Nada sobre nada de Manuel Acuña

Nada sobre nada de Manuel Acuña

México

NADA SOBRE NADA

Manuel Acuña

Pues, señor, dije yo, ya que es preciso

puesto que así lo han dicho en el programa,

que rompa ya la bendecida prosa

que preparado para el caso había,

y que escriba en vez de ella alguna cosa

así, que parezca poesía,

pongámonos al punto,

ya que es forzoso y necesario, en obra,

sin preocuparnos mucho del asunto,

porque al fin el asunto es lo que sobra.

 

Así dije, y tomando

no el arpa ni la lira,

que la lira y el arpa

no pasan hoy de ser una mentira,

sino una pluma de ave

con la que escribo yo generalmente,

violenté las arrugas de mi frente

hasta ponerla cejijunta y grave

y pensando en mi novia, en la adorada

por quien suspiro y lloro sin sosiego,

mojé mi pluma en el tintero, y luego

puse ocho letras: «A mi amada».

 

Su retrato, un retrato

firmado por Valleto y compañía,

se alzaba junto a mí plácido y grato,

mostrándome las gracias y recato

que tanto adornan a la amada mía;

y como el verlo sólo

basta para que mi alma se emocione,

que Apolo me perdone

sí, dije aquí que me sentí un Apolo.

 

Ella no es una rosa

ni un ser ideal, ni cosa que lo valga;

pero en verso o en prosa

no seré yo el estúpido que salga

con que mi novia es fea,

cuando puedo decir que es muy hermosa

por más que ni ella misma me lo crea;

así es que en mi pintura

hecha en rasgos por cierto no muy fieles,

aumenté de tal modo su hermosura

que casi resultaba una figura

digna de ser pintada por Apeles.

 

Después de dibujarla como he dicho,

faltando a la verdad por el capricho,

iba yo a colocar el fondo negro

de su alma inexorable y desdeñosa,

cuando al hacerlo me ocurrió una cosa

que hundió mi plan, y de lo cual me alegro;

porque, en último caso,

como pensaba yo entre las paredes

de mi cuarto sombrío,

¿qué les importa a ustedes

que mi amada me niegue sus mercedes,

ni que yo tenga el corazón vacío?

Si mi vida vegeta en la tristeza

y el yugo del dolor ya no soporta,

caeré de referirlo en la simpleza

para que alguien me diga en su franqueza:

«¡¿si viera usted que a mí nada me importa?!»

 

No, de seguro, que antes

prefiero verme loco por tres días,

que imitar a ese eterno Jeremías

que se llama el señor de Cervantes.

 

Y convencido de esto,

ya que era conveniente y necesario,

borré el título puesto,

y buscando a mi lira otro pretexto

escribí este otro título: «El santuario».

 

¡El santuario!… exclamé; pero y ¿qué cosa

puedo decir de nuevo sobre el caso,

cuando en cada volumen de poesías,

en versos unos malos y otros buenos,

sobre templos, santuarios y abadías?

Para entonar sobre esto mis cantares,

a más de que el asunto vale poco,

¿Qué entiendo yo de claustros ni de altares,

ni qué sé yo de sacristán tampoco?

 

No, en la naturaleza

hay asuntos más dignos y mejores,

y más llenos de encantos y de belleza,

y que he de escribir, haré una pieza

que se llame: Los prados y las flores.

 

Hablaré de la incauta mariposa

que en incesante y atrevido vuelo,

ya abandona el cielo por la rosa;

ya abandona la rosa por el cielo,

del insecto pintado y sorprendente

que de esconderse entre las hierbas trata,

y de el ave inocente que lo mata,

lo cual prueba que no es tan inocente;

hablaré… pero y luego que haya hablado

sacando a luz el boquirrubio Febo,

me pregunto, señor, ¿qué habré ganado,

si al hacerlo no digo nada nuevo?…

 

Con que si esto tampoco es un asunto

digno de preocuparme una sola hora,

dejemos sus inútiles detalles,

ya que no hay ni un señor ni una señora

que no sepa muy bien lo que es la aurora

y lo que son las flores y los valles…

Coloquemos a un lado estas materias

que valen tan poco para el caso,

y pues esto se ofrece a cada paso

hablemos de la vida y sus miserias.

 

Empezaré diciendo desde luego,

que no hay virtud, creencias ni ilusiones;

que en criminal y estúpido sosiego

ya no late la fe en los corazones;

que el hombre imbécil, a la gloria ciego,

sólo piensa en el oro y los doblones,

y concluiré en estilo gemebundo:

¡Que haya un cadáver más qué importa al mundo!

 

Y me puse a escribir, y así en efecto,

lo hice en ciento cincuenta octavas reales,

cuyo único defecto,

como se ve por lo que dicho queda,

era que en vez de ser originales

no pasaba de un plagio de Espronceda.

Como era fuerza, las rompí en el acto

desesperado de mi triste suerte,

viendo por fin que en esto de poesía

no hay un solo argumento ni una idea

que no peque de fútil, o no sea

tan vieja como el pan de cada día.

 

En situación tan triste

y estando la hora ya tan avanzada,

¿qué hago, dije yo, para salvarme

de este grave y horrible compromiso,

cuando ningún asunto puede darme

ni siquiera un adarme

de novedad, de encanto, o de un hechizo?

¿Hablaré de la guerra y de la gente

que enardecida de las cumbres baja

desafiando al contrario frente a frente,

y habré de convertirme en un valiente,

yo que nunca he empuñado una navaja?

No, señor, aunque estudio medicina

y pertenezco a esa importante clase

que no hay pueblo y lugar en donde no pase

por ser la más horrible y asesina,

aparte de que en esto hay poco cierto,

como lo prueba y mucho la experiencia,

yo, a lo menos hasta hoy, me hallo a cubierto

de que se alce la sombra de algún muerto

a turbar la quietud de mi conciencia.

 

Sobre los libros santos, se podría

con meditar y con plagiar un poco,

arreglar o escribir una poesía;

pero ni esto es muy fácil en un día

ni para hablar sobre esto estoy tampoco;

porque en fiestas como esta,

donde el saber está en su templo,

salir con el Diluvio, por ejemplo,

fuera casi querer aguar la fiesta;

y como yo no quiero que se diga

que he venido a tal cosa,

ya que en mi numen agotado me hallo

el asunto y el plan a que yo aspiro

rompo mi humilde cítara, me callo,

y con perdón de ustedes me retiro.

 

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