllis, no era tan feliz desde que éramos niños y planeábamos descubrir juntos las ruinas de Troya algún día. ¿Sabes? Creo que podría quedarme aquí para siempre y que el mundo siguiera su curso sin mí. Es como si la tensión y el cansancio de los que hablábamos el invierno pasado hubieran desaparecido de una vez, como si una no pudiera malgastar sus fuerzas en cosas tan nimias nunca más.

Wyllis se limpió las cenizas de la pipa con un pañuelo de seda que llevaba atado al cuello y fijó una mirada malhumorado en el horizonte.

—No, estás equivocada. Esto te agotaría al cabo de un tiempo. No puedes librarte de la fiebre de la otra vida. Lo he intentado. Hubo un tiempo en que los alegres chavales de Roma podían bajar hasta la Tebaida y esconderse en las colinas de arena para librarse de ella. Pero ahora es todo demasiado complejo. Resulta que hemos hecho que nuestros placeres fueran tan refinados y respetables que han traspasado la barrera de la carne y se han apoderado de hasta el mismo ego. No podrías descansar, ni siquiera aquí. El grito de la guerra te perseguiría.

—Economizas tus palabras, Wyllis, pero siempre eres certero. Hablo más que tú, sin decir ni la mitad. Habrás aprendido el arte del silencio de estos taciturnos noruegos. Creo que me gustan los hombres callados.

—Por supuesto —dijo Wyllis—. Al fin y al cabo, has decidido casarte con el mejor orador que conoces.

Ambos se quedaron un rato en silencio, escuchando el silbido del cálido aire a través de las campanillas resecas. Margaret habló primero.

—Dime, Wyllis, ¿eran los noruegos que conocías tan interesantes como Eric Hermannson?

—¿Quién, Sigfrido? Bueno, no. Él era la flor y nata de la juventud noruega en mi época e incluso ahora era más bien una excepción. Pero ha retrocedido unos pasos atrás, sin embargo. Los lazos de la tierra se han aferrado a él, me imagino.

—¿Sigfrido? No digas tonterías, Wyllis. Parece un cazador de dragones. ¿Qué lo hace tan diferente al resto? Puedo hablar con él, porque casi parece humano.

—Bueno —dijo Wyllis, pensativo—, yo no leo a Bourget tanto como mi cultísima hermana y no se me da tan bien analizar, pero creo que es porque uno conserva la sospecha, completamente infundada, de que bajo esa gran anatomía musculosa suya puede ocultar un alma en alguna parte. Nicht wahr?

—Algo así —respondió Margaret, sumida en sus pensamientos—. Excepto en que es más que una sospecha y tiene fundamento. Posee un alma y lo demuestra, de alguna manera, sin hablar.

—Siempre he albergado mis dudas sobre las almas locuaces —señaló Wyllis, con esa sonrisa incrédula que se había convertido en habitual.

Margaret prosiguió, sin prestar atención a la interrupción.

—Lo supe desde el principio, cuando me habló del suicidio de su primo, el chico de los Bemstein. Esa clase de pathos tan franco no se puede convocar a voluntad nadie. Los primeros novelistas la alcanzaban, a veces, de forma inconsciente. Pero anoche, cuando canté para él, logré una certeza doble. ¡No te lo había contado todavía! Será mejor que vuelvas a encender la pipa. Verás, me choqué con él en la oscuridad mientras estaba tocando ese antiguo órgano de salón para agradar a la señora Lockhart. Es la obsesión de su casa y he olvidado cuántas libras de mantequilla hizo y vendió para comprarlo. Bueno, pues Eric entró y, de alguna forma, me hizo saber sin palabras que quería que cantara para él. Canté solo cosas antiguas, claro. Resulta extraño cantar piezas familiares aquí, en el fin del mundo. Le hace a una pensar que los corazones de los hombres las han llevado por todo el mundo, hasta los yermos de Islandia y las junglas de África y las islas del Pacífico. Creo que, si alguien viviera aquí el tiempo suficiente, se olvidaría de ser banal, solo leería los grandes libros que nunca tenemos tiempo de leer en el resto del mundo, únicamente se acordaría de la gran música y las cosas que merecen la pena destacarían con claridad en este horizonte. Y, por supuesto, toqué el intermezzo de Cavalleria Rusticana para él, pues funciona mejor con un órgano que otras canciones. Movió los pies y se retorció esas grandes manos. Acabó soltando que no sabía que había música así en el mundo. ¡Wyllis, que se podían ver las lágrimas en su voz! Sí, como Rosetti, escuché sus lágrimas. Entonces me di cuenta de que debía de ser la primera vez que escuchaba buena música en su vida. Piénsalo, ¡le importa la música tanto sin haberla escuchado nunca, sin saber que existe en el mundo! La añora igual que nosotros añoramos las experiencias perfectas que nunca llegarán. No puedo explicarte lo que la música significa para ese hombre. Nunca he conocido a nadie que fuera tan susceptible a su influjo. Le dio palabras, le devolvió la vida. Cuando terminé el intermezzo, empezó a hablarme de un hermano pequeño lisiado que murió y a quien él amaba y cargaba a todas partes en sus brazos. No esperaba que lo animase. Empezó la historia y la contó con lentitud, como si hablara para sí mismo; se puso a relatar sus propios problemas como respuesta a Mascagni. Me sobrepasó.

—Pobre diablo —dijo Wyllis, mientras le echaba una mirada críptica—. Y por eso le has dado una nueva tristeza. Ahora se pasará el resto de sus días anhelando a Grieg y a Schubert, sin que aparezcan en su vida. ¡Esa es la filantropía de las mujeres!

Jerry Lockhart salió de la casa, con el mentón apretado por el extraño lujo de un cuello rígido blanco, el que su esposa había visto como un artículo de higiene necesario mientras la señorita Elliot permaneciera en la casa. Jerry se sentó en el escalón y le dedicó una sonrisa amplia y roja a Margaret.

—Bueno, tengo la música para su baile, señorita Elliot. Olaf Oleson traerá el acordeón y Mollie tocará el órgano, mientras no esté vigilando el rancho, y un tipo pequeño de Frenchtown traerá su violín, aunque los franceses no se tratan demasiado con los noruegos.

—¡Perfecto! Señor Lockhart, ese baile será el clímax de nuestro viaje y es muy agradable por su parte prepararlo para nosotros. Por fin veremos a los noruegos en su salsa —dijo Margaret, con cordialidad.

—Verá, Lockhart, arreglaré las cuentas con usted por apoyarla en este plan —dijo Wyllis, sentándose y quitando las cenizas de su pipa—. Ya ha hecho bastantes locuras durante este viaje, pero hablar de pasarse toda la noche bailando con una panda de noruegos medio locos y tomar el carruaje a las cuatro para llegar al tren de las seis que parte de Riverton… Bueno, ¡es una tontería, eso es lo que es!

—Wyllis, que tu razón soberana decida si no es más fácil permanecer despiertos toda la noche que despertarnos a las tres de la mañana. Levantarse a las tres de la mañana, ¡piensa en lo que eso implica! No, señor, prefiero mantenerme en vela y luego meternos en un vagón dormitorio.

—Pero ¿qué quieres hacer con los noruegos? Creía que estabas cansada de bailes.

—Así es, con algunas personas. Pero quiero ver bailar a un noruego, y eso pienso hacer. Vamos, Wyllis, ya sabes lo difícil que resulta que alguien consiga lo que quiere en estos días. No recuerdo la última vez que quise ir a una fiesta. Será algo digno de conmemorar el mes que viene en Newport, cuando tenga que ir y no quiera. Acuérdate de tu propia teoría sobre que el contraste es lo único que hace la vida soportable. Esta es mi fiesta y la del señor Lockhart; tu deber mañana por la noche consistirá en ser amable con las noruegas. Seguro que, hace tiempo, esa formaba parte de tus habilidades. Y más te vale ser muy agradable, porque si hay muchas jóvenes valquirias, como la hermana de Eric, entre ellas, entonces te atarán si creen que les tomas el pelo.

Wyllis gruñó, volvió a hundirse en la hamaca mientras consideraba su destino, y su hermana continuó:

—¿Y los invitados, señor Lockhart? ¿Han aceptado?

Lockhart sacó su cuchillo y empezó a afilarlo en la suela de su bota.

—Supongo que vendrán un par de docenas. Verá, es bastante difícil conseguir que se reúna un buen grupo por aquí en estos tiempos. La mayoría se han unido a los Evangelizadores Libres y preferirían meter los pies en el fuego antes que moverlos al son del violín.

Margaret hizo un gesto de impaciencia.

—Pues esos Evangelizadores Libres han lanzado un hechizo maligno sobre la zona.

—Bueno —dijo Lockhart con cautela—, no me gusta juzgar a ninguna secta cristiana, pero si dicen que “por sus obras conoceréis a los elegidos”, los Evangelizadores no pueden enorgullecerse de los suyos, y eso es un hecho. Son responsables de unos cuantos suicidios y han mandado a un buen grupo al manicomio del estado, y no creo que al resto nos hayan vuelto mejores que antes. La última primavera, tenía conmigo a un pequeño vaquero, un chiquillo danés muy honesto, perfecto para que trabajase para mí, pero después de que los Evangelizadores lo engancharan y santificaran, el muy miserable se arrodillaba en mitad de la pradera y rezaba a cada hora y dejaba que el ganado fuera donde quisiera, y tuve que despedirlo. Así son las cosas. Y luego está Eric, que solía ser un embaucador y el bailarín más vivaz de la zona e iba a todos los bailes. Ahora no tiene ambición y es taciturno como un sacerdote. No creo que consigamos que venga mañana por la noche.

—¿Eric? Pues debe bailar, no podemos dejar que se escaquee —se apresuró a decir Margaret—. Vaya, si pienso bailar con él yo misma.

—Me temo que no lo hará. Le pregunté esta mañana si nos ayudaría y dijo: “Yo ya no bailo” —respondió Lockhart con una imitación del inglés a trompicones que hablaba el noruego.

—“¡El molinero de Hofbau, el molinero de Hofbau, princesa mía!” [cita de The Indifference of Miller Hofbau, 1895, de Anthony Hope, 1863-1933] —silbó alegre Wyllis desde su hamaca.

El sonrojo en las mejillas de su hermana se intensificó un poco y ella rio con malicia.

—Eso ya lo veremos, señor. No admitiré la derrota hasta habérselo preguntado yo misma.

Todas las noches, Eric cabalgaba de vuelta a St. Anne, un pequeño pueblo en el corazón del poblado francés, a buscar el correo. Como la carretera pasaba por la zona más atractiva de la Divisoria, Margaret Elliot y su hermano lo acompañaron en varias ocasiones. Esa noche, Wyllis tenía cosas que hacer con Lockhart y Margaret cabalgó con Eric, montada en un pequeño mustang nervioso a quien la señora Lockhart había acostumbrado a montar a la amazona. Margaret consideraba a su escolta igual que el sirviente que siempre la acompañaba en los largos paseos a caballo en casa, por lo que el camino hasta el pueblo fue silencioso. Estaba ocupada pensando en otro mundo y Eric se enfrentaba a más pensamientos de los que nunca habían pasado por su cabeza.

Cabalgaba con los ojos fijos en la figura menuda que había ante él, como si deseara absorberla a través de los nervios ópticos y grabársela en el cerebro para siempre. Entendía la situación perfectamente. Su cerebro trabajaba despacio, pero poseía un agudo sentido del valor de las cosas. Aquella mujer representaba una especie de humanidad completamente nueva para él, pero sabía dónde situarla. Los profetas de antaño, al encontrarse con un ángel por primera vez, nunca habían dudado de su divino origen.

Eric era paciente ante las condiciones adversas de su vida, pero no servil. La sangre norteña que corría por sus venas no había perdido toda su independencia. Venía de un linaje de orgullosos pescadores, hombres que no temían a nada más que al hielo y al demonio, y tuvo esperanzas hasta que su padre murió en el Polo Norte durante la larga noche ártica y su madre, atacada por un violento terror a la vida marina, había seguido a su hermano hasta Estados Unidos. Por aquel entonces, Eric, con dieciocho años, era guapo como un joven Sigfrido, tan alto como un gigante y con una piel especialmente pura y delicada, como un sueco; su cabello era tan rubio como los del amoroso Príncipe de Tennyson y tenía los ojos de un fiero y ardiente azul, cuyo brillo resultaba especialmente peligroso para las mujeres.

Por aquella época, poseía cierto orgullo en su actitud, una confianza al acercarse, que acompaña habitualmente a la perfección física. Incluso se decía que estaba enamorado de la vida y tendía a ser frívolo, un vicio extraño en la Divisoria. Pero la triste historia de esos exiliados noruegos, que se trasladaron a un suelo árido bajo un sol abrasador, se repitió también en el caso de Eric. El trabajo duro y la soledad lo calmaron e hicieron que se pareciese cada vez más a los terrones de tierra entre los que trabajaba. Era como si algún instrumento al rojo vivo hubiera tocado, durante un instante, las delicadas fibras del cerebro que responden al dolor o placer extremos, donde reside el poder de las exquisitas sensaciones, y las hubiera abrasado. Resulta doloroso ver cómo muere la luz en los ojos de esos vikingos, donde solo queda la expresión de una tristeza insondable, algo pasiva, algo desesperanzada, una sombra que nunca se aleja de ellos. Con algunos, ese cambio llegaba casi al momento, con la primera amargura de la nostalgia, mientras que en otros se demoraba más, lo que tarda el corazón de un hombre en morir.

¡Oh, pobres norteños de la Divisoria! Mueren muchos años antes de que los lleven a descansar en el pequeño cementerio de la colina ventosa, donde los exiliados de todas las naciones se convierten en familia.

El peculiar tipo de hipocondría ante el cual los exiliados del pueblo de Eric sucumbían, más tarde o más temprano, no se había desarrollado en él hasta la noche en la escuela de Lone Star, cuando estampó su violín contra sus rodillas. Después de aquello, la pesadumbre de su gente se posó sobre él y el evangelio empezó su trabajo de maceración.

“Si tu ojo te ofende, arráncatelo”, etcétera. La sonrisa pagana que una vez revoloteó en sus labios había desaparecido y se había fundido con la pena. La religión sana cientos de corazones por cada uno que amarga, pero cuando destruye, su trabajo es rápido y letal, y allá donde la agonía de la cruz llega, ninguna alegría regresa. Ese hombre entendía las cosas de forma literal: uno debe vivir sin placer para morir sin miedo; para salvar el alma era necesario mantenerla hambrienta.

El sol se ocultaba tras los campos de maíz cuando Margaret y su caballero dejaron St. Anne. Al sur del pueblo hay un trozo de carretera que atraviesa durante tres millas el asentamiento francés, donde la pradera es tan lisa como la superficie de un lago. Allí, los campos de trigo, centeno y lino están rodeados de precisas filas de delgados y estrechos álamos lombardos. Un mundo amarillo fue lo que vio Margaret Elliot bajo la luz del ocaso.

La muchacha agarró sus riendas y le gritó a Eric:

—¿Será seguro dejar correr a los caballos por aquí?

—Sí, eso creo —le respondió mientras daba un toque con su espuela al flanco de su poni. Corrieron como el viento. Hay un viejo dicho en el oeste sobre los recién llegados, que siempre cabalgan uno o dos caballos hasta la muerte antes de que el campo los dome. Se ven tentados por los grandes espacios abiertos e intentan alcanzar el horizonte, llegar al final de algo. Margaret galopó sobre la carretera llana y Eric, desde atrás, vio cómo su largo velo revoloteaba al viento. Había aleteado de la misma forma en sus sueños las dos noches anteriores. Con una repentina inspiración de valor, la alcanzó y cabalgó a su lado, mirando fijamente su perfil, oculto a medias. Antes, solo había echado alguna mirada ocasional en su dirección, lo había visto en cegadores vistazos, siempre más o menos avergonzado, pero ahora decidió grabar cada línea en su memoria. Los hombres de mundo habrían dicho que se trataba de un rostro poco común, nervioso, finamente cincelado, con líneas claras y elegantes que hablaban de su linaje. Los hombres de letras habrían dicho que se trataba de un rostro histórico y habrían conjeturado sobre qué viejas pasiones, largo tiempo dormidas, qué antiguas penas perdidas en el tiempo inmemorial, que batallaban desde eras pasadas, habían curvado esa delicada nariz y dejado su memoria inconsciente en aquellos ojos. Pero Eric no halló ningún significado en esos detalles. Para él, la belleza era algo más que colores y líneas: era una luz blanca cegadora, de la cual uno no puede distinguir color alguno porque los integra todos. Para él, fue una completa revelación, la encarnación de esos sueños de imposible ternura que permanecen en la almohada de un joven durante las noches de verano; sin embargo, como contenía algo más que la atracción de la salud, la juventud y la belleza, aquello lo preocupaba y en su presencia se sentía como los godos ante el mármol blanco del Capitolio romano, sin saber si eran hombres o dioses en realidad. Sentía al mismo tiempo la necesidad de descubrirse la cabeza ante ella y la furia que lo llevaría a romperla y deshonrarla, a encontrar la arcilla que componía esa cosa espiritual para pisotearla. Lejos de ella, soñaba con alargar sus brazos y sostenerla; lo volvía loco que esa mujer a la que podía romper con sus manos poseyera más fuerza que él. Pero, a su alrededor, nunca se cuestionaba su fuerza, sino que admitía su potencial como los milagros de la Biblia. Lo enervaba y lo conquistaba.

Esa noche, mientras cabalgaba tan cerca de ella que podría haberla tocado, sabía que eso sería lo mismo que alargar el brazo para agarrar una estrella.

Margaret se movió incómoda bajo su mirada y se giró hacia él con una pregunta en los ojos.

—Este viento me deja un poco sin aliento cuando cabalgamos rápido —dijo.

Eric apartó la mirada.

—Me gustaría preguntarte una cosa: si voy a Nueva York, ¿escucharé música como la que cantaste anoche? Soy un tipo trabajador —preguntó, con timidez.

Margaret lo miró sorprendida y estudió el contorno de su rostro, con compasión.

—Puede, pero te perderías mucho más… No me gustaría que fueras a Nueva York…siendo pobre, te sentirías fuera de lugar, de alguna manera —dijo, con lentitud. Para sus adentros, pensaba: “Allí sería algo sórdido, algo imposible… una máquina que subiera los baúles por las escaleras, tal vez. Aquí es un hombre con todas las de la ley, algo pintoresco. ¿Por qué será?”—. No, no me gustaría —añadió en voz alta.

—Entonces no iré —decidió Eric.

Margaret apartó el rostro para ocultar una sonrisa. Estaba entre divertida y molesta. De repente, volvió a hablar.

—Pero te diré lo que quiero que hagas, Eric. Quiero que bailes con nosotros mañana por la noche y me enseñes bailes noruegos. Dicen que te los conoces todos. ¿Lo harás?

Eric se enderezó en su silla y sus ojos brillaron como en la escuela Lone Star cuando estampó su violín contra las rodillas.

—Sí, lo haré —dijo, con voz baja, y creyó que había enviado su alma al infierno al decirlo.

Habían llegado a la zona más agreste, donde la carretera zigzagueaba en el hueco estrecho de uno de los despeñaderos que seguían el arroyo, cuando el golpeteo de cascos delante y el agudo relincho de los caballos hicieron que los ponis se asustaran y Eric se alzara en los estribos. Por el barranco que había ante ellos y por encima de los escarpados bancos de arcilla, galopaba una manada de ponis salvajes, ágiles como monos e indómitos como conejos, de los que los tratantes de caballos llevaban al este desde las planicies de Montana para venderlos a los granjeros. El poni de Margaret hizo un sonido agudo, un relincho que era casi un grito, y empezó a subir el banco de arcilla para encontrarse con ellos; toda su sangre salvaje de la cordillera despertó en un instante. Margaret llamó a Eric en el mismo momento en que este saltó de su silla y agarró el bocado de su poni. Pero el nervudo animal había enloquecido y pateaba y mordía como un demonio. Sus hermanos salvajes de la cordillera lo rodeaban, relinchando y pateando el suelo, golpeándolo con sus pezuñas y mordiéndole los costados. La pequeña bestia luchaba por la antigua libertad de la cordillera.

—¡Suelta las riendas y agárrate fuerte, fuerte! —le gritó Eric mientras echaba todo su peso sobre el bocado, luchando entre esas pezuñas frenéticas que lo golpeaban en el pecho para, acto seguido, patear a los mustangos salvajes que lo rodeaban y se movían a su alrededor. Consiguió atraer la cabeza del poni y apretar su cruz contra el banco de arcilla para que no pudiera girarse.

—¡Sujétate con todas tus fuerzas! —gritó de nuevo.

Pateó a un animal que bufaba levantándose contra la silla de Margaret. Si perdía el valor y se caía, bajo esas pezuñas… Eric no dejaba de golpear una y otra vez, propinaba patadas a derecha e izquierda con todas sus fuerzas. Ya habían aparecido los vaqueros negligentes, galopando hacia el desfiladero, y sus largas fustas silbaban por encima de las cabezas de la manada. Tan pronto como había llegado, la oleada de vida salvaje frenética subió por el despeñadero y atravesó las amplias praderas y, con un largo y desesperanzado relincho de despedida, el poni bajó la cabeza mientras temblaba bañado en sudor, sacudiéndose la espuma y la sangre de su bocado.

Eric se acercó al lado de Margaret y puso la mano en la silla.

—¿No estarás herida? —dijo con la voz ronca. Cuando alzó el rostro a la suave luz de las estrellas, Margaret vio que estaba blanco y demacrado y que sus labios se movían nerviosos.

—No, no, para nada. Pero tú, tú sí estás sufriendo, ¡te han golpeado! —dijo, alarmada.

Él dio un paso atrás y se pasó la mano por la frente.

—No, no es eso. —Ahora hablaba con rapidez, con los puños cerrados en los costados—. Pero si te llegan a hacer daño, les aplastaría la cabeza con mis propias manos. Los mataría a todos. Nunca había sentido miedo antes. Eres lo único bello que he tenido cerca. Viniste como un ángel del cielo. Eres como la música que cantas, como las estrellas y la nieve de las montañas donde jugué de niño. Eres como todo lo que he querido y nunca tuve, eres todo lo que mataron en mi interior. Moriría por ti esta noche, mañana, toda la eternidad. No soy un cobarde: tengo miedo porque te amo más que a Cristo que murió por mí, más de lo que temo el infierno o anhelo el cielo. Nunca antes había temido a nada. Si te hubieras caído… ¡Dios mío!

Alzó las manos a ciegas y enterró la cabeza en la melena del poni, apoyándose sin fuerzas contra el animal como un hombre aquejado de alguna enfermedad. Sus hombros subían y bajaban perceptiblemente porque le costaba respirar. El caballo permanecía aturdido por el cansancio y el miedo. Al cabo de un momento, Margaret posó su mano en la cabeza de Eric y dijo con suavidad:

—Ya estás mejor. ¿Continuamos? ¿Puedes montar en tu caballo?

—No, se ha ido con la manada. Conduciré al tuya. No es seguro. No te volveré a asustar. —Su voz seguía ronca, aunque ya no temblaba. Agarró el bocado y, en silencio, se dirigió a trompicones hacia casa.

Cuando llegaron, Eric permaneció de pie impasible junto a la cabeza del poni hasta que Wyllis se acercó para bajar a su hermana de la silla.

—Los caballos se asustaron mucho, Wyllis. Creo que yo también me asusté bastante —dijo Margaret mientras se agarraba al brazo de su hermano y subía con lentitud la colina hacia la casa—. No, no estoy herida, gracias a Eric. Debes darle las gracias por lo bien que me ha cuidado. Es un muchacho muy bueno. Te lo contaré todo por la mañana, querido. Estoy muy nerviosa y me voy directa a la cama. Buenas noches.

Cuando Margaret alcanzó la habitación baja en la que dormía, se hundió en la cama bocabajo con la ropa de montar.

—¡Oh, cómo lo compadezco! ¡Cómo lo compadezco! —murmuró con un largo suspiro de cansancio. Se durmió un poco. Cuando se levantó, sacó de su vestido una carta que la había estado esperando en la oficina de correos del pueblo. Estaba escrita con cuidado con una letra larga y angular que cubría una docena de páginas de papel de escritorio extranjero y empezaba así:

 

Mi queridísima Margaret:

Si intentase expresar cómo ha sido un invierno en tu ausencia, incurriría en el riesgo de ser tedioso. De verdad, le quita la chispa a todo. Al no tener nada mejor que hacer y al no interesarme ir a ninguna parte en particular sin ti, permanecí en la ciudad hasta que Jack Courtwell se percató de mi apatía y me llevó a su casa con la idea de participar en unas obras de teatro al aire libre que está preparando. Como gustéis [la obra de teatro cómica de William Shakespeare, 1599] es la obra que ha elegido, claro. La señorita Harrison hace el papel de Rosalinda. Ojalá hubieras estado tú para representarlo. La señorita Harrison lee bien sus líneas, pero es, o bien una damisela desolada, o masculina, e insiste en buscar en el papel toda clase de significados ocultos e indicios sugerentes de cosas elevadas sobre el ambiente pastoril. Como la mayoría de los profesionales, exagera el elemento emocional y no consigue hacer justicia a la astucia frívola ni a las habilidades mentales de Rosalinda. Gerard será Orlando, aunque corre el rumor de que está prendado de tu amiga, la señorita Meredith, y su memoria le falla tanto como su motivación.

Mis nuevos cuadros llegaron la semana pasada en el Gascogne. El de Puvis de Chavannes es incluso más hermoso de lo que pensé en Paris. Una pálida damisela de ensueño se sienta al lado de una vaca de ensueño y un riachuelo anémico de agua fluye a sus pies. El de Constant debes recordarlo, lo conseguí porque te gustó. Está aquí en todo su florido esplendor, todo dominado por una sensualidad brillante. El drapeado de la figura femenina es tan hermoso como dijiste: la tela es de un bárbaro color perla y oro, pintado con una sencilla voluptuosidad. Y ese horizonte blanco y resplandeciente de la costa africana al fondo me trae recuerdos tuyos muy preciados. Pero es inútil negar que el Constant me irrita. Aunque no puedo demostrar nada contra él, su brillantez siempre me hace sospechar de su ordinariez.

Aquí Margaret se detuvo y echó un vistazo al resto de páginas de aquella extraña carta de amor. Parecían estar llenas sobre todo de comentarios sobre cuadros y libros y, con una sonrisa sosegada, las dejó a un lado.

Se levantó y empezó a desvestirse. Antes de tumbarse, se acercó a abrir la ventana. Con la mano en el alféizar, dudó, como si presintiera algún peligro acechando en el exterior, como si algún deseo excesivo estuviese preparado para saltar sobre ella en la oscuridad. Se quedó ahí un rato largo, observando la infinita extensión del cielo.

—Oh, es todo tan pequeño, tan pequeño allí —murmuró—. Cuando todo lo demás se hace tan diminuto, ¿cómo puede una esperar que el amor sea grandioso? ¿Por qué debería alguien intentar leer indicios sugerentes de algo más elevado en una vida como esta? ¡Si pudiera encontrar una sola cosa que importase de verdad, algo que me diera calor en mi soledad! ¿Acaso la vida no me mostrará nunca ese gran momento?

Cuando alzó la ventana, oyó un sonido en los matorrales de ciruelos que había fuera. Solo fue el perro de la casa despertándose, pero Margaret se sorprendió con brusquedad y tembló tanto que se tuvo que apoyar en el pie de la cama. Volvió a sentirse asaltada por una melancolía suprema, una necesidad desesperada, como alargar unos brazos inútiles e invisibles en la oscuridad; el aire parecía cargado de suspiros de angustia. Huyó hacia su cama con las palabras: “¡Te amo más que a Cristo, que murió por mí!”, resonando en sus oídos.

 

III

Alrededor de la medianoche, el baile de Lockhart había llegado a su clímax. Incluso los ancianos que se habían acercado a “echar un vistazo” se vieron atrapados en el espíritu festivo y golpeaban el suelo con los pies con la energía del viejo Sileno [el padre adoptivo de Dioniso]. Eric tomó el violín de los franceses y Minna Oleson se sentó al órgano. La música se hizo cada vez más característica: dura, medio panegírica, compuesta de las canciones tradicionales del norte, que la gente de los pueblos cantaba durante la larga noche en poblados junto al mar, cuando pensaban en el sol, en la primavera y en los pescadores que se encontraban lejos. A Margaret le recordó a la música de Peer Gynt de Grieg. Descubrió algo irresistiblemente contagioso en la alegría de esta gente que tan pocas veces sonreían, y casi se sintió como una de ellos. Esa noche, en el interior de esas personas, había algo que parecía luchar por liberarse, algo de la alegre juventud de las naciones que el exilio no había conseguido matar. Las chicas eran escandalosas y alegres. Encontraban el placer con tan poca frecuencia que, cuando llegaba, se dedicaban a él con desenfreno y aplastaban sus ligeras alas con sus fuertes dedos morenos. La mayoría de esa gente tenía una vida bastante dura. Los veranos tórridos y los inviernos helados, el trabajo y la monotonía y la ignorancia eran lo que se encontraban en su juventud; un escaso cortejo, un matrimonio apresurado sin amor, embarazos continuos, hijos desagradecidos, vejez prematura y fealdad constituían la dote de su madurez. Pero ¿acaso importaba ya? Esa noche las copas estaban repletas de cálidos licores y los corazones rebosaban de sangre caliente. Esa noche, bailaron.

Esa noche, Eric Hermannson recuperó su juventud. Ya no era el noruego grande y silencioso que se había sentado a los pies de Margaret, dirigiéndole una mirada desesperanzada a los ojos. Esa noche era un hombre, con sus derechos y su poder. Esa noche era Sigfrido, de eso no cabía duda alguna. Tenía el cabello rubio como el pesado trigo en la plenitud del verano y sus ojos brillaban como el agua azul entre los glaciares de los mares del norte. No temía a Margaret y, cuando bailaron, la agarró con firmeza. Ella estaba cansada y se apoyó en su brazo un poco, pero la fuerza del hombre era como un fluido que la llenaba entera, atravesando sus venas, despertando en su corazón una insospechada vida sin nombre que había dormido allí durante todos esos años, hasta llegar a las puntas de sus dedos para responder a los roces de Eric. Se preguntó si la sangre desvergonzada de algún ancestro bribón, adormecida hasta ese momento, ardía en su interior aquella noche, la gota de un líquido más caliente que los siglos no habían conseguido enfriar y por qué, si cargaba con esa maldición, no se había presentado antes. Pero ¿acaso era una maldición ese despertar, esa riqueza desconocida, esa música que se había liberado en su interior? Por primera vez en su vida, su corazón apreciaba algo más que a sí misma, ¿acaso aquello carecía de valor? Y entonces no se hizo más preguntas. Dejó de ver las luces y los rostros y la misma música se vio acallada por el latir de sus propias arterias. Solo veía los ojos azules que brillaban por encima de su rostro, solo sentía el calor de la mano que latía bajo la suya y cuya sangre alcanzaba su corazón. Vagamente, como en un sueño, vio los hombros caídos, la frente alta y blanca y la boca fina y cínica del hombre con el que se iba a casar en diciembre. Durante una hora había estado huyendo del recuerdo de ese rostro con todas sus fuerzas.

—Paremos, ya es suficiente —susurró.

La única respuesta de él fue sujetarla con más firmeza. Margaret suspiró y dejó que esa fuerza imperiosa la llevase donde quisiera. Olvidó que ese hombre era poco más que un salvaje, que se separarían al amanecer. La sangre no tiene recuerdos, ni reflexiones, ni remordimientos por el pasado, ni consideración por el futuro.

—Vayamos a un lugar más fresco —dijo cuando se detuvo la música. “Voy a desmayarme aquí, me sentiré mejor al aire libre”. Salieron al frío y azulado aire de la noche.

Como los mayores habían empezado a bailar, los noruegos jóvenes se habían ido escaqueando por parejas para subirse a la torre del molino, donde la atmósfera es más fresca, según su costumbre.

—¿Quieres subir? —le susurró Eric al oído.

Ella se giró y lo miró con una diversión reprimida.

—¿Cómo de alto es?

—Unos cuarenta pies. No dejaré que caigas.

Su voz estaba cargada de una irresistible súplica, y ella percibió que él deseaba con todas sus fuerzas que subiera. Bueno, ¿por qué no? Era la noche de lo extraño y Margaret no era ella misma, sino que vivía en una irrealidad. Mañana, es decir, al cabo de unas pocas horas, existirían tanto Vestibule Limited como el mundo.

—Bueno, solo si me cuidas bien. Antes escalaba con maña, de pequeña.

Una vez en lo alto y sentados en la plataforma, se quedaron en silencio. Margaret se preguntó si no sería ese paisaje el que recordaría con ansia, cuando se encontrase envuelta en la rutina de sus días. Sobre ellos se extendía el gran cielo del oeste, de un azul sereno, incluso de noche, con sus grandes y brillantes estrellas que nunca parecían tan frías, muertas y lejanas como en las atmósferas más densas. A la luna todavía le faltaban veinte minutos para salir y todo ese horizonte, ese amplio horizonte, que parecía rodear el mundo, conservaba una palidez blanca, como en un amanecer universal. El viento cansado les trajo el pesado aroma de los campos de maíz. La música del baile llegaba débilmente desde abajo. Eric se apoyó sobre su codo junto a Margaret, con las piernas balanceándose en la escalera. Sus grandes hombros se parecían más que nunca a los del Doríforo de piedra, que se alza con su perfecta y reposada fuerza en el Louvre y que le había hecho preguntarse si hombres así habían perecido para siempre con la juventud griega.

—Qué dulce el olor del maíz por la noche —comentó Margaret nerviosa.

—Sí, creo que se parece a las flores que crecen en el paraíso.

Ella se sorprendió levemente por la respuesta y aún la sorprendió más cuando aquel hombre taciturno volvió a hablar.

—¿Te vas mañana?

—Sí, nos hemos quedado más de lo que pretendíamos.

—¿No volverás nunca?

—No lo creo. Verás, recorrer la mitad del continente es un largo viaje.

—Pronto olvidarás este sitio, supongo.

A Eric no le parecía gran cosa perder el alma por esa mujer, pero que ella fuese a olvidar completamente la noche en la que él echaría a perder su vida y su eternidad le resultaba una idea amarga.

—No, Eric, no lo olvidaré. Habéis sido todos demasiado amables conmigo como para hacerlo. ¿Acaso te arrepentirás de haber bailado esta noche?

—Nunca. Nunca había sido tan feliz. Ni lo seré de nuevo. A ti te quedan muchas noches felices, esta será la única que tenga yo. Puede que sueñe con ella alguna vez.

La poderosa resignación que impregnaba su tono la alarmó y la conmovió. Se parecía a los grandes animales que se preparan para la muerte o a los grandes barcos que se hunden en la mar.

Margaret suspiró, pero no le respondió. Él se acercó un poco más y la miró a los ojos.

—¿Acaso no eres siempre feliz? —le preguntó.

—No siempre, Eric, ni siquiera a menudo, creo.

—¿Te preocupa algo?

—Sí, pero no puedo ponerlo en palabras. Tal vez si pudiera, podría solucionarlo.

Él se llevó las manos al pecho, como hacen los niños al rezar y dijo con vacilación:

—Si fuera mío el mundo, a ti te lo daría.

Margaret sintió que se le humedecían los ojos y apoyó la mano en la suya.

—Gracias, Eric, sé que lo harías. Pero puede que ni así fuera feliz. Puede que ya haya tenido demasiado mundo.

No apartó su mano, no se atrevía. Se quedó sentada, muy quieta, y esperó a que las tradiciones en las que siempre había creído hablaran y la salvaran. Pero estaban adormecidas. Margaret pertenecía a una civilización muy refinada que intenta engañar a la naturaleza con sofismos elegantes. ¿Engañar a la naturaleza? ¡Ja! Quizá una generación pueda, quizá incluso la segunda lo consiga, pero la tercera… ¿Podemos acaso alzarnos siempre sobre la naturaleza o nos hundimos en ella? ¿Acaso no actuó sobre Jerusalén al igual que sobre Sodoma? ¿Sobre San Antonio en su desierto al igual que sobre Nerón en su serrallo? ¿No grita Margaret siempre, con brutal triunfo: “Sigo aquí, debajo de todo, calentando las raíces de la vida. No puedes hacerme pasar hambre, ni domarme, ni vencerme. Yo hice el mundo, yo lo domino y yo soy su destino”?

Esa mujer, en una torre de molino en el fin del mundo con un gigante bárbaro, escuchó su grito esa noche, ¡y qué miedo tenía! ¡Ah! ¡El terror y la emoción del momento en que nos tememos a nosotras mismas por primera vez! Hasta entonces, no hemos vivido.

—Vamos, Eric, bajemos. La luna se ha alzado y la música ha comenzado de nuevo —le dijo.

Él se levantó en silencio y puso un pie en la escalera, rodeándola con el brazo para ayudarla. Ese brazo podría haber lanzado el martillo de Thor en aquellos campos de maíz y, sin embargo, nada más tocarla, su mano temblaba, como lo había hecho durante el baile. Su rostro estaba al mismo nivel que el suyo y la luz de la luna lo iluminaba intensamente. Margaret se había pasado toda la vida estudiando los rostros de los hombres en busca de la mirada que ahora se reflejaba en los ojos de Eric. Sabía que nunca le habían dedicado esa mirada antes, que nunca la mirarían así en toda la faz de la Tierra de nuevo, que un amor así solo aparece en sueños o en lugares imposibles como aquel, que nunca podría conservarlo. Era el Amor mismo y, en cuestión de segundos, moriría. Aguijoneada por el atractivo de la agonía que emanaba de todo aquel hombre, Margaret se inclinó hacia delante y apoyó sus labios en los suyos. Una vez, dos y otra más, escuchó las profundas respiraciones resonando en la garganta de Eric mientras ella mantenía los labios allí; la fuerza desenfrenada bajo su cabeza se convirtió en una debilidad envolvente. Él la atrajo hacia sí hasta que sintió cómo toda resistencia abandonaba su cuerpo, hasta que todos los nervios se relajaron y se rindieron. Cuando Margaret apartó el rostro, había palidecido de miedo.

—¡Bajemos, Dios mío! ¡Bajemos! —murmuró. Y las estrellas borrachas de allá lejos parecieron predecir un destino aciago mientras ella se aferraba a los escalones de la escalera. Todo lo que sabía de amor lo había dejado en los labios de Eric.

—El demonio vuelve a estar libre —susurró Olaf Oleson cuando vio a Eric bailar unos momentos después, con los ojos ardientes.

Pero Eric estaba pensando, con un éxtasis casi salvaje, en el momento en que le harían pagar por aquello. ¡Ah, ya no tenía nada que temer! Si algún alma entrase sin temor, orgullosa, por las puertas infernales, sería la suya. Por un momento pensó que ya estaba allí, avanzando a través de la tempestad de fuego, abrazando al fiero huracán contra su pecho. Se preguntó si en eras pasadas, en los incontables años de pecados durante los cuales los hombres habían vendido, perdido y malgastado sus almas, alguno habría engañado a Satán intercambiando su alma por un precio tan elevado.

Parecía que quedaba poco para el alba.

El carruaje se acercó a la puerta y Wyllis Elliot y su hermana se despidieron. Margaret no pudo mirar a Eric a los ojos al darle la mano, pero, mientras él esperaba de pie junto a la cabeza del caballo, cuando el carruaje empezó a moverse, le lanzó una mirada furtiva que decía: “No lo olvidaré”. El carruaje desapareció momentos después.

Eric se cambió de chaqueta y metió la cabeza en el tanque de agua y fue al granero para preparar su equipo. Mientras guiaba a los caballos hacia la puerta, una sombra apareció en su camino y vio que era Skinner alzándose sobre sus estribos. Su duro rostro estaba pálido y agotado de cuidar a su rebaño caprichoso, de arrastrar a los hombres hasta la salvación.

—Buenos días, Eric. ¿Se celebró un baile aquí anoche? —preguntó con voz severa.

—¿Un baile? Ah, sí, un baile —respondió Eric, henchido de alegría.

—Pero no bailarías, ¿verdad, Eric?

—Sí, bailé y no dejé de bailar en ningún momento.

Los hombros del sacerdote se hundieron y una expresión profundamente abatida apareció en su cara demacrada. Casi podría llamarse angustia al deseo que sentía por esa alma.

—Eric, no esperaba esto de ti. Creía que, si había un hombre marcado por Dios, ese eras tú. Y son cosas como estas las que alejan tu alma mil años de Dios. ¡Oh, qué generación perversa y estúpida!

Eric se irguió con toda su presencia y miró hacia donde el nuevo día doraba las mazorcas de maíz e inundaba las montañas de luz. Cuando su nariz aspiró el aliento del rocío y de la mañana, un pedazo de la única poesía que había leído pasó por su mente y, medio para sí mismo, murmuró con un júbilo soñador:

—“Y un día es como mil años, y mil años son como un día” [Pedro, 3.8, Nuevo Testamento].

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