«El abuelo» de Juan Bosch (Cuento)

EL ABUELO

JUAN BOSCH

CUENTO/ REPÚBLICA DOMINICANA

I

Mi abuelo era un hombre adusto, hecho al silencio majestuoso del campo. Alto y flaco; calvo; amplia la cara; tostado el color, tenía una expresión ruda, que le imponía donde quiera. Le disgustaba afeitarse, y cuando lo hacía era para deshacerse de una barba ya abundante y espesa. No tenía un solo pelo negro, ni en la cabeza ni en el rostro. Sus ojos eran oscuros, y los párpados caían sobre ellos cerrándolos, de tal manera, que tenía que usar esparadrapos para mantenerlos abiertos. Se le habían relajado los músculos, decían los médicos.

 

La nariz roma, alta y grande, cobijaba una boca ancha, fina, generalmente encogida por cierto gestecillo agrio, que le hacía antipático. Unas arrugas profundas le hundían la cara desde cerca de los ojos hasta el filo de la quijada. Las orejas, negras por el sol, demasiado grandes, producían impresión de agresividad y de desamparo, junto al cráneo pelado y brillante.

 

La cara del abuelo denunciaba la intensa vida interior de aquel silencioso. Después del rostro, lo más expresivo eran sus manos, manos magras, huesudas y largas. Las movía siempre, siempre; ya golpeando con los rudos dedos el brazo de la mecedora, y estrujándose las manos con ellas, como quien exprime para extraer algún pensamiento doloroso.

 

Doblado por los años, pero alentado por una arrogancia que le ardía bajo el cráneo y en el corazón, se ponía en pie poco a poco; se erguía; tiraba los brazos como cosas muertas, y solo vivían en él la mirada, más fogosa cuanto más cerrados los párpados, y las manos, que aun quietas parecían ensayar vuelos, como pájaros presos.

 

Abuelo caminaba de manera pesada, arrastrando los pies, eternamente calzados por finas pantuflas de piel. Uno recibía la impresión de que se iba agarrando, sujetando, tirando de sí mismo; pero no era así. La voluntad de aquel hombre le halaba, le obligaba caminar cuando ya el cuerpo se negaba a hacerlo, cuando los huesos, secos por los años, le chirriaban bajo la piel encogida.

 

Hijo de marinos, nació a bordo de una fragata en las aguas del Miño. La orfandad le desgajó del tronco, estando todavía con media vara de carne; pero su memoria robusta alcanzaba hasta su padre, que debió ser hombre de horizontes desparramados y ancha voz de mando, a juzgar por el hijo.

 

Mi abuelo no encontró consuelo nunca, ni alegría, ni entretenimiento en nada que estuviera fuera de sí mismo. —Hombre sin gusto —le decían las hijas y los amigos. Ignoraban que se alimentaba con sus propias entrañas, y que para arder le bastaba con la inmensa hoguera que tenía en el pecho. Solo sonreía al recordar. Le gustaba desenroscar historias, y tenía para contarlas una voz honda, gruesa, que parecía surgir de algo perdido en tiempos muy lejanos. Hablaba sin moverse, levantando apenas la mano para subrayar una frase. Sonreía a los nietos, con sonrisa que en él tenía muy poco de grato y mucho de mueca.

 

—Papá Juan —le decíamos.

 

Y él se inclinaba tratando de ser suave; nos acariciaba; parecía dormitar mientras lo hacía, observándose a sí mismo, insatisfecho siempre, siempre consumido por aquella sensación de horizonte distante que le venía del marinero soterrado en lo hondo del ser.

 

Madrugaba mucho. Con los primeros cantos del sol resonaba su voz pidiendo café. En su casa, en la nuestra o en la de otra hija, donde quiera que durmiera cuando las exigencias de sus intereses le hacían pernoctar en la ciudad, exigía habitación apartada, a ser posible distante ‘ de la casa. Era que no podía dormir a menos que fuera en un silencio absolutamente muerto, en una oscuridad cerrada y total. La luz de un solo fósforo que se le asomara a una rendija le ponía en pie. No parecía sino que aquel hombre de vida tensa nó dormía, sino que se encerraba en el silencio para estar más cerca de sí mismo, que solicitaba la oscuridad para verse mejor.

 

II

 

Papá Juan procreó hijos que después legitimó, y al casarse los llevó consigo al nuevo hogar. Su esposa era mujer pequeña, tonta y buena; se llamaba Vicenta, y aunque apenas tenía carne, la abundancia de las arrugas, así como la suavidad del cutis mareado, indicaban que debió ser gruesa. Un retrato de su matrimonio la representaba llena, pero no se podía confiar en las modas de entonces para juzgar la medida de una persona.

 

Al tal retrato se refería el abuelo en forma irónica, a veces despectiva. No era raro oírle decir, señalándolo:

 

—Así me engañaron: todo estaba por fuera, pero aquí, en la cabeza —golpeándose la suya—… nada.

 

Estaba la dichosa fotografía en la esquina media de un espejo dorado, Luis XV o algo así, de esos atravesados hacia la mitad por madera ornada de florecillas en relieve. Aparecían en ella, en primer plano, la tía Vicenta, con una cara plácida, vestida con más tela de la necesaria: blusa abombada, de anchas mangas, cubiertas éstas de arandelas de encajes desde el codo hasta la muñeca; más encajes en el cuello y sobre el pecho y al pie de la garganta, un prendedor que conservó hasta su muerte. La falda era enorme y redonda, plisada, recargada de vuelos; el peinado culminaba en moño aplastado sobre la coronilla y algunos gajos de cabello artísticamente sueltos sobre las sienes y la frente. La pose no podía ser más cursi: la mano zurda abandonada en el seno de ese lado y la derecha en ángulo recto, sosteniendo un pañolito también de encajes. A su izquierda estaba papa Juan, con una cara grave, austera y hasta preocupada. Ya para esa época era calvo, y su calvicie contrastaba con la ropa, juvenil y bien llevada. Vestía traje de paño negro, larga levita, chaleco del mismo color, alto cuello, chalina en lazo, fina como cordón de zapato; una leontina gruesa le atravesaba el pecho. Sostenía erguida la cabeza y la mano torpe en el bolsillo del pantalón, lo que le daba cierta apariencia elegante, de gran señor. El fondo de la fotografía lo componían una cortina pesada, que simulaba estar batida por la brisa, y una mesilla de juncos.

 

De las muchas cosas antiguas, llenas de seriedad y con no sé qué de sabor tradicional que adornaban la sala, lo que más me atraía era aquel retrato. Se destacaba en él la quijada cuadrada y voluntariosa del abuelo, la mirada fija y escrutadora y sobre todo, aquel gestecillo agrio, desdeñoso, cínico, si se quiere, que tenía en la boca y que le daba aires de insolente; aquel gestecillo que le hacía aparecer como un protector de la mujer que estaba a su lado, pequeña y cursi.

 

Tía Vicenta era lo que su retrato decía; y lo peor no es que lo fuera, sino que se proponía ardientemente hacer que los demás pensaran y procedieran como ella. Aunque debió ser bella, ya que los ojos conservaban un color raro y atrayente, y el perfil no se borró del todo con el tiempo, su belleza debió estar exenta de sazón, de esa gracia y agilidad que presta el pensamiento andariego y que determina el entusiasmo. Era buena hasta la exageración, pero no a sabiendas; sencillamente, ignoraba el placer de ser mala, o el dolor, o el contento amargo y hondo de saberse una bendita. Para ella la vida no era sino una prueba de la que debía salir ilesa para entrar en la mansión celestial; y el modo de ganarse el gran premio consistía en rezar día y noche, santiguarse al levantarse, mascullar padrenuestros mientras barría; avemarías antes de comer, Dios te salves a media tarde, el rosario a la hora en que la noche se deja caer sobre la tierra como pájaro herido, y acostarse rezando para dormirse con el santo nombre de María entre los labios.

 

A principios de casada trató de ganar al abuelo para su causa, empleando medios dulces y lógicos en una luna de miel; pero después se fue agriando en sus argumentos y amenazaba a papá Juan con las llamas eternas del infierno por ateo, por blasfemo y por hereje. Poco a poco aquel espíritu combatiente de mártir se fue haciendo en ella una segunda naturaleza: regañaba y maldecía. Solo al abuelo le temía, le iba cobrando un terror que no disimulaba, un miedo enorme que le subía desde su pobrecito corazón cristiano; miedo espoleado por las palabras duras o las chanzas hirientes de papá Juan.

 

La tía vivía entre temores celestiales, segura de que todo terminaría mal en aquella casa habitada por un espíritu malo, como el de su marido. Una amargura sin límites, que ella nunca hubiera sentido a no ser por su celo religioso, le hizo áspero el carácter, chillona la voz y los razonamientos cortantes. Convencida de que papá Juan era intratable, empezó a ejercer su influencia entre las hijastras y los servidores de la casa. Día a día, cuando la noche llenaba el mundo, recorría los rincones llamando con acento irritante a cuanta gente hubiera, las reunía en círculo en la cocina o en su habitación, y empezaba sus rezos haciéndose corear los kirieleyson y las avemarías.

 

Abuelo, mientras tanto, metido bajo una radiante luz de gas, cruzadas las piernas, los codos en los brazos de la mecedora, tendidas las manos sobre un gran libro cuyas hojas acariciaba con exquisita ternura, calados los espejuelos, tocado con negro sombrero de fieltro, respirando con visible trabajo, humedeciéndose las puntas de los dedos con la lengua, pegada casi la cabeza a las letras y resplandeciendo por todo el rostro un contento verdaderamente animal, leía y releía la historia de España, Las aventuras del Ingenioso Hidalgo o los versos eternos de La Divina Comedia.

 

III

 

Don Juan Gaviño vivía en el Este, a donde llegó desde más allá del mar para crear una finca de caña. Un día atravesó la cordillera, buscó tierras fértiles y fundó casa en Río Verde. Era entonces hombre sereno, de absoluta serenidad, pero vivaz en el pensamiento y en la exigencia. Trajo a su mujer, Vicenta, que nunca le llamaba por su nombre, sino que le decía Gaviño a secas; con la mujer vino la hija del matrimonio y otras dos que había legitimado. La mayor de las tres, tenía apenas doce años, se llamaba Rosa, y era agraciada de rostro. El padre decía que no tenía buen juicio; la trataba con recelo de domador que no está seguro del animal que cría; pero como tenía bonita cara, bonitos ojos, cutis de rosa, según la expresión más socorrida, y además, una simpatía insensata, de ésas que no aprovechan, le cayó en gracia a la escasa gente de Río Verde, que empezó a quererla de inmediato. La segunda de las niñas fue bautizada por Angela. Desde que pudo expresarse denunció un carácter intransigente, obcecado y laborioso. Muy apegada al padre, la palabra de don Juan la sostenía en vilo y era para ella cosa sagrada. Tenía una ilimitada ansia de aprender a trabajar; lo aprendía todo, desde el guiso hecho con el consentimiento de la cocinera y a espaldas de la madrastra, hasta la simple costura ensayada en máquina de cadeneta. No era agraciada como la hermana, pero a medida que crecía le iba reventando el cuerpo en líneas macizas, esbeltas y llenas de noble gallardía. A los catorce años era una mujer, no solo por la sazón del cuerpo, sino que también por la madurez del juicio, por la serenidad en el pensamiento y por su incansable laboriosidad. Solo se le descomponía el buen tono cuando defendía sus conceptos sobre cualquier cosa, que eran primitivos, torpes y profundamente arraigados en ella. La madrastra, mujer buena y tonta, que nada sabía y sobre todo montaba cátedra, la hacía trabajar de la mañana a la noche. La muchacha lloraba en silencio los regaños y los golpes; pero aquella señora era quien ordenaba, y todo había de suceder según una disciplina establecida que, a su juicio, nunca debía quebrarse. Por eso no se quejaba.

 

La hermana Rosa tenía tendencias contrarias a las de Ángela; desfallecía por un traje de vivos colores, por un peinado atrayente, por esencia de turbador olor. Le gustaba el baile, desdeñaba el trabajo, y aunque tenía mejor disposición para aprender la lectura y las lecciones de salón que su hermana, se descuidaba en el estudio y a veces en medio de una conversación le sorprendían lagunas de silencio que ella poblaba con ensueños de amados gallardos. A simple vista, Rosa, parecía, más comprensiva y más moderna; en realidad, lo que sucedía es que no tenía convicciones arraigadas.

 

Donjuán vivía observando, estudiando y acechando. Miraba a Rosa con el blanco del ojo y acariciaba a Ángela con el hueco de la mano. Las dos muchachas crecían bajo su celo; la hija legítima era apenas un montoncito de carne sin carácter definido. Él se sentía más inclinado hacia la segunda de las niñas, porque le escuchaba con más atención, porque no manifestaba ternura, como no la manifestaba él; porque se expresaba con palabras escasas y medulares, y porque le atendía con un cariño ciego y animal, constante, brusco y sincero. Poco a poco, todo su amor se fue concentrando en aquella muchacha tosca, un poco salvaje en sus ideas y muy dura al exponerlas; le fue molestando cada vez más la esposa, que tenía un aire vago de cosa no humana, que hablaba tonterías, chillaba mucho, rezaba más y que no podía fijar el pensamiento en lo que don Juan más amaba: los cuidados domésticos, el amor al hogar y la conservación de las tradiciones. Allí empezó él a tornarse más reservado, a salir en las primas noches, a expresarse casi siempre por monosílabos o comentando cada cosa con un refrán de añejo sabor o una frase célebre. A medida que pasaban los días, los comentarios si bien eran iguales, tomaron un aspecto de burla sangrienta. Era como la herida que rezuma los malos humores del cuerpo. Así, por ejemplo, doña Vicenta, que tenía letra enredada y mala, le dio cierta vez una carta para que él, que iba a la ciudad, le pusiera sobre y la echara al correo. El esposo escribió bajo la firma: “¿Entiendes, Fabio lo que voy diciendo? Mientes, que yo soy quien lo digo y no lo entiendo”. Ese estado de ánimo fue siendo cada vez más visible, más descarado. La mujer, que no entendía aquello ni le hallaba justificación a tal proceder, le iba cobrando un miedo ridículo; y llegó el día en que no se atrevió a dirigirle la palabra sino a distancia y con voz asustada.

 

La pobre mujer estaba segura de que el demonio había hecho presa en Gaviño. Su desdén por la iglesia, los curas y los santos; aquella risa desencajada y tenebrosa con que parecía comentar su afán religioso; la expresión hosca con que recibía sus relatos de milagros: todo contribuía a aumentar la desazón de Vicenta.

 

En uno de los frecuentes viajes al pueblo, don Juan compró barajas y dominó. Cerca, a una voz de su casa, estaba la pulpería de Calderón. Allí empezó el marido a ir con las fichas en busca de compañero que jugara. Al principio regresaba temprano, a prima noche; cuando tardaba media hora más de lo regular, la mujer se desesperaba y presentía alguna desgracia. A poco ladraban los perros del lugar, roncaba la voz autoritaria de don Juan, y entraba silencioso, sin dar explicaciones y con cara de pocos amigos. Vicenta acabó por acostumbrarse a sus salidas.

 

Una noche, con la llegada del marido le pareció sentir olor desagradable, algo así como mezcla de sudor y orina. Muda, los ojos desorbitados, las manos crispadas y la quijada prieta, doña Vicenta se acercó al marido y le olió el pecho, lo más alto que podía alcanzar. El marido inició una risa desenfadada y molestosa, medio insegura y medio involuntaria.

 

—¡Tú has estado bebiendo, Gaviño! —gritó la mujer tratando de ahogar la voz mientras retrocedía asustada.

 

La fisonomía del esposo, que había estado abierta, humana y fácil, se fue contrayendo, cobrando filos, mostrándose infranqueable; y cuando habló lo hizo con voz apagada, pero llena de mal veladas iras.

 

—¿Qué te importa que haya bebido? ¿Lo hago acaso a escondidas o con tu dinero?

 

La mujer, tragándose las lágrimas, gemía, sollozaba y murmuraba:

 

—Madre de Dios, madre de Dios, madre de Dios…

 

—¡Acuéstese! —rugía don Juan, señalando la cama.

 

Comenzó a desvestirse. En un rincón, frente a la imagen de la Virgen de los Ángeles, agonizaba una luz de aceite. El marido caminó lentamente, con la boca apretada; sopló, y una oscuridad definitiva se desplomó sobre ellos.

 

IV

 

A partir de aquella noche, don Juan tomó la costumbre de beber. No lo hacía en exceso, que nunca se emborrachó; pero se alegraba a menudo, llegaba a la casa reído, aunque dueño de sí, se burlaba de la mujer, inventaba chistes; o entraba mudo, reconcentrado, ajeno. Un día comprendió que el alcohol no le sentaba bien; desde entonces se abstuvo de beber tanto, aunque no le perdió el gusto: conservaba siempre una botella del mejor ron, que mandaba buscar al pueblo, y a medio día se servía uno o dos dedos. Pretendía que aquello le tonificaba, y hasta aconsejaba a la mujer que hiciera lo mismo. La mujer rechazaba tales insinuaciones como procedentes del diablo. Don Juan reía con aparente gozo.

 

En verdad, la vida era aburrida por demás en aquel campo olvidado. Cuando la noche entraba, un silencio de piedras se adueñaba de toda la comarca. Acaso cantaba un gallo; quizá ladraba un perro. Con largos trechos de tiempo entre sí, silbaba un campesino que volvía de casa de la novia o del juego de dados; campaneaban hierros de caballo enjaezado, sobre el que jineteaba un viajero retrasado… Aburrido y silencioso era aquel campo de Río Verde.

 

Los peones de la casa se reunían en la enramada o en la cocina. Contaban historias de aparecidos y de revoluciones. En el patio revoloteaban las hogueras y el resplandor del fuego en que hacían café iluminaba el respaldo de la vivienda, recortándola ante el camino en sombras.

 

Sentado a la luz de gas, las hijas cosían, la vieja rezaba y don Juan leía. Estaba suscrito a una revista española y a otra de agricultura.

 

Pero don Juan se cansaba. Le tentaba el deseo de ir a la pulpería de Calderón, donde había hombres con quienes hablar de esas cosas que no pueden decirse entre mujeres, y menos si son hijas; aquel sitio le atraía hasta hacerle poner en pie. Sin embargo, ya en la galería, mirando la noche cerrada de Río Verde, recapacitaba y se detenía. Apoyaba entonces ambas manos en el pasamano, aspiraba con deleite el aire oloroso, fresco y vivificante; se doblaba, plantaba los codos en la madera, metía la cabeza entre los dedos y pensaba. Pensaba en el pasado, porque él era, sobre todo, hombre de recuerdos. Le parecía que había cometido errores imperdonables, y que ellos le tenían ahora allí, abrumado por una vida monótona, imbécil y sin finalidad. Le ardió en el cerebro el ansia de ser hombre grande; se inclinaba a las letras; le gustaba la pintura… Pero…

 

Don Juan odiaba a los curas y a los santos. Era un odio que nunca procuró analizar, cuya procedencia ignoraba y además le tenía sin cuidado. Sin embargo, la verdad es que en aquellas noches donjuán se sentía capaz de haber sido un apóstol, un místico abrasado por extrahumana pasión. Le parecía que su vocación hubiera estado en el sayal, en el crucifijo y en el púlpito. Cerraba los ojos y se veía seguido por una multitud harapienta y delirante, que padecía sed, hambre y enfermedades. Él iba entre ellos, así, alto, flaco, la cabeza descubierta y levantada. Alzaba la mano, y la turba caía de rodillas, murmurando y clamando. Atrás, el sol enrojecido; delante, el camino pelado.

 

Don Juan se apretaba las sienes con los puños cerrados. De pronto, se figuraba caballero en fogoso corcel, la espada en la diestra, con la punta hacia la tierra. Arengaba a los soldados, entre el humo del combate, soliviantado por épicos ardores. Su voz tronaba con ronquido de cañonazos. Sin transición posible, imaginaba la escena muchos cientos de años atrás, en épocas de Constantino el Grande, combatiendo por un ideal desorbitado. En esos momentos veía claramente, como si la tuviera ante los ojos, la lámina que reproducía el momento en que el Emperador advierte la cruz de estrellas en el cielo y, formada con astros, la célebre leyenda: “Con esta cruz vencerás”.

 

La vida de don Juan debió transcurrir en grandes escenarios. Dos vidas le hubieran abierto las puertas de la inmortalidad: el silencio y la palabra. Escogió la primera, se acostumbró a dejar sus ideas en la oscuridad y…

 

De súbito Juan volvía el rostro. Estaba allí, en Río Verde, dueño de una finca pequeña. Se comía los días y los días sin gloria alguna. Sí; aquello era Río Verde; y la mujer de cabellos grises que dormitaba en la mecedora, Vicenta; y las muchachas que cosían en silencio bajo la luz de gas, sus hijas; y el ruido de conversaciones que provenía del patio, lo producían sus peones que, agachados ante las hogueras, relataban historias de aparecidos y cuentos de revolucionarios.

 

Deshecho, sintiendo que el dolor le nacía entre los propios huesos, retornaba lentamente a la sala, haciendo sonar las pantuflas en el piso. Una amargura sin límite le ahuecaba el pecho. Pensaba, para consolarse:

 

—Si al menos hubiera escogido una tierra más rica donde vivir, un país más grande.

 

Tornaba de nuevo asiento en la mecedora, recogía las revistas que había dejado en una silla y tornaba a leer. La lectura le hacía sentirse en otro mundo; en parajes poblados por gentes distintas que pensaban y actuaban con fuerza atrayente.

 

A veces las revistas traían poca cosa. Entonces desesperaba aguardando el próximo correo, y enviaba recados al pueblo para cerciorarse de que no estaban olvidadas en un rincón de la administración.

 

Durante el día se distraía en sus trabajos; pero las noches le agobiaban. No se quejaba, no regañaba; estaba acostumbrado a tragarse alegrías y dolores. Caminaba por la casa con gesto huraño y egoísta, lo que producía desasosiego en la mujer, que era incapaz de comprenderle. Alguna que otra vez, cuando ya no podía más, llamaba a las hijas, las sentaba en las piernas y les contaba historias:

 

“… Y el Cid Campeador, que había vencido a todos los generales moros, y que tenía fuerzas descomunales, arrancó con su caballo hacia las murallas.”

 

Se detenía, explicaba lo que era la muralla; describía el físico de doña Urraca… Cuando se cansaba decía, palmoteando:

 

—Vamos; a dormir ya, que es tarde.

 

En uno de aquellos momentos, don Juan recordó que en su escritorio tenía barajas; las había traído del pueblo, junto con el dominó. Se levantó, presintiendo que con ellas podría entretenerse y tratando de recordar los solitarios que había aprendido de la madre. Tomó el paquete entre los dedos, no muy seguro todavía. Al principio estuvo viendo las cartas, como si no las conociera; se detenía complacido en cada figura, contaba los colores, observaba las combinaciones de tonos. Estuvo así una hora larga; al cabo se fue al comedor y empezó a regarlas en la mesa. Cuando se levantó cantaban su desvelo los gallos; pero había descubierto que el solitario era juego interesante.

 

A partir de aquella noche no volvió a salir. Cierta vez envió a la pulpería por cigarrillo; la cajilla le duró una semana; la segunda dos días. A los dos meses consumía hasta tres de sol a sol.

 

En las barajas y en el tabaco ahogó su tormento. Cuando la noche asomaba por las puertas sus negras cabezas, tomaba una luz y se sentaba frente a la mesa.

 

Solo se le veía mover las manos, que mecía con incansable afán y que se teñían de rojo con el reflejo de la lámpara. Encendía cigarrillo tras cigarrillo. Alguna vez se acostó porque ya no podía con el sueño, y aun en la cama, mientras se arrebujaba bajo las sábanas, calculaba que el solitario no le había salido porque había levantado primero el as de bastos, cuando le hubiera convenido levantar el as de copas. Le bailaban los números bajo la frente, y pensando en ellos se dormía.

 

Había vencido el tedio.

 

V

 

La cuadrilla estaba formada por seis o siete hombres que charlaban entre sí y se quejaban del frío. Don Juan Gaviño, flojas las riendas, dejaba caminar el caballo a su antojo para observar más a sus anchas cómo las mazorcas iban emergiendo en los troncos de los cacaoteros.

 

Había llovido mucho. La tierra se conservaba blanda, guarecida por las hojas caídas que ahogaban el ruido de los pasos. Con las aguas se hizo grueso el río, arrastró troncos y cieno; llenó los barrancos y roncó en los declives. Como una lengua voraz estuvo lamiendo las orillas de la finca y en tres días provocó tales derrumbes que trozos enteros de alambradas se quedaron al aire, colgando sobre los lodazales que dejó el río al retirarse.

 

Cuando el sol se asomó otra vez al mundo, luciendo entre nubes plomizas bajas, don Juan se fue a ver los destrozos y al amanecer del otro día reunió los peones y dispuso el remiendo.

 

Mientras miraba hacia los troncos y hacia los racimos de cafeto, don Juan pensaba en algo que le había sucedido la noche anterior. Le parecía haber soñado algo insólito y a la vez tonto. Recordaba sí, que el sueño se interrumpió varias veces y otras tantas empezó. Le molestaba no lograr encontrar aquello en su mente; le enfadaba sentir tal inseguridad. Pero a poco tiempo puso su voluntad allí donde había duda y concentró su pensamiento en el trabajo que le esperaba.

 

Los peones llevaban horquetas y alambre de púas, coas y martillos, clavos y grapas. A la zaga, meciéndose en las carreras y ladrando a menudo, iba Duque, el perro de la casa.

 

La sombra se hacía renuente bajo los árboles, y aunque el trino de algún pajarillo se caía desde los altos amapolos, un silencio agradable y liviano se escondía entre las hojas. A trechos, un rayo de sol lograba meterse por los escasos agujeros que le abría la vegetación y se posaba en el suelo con una gracia ingenua y pura de mariposa gigante.

 

Al final de las plantaciones entraron en una explanada. La yerba moza era allí vigorosa aunque corta, y algunos troncos quemados indicaban que habían hecho tumbas antes de las lluvias.

 

Conversando de cosas inútiles, comentando la fuerza de los aguaceros o la suerte de alguno en el juego, friolentos y reídos, los peones caminaban agrupados, con pasos cortos y seguros. Por lo general llevaban los brazos cruzados. Uno que otro fumaba, y uno que otro salía del trillo para arrancar yerbajos que se metían en la boca.

 

Donjuán llevaba en la imaginación el trozo de finca derrumbado. Veía el medio arco que el río había formado en su propiedad; las raíces desnudas, llenas de terrones que se iban desmoronando; las piedras que rodaron hasta el centro del cauce; el lodazal allá abajo. Pensaba en qué haría para evitar esas incursiones fatales y se alegraba de no haber sembrado en el sitio hasta entonces.

 

Pero de repente, don Juan, que había olvidado la preocupación del sueño, tiró a toda muñeca de la rienda. El caballo alzó la cabeza, entre ruidos de hierros, la meció a ambos lados y clavó las pezuñas en tierra.

 

—¡Andrés! ¡Andrés! —llamaba el abuelo.

 

Todos los peones se detuvieron y volvieron la mirada. Andrés se desprendió lentamente del grupo.

 

—Vuelve, ensilla un animal y vete al pueblo —ordenó don Juan.

 

Había recobrado con absoluta claridad lo que soñara la noche anterior. El recuerdo le asaltó de pronto, cuando menos pensaba en ello. Tenía el cerebro completamente despejado, lúcido, cuando vio de nuevo la carta. Sí; eso era: una carta. Allí estaba el sello extranjero, azul y pequeño; la dirección, escrita en letra cursiva y cuidada.

 

Podía ser estupidez y hasta muchachada; pero don Juan estaba seguro de que la tal carta existía, y que, además, estaba en el pueblo. No cabía duda. Era tan cierto como que el río se había llevado la alambrada. ¿De dónde le venía al abuelo tal seguridad? No lo sabía. He ahí la única respuesta: no lo sabía.

 

El peón estaba silencioso a su vera.

 

—Llégate al correo y procura una carta para mí —dijo don Juan.

 

El hombre nada respondió, sino que entregó el martillo que llevaba a un compañero, y rompió a andar.

 

Don Juan arreó un animal. Se sentía contento. Era una alegría suave, inexplicable, infantil, que probablemente procedía del hecho de haber recordado el sueño.

 

Ya se oía el roncar del río. Tras los últimos árboles estaba el trozo de tierra comido. Don Juan hizo que el caballo apresurara el paso, ordenó alguna cosa a los peones y se engolfó en el trabajo.

 

El sol subía poco a poco y quemaba ya las espaldas de los hombres. A medida que se iba completando el remiendo, el abuelo iba pensando en la carta. Por primera vez en su vida había obrado a impulsos de un instinto ciego y desconocido. Le parecía a ratos que se acababa de comportar como un chiquillo o como ignorante, pero reaccionaba y se decía:

 

—Sin embargo, estoy seguro de que algún acontecimiento trascendental me espera.

 

Oscilaba entre este y aquel pensamiento, ajeno a la tarea, sin darse cuenta de que el tiempo se iba y se iba. La voz de los peones, anunciando el final, le sorprendió bajo la sombra de un memizo, preocupado en lo suyo.

 

Camino de la casa, mientras dejaba al caballo ramonear a las orillas de la vereda, oía, como cosa remota, la charla de su peonada. Venían sudados y conversaban como en la mañana. La brisa húmeda del cacaotal refrescaba aquellos pechos desnudos y robustos.

 

El abuelo estuvo tentado de hablar con la mujer. Le contaría su desazón, le explicaría su incertidumbre y a la vez su convicción. Pero temió que ella no le comprendiera, y hasta le pareció oír las palabras con que comentaría tan inusitado asunto:

 

—Gaviño… Gaviño… ¿No serán esas cosas del Enemigo Malo?

 

Donjuán sonreía levemente mientras comía. Las hijas observaban aquella desusada beatitud del padre. Él pensaba: “Dentro de un rato llegará Andrés diciendo que no estaba la carta. Aquí me preguntarán todos qué carta es ésa. ¿Cómo les contestaré?” Y optó, si sucedía así, por guardar silencio o decir que esperaba noticias de un comprador de cacao que vivía lejos.

 

El comedor daba al patio y el patio estrecho terminaba allí donde el cacaotal empezaba. Por la ventana que tenía delante veía don Juan el sol y el limonero. El limonero era un árbol de copa cerrada, cuyas hojas, pequeñas y brillantes, tenían un color verde demasiado subido. La luz del día caía de hoja en hoja; de fruto en fruto. Hacía poco tiempo que él mismo había estado matando las hormigas que anidaban en el tronco.

 

—Pronto florecerá —dijo el abuelo en voz alta.

 

Las muchachas dirigieron los ojos hacia lo que hacía hablar al padre.

 

—Sí, pronto florecerá —repitieron.

 

El perro estaba allí, a su vera, sentado sobre las patas traseras, con la cabeza empinada, los ojos vivos y la boca entreabierta. Don Juan cortó un pedazo de carne y lo dejó caer entre los dientes blancos y puntiagudos.

 

Cuando hubo terminado de comer, siempre perseguido por la idea de que era un chiquillo, se puso en pie y tomó el camino del aposento. Don Juan dormía la siesta. Era una costumbre que nadie cortaba. En tiempos de lluvias y en tiempos de secas, con trabajo o sin él, con huéspedes o solo, jamás pudo sustraerse a ella. Su siesta consistía en un sueño corto; pero profundo. La hora que seguía a la comida era sagrada en la casa. Nadie hablaba, ni una sola voz se oía; se caminaba en puntillas, sellando los labios con el índice, recomendándose cuidados unos a otros. Hasta los perros olvidaban sus ladridos cuando don Juan descansaba.

 

Pero aquel día, mientras el silencio se adueñaba de toda la casa, y mientras don Juan pugnaba por dormir, el pensamiento tenaz, loco, burlón, le asediaba, le dominaba y le mortificaba. Estaba tirado en la cama, boca arriba, entrecerrados los ojos y las manos muertas, cuando oyó las pisadas del caballo. De un salto se puso en pie. Allí, en la galería, donde el sol ardido e inclemente calcinaba las tablas, esperó a Andrés, que se esforzaba en abrir la puerta de campo. Don Juan sujetaba las columnas de madera, entreabría la boca y miraba. Al fin, cuando el peón estuvo cerca, preguntó, en voz bastante baja:

 

—¿La traes?

 

Andrés, por toda respuesta, desabotonó la camisa, metió la mano en el seno y extrajo una carta.

 

Al extender el brazo, los dedos del abuelo se movían sin gobierno, como las hojas del árbol que el viento castiga.

 

VI

 

Cuando se volvió, pasado un rato, tenía todavía la mirada vaga y el pecho prieto. En el fondo de la sala, secándose las manos con un paño que llevaba envuelto en la cintura, la mujer le contemplaba, inexpresiva y asustada.

 

—¿Qué es, Gaviño? —preguntó.

 

Él tuvo deseos de mostrarle el sobre y decirle cualquier cosa; pero le anduvo por el cerebro la idea de que su mujer no era de este mundo. De súbito sintió, de manera palpable, casi como fenómeno físico, que se recogía otra vez en sí mismo, que se metía en un repliegue pequeño y cálido de su corazón, de ese mismo corazón que le golpeaba el pecho hacía un momento, igual que lo hubiera hecho un ave enjaulada con los barrotes de su prisión. De nuevo se le incendiaron de vida los ojos; sentía que acababa de tomar posesión de algo que se le estaba alejando.

 

Vicenta aventuró un paso corto hacia don Juan. Él observó la cara desabrida, las manos mojadas, el paño sucio en la cintura. Sonrió con desdén, cubrió el sobre tras su espalda y se fue.

 

Allí, frente a su cama, había una mecedora. En el comedor hablaban las muchachas y se oía la charla de Andrés, que desensillaba el caballo en la enramada.

 

Se sentó. Inesperadamente sintió que se espaciaba, que todo dentro de él se hacía ancho y a la vez débil, transparente. Apretó la boca. Por allá adentro le correteaban ideas descabelladas, fantasmas informes, imágenes de imposible expresión. En medio de ese caos, la carta permanecía fija, igual. Ahí estaba la infancia, cobijada por el padre, hombre fuerte, de barba, que nunca tuvo inquietudes. De pronto se sintió golpeado en la cabeza. Su madre le acariciaba y él lloraba sobre la falda, que era negra. Había también una fragata de palos y velas altos; y una agua ancha, ancha.

 

A don Juan le parecía que se le arrugaba el pecho y que el llanto le subía poco a poco, invadiéndolo todo, adueñándose de él.

 

Se puso en pie. Tenía la carta en la mano; la levantó, la miró al trasluz; la sopesó. Acodado en la ventana luchó por serenarse, por ahuyentar la angustia que le nacía. El paisaje se hacía escuálido bajo el sol.

 

—¿De quién será? —pensaba.

 

No se esforzaba en buscarle explicación a su emoción ni a su debilidad. Sabía que había soñado la noche anterior con aquel momento, y que desde entonces lo esperaba y le intimidaba su llegada. Sabía, además, que tenía que esconder su desasosiego, porque nadie debía verle así. Él era donjuán Gaviño, donjuán, hombre austero, grave y seco. No se debía saber que él era capaz de emocionarse de tal manera.

 

En las ramas del limonero se acaba de posar un palomo. Venía desde la casa de Alonso, que vivía al otro lado del río. Aquel tenía el cuello grueso y la color parda. Don Juan le estuvo observando y lo siguió con la vista cuando voló al caballete de la cocina. Lleno de admirable discreción, el canto del palomo empezó suavemente, para irse haciendo precipitado poco a poco. El le escuchaba, la frente puesta en la mano grande y descarnada. Cuando quiso cambiar de brazo se dio con la carta en los dedos de ese lado. Ni siquiera le sorprendió sentirse otro, una persona distinta, nueva; casi ni dueño de sí. La onda de emoción había pasado de prisa, removiéndole los más soterrados sentimientos, y se había ido tal como viniera.

 

Tornó a la mecedora, puso los pies en la cama y encendió un cigarrillo. Despacio, como si no se preocupara, empezó a cortar las orillas del sobre. Iba desprendiendo el papel con la uña del pulgar. Cuando hubo terminado metió los dedos y sujetó el pliego; pero al quedarle ante los ojos el lado escrito, se detuvo a releer la dirección. La mano que había trazado aquellas letras pertenecía a un hombre refinado, cuidadoso y limpio. Altos, finos, los signos se enfilaban en orden, a igual distancia unos de otros, en líneas rectas y paralelas a perfección.

 

En ese momento don Juan solo tenía la curiosidad intelectual, puramente mental que sentía en general por todas las cosas. Se preguntaba a quién pertenecería tal letra, y hurgaba en su memoria tratando de buscar el dueño. En realidad, era empeño vano, porque desde que vivía en Río Verde solo había recibido cartas de su hermana, que permanecía a orillas del Miño, en la misma casa donde nacieran ambos y donde murieran el padre y la madre. Por supuesto, comerciales sí había tenido muchas, infinidad; pero ésta no era de ésas. Se sentía, se podía hasta tocar la tibieza familiar o amistosa de la que tenía entre sus dedos. Además, había soñado con ella, y tenía la certeza absoluta de que aquel papel iba a tener importancia decisiva en su vida.

 

No sospechaba que nadie pudiera escribirle. Había echado ancla, como hubiera dicho su padre, en dos o tres corazones. Fueron muy escasas sus amistades, aunque seguras. Un hombre necesitaba muchas condiciones firmes para él brindarle su afecto, que siempre era eterno. Había querido entrañablemente al viejo Paco Méndez, un zapatero de mal carácter, que vivía en pugna con la humanidad entera. El viejo murió, y él mismo estuvo en su entierro. Era una persona rara, pero llena de virtudes. Don Juan le recordaba, pequeño, flacucho, barbudo y desdentado, echando maldiciones y salivazos mientras, doblado sobre el zapato, iba arrancando tirillas de cuero con la fina zambeta. Tuvo también otro amigo, hombre conversador, animado, vehemente, emprendedor y audaz. Se fue a Australia, y desde allí le escribió cierta vez una carta abultada, llena de párrafos entusiastas y calurosos. “He hecho dinero a montones” —le decía. Seguía un relato largo, lleno de autobombos, en los que se llamaba a sí mismo atrevido, afortunado e inteligente. Le recordaba como al viejo Paco, y le veía tal como era antes de alejarse: alto, grueso, rabio; eternamente reído y eternamente sudado.

 

La letra del sobre no era la del australiano; no. De eso estaba seguro. Súbitamente recordó a Antonio. Se le abrió la boca en una sonrisa infantil, ingenua, amplia. Extrajo la carta; extendió el pliego, corrió una hoja, otra, otra. Allí, al final, envuelta en rúbricas y garabatos, estaba la firma: Antonio. Le temblaban de nuevo los dedos; sintió pasos.

 

En la puerta, con los espejuelos sobre la frente y secándose todavía las manos, está Vicenta, la eterna, la dichosa Vicenta.

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