«El impostor» de Juan Carlos Onetti (Cuento breve)

EL IMPOSTOR

Juan Carlos Onetti

Cuento breve / Uruguay

Crítica literaria de "El impostor"

«El impostor» de Juan Carlos Onetti destaca por su habilidad para tejer una trama intrigante en un espacio narrativo breve. La historia se desenvuelve en torno a la sospecha de la protagonista hacia la identidad de un hombre que afirma ser Jesús. La trama se construye con detalles sugerentes y un diálogo tenso que revela la complejidad de la relación entre los personajes.

Onetti utiliza una estructura concisa y precisa para presentar la duda y la confusión de la protagonista respecto a la autenticidad del hombre que llega a su encuentro. La construcción de la intriga se refleja en el manejo hábil de los elementos narrativos, como las referencias al pasado compartido y la mencionada compra clandestina de Van Gogh.

El cuento se caracteriza por su capacidad para explorar las capas emocionales de los personajes, especialmente la protagonista, cuya confusión y desconfianza se transmite de manera palpable al lector. El uso del diálogo contribuye a revelar las tensiones y la historia subyacente, mientras que las descripciones sensuales y emotivas enriquecen la experiencia lectora.

La revelación final, donde el hombre en la cama cuestiona la autenticidad de una obra de arte, agrega un giro interesante y subraya la ironía del título, «El impostor». Este final inesperado invita a una reflexión más profunda sobre la naturaleza engañosa de las apariencias y las identidades.

En resumen, «El impostor» es un minicuento que destaca por su capacidad para construir suspenso en un espacio limitado, explorando las complejidades de la relación humana y la percepción de la verdad. La maestría de Onetti en la escritura se refleja en su capacidad para sugerir mucho en pocas palabras y mantener al lector intrigado hasta el final.

EL IMPOSTOR

Estaba cansada de esperar pero el hombre llegó puntual y lo vi sonreírme con timidez, el primer nombre. Me dijo que era Él y repitió en voz baja, como si lo dibujara o moldeara, el montón de circunstancias que nos habían separado. Yo deseaba creerle, pero él no era Él. Gemelos, hermanos mellizos, me obligué a pensar. Pero Jesús nunca había tenido hermanos, este Jesús mío.

Me besó cariñoso y sin presión y el brazo en la espalda me hizo creer por un momento. Inicié un tanteo:

—¿Cómo te fue en Londres?

—Bien; por lo menos me parece. Con esas cosas nunca se puede estar seguro —me miró sonriendo.

—Más importante —dije— es saber si te acuerdas de la fiesta de despedida. Del epílogo, quiero decir.

Me miró burlón y dijo:

—¿Es una pregunta? Bien sabes, y lo volverás a saber esta noche, que no podía olvidar. Recuerdo tus palabras sucias y maravillosas. Puedo repetirlas, pero…

—Por dios, no —casi grité y la cara se me encendió.

—No soy tan bruto. Era un juego, una amenaza cariñosa.

Frente a las dos botellas sonrió, burlándose. Una era de vino rojo, la otra de blanco.

—A esta hora, y como siempre, un vaso de blanco.

Él prefería así, Él hubiera dicho las mismas palabras.

Bebimos y después caminamos, recorriendo la casa. Este él andaba lento, casi sin mirar a los costados y se detuvo en la puerta del dormitorio.

Miraba la cama, sonreía, me puso un brazo sobre los hombros, me pellizcó la nuca y, como siempre, me puse caliente y húmeda.

Entre sábanas, viéndolo desnudo, sintiendo lo que sentía, supe que él no era Él, no era Jesús. En la cama ningún hombre puede engañar a una mujer. Pero después del jadeo y el cigarrillo, dijo:

—Bueno. Vamos a mirar el Van Gogh. Sigo creyendo que es falso, que hiciste una mala compra para la galería.

Lo mismo, iguales palabras, me había dicho Jesús antes de viajar a Londres. Y solo Él y yo estábamos enterados de la compra clandestina del Van Gogh.

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