«Lágrimas que vierte un alma arrepentida» de Pedro Calderón de la Barca (Poema)

LÁGRIMAS QUE VIERTE UN ALMA ARREPENTIDA

Pedro Calderón de la Barca

POEMA / ESPAÑA

Ahora, señor, ahora

que ya este humano edificio

en el polvo de su fin

se reduce a su principio;

ahora que descompuesto

este vital artificio

que un suspiro gobernó,

le va faltando un suspiro;

ahora que a mis alientos

está el número cumplido,

pues sin esperanza de otro,

respiro este que respiro;

ahora que rebelados

mis potencias y sentidos,

son, parciales de mi muerte,

mis mayores enemigos;

ahora que el corazón,

por alegar que él ha sido

quien quiso vivir primero,

morir el postrero quiso;

ahora que al desatarse

esta lazada que hizo

la naturaleza, el alma

está pendiente de un hilo;

ahora que al despedirse

del cuerpo donde ha vivido,

en vez de darle los brazos,

le lucha a brazos partidos;

ahora, en efecto, ahora

que ya el pecho helado y frío,

descompasado el aliento,

los miembros estremecidos,

el pulso desnivelado,

torpe la voz, yerto el brío,

en parasismos se emboza

el último parasismo,

es tiempo, Señor, es tiempo

de conocer los amigos,

pues el amigo mayor

se ve en la mayor peligro.

¡Oh dulce Jesús mío!

No entréis, Señor, con vuestro siervo en juicio.

¡Oh, cuánto el nacer, oh cuánto

al morir es parecido,

pues si nacimos llorando,

llorando también morimos!

Un gemido la primera

salva fue que al mundo hicimos,

y el último vale que

le hacemos, es un gemido.

Entre cuna y ataúd

sola esta distancia ha habido

hacia la tierra o el cielo

arrojarnos o admitirnos.

¡Qué bien en sus confesiones

lo significó Agustino,

cuando a esta proposición

no le averiguó el sentido!

¿Vive el hombre o muere el hombre?

Pues que ninguno ha sabido

si vive o muere, porque

todo se hace de un camino.

¿Qué más ejemplo que yo,

a este letargo rendido,

pues vivo al tiempo que muero

y muero al tiempo que vivo?

Y si al fin para morir

no ha menester más deliquio

ni más crítico accidente

el hombre, que haber nacido,

¡oh felice yo, oh felice

que morir he merecido

en vuestra fe, conociendo

tantos mortales avisos!

Y aunque es preciso el morir,

con lo que os pago os obligo,

pues resignado en vos, hago

voluntario lo preciso.

Y así, aunque vivir pudiera

mi vida estando a mi arbitrio,

hoy os hiciera en mi muerte

de mi vida sacrificio.

¡Oh dulce Jesús mío!

No entréis, Señor, con vuestro siervo en juicio.

No justiciero cerréis

a mis voces los oídos,

sino misericordioso

atended al llanto mío.

Justicia y misericordia,

dos atributos son dignos,

que un y otro en vos están

igualados, no excedidos.

Pues ¿por qué habéis de mostraros

riguroso y no benigno,

siendo rigor y piedad

en vos, Señor, uno mismo?

El castigo y el perdón

una costa os han tenido:

pues echad antes la mano

al perdón, que no al castigo.

¿Job no dijo que era el hombre

en pecado concebido?

¿Qué maravilla que amase

maldad que nació conmigo?

Mas ¡ay de mi! que también

David a este intento dijo

que siempre contra mí está

mi pecado por testigo.

Yo lo confieso, y confieso

que mis culpas y delitos

son infinitos, por ser

obrados y cometidos

contra un infinito Dios;

confieso que no he podido

satisfacer por mi solo

el número de mis vicios.

Pero por esto, Señor,

de la Iglesia en los archivos

también infinitos son

vuestros méritos divinos.

Ellos por mi satisfagan,

pues mi fiador habéis sido,

y en vuestros méritos pague

lo infinito a lo infinito.

¡Oh dulce Jesús mío!

No entréis, Señor, con vuestro siervo en juicio.

¡Qué dignamente, qué bien

en vuestra piedad confío,

si cuando llego a rogaros

clavado en la cruz os miro!

No me diera confianza

el veros en el impíreo

glorioso más que en la cruz

veros humano y pasivo.

Que esa derramada sangre

que en arroyos fugitivos

tiñe en púrpura la nieve,

deshoja el jazmín el lirios,

a lavar mis culpas corre,

cuyo segundo bautismo

hará que esta piel manchada

venza el candor del armiño.

Y puesto que vos morís

para que yo viva, indigno

será, Señor, que un Dios muerto

no salve un pecador vivo.

¿Indigno dije? ¡Ah Señor!

No supe cómo decirlo,

al verlo en vos intentado

sin verlo en mi conseguido.

Mas ¡ay de mi!, que vos siempre

salvarme habéis pretendido;

pero aunque sin mi me hicisteis,

me habéis de salvar conmigo.

Salvadme en vuestra virtud;

que yo a vuestros pies resigno

este cuerpo sin acción

y este alma sin albedrío.

Y si es vuestra voluntad

condenarme a los abismos,

para que en mí se ejecute

este espíritu os envío.

Y padeciendo diré,

por los siglos de los siglos:

¡Quién siempre os hubiera amado!

¡Quién no os hubiera ofendido!

¡Oh dulce Jesús mío!

No entréis, Señor, con vuestro siervo en juicio.

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