CON ALMA Y VIDA
O. HENRY
Cuento breve / Estados Unidos
En Denver subieron numerosos pasajeros a los coches del expreso B. & M., que se dirigía al Este. En uno de los coches iba sentada una joven muy bonita, vestida con elegancia y rodeada de todas las comodidades que suelen procurarse las personas acostumbradas a viajar. Entre los pasajeros que subieron al vagón que ocupaba la joven en cuestión estaban dos hombres, uno muy guapo, de aspecto franco y modales desenvueltos; el otro era un hombretón de rostro malhumorado, vestido descuidadamente. Los dos iban esposados juntos.
Avanzaron por el pasillo, mirando a uno y otro lado: los únicos asientos vacíos quedaban frente a la atractiva joven y fueron ocupados por la pareja de hombres esposados. La joven les dirigió una mirada superficial, sin el menor interés; de repente, una sonrisa asomó a sus rojos labios, en tanto que sus mejillas se coloreaban de rosa. Tendiendo una de sus manos enguantadas al más joven de los recién llegados, le habló con voz dulce y consciente que revelaba su costumbre de ser escuchada.
—Bueno, señor Easton, en vista de que me obliga usted a tomar la iniciativa, voy a hacerlo. ¿Es que en el Oeste no reconoce usted a sus amigos?
El joven pareció sobresaltarse vivamente al oír aquella voz. Se recobró inmediatamente, aunque no pudo disimular su evidente turbación. Rozó los dedos de la muchacha con su mano izquierda y murmuró, con una sonrisa:
—Perdóneme, señorita Fairchild. Y disculpe que no le ofrezca la otra mano. Como puede ver, en estos momentos la tengo ocupada.
Alzó ligeramente su mano derecha, unida por la muñeca a la muñeca izquierda de su compañero con un brillante «brazalete». La alegre expresión de los ojos de la muchacha se trocó lentamente en un asombrado horror. De sus mejillas desapareció todo vestigio de color. Sus labios se fruncieron desdeñosamente. Easton se echó a reír, como si la cosa le divirtiera, y se disponía a hablar de nuevo cuando su compañero se le anticipó. El hombre de rostro malhumorado había estado observando disimuladamente a la muchacha con sus agudos ojos.
—Perdone que le dirija la palabra, señorita, pero veo que conoce usted al sheriff… Si usted le pidiera que me recomendara cuando lleguemos a la cárcel, él lo haría por complacerla a usted y a mí me tratarían mucho mejor. Vamos a la cárcel de Leavenworth. Siete años, por falsificación.
—¡Oh! —exclamó la muchacha, suspirando profundamente y recobrando el color—. De modo que era eso lo que estaba haciendo aquí. ¡Un sheriff!
—Mi querida señorita Fairchild —dijo Easton, calmosamente—, algo tenía que hacer. El dinero vuela que da gusto, y usted sabe que el tren de vida que llevaba en Washington cuesta mucho dinero. Se me ofreció esta oportunidad en el Oeste, y… bueno, a fin de cuentas, ser sheriff no es tan importante como ser embajador, pero…
—No haga usted comparaciones odiosas. Sabe muy bien la diferencia que existe entre un embajador y un sheriff. Y lo sabe por experiencia. Ahora se ha convertido usted en uno de esos arrojados héroes del Oeste, que cabalgan día y noche, disparan sus revólveres y corren toda clase de peligros. Una vida muy distinta a la de Washington, reconózcalo.
Los ojos de la joven se inclinaron, como fascinados, hasta detenerse en las brillantes esposas.
—No se preocupe, señorita —dijo el hombre de rostro malhumorado—. Todos los sheriffs se esposan a sus prisioneros para evitar que echen a correr. Y el señor Easton conoce bien su oficio.
—¿Lo veremos pronto en Washington? —preguntó la muchacha.
—Mucho me temo que no —respondió Easton.
—¡Me encanta el Oeste! —exclamó de repente la muchacha, con una inesperada vehemencia. Con ojos brillantes, miró hacia el paisaje que se deslizaba ante la ventanilla y empezó a hablar con sencillez, sin la afectación que había mostrado hasta entonces—. Mamá y yo hemos pasado el verano en Denver. Mamá tuvo que marcharse hace una semana porque papá está algo enfermo. Yo podría vivir y ser feliz en el Oeste. Creo que los aires de aquí me sientan bien. Y el dinero no lo significa todo. Pero la gente no parece comprender las cosas más que a medias.
—Oiga, señor sheriff —interrumpió el hombre de rostro malhumorado—, necesito echar un trago y fumar una pipa. ¿Han hablado ustedes ya bastante? Entonces, lléveme al vagón de fumadores, ¿quiere? Me muero de ganas de fumar.
Los dos hombres se pusieron en pie. Easton sonreía: al parecer, seguía divirtiéndose.
—No puedo negarle a un hombre el placer de fumar —dijo, en tono alegre—. El tabaco es el único amigo de los desgraciados. Adiós, señorita Fairchild. El deber me reclama.
Tendió su mano a la muchacha en señal de despedida.
—Siento mucho que no venga usted hacia el Este —dijo ella, recobrando de golpe su anterior afectación—. Tiene usted que ir a Leavenworth, ¿verdad?
—Sí —respondió Easton—, tengo que ir a Leavenworth.
Los dos hombres se alejaron por el pasillo en dirección al vagón de fumadores.
Los dos pasajeros sentados en el asiento contiguo habían oído la mayor parte de la conversación. Uno de ellos dijo:
—Ese sheriff es un tipo estupendo. En el Oeste se encuentran muchos tipos como él.
—Demasiado joven para un oficio así, ¿no cree? —inquirió el otro pasajero.
—¿Joven? —exclamó el que había hablado primero—. ¡Oh! Ya veo que no se ha dado usted cuenta. Dígame… ¿cuándo ha visto que un sheriff lleve a un preso esposado a su mano derecha?
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