«El milagro del ascensor» de Alejo Carpentier (Cuento)

EL MILAGRO DEL AASCENSOR

ALEJO CARPENTIER

CUENTO/ CUBA- FRANCIA

… 57… 58… Chatos, netos, los números se sucedían –59… – en las fronteras horizontales de los pisos. 60… 61… Al arribar a cada nueva divisoria, las miradas cansadas de fray Domenico se deslizaban por los corredores idénticos, guarnecidos de mudas hileras de puertas rojas, y animados tan solo a esa hora por fantasmas asalariados que bruñían cobres al ripolín y paseaban vejigas zumbadoras por las alfombras. 62… 63… La jeringa roja de un extintor de incendios reaparecía en el mismo testero, y a su lado, frotando la placa de instrucciones, uno de los janitors negros, fabricados en serie, luciendo la inevitable sonrisa para reclamo de dentífrico… 64… 65… El ascensor se detuvo con flexión de gimnasta, plegose una reja aceitada, y fray Domenico tuvo justo el tiempo de pronunciar un: “Hasta mañana, Johnny”, hacia la jaula que se escurría blandamente en las entrañas del edificio, llamada por cien cigarras eléctricas.

Fray Domenico empujó una puerta. El olor a incienso y maderas polvorientas le hizo contraer la nariz con fruición. Arrojó su birrete de groom sobre una cama de soldado. Se despojó de su casaca guarnecida de ciento veinte botones de níquel. Y sacando de un closet su sayal de felpa roída –bata de baño, ya que la estameña no se fabricaba desde hacía mucho tiempo–, se la ciñó al talle con una cuerda blanca. Su arcaica edición de Actas descansaba sobre una vieja máquina de sumar usada a guisa de facistol; en una pared había un crucifijo made in Germany. Fray Domenico se arrodilló sobre un taburete, luego de encender dos pastillas de incienso de las que se vendían entonces para ahuyentar a los mosquitos.

La media noche lo sorprendió rezando, con las manos contraídas y la boca seca. De pronto se levantó y, abriendo una puerta cubierta de dibujos piadosos, salió a la terraza inmensa que remataba el edificio… Desde que la plegaria y las acciones consagradas a la gloria del Señor habían sido declaradas superfluas y propiciatorias de ociosidad, y que el gobierno comunista de derecha –conservador y lleno de coqueterías con el viejo régimen–, había disuelto las últimas agrupaciones monacales del continente, declarando laicos de oficio, sin embargo, a los cartujos del licor, fray Domenico hallaba relativa calma espiritual en el tope de aquel rascacielos. La obligación de justificar medios de vida lícitos lo impulsó, sin saber cómo, hacia la profesión de mozo de ascensor: y el santo hombre desempeñaba mansamente sus funciones, cubriendo el turno de día, sin abandonar por ello sus prácticas ascéticas. El siglo era impío, y fray Domenico era tal vez el único habitante del planeta que hiciera perdurar la bienaventurada tradición de los Padres del Desierto. Cada noche, después de doce horas de viajes verticales, a través de la colmena de oficinas, el monje se entregaba a la penitencia, como antaño el estilita o san Pacomio. Su meseta de sesenta y tantos pisos podía, en rigor, compararse con la que habitó Antonio a orillas del Nilo, y aunque una ciudad se agitara a su pie, podía verse perfumada por tan fuerte aroma de beatitud… Las mecanógrafas adoraban a fray Domenico por su dulzura perenne; al mediodía invadían su ascensor, mostrándole sus ligas y muslos rosados. Pero nada lograba turbarlo. Repetidas veces había rechazado aumentos de sueldo, llenando de estupefacción al salchichero judío que regía los destinos del edificio.

Sin embargo fray Domenico no era feliz desde hacía algún tiempo. El rey de los preservativos –en–escama–de–pez, había erigido un rascacielos a doscientos metros de este. Antes, cuando llegaba la noche, fray Domenico se encontraba solo en su terraza; solo con las estrellas y la luna que conocieron los astrólogos caldeos. Nada le recordaba los pecados de la época. Pero he aquí, que un día comienza a crecer un enorme esqueleto de hierro en el vecindario. Hombres en over all surcan el espacio a caballo sobre vigas lisas. Suenan percusiones de martillos eléctricos. El ladrillo comienza a llenar los espacios intercostales del armazón, interrumpiendo la insólita cabalgata de walkirias. Luego un obrero que cae de una cornisa, un asta de banderas y una botella de champaña… Y ya fray Domenico no podía disfrutar de su antigua tranquilidad. Sobre la nueva mole se alzaron rótulos luminosos que iban a interrumpir sus meditaciones, mostrándole toda la impudicia de sus contemporáneos. Ahora, cada tarde se iniciaba una orgía de bombillas. La americana del Palmolive sonreía satánicamente, desde un cartel gigantesco, guarnecido de candilejas. Cada diez segundos alzaban las piernas las ocho girls eléctricas que anunciaban un Midnight Frolic. El oso de un cognac afamado emprendía interminablemente el periplo de su anuncio rectangular. Un clown jugaba con bastos dorados. Y, en medio de todos estos símbolos aborrecibles, el caballo blanco de un whisky artero sacudía la cola y parpadeaba en verde y rojo, con una expresión de ironía que llenaba de congoja al pobrecito Domenico.

La paz del anacoreta era turbada en su último refugio. Domenico se preguntaba si el Señor le concedería bastante heroísmo para conservarse puro en aquel siglo de cemento armado. Cuando se reclinaba en el parapeto que limitaba sus dominios nocturnos, se sentía flaquear ante el prodigioso amontonamiento de techumbres y terrazas fijas con botones de luz… A sus pies la urbe vivía, con algo del hervor monstruoso que llena el ombligo de un becerro invadido por los gusanos. Las calles rectísimas que escalan el horizonte, la cortina de tul en ventana cerrada, el maniquí de cera que os muestra la pierna, el fruto abierto, el cigarrillo tinto de carmín, el chasquido del hielo batido en los bars, el brazo que busca el vuestro en calle poco transitada, el mozo pintado, el saxofón y el gramófono, el perro que lame el litro de leche mañanero, la caricia de la luz al film, la carnicería que muestra filetes caros en encajes de papel, la ostra y la media, la mostaza y la joya, el lóbulo y la nave: todo esto era motivo de espanto para fray Domenico.

Cuando estas visiones inconexas se proyectaban en su cerebro, Domenico retrocedía hacia el centro de la terraza, y se prosternaba con los ojos cerrados, para no ver los rótulos que lo perseguían. Y mientras el santo hombre musitaba padrenuestros, el caballito blanco piafaba con sorna, mientras las orquestas de la urbe fumaban síncopas en sus monstruosas pipas de cobre.

 

Una noche, fray Domenico pidió inútilmente el sosiego espiritual a la plegaria. Era el sexagésimo aniversario de la Revolución de Octubre. La ciudad estaba llena de farolitos rojos y diez mil burgueses recorrían la ciudad en automóviles, cantando la Internacional. Por más que Domenico apretara los perdigones que, pasados de una cajita a otra, le servían de rosario, el santo hombre no lograba fijar el pensamiento en la imagen del Señor. Se sorprendía a veces pronunciando maquinalmente las palabras santas, y pensando en otra cosa. Entonces, lleno de ira, vaciaba todos los perdigones en la caja de la derecha, recomenzando sus plegarias ineficientes. Cuando esto le acontecía, Domenico veía parpadear con más ironía al caballito blanco, mientras las ocho girls, la americana del Palmolive, el oso y el clown, parecían agitarse con regocijo imprevisto. Era indudable que esos modernos demonios se aliaban contra su insólita penitencia… Domenico rezaba en tono más fuerte, de minuto en minuto para cubrir el zumbido que cundía sobre la ciudad. Abajo cantaban. Arriba, los reflectores lanzaban hoces y martillos sobre nubes rojizas y pesadas. Hacía calor. La tormenta rebullía en lontananza. Y Domenico deseaba, a pesar suyo, que la misericordia divina anegara la ciudad impía bajo siete noches y siete días de santo diluvio.

Abajo cantaban… Y al nivel de sus ojos bailaban las bombillas malditas. Domenico aullaba ya sus padrenuestros, sin poder dominar la resaca que se engolfaba en sus oídos. De pronto tuvo una visión sorprendente y precisa. Bajo sus plantas vibraron las sandalias de san Pablo. El garrote de los iconoclastas rozó sus palmas sudorosas. Abrió los ojos. Se levantó lentamente, y alzando los brazos, cubrió de imprecaciones a la ciudad y a sus demonios eléctricos. La americana del Palmolive fue su reina de Saba. Proclamó las impurezas de sus brazos, las insidias de su vientre, las podredumbres de su sexo. Descargó formidables acusaciones contra las ocho girls, el clown, el oso y el caballo blanco. Sus gritos hendían la atmósfera densa, como brazos de hélices. Su voz era tan vibrante de indignación, que su eco, llegando hasta una estación transmisora de radio, empañó la claridad de todos los números ofrecidos aquella noche ante los micrófonos.

Entonces aconteció algo increíble. Dando un gran salto, los demonios abandonaron sus anuncios, y Domenico se vio rodeado de siluetas luminosas y humildes. La americana de Palmolive se había prosternado ante él, cubriéndose la faz con su abanico de plumas verdes. Las ocho girls se arrastraban implorantes, hacia su sayal de felpa. El clown rompía sus bastos, uno por uno, en prueba de renunciación. El oso lloraba. Y el caballo blanco, sentado a modo de perro, a la derecha del santo, le lamía una oreja, dejando rodar gruesas lágrimas verdes y rojas de sus ojos redondos… En presencia del milagro, Domenico suavizó el tono de su voz, y habló largamente a las extrañas criaturas. Las instruyó de los designios del Creador y de los dolores del Hijo; les predicó la cordura y las indujo a rebelarse contra la compañía de publicidad que se servía de sus imágenes para fomentar maléficos intereses. Les habló largamente, con las miradas fijas en las nubes gruesas. Se sentía grande. Sabía ahora qué misión divina le había confiado el creador.

Bruscamente bajó los ojos y se sintió helado. Estaba solo; absolutamente solo en la terraza desnuda y reluciente. Los demonios habían saltado nuevamente de un rascacielos a otro, volviendo a sus pistas rectangulares. Parecían desafiarlo más que nunca… y fray Domenico comprendió de pronto que se había dejado tentar por el Enemigo, cayendo en el horrible pecado del orgullo.

El desventurado se despojó de su sayal, y, haciendo varios nudos en la cuerda que lo ceñía, se fustigó las espaldas furiosamente, hasta que las nubes se desgarraron en hebras frías, y un olor a ladrillo mojado invadió las calles de la ciudad… Al amanecer yacía inanimado, en medio de la azotea, con el pecho desnudo y la bata de felpa tinta en sangre. La lenta queja de una sirena lo hizo volver en sí, como el pomo de amoníaco que se coloca bajo la nariz del boxeador derribado.

Desde esa noche, fray Domenico se entregó a penitencias insólitas. Se flageló, redujo su alimentación a medio hot-dog diario, fue más humilde que nunca. Repartió su sueldo entre las mecanógrafas, para que estas pudieran hartarse de montaña rusa todos los domingos. Y no era raro que Johnny, su hermano en el señor y en el ascensor, tuviera la estupefacción de oírle decir.

–Vaya a divertirse esta noche, Johnny. Yo ocuparé su lugar.

 

Entretanto los periódicos comenzaban a publicar noticias alarmantes para los potentes intereses creados después de la Revolución. Se decía que el proletariado de varios países se preparaba a una nueva lucha. Grupos sediciosos habían asaltado los autos de algunos comisarios, apuñaleando las llantas a los gritos de “¡Muera el neoburgués!” La situación era crítica en extremo. El espíritu de Bernard Shaw, consultado apresuradamente por los espiritistas londinenses, había soltado una boutade que contribuía a acrecentar la inquietud general. El hijo de Spengler afirmaba que el momento de una nueva convulsión había llegado… Y pronto los primeros desórdenes contaminaron la paz imperialista de la urbe. Estallaron huelgas parciales, que culminaron en un formidable paro general. Era este el momento más difícil que había atravesado la urbe, desde su remota fundación por aventureros holandeses y zorras normandas.

Fray Domenico recibió de su sindicato la orden de abandonar inmediatamente el ascensor, como los otros grooms de la ciudad. Pero el santo hombre no pensó por un instante en sumarse a la huelga. Era ahora, en plena época de penitencia, cuando debía hacer profesión de humildad, negándose a la rebelión contra los explotadores, y renunciando a toda acción por mejoras terrestres. Una huelga pretendía hacerlo protestar contra los poderosos; y Domenico estaba ávido de golpes y humillaciones, para recuperar la calma santa, que había perdido desde la noche de su tentación.

El salchichero judío hizo llamar a Domenico para informarse de su actitud. Cuando conoció su resolución de seguir sirviendo al capital, le dio dos palmadas en un hombro y le brindó un puro, cuya anilla roja ostentaba un jamón y dos coronas. Momentos más tarde, el mismo Domenico fijaba un cartel escrito a mano, en el hall del edificio: EL ASCENSOR B (PUERTA NORTE) SEGUIRÁ FUNCIONANDO A PESAR DE LA HUELGA.

Fray Domenico recibió varios avisos furiosos de la célula de los grooms. Se le amenazaba con lapidarlo si mantenía su absurda actitud. El santo hombre alzaba los ojos al cielo y rompía las misivas… Pronto la noticia de su resistencia cundió por los arrabales de la urbe. Un retrato de Kodak que una mecanógrafa conservaba de él, fue reproducido a dos millones de ejemplares, en carteles que hablaban de su abyección. Se le calificó de vendido, de aristócrata y de pederasta. Fue un símbolo. Se recordó su historia monacal. Se le achacó la difusión de los pomos de agua bendita que aún introducían clandestinamente en el territorio los bootleggers de la fe.

Domenico soportaba estos insultos con íntima fruición. Ya sentía renacer un poco de su antigua calma al conjuro de los denuestos, y creía experimentar algo de beatitud que fortalecía a los santos en vísperas de martirologio.

Una mañana en que el ascensor vagaba sin objeto por latitudes de los pisos 40 a 62, fray Domenico oyó clamores sordos que invadían los corredores del edificio. Era voces implacables; voces de acero, de hombres con el alma en over-all, acostumbrados a cabalgar vigas en el cielo. El anacoreta detuvo el coche vertical, y escuchó atentamente, sin comprender claramente lo que acontecía. De pronto el salchichero judío apareció corriendo en uno de los pasillos. Con la cara congestionada, arrancándose la corbata, gritó:

–¡Son ellos! ¡Vienen a buscarlo! ¡Baje! ¡Hábleles! ¡Si no, van a quemar el edificio!…

Fray Domenico no titubeó. Cerró la reja del ascensor y puso el pulgar sobre el botón Down. A medida que la jaula resbalaba a lo largo de sus rieles redondos y aceitados, el santo hombre oía crecer el coro de imprecaciones, sentía que abajo había un hervor de multitud, parecido al que se sentía en el estadio de la urbe, los días en que obreros y universitarios se disputaban al foot-ball la copa Honegger… 20… 14… 10… ahora se oía su nombre, de cuando en cuando, dentro del confuso zumbido de voces… 8… 6… 4… ¡Qué lenta era esta bajada! 3… 2… la aparición del ascensor fue acogida por un: ¡Aaaaaaaa! que hizo estallar puertas de cristal en el vientre del rascacielos. El hall estaba lleno de cabezas negras, vistas a contraluz, en las que no se distinguía un rostro, sobre las blancas pantallas de las enormes ventanas ebrias de sol. Sobre el hormigueo humano oscilaban banderolas rojas, con retratos de Domenico sobre la palabra TRAIDOR. Paños rojos y guijarros en todas las manos.

Fray Domenico detuvo el ascensor. Corrió la puerta, y se irguió ante los manifestantes con los brazos en cruz. Las piedras volaron. Algunas, que tropezaban con las rejas y caían con ruido seco, eran recogidas y lanzadas otra vez. Domenico cayó al suelo, bajo los guijarros que seguían sonando blandamente en su cuerpo. Desde lo alto de la escalera, el salchichero judío podía ver cómo, momentos después de su caída, los proyectiles seguían agrietando el estuco de su hall.

Entonces ocurrió el gran milagro: una luz purísima se hizo en torno del ascensor; una fuerza desconocida movió la jaula maltrecha, que empezó a subir lentamente, ante los brazos petrificados de los asaltantes. El ascensor abandonó el hall, mientras los hombres se replegaban hacia la entrada, llenos de un inexplicable temor. El ascensor subía, subía, cada vez más luminoso, cada vez más ligero… 40… 41… 55… 56… 50… Domenico no sufría. Una sensación de desgano invadía sus miembros. Mil lámparas de arco giraban ante sus ojos. Una orquesta de saxofones barítonos cantaba el arcaico aleluya! Los guijarros que lo habían derribado se habían vuelto frascos de perfumes a la moda… 64… 65… Al llegar a lo alto del edificio, el techo se abrió silenciosamente, y el ascensor se elevó majestuosamente en el cielo clarísimo, llevado por cuatro ángeles de alas largas, vestidos con camisas de seda y pantalones de franela crema.

Los santos interrumpieron su partida de golf, entre los holes 11 y 12, para acoger fraternalmente al bienaventurado fray Domenico, y enseñarle las reglas del juego, después de darle su nimbo y sus clubs.

Recortado en un Evening Post de aquellos días:

“Israel Johnson, el conocido hombre de negocios, acaba de entablar un proceso contra el fabricante de ascensores Jacob Wilson. La causa de ello, está en el inexplicable accidente ocurrido en el mecanismo de uno de los ascensores de esta marca, que funcionaba en el building de Mr. Johnson, y que causó desperfectos considerables en dicho edificio, rompiendo su techumbre, y destrozando una valiosa instalación de radio.”

El proceso fue perdido por Jacob Wilson. Pero, como Israel Johnson era judío y se le sabía tiránico con sus mecanógrafas, su victoria no satisfizo a nadie.

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