«A la vacuna» de Andrés Bello (Poema)

A LA VACUNA

ANDRÉS BELLO

POEMA/CHILE-VENEZUELA

Poema en acción de gracias al rey de las Españas por la propagación de la vacuna en sus dominios, dedicado al señor Don Manuel de Guevara Vasconcelos, presidente gobernador y capitán general de las provincias de Venezuela.

 Vasconcelos ilustre, en cuyas manos

 el gran monarca del imperio ibero

 las peligrosas riendas deposita

 de una parte preciosa de sus pueblos;

 tú que, de la corona asegurando

 en tus vastas provincias los derechos,

 nuestra paz estableces, nuestra dicha

 sobre inmobles y sólidos cimientos;

 iris afortunado que las negras

 nubes que oscurecían nuestro cielo

 con sabias providencias ahuyentaste,

 el orden, la quietud restituyendo;

 órgano respetable, que al remoto

 habitador de este ignorado suelo

 con largueza benéfica trasmites

 el influjo feliz del solio regio;

 digno representante del gran Carlos,

 recibe en nombre suyo el justo incienso

 de gratitud, que a su persona augusta,

 tributa la ternura de los pueblos;

 y pueda por tu medio levantarse

 nuestra unánime voz al trono excelso,

 donde, cual numen bienhechor, derrama

 toda especie de bien sobre su imperio;

 sí, Venezuela exenta del horrible

 azote destructor, que, en otro tiempo

 sus hijos devoraba, es quien te envía

 por mi tímido labio sus acentos.

  

 ¿Venezuela? Me engaño. Cuantos moran

 desde la costa donde el mar soberbio

 de Magallanes brama enfurecido,

 hasta el lejano polo contrapuesto;

 y desde aquellas islas venturosas

 que ven precipitarse al rubio Febo

 sobre las ondas, hasta las opuestas

 Filipinas, que ven su nacimiento,

 de ternura igualmente poseídos,

 sé que unirán gustosos a los ecos

 de mi musa los suyos, pregonando

 beneficencia tanta al universo.

 Tal siempre ha sido del monarca hispano

 el cuidadoso paternal desvelo

 desde que las riberas de ambas Indias

 la española bandera conocieron.

  

 Muchas regiones, bajo los auspicios

 españoles produce el hondo seno

 del mar; y en breve tiempo, las adornan

 leyes, industrias, población, comercio.

 El piloto que un tiempo las hercúleas

 columnas vio con religioso miedo,

 aprende nuevas rutas, y las artes

 del antiguo traslada al mundo nuevo.

 Este mar vasto, donde vela alguna

 no vieron nunca flamear los vientos;

 este mar, donde solas tantos siglos

 las borrascas reinaron o el silencio,

 vino a ser el canal que, trasladando

 los dones de la tierra y los efectos

 de la fértil industria, mil riquezas

 derramó sobre entrambos hemisferios.

  

 Un pueblo inteligente y numeroso

 el lugar ocupó de los desiertos,

 y los vergeles de Pomona y Flora

 a las zarzas incultas sucedieron.

 No más allí con sanguinarios ritos

 el nombre se ultrajó del Ser Supremo,

 ni las inanimadas producciones

 del cincel, le usurparon nuestro incienso;

 con el nombre español, por todas partes,

 la luz se difundió del evangelio,

 y fue con los pendones de Castilla

 la cruz plantada en el indiano suelo.

 Parecía completa la grande obra

 de la real ternura; en lisonjero

 descanso, las nacientes poblaciones

 bendecían la mano de su dueño,

 cuando aquel fiero azote, aquella horrible

 plaga exterminadora que, del centro

 de la abrasada Etiopía transmitida,

 funestó los confines europeos,

 a las nuevas colonias trajo el llanto

 y la desolación; en breve tiempo,

 todo se daña y vicia; un gas impuro

 la región misma inficionó del viento;

 respirar no se pudo impunemente;

 y este diáfano fluido en que elemento

 de salud y existencia hallaron siempre

 el hombre, el bruto, el ave y el insecto,

 en cuyo seno bienhechor extrae

 la planta misma diario nutrimento,

 corrompiose, y en vez de dones tales,

 nos trasmitió mortífero veneno.

 Viéronse de repente señalados

 de hedionda lepra los humanos cuerpos,

 y las ciudades todas y los campos

 de deformes cadáveres cubiertos.

 No; la muerte a sus víctimas infaustas

 jamás grabó tan horroroso sello;

 jamás tan degradados de su noble

 belleza primitiva, descendieron

 al oscuro recinto del sepulcro,

 Humanidad, tus venerables restos,

 la tierra las entrañas parecía

 con repugnancia abrir para esconderlos.

 De la marina costa a las ciudades,

 de los poblados pasa a los desiertos

 la mortandad; y con fatal presteza,

 devora hogares, aniquila pueblos.

  

 El palacio igualmente que la choza

 se ve de luto fúnebre cubierto;

 perece con la madre el tierno niño;

 con el caduco anciano, los mancebos.

 Las civiles funciones se interrumpen;

 el ciudadano deja los infectos

 muros; nada se ve, nada se escucha,

 sino terror, tristeza, ayes, lamentos.

 ¡Qué de despojos lleva ante su carro

 Tisífone! ¡Qué número estupendo

 de víctimas arrastran a las hoyas

 la desesperación y el desaliento!

 ¡Cuántos a manos mueren del más duro

 desamparo! Los nudos más estrechos

 se rompen ya: la esposa huye al esposo,

 el hijo al padre y el esclavo al dueño.

 ¡Qué mucho si las leyes autorizan

 tan dura división!… Tristes degredos,

 hablad vosotros; sed a las edades

 futuras asombroso monumento,

 del mayor sacrificio que las leyes

 por la pública dicha prescribieron;

 vosotros, que, en desorden espantoso,

 mezclados presentáis helados cuerpos,

 y vivientes que luchan con la Parca,

 en cuyo seno oscuro, digno asiento

 hallaron la miseria y los gemidos;

 mal segura prisión, donde el esfuerzo

 humano, encarcelar quiso el contagio,

 donde es delito el santo ministerio

 de la piedad, y culpa el acercarse

 a recoger los últimos alientos

 de un labio moribundo, donde falta

 al enfermo infelice hasta el consuelo

 de esperar que a los huesos de sus padres,

 se junten en el túmulo sus huesos.

 Tú también contemplaste horrorizada

 de aquella fiera plaga los efectos;

 tú, mar devoradora, donde ejercen

 la tempestad y los airados Euros

 imperio tan atroz, donde amenaza,

 aliado con los otros tu elemento

 cada instante un naufragio; entonces diste

 nuevo asunto al pavor del marinero;

 entonces diste a la severa Parca

 duplicados tributos. De su seno,

 las apestadas naves vomitaron

 asquerosos cadáveres cubiertos

 de contagiosa podre. El desamparo

 hizo allí más terrible, más acerbo

 el mortal golpe; en vano solicita

 evitar en la tierra tan funesto

 azote el navegante; en vano pide

 el saludable asilo de los puertos,

 y reclamando va por todas partes

 de la hospitalidad los santos fueros;

 las asustadas costas le rechazan,

 Pero corramos finalmente el velo

 a tan tristes objetos, y su imagen

 del polvo del olvido no saquemos,

 sino para que, en cánticos perennes,

 bendigan nuestros labios al Eterno,

 que ya nos ve propicio, y, al gran Carlos,

 de sus beneficencias instrumento.

  

 Suprema Providencia, al fin llegaron

 a tu morada los llorosos ecos

 del hombre consternado, y levantaste

 de su cerviz tu brazo justiciero;

 admirable y pasmosa en tus recursos,

 tú diste al hombre medicina, hiriendo

 de contagiosa plaga los rebaños;

 tú nos abriste manantiales nuevos

 de salud en las llagas, y estampaste

 en nuestra carne un milagroso sello

 que las negras viruelas respetaron.

 Jenner es quien encuentra bajo el techo

 de los pastores tan precioso hallazgo.

 Él publicó gozoso al universo

 la feliz nueva, y Carlos distribuye

 a la tierra la dádiva del cielo.

  

 Carlos manda; y al punto una gloriosa

 expedición difunde en sus inmensos

 dominios el salubre beneficio

 de aquel grande y feliz descubrimiento.

 Él abre de su erario los tesoros;

 y estimulado con el alto ejemplo

 de la regia piedad, se vigoriza

 de los cuerpos patrióticos el celo.

 Él escoge ilustrados profesores

 y un sabio director, que, al desempeño

 de tan honroso cargo, contribuyen

 con sus afanes, luces y talento.

 ¡Ilustre expedición! La más ilustre

 de cuantas al asombro de los tiempos

 guardó la humanidad reconocida;

 y cuyos salutíferos efectos,

 a la edad más remota propagados,

 medirá con guarismos el ingenio,

 cuando pueda del Ponto las arenas,

 o las estrellas numerar del cielo.

 Que de polvo se cubran para siempre

 estos tristes anales, donde advierto

 sobre humanas cenizas erigidos

 de una bárbara gloria los trofeos.

  

 Expedición famosa, tú desluces,

 tú sepultas en lóbrego silencio

 aquellas melancólicas hazañas,

 que la ambición y el fausto sugirieron;

 tú, mientras que guerreros batallones

 en sangre van sus pasos imprimiendo,

 y sobre estragos y rüina corren

 a coronarse de un laurel funesto,

 ahuyentas a la Parca de nosotros

 a costa de fatigas y desvelos;

 y en galardón recibes de tus penas

 el llanto agradecido de los pueblos.

 Con destrucción, cadáveres y luto,

 marcan su infausta huella los guerreros;

 y tú, bajo tus pies, por todas partes,

 la alegría derramas y el consuelo.

 A tu vista, los hórridos sepulcros

 cierran sus negras fauces; y sintiendo

 tus influjos, vivientes nuevos brota

 con abundancia inagotable el suelo.

 Tú, mientras la ambición cruza las aguas

 para llevar su nombre a los extremos

 de nuestro globo, sin pavor arrostras

 la cólera del mar y de los vientos,

 por llevar a los pueblos más lejanos

 que el sol alumbra, los favores regios,

 y la carga más rica nos conduces

 que jamás nuestras costas recibieron.

 La agricultura ya de nuevos brazos

 los beneficios siente, y a los bellos

 días del siglo de oro, nos traslada;

 ya no teme esta tierra que el comercio

 entre sus ricos dones le conduzca

 el mayor de los males europeos;

 y a los bajeles extranjeros, abre

 con presuroso júbilo sus puertos.

 Ya no temen, en cambio de sus frutos,

 llevar los labradores hasta el centro

 de sus chozas pacíficas la peste,

 ni el aire ciudadano les da miedo.

 Ya con seguridad la madre amante

 la tierna prole aprieta contra el pecho,

 sin temer que le roben las viruelas

 de su solicitud el caro objeto.

 Ya la hermosura goza el homenaje

 que el amor le tributa, sin recelo

 de que el contagio destructor, ajando

 sus atractivos, le arrebate el cetro.

 Reconocidos a tan altas muestras

 de la regia bondad, nuestros acentos

 de gratitud a los remotos días

 de la posteridad trasmitiremos.

 Entonces, cuando el viejo a quien agobia

 el peso de la edad pinte a sus nietos

 aquel terrible mal de las viruelas,

 y en su frente arrugada, muestre impresos

 con señal indeleble los estragos

 de tan fiero contagio, dirán ellos:

 «Las virüelas, cuyo solo nombre

 con tanto horror pronuncias, ¿qué se han hecho?»

 Y le responderá con las mejillas

 inundadas en lágrimas de afecto:

 «Carlos el Bienhechor, aquella plaga

 desterró para siempre de sus pueblos».

 ¡Sí, Carlos Bienhechor! Este es el nombre

 con que ha de conocerte el universo,

 el que te da Caracas, y el que un día

 sancionará la humanidad y el tiempo.

 De nuestro labio, acéptale gustoso

 con la expresión unánime que hacemos

 a tu persona y a la augusta Luisa

 de eterna fe, de amor y rendimiento.

 Y tú que del ejército dispones

 en admirables leyes el arreglo,

 y el complicado cuerpo organizando

 de la milicia, adquieres nombre eterno;

 tú, por quien de la paz los beneficios

 disfruta alegre el español imperio,

 y a cuya frente vencedora, honroso

 lauro los cuerpos lusitanos dieron;

 tú, que, teniendo ya derechos tantos

 a nuestro amor, al público respeto

 y a la futura admiración, añades

 a tu gloriosa fama timbres nuevos,

 protegiendo, animando la perpetua

 propagación de aquel descubrimiento,

 grande y sabio Godoy, tú también tienes

 un lugar distinguido en nuestro pecho.

 Y a ti, Balmis, a ti que, abandonando

 el clima patrio, vienes como genio

 tutelar, de salud, sobre tus pasos,

 una vital semilla difundiendo,

 ¿qué recompensa más preciosa y dulce

 podemos darte? ¿Qué más digno premio

 a tus nobles tareas que la tierna

 aclamación de agradecidos pueblos

 que a ti se precipitan? ¡Oh, cuál suena

 en sus bocas tu nombre!… ¡Quiera el Cielo,

 de cuyas gracias eres a los hombres

 dispensador, cumplir tan justos ruegos;

 tus años igualar a tantas vidas,

 como a la Parca roban tus desvelos;

 y sobre ti sus bienes derramando

 Con largueza, colmar nuestros deseos!

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