«De la moderación» de Michel de Montaigne (Ensayo)

DE LA MODERACIÓN

MICHEL DE MONTAIGNE

Ensayista /Francia

Cual si nuestro contacto, fuera infeccioso, corrompemos, al manejarlas, las cosas que por sí mismas son hermanas y buenas. Podemos practicar la virtud, haciéndola viciosa, de abrazarla con un deseo en que predomine la violencia excesiva. Los que afirman que en la virtud no puede haber exceso, puesto que, dicen, ya no es virtud si hay exceso, déjanse engañar por las palabras, y toman como principio evidente una sutileza de la filosofía:

Insani sapiens nomen ferat, aequus iniqui,

ultra quam satis est, virtutem si petat ipsam.262

Puede amarse demasiado la virtud y trasponer los límites de la misma en la comisión de un acto justo. Tal es también el principio de la Sagrada Escritura: «No seáis más prudentes de lo necesario, mas sed prudentes con sobriedad.» Tal gran personaje he visto que perjudicó al buen nombre de su religión para mostrarse más religioso que los hombres de su clase. Gusto de las naturalezas templadas, medias y equilibradas; la falta de moderación si no me ofende, hasta cuando va encaminada al bien mismo, me extraña al menos, me pone en duro aprieto para calificarla. Ni la madre de Pausanias, que dio las primeras instrucciones y llevó la primera piedra para la muerte de su hijo; ni el dictador Postumio, que hizo morir al suyo, a quien el ardor juvenil había empujado victoriosamente hacia los enemigos algo más allá de su puesto, me parecen casos dignos de alabanza; más bien los considero extraños que justos, y no soy partidario de aconsejar ni de seguir virtudes tan costosas y salvajes. El arquero que sobrepasa el blanco comete igual falta que el que no le alcanza; mi vista se turba cuando ve de pronto una luz esplendorosa, lo mismo que al entrar bruscamente en las sombras. Callicles, en las obras de Platón, dice que el exceso de filosofía perjudica, y aconseja no sobrepasarla hasta un punto en que ya trasponga los límites de lo útil; que tomada con moderación es agradable y provechosa, con exceso convierte al hombre en vicioso y salvaje: hace que desdeñe las leyes y religiones, que se enemiste con la sociedad, que sea adversario de los humanos placeres, incapaz de todo gobierno político, de socorrer a sus semejantes y de auxiliarse a sí mismo; propio, en suma, a ser impunemente abofeteado. Callicles dice verdad, pues en su exceso la filosofía esclaviza nuestra natural razón, y, por una sutilidad importuna nos desvía del camino llano y cómodo que la naturaleza nos ha trazado.

 

La amistad que profesamos a nuestras mujeres es bien legítima; mas no por ello la teología deja de reglamentarla ni de restringirla. Paréceme haber leído en santo Tomás, en un pasaje en que condena los matrimonios entre parientes cercanos, la siguiente razón, entre otras, en apoyo de su aserto: que hay peligro en que la amistad que se profese a la mujer en este caso sea inmoderada, pues si la afección marital es cabal y perfecta, como debe ser siempre, al sobrecargarla con la afección que existe entre parientes, no cabe duda que tal a aditamento llevará al marido a conducirse más allá de los límites que la razón prescribe.

Las ciencias que gobiernan las costumbres sociales, como la teología y la filosofía, de todo se hacen cargo; no hay acto por privado o secreto que sea que se desvíe de su jurisdicción y conocimiento. Son demasiado ignorantes los que rechazan sus reglas en este particular, los cuales hacen lo que las mujeres, que se avergüenzan de mostrar al médico sus desnudeces, cuando no tienen inconveniente en hacer ver sus más secretas bellezas al amante. Quiero, en pro de aquellas ciencias enseñar lo que sigue a los maridos, si es que todavía los hay extremados en el calor hacia sus mujeres: los goces mismos que experimentan al juntarse con sus esposas, son reprobables si la moderación no los presido; hay peligro de caer en licencia y desbordamiento en este punto, igualmente que en el trato ilegítimo. Los refinamientos deshonestos que el calor primero nos sugiere son no ya sólo enemigos de la decencia, sino perjudiciales a nuestras mujeres. Que al menos aprendan el impudor de otros maestros; están constantemente sobrado despiertas para nuestra necesidad. En cuanto a mí, en este punto, siempre me guio lo natural y lo sencillo.

El matrimonio es una unión religiosa y devota y he aquí por qué el placer que con él se experimenta debe ser un placer moderado, serio, que vaya unido a alguna severidad; debe ser un goce un tanto prudente mesurado. Y porque su misión principal es la generación, hay quien duda de si cuando estamos ciertos de no trabajar para ella, lo cual acontece cuando las mujeres son ya viejas o están en cinta, nos es lícito unirnos a ellas. Al entender de Platón, tal acto es un homicidio. Ciertas naciones, la mahometana entre otras, abominan la cohabitación con las mujeres preñadas; otros pueblos la rechazan igualmente cuando las mujeres están con la regla. Zenobia no recibía a su marido más que una vez, después dejábale libre a sus anchas mientras duraba el período de la concepción, pasado el cual, y efectuado el alumbramiento, le autorizaba a comenzar de nuevo. Digno y generoso ejemplo de matrimonio. Platón tomó sin duda la narración siguiente de algún poeta sin dinero que estaba hambriento del goce amoroso: Acometió Júpiter a su mujer un día con tal vigor, que no teniendo paciencia para aguardar a que ganara el lecho, tendiola en el suelo, y a causa de la vehemencia del placer, olvidó las graves e importantes resoluciones que acababa de tomar con los otros dioses de su celestial corte; Júpiter aseguró que había encontrado tanto placer en su operación como la vez primera que deshizo la virginidad de su mujer, a escondidas de los padres de ella.

Los reyes de Persia admitían en los festines a sus mujeres; pero cuando el vino les ponía el cerebro caliente, cuando ya daban rienda suelta a la voluptuosidad, enviábanlas a sus habitaciones particulares para no hacerlas partícipes de sus inmoderados apetitos, y hacían que los acompañasen otras mujeres a las cuales no les ligaba ninguna obligación de respeto. Todos los placeres y todas las cosas agradables no convienen por igual a toda suerte de gentes. Epaminondas puso en prisión a un mozo calavera; Pelópidas rogole que le dejara en libertad y que se lo cediese; aquél rechazó la petición, concediéndosele, sin embargo, a una muchacha que intercedió por el joven. Justificó Epaminondas su proceder diciendo que era aquélla una gracia que debía concederse a una amiga, no a un capitán. Ejerciendo Sófocles la pretura en compañía de Péricles y viendo pasar por la calle a un mocito agraciado: «Guapo muchacho, dijo. -Seríalo para otro que no fuera pretor, contestó Péricles, pues un pretor debe tener castas no sólo las manos, sino también los ojos.» El emperador Aulio Vero respondió a su mujer en ocasión en que ésta se quejaba de que aquél gustaba de otras mujeres, que al proceder así obraba acertadamente, puesto que el matrimonio era una institución de honor y dignidad, no de concupiscencia loca y lasciva. Nuestra historia eclesiástica ha conservado con honor la memoria de aquella mujer que repudió a su marido por no querer prestarse a sus concupiscentes desbordamientos. En conclusión, no hay placer por legítimo que se considere cuyo exceso o intemperancia no nos sea reprochable.

Hablando con conocimiento de causa puede decirse que el hombre es un animal bien misérrimo. Apenas se halla en condición de gustar un placer cabal y puro, y ya se esfuerza por disminuirlo por reflexión. Sin duda no se cree suficientemente desdichado cuando aumenta sus penas por inclinación y por arte:

Fortunae miseras auximus arte vias

La ciencia humana se las ingenia bien estúpidamente, ejercitándose en disminuir el número y dulzura de los goces que nos pertenecen; mas procede de una manera razonable al emplear sus artificios en embellecernos y ocultar nos los males, aligerando el sentimiento de los mismos. Si hubiera yo sido jefe de una secta filosófica, hubiese seguido diferente rumbo, hubiera seguido un camino más natural, un camino verdadero, cómodo y santo, y acaso habría tenido la fuerza suficiente para contenerme en el justo límite. Como si nuestros médicos, así los espirituales como los corporales, hubieran formado entre ellos un concierto, no encuentran camino ni remedio a nuestros males del cuerpo ni tampoco a los del alma, sino valiéndose del tormento, el dolor y la pena. Las vigilias, los ayunos, los cilicios, el destierro a regiones lejanas y solitarias, las prisiones a perpetuidad, los castigos y otras aflicciones han sido introducidos para agravar nuestra miseria, de tal suerte que constituyan amarguras verdaderas en las cuales predomine el dolor supremo, de manera que no acontezca lo que sucedió al senador romano Galo, el cual, habiendo sido desterrado a la isla de Lesbos, se tuvo noticia en Roma de que lo pasaba bastante bien, y que aquello mismo que se le había impuesto como penitencia habíalo trocado en comodidad. Por ello los que le condenaron dispusieron llamarle a su casa de Roma, al lado de su mujer, para acomodar así el castigo a su resentimiento. Es bien seguro que a aquel a quien el ayuno mejorase la salud y le pusiera contento, a aquel para quien el pescado fuera más apetitoso que la carne, ya no le serían recomendados como precepto saludable. Lo propio acontece en la otra medicina, en la corporal: las drogas no producen saludable efecto a quien las toma de buen grado, con placer; la amargura y la dificultad son requisitos indispensables para el buen resultado de los medicamentos. La naturaleza que aceptase el ruibarbo como cosa familiar, corrompería su uso; es preciso que las medicinas den al traste con nuestro estómago para curarlo, y aquí no se cumple la consabida regla de que las cosas se curan con sus contrarias, porque el mal cura el mal mismo.

Tales cosas se relacionan igualmente con la tan antigua idea de pretender gratificar al cielo y a la naturaleza con los sacrificios humanos, práctica que fue universalmente abrazada por todas las religiones. Todavía en tiempo de nuestros padres, Amurat, en la toma del Istmo, sacrificó seiscientos jóvenes griegos, al alma de su padre, a fin de que la sangre derramada sirviese de alivio al espíritu del difunto. En esas nuevas tierras, descubiertas en nuestros días, puras y vírgenes todavía, comparadas con las nuestras, los sacrificios humanos son generales; todos sus ídolos se abrevan con sangre humana, a lo cual acompañan ejemplos de crueldad horrible; se queman vivas a las víctimas, y cuando están ya medio asadas, se las retira del fuego para arrancarlas el corazón y las entrañas; a otras, aun a las mujeres, se las deshuella vivas, y con su piel ensangrentada se cubre y enmascara a las demás. Y en estos horrores no faltan la resolución ni la firmeza, pues las pobres gentes destinadas a la degollina -mujeres, viejos y niños- van algunos días antes de la inmolación pidiendo limosnas para la ofrenda de su sacrificio, y se presentan a la carnicería cantando y bailando con los concurrentes.

Explicando los embajadores del rey de Méjico la grandeza de su soberano a Hernán Cortés, después de haberle dicho que contaba treinta vasallos, de los cuales cada uno podía reunir cien mil combatientes, y que residía en la ciudad más hermosa que cobijara el cielo, añadieron que sacrificaba a los dioses cincuenta mil hombres cada año. Le dijeron que el emperador hacía la guerra a los pueblos vecinos, no sólo para ejercicio de la juventud de su país, sino más bien para proveerse de víctimas con los prisioneros para ejecutar los sacrificios. En los mismos países, y en cierto lugar pequeño, para hacer a Cortés un lucido recibimiento, sacrificaron cincuenta hombres reunidos. Añadiré, además, que algunos de estos pueblos, que fueron derrotados por el conquistador, le reconocieron y solicitaron su amistad; y los mensajeros le ofrecieron tres clases de presentes, en esta forma: «Señor, aquí tienes cinco esclavos; si eres un dios altivo, que te apacientas de carne y sangre, cómetelos, y te traeremos más; si eres un dios benévolo, he aquí plumas o incienso; si eres hombre, toma los pájaros y frutos que tienes ante tu vista.»

MÚSICA PARA LEER

MICHEL DE MONTAIGNE
*28 de febrero de 1533
+13 de septiembre de 1592

Michel Eyquem de Montaigne, nació en Francia el 28 de febrero de 1533 y falleció a los 59 años el 13 de septiembre de 1592. No solamente fue ensayista, sino que se dedicó a otros temas tales como la Filosofía, el humanismo y la moralidad. Sin embargo, fue el género del ensayo que lo cautivó, de hecho, es considerado el padre y creador del mismo. El manejo de multiplicidad de temas lo convirtió en un acertado crítico y no creía que sus creencias estuvieran por encima de los otros.

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