«Un yanki en la corte del rey Arturo» de Mark Twain (Novela)

UN YANKI EN LA CORTE DEL REY ARTURO

Mark Twain

NOVELA / ESTADOS UNIDOS

Prefacio

Las despiadadas leyes y costumbres que se mencionan en este relato son históricas, y los episodios que se utilizan para ilustrarlas también son históricos. Esto no quiere decir que tales leyes y costumbres existieran en Inglaterra en el si­glo vi, no; sólo quiero decir que, dado que existieron en la civilización inglesa y en otras civilizaciones de épocas mu­cho más recientes, se puede concluir sin temor a incurrir en una calumnia que también estaban vigentes en el siglo vi. Hay buenas razones para inferir que, cuando en esos remo­tos tiempos no existía alguna de estas leyes o costumbres, su lugar era ocupado, y de manera muy eficiente, por una mu­cho peor.

La cuestión de la existencia o no existencia del derecho di­vino de los reyes no tiene respuesta en este libro. Resultó ser demasiado dificil. Que el primer gobernante de una nación debe ser una persona de carácter excelso y habilidad extra­ordinaria es manifiesto e indiscutible, que sólo la Deidad podría elegir a ese primer gobernante certera e infalible­mente es también manifiesto e indiscutible, por lo tanto, re­sulta inevitable deducir que, como se pretende, es la Deidad quien hace la elección. Quiero decir, hasta que el autor de este libro encontró los Pompadour y Lady Castlemaine y al­gunos otros gobernantes de este tipo. Era tan difícil incor­porarlos dentro de este argumento, que juzgué preferible abordar otros aspectos en este libro (que debe aparecer este otoño) y luego entrenarme debidamente y resolver los del derecho divino en otro libro. Es algo que debe ser resuelto, por supuesto, y de todas maneras no tenía nada especial que hacer el próximo invierno.

 

MARK TWAIN

Una breve introducción

Fue en el castillo de Warwick donde me topé con el extra­ño personaje de quien voy a hablar. Me llamó la atención por tres razones: su ingenua simpleza, su asombrosa fami­liaridad con las armaduras antiguas y el sosiego que ofrecía su compañía -pues era él quien llevaba toda la conversa­ción-. Como suele ocurrir con las personas modestas, nos quedamos a la cola del grupo que visitaba el lugar, y desde el primer momento me interesaron las cosas que decía. Mientras hablaba, suave, agradable, fluidamente, parecía alejarse imperceptiblemente de nuestro mundo y nuestro tiempo y adentrarse en una era remota y un país olvidado, y de tal manera me fue hechizando con sus palabras que creí encontrarme entre los espectros y las sombras y el pol­vo y el moho de una gris antigüedad, ¡enfrascado en con­versación con una de sus reliquias! Exactamente como ha­blaría yo de mis mejores amigos y de mis peores enemigos, o de los más conocidos entre mis vecinos, me hablaba él de sir Bedivere, sir Bors de Ganis, sir Lanzarote del Lago, sir Galahad y todos los otros caballeros famosos de la Mesa Redonda, ¡y qué viejo, qué indescriptiblemente viejo y aja­do y seco y descolorido parecía a medida que seguía hablando! De repente, se volvió hacia mí para decirme con la naturalidad con que uno habla del tiempo o de cualquier otro asunto trivial:

-Ya habrá oído hablar de la transmigración de las almas, ¿pero sabe algo acerca de la transposición de épocas y cuer­pos?

Contesté que no había oído hablar de ello. Prestaba tan poca atención como si en realidad estuviésemos hablando del tiempo, y no se dio cuenta de si le había respondido o no. Sobrevino un instante de silencio, inmediatamente inte­rrumpido por la voz monótona del cicerone del castillo:

-Coraza antigua, del siglo vi, época del rey Arturo y la Mesa Redonda; se dice que perteneció al caballero Sagramor el Deseoso; obsérvese el agujero circular que atraviesa la cota de malla en la parte izquierda del pecho; resulta inexpli­cable; se presume que puede haber sido causada por una bala después de la aparición de las armas de fuego, quizá in­tencionadamente por soldados de Cromwell.

Mi acompañante sonrió, pero no con una sonrisa moder­na, sino con una que debió pasar de moda hace muchos, muchos siglos, y murmuró, aparentemente dirigiéndose a sí mismo:

«A fe que vi cómo ocurrió.»

Luego, tras una pausa, añadió:

-Fui yo quien lo hizo.

Cuando logré recuperarme de la electrizante sorpresa que me produjo el comentario, él había desaparecido.

Pasé toda la velada sentado junto a la chimenea de mi ha­bitación en la Hospedería Warwick, inmerso en un sueño de tiempos lejanos, mientras la lluvia golpeaba los cristales y el viento ululaba entre los aleros y las cornisas. De vez en cuan­do me sumergía en el mágico y anciano libro de sir Thomas Malory, participaba del rico banquete de prodigios y aven­turas, respiraba la fragancia de sus nombres obsoletos yvol­vía a soñar. Pasada ya la medianoche, y mientras conciliaba

el sueño, leí un relato más, éste que sigue a continuación y que rezaba así:

 

DE CÓMO SIR LANZAROTE DIO MUERTE A DOS GIGANTES Y LIBERÓ UN CASTILLO

 

En esto se abalanzaron sobre él dos enormes gigantes, armados por completo, salvo las cabezas, y empuñando horribles mazas. Endere­zó sir Lanzarote su escudo y desvió el golpe de uno de ellos, y con la espada le partió la cabeza por la mitad. Cuando el otro gigante vio esto, echó a correr desatinado por miedo a golpes tan terribles, y sir Lanzarote lo persiguió y con toda su fuerza le descargó un golpe en el hombro que le entró hasta el ombligo. Al cabo sir Lanzarote entró en el salón y allí salieron a su encuentro cinco docenas de damas y don­cellas, y todas se arrodillaron ante él y dieron gracias a Dios y al ca­ballero por su liberación. «Porque, señor -dijéronle-, las más de no­sotras hemos sido sus prisioneras estos siete años, haciendo toda clase de labores de seda por nuestra comida y todas provenimos de muy noble cuna. Y en buena hora nacisteis, caballero pues habéis rea­lizado la mayor hazaña que jamás haya realizado caballero alguno en el mundo, de lo cual somos testigos, y todas os rogamos que nos di­gáis vuestro nombre, de manera que podamos decir a nuestros ami­gos quién nos liberó de la prisión.» «Gentiles doncellas -dijo-, mi nombre es Lanzarote del Lago.» Y entonces tomó licencia de ellas y las encomendó a Dios. Montó sobre su caballo y recorrió muchos países extraños y salvajes, y atravesó ríos y valles y muchas veces reci­bió pésimo albergue, hasta que por fin la fortuna le llevó una noche a una hermosa mansión y en su interior encontró a una anciana señora que de muy buen grado le hospedó y fueron bien servidos él y su ca­ballo. Y cuando fue la hora, su huéspeda le condujo a un cuidado camaranchón, encima de la puerta, donde estaba dispuesta su cama. Allí sir Lanzarote se despojó de su armadura, colocó los arreos a su vera, se acostó en el lecho y luego se durmió. Poco después llegó uno que venía a caballo y empezó a dar golpes en la puerta con gran apre­mio. Cuando sir Lanzarote lo oyó, se levantó y miró por la ventana, y a la luz de la luna vio que tres caballeros venían en pos del hombre solo, y los tres al tiempo se arrojaban sobre él con sus espadas y él se volvió para defenderse como buen caballero. «¡Voto a Dios -dijo sir Lanzarote-, que he de ayudar a este caballero, pues sería una vergüen­za para mí ver cómo tres caballeros atacan a uno solo, y si fuese muer­to, sería yo partícipe de su muerte!» Sin más, tomó sus arreos y, desli­zándose por la ventana con una sábana, se plantó ante ellos y exclamó: «Enfrentaos a mí, caballeros, y abandonad vuestra lucha con este ca­ballero.» Y entonces los tres se apartaron de sir Kay, se volvieron ha­cia sir Lanzarote y sobrevino un gran cambio, porque los tres se apea­ron y arremetieron contra sir Lanzarote, asediándole desde todos los costados. En esto sir Kay pidió licencia para ayudar a sir Lanzarote. «No, señor -contestó él-, no deseo ayuda vuestra ninguna, y puesto que soy yo quien os la ha ofrecido a vos, dejadme a solas con ellos.» Para complacer al caballero, sir Kay se resignó a obrar de tal manera, y se apartó de la contienda. Y pronto, con sólo seis golpes, sir Lanzarote los había derribado a todos.

Y entonces los tres imploraron: «Señor caballero, nos rendimos a vuestra merced como hombre de fuerza sin igual.» «En cuanto a eso -dijo sir Lanzarote-, no acepto vuestra rendición, pero salvaré vuestras vidas con la condición de que os rindáis a sir Kay el senes­cal, y no de otro modo.» «Noble caballero -dijeron-, eso que nos pedís detestaríamos hacerlo, pues hemos seguido a sir Kay hasta aquí, y lo hubiéramos derrotado de no haber sido por vuestra mer­ced; y así no es razón que nos rindamos a él.» «Bueno, en cuanto a eso -dijo sir Lanzarote-, pensadlo bien, pues estaréis eligiendo si queréis morir o queréis vivir, ya que si pretendéis rendiros ha de ser a sir Kay.» «Noble caballero -dijeron entonces ellos-, para salvar nuestras vidas haremos lo que ordenáis.» «En ese caso -dijo sir Lanzarote-, os llegaréis a la corte del rey Arturo el próximo Domin­go de Pentecostés, y allí os rendiréis a la reina Ginebra y os pondréis a su gracia y merced, y le diréis que sir Kay os ha enviado para que seáis sus prisioneros.» Por la mañana, sir Lanzarote se levantó tem­prano, dejó a sir Kay durmiendo, se llevó el escudo y la armadura de sir Kay, luego fue al establo y tomó el caballo de sir Kay, se despidió de la huéspeda y partió. Poco después despertó sir, Kay, no encon­tró a sir Lanzarote y se dio cuenta de que se había llevado su arma­dura y caballo. «A fe -dijo-, que muchos caballeros en la corte del rey Arturo recibirán afrenta y daño, pues con él los caballeros se mostrarán atrevidos, creyendo que soy yo, y se estarán llamando a engaño, mientras que yo seguro estoy de cabalgar en paz gracias a su escudo y armadura.» Y entonces poco después partió sir Kay dando gracias a la huéspeda.

En el momento en que cerraba el libro llamaron a la puerta y entró el forastero. Le ofrecí una pipa y un asiento y le invité a que se pusiera cómodo. También le ofrecí un reconfortable whisky escocés caliente; luego otro, y otro más -esperando cada vez que se animara a contar su historia-. Después de un cuarto intento de persuasión comenzó la historia, de una manera bastante sencilla y natural.

 

LA HISTORIA DEL FORASTERO

 

Soy norteamericano. Nací y crecí en Hartford, en el Estado de Connecticut o sea, justamente al otro lado del río. De ma­nera que soy el más yanqui de los yanquis, y un hombre práctico, sí, y supongo que desprovisto casi por completo de sensibilidad o, en otras palabras, desprovisto de poesía. Mi padre era herrero; mi tío, médico de caballos, y en un princi­pio yo era un poco lo uno y un poco lo otro.

Luego entré en la gran fábrica de armas y aprendí mi ver­dadero oficio, todo lo que había que aprender, aprendí a fa­bricarlo todo: fusiles, revólveres, cañones, calderas, moto­res, cualquier tipo de maquinarias para ahorrar mano de obra. ¡Diantres! Era capaz de fabricar lo que me pidiesen, cualquier cosa en el mundo, lo que fuese, y si no existía una manera veloz y novedosa de fabricarla, yo era capaz de in­ventarla con la misma facilidad con que se hace flotar un tronco. Llegué a ser superintendente en jefe, con unos dos mil hombres a mi cargo.

Pues bien, un hombre así se ve envuelto en muchas peleas, sobra decirlo. Cuando tienes un par de miles de hombres du­ros a tu cargo, abunda ese tipo de diversión. Por lo menos, eso me ocurría a mí. Finalmente, encontré un temible contrin­cante y recibí una buena soba. Ocurrió durante un malenten­dido con un individuo a quien llamábamos Hércules, que se zanjó con barras de hierro. Me derribó de un golpe tan con­tundente en la cabeza que me dejó viendo las estrellas y pare­ció desencajar todas las articulaciones del cráneo y dejarlas en completo desorden. Después se oscureció el mundo entero y ya no sentí nada más ni supe nada más, al menos durante cierto tiempo.

Cuando volví en mí estaba sentado en un prado a la som­bra de un roble, con un amplio paisaje a mi entera disposi­ción…, o casi. No del todo, porque había un individuo a ca­ballo que me contemplaba desde lo alto de su posición, un individuo recién salido de un libro de cuentos. iba cubierto de arriba abajo por una armadura antigua y llevaba en la ca­beza un casco que parecía un barrilete para clavos, y tenía un escudo, una espada y una formidable lanza; su caballo tam­bién iba cubierto con una armadura y ostentaba un cuerno de acero que se proyectaba desde su frente, y magníficos jae­ces de seda, rojos y verdes, que colgaban de los lados como las colchas de una cama y casi tocaban el suelo.

-Gentil señor, ¿queréis justar conmigo? -preguntó el in­dividuo.

-¿Que si quiero qué?

-Batiros en singular batalla por unas tierras, una dama, o…

-¿De qué me hablas? -dije-. Vuelve a tu circo o te denun­cio.

Y entonces al hombre no se le ocurre nada mejor que re­troceder unos doscientos o trescientos pasos y arremeter contra mí a toda velocidad de su caballo, con el barrilete para clavos inclinado casi a la altura de la nuca de su caballo, y su larga lanza apuntada hacia adelante. Me di cuenta de que la cosa iba en serio, de modo que cuando llegó ya estaba yo en lo alto del árbol.

Me informó que yo pasaba a ser propiedad suya, cautivo de su lanza. Aducía argumentos convincentes, y además se encontraba en una posición ventajosa, así que decidí darle la razón. Llegamos al acuerdo de que yo iría con él, y por su parte él se comprometía a no hacerme daño. Bajé del árbol y nos pusimos en marcha, caminando yo al lado de su caballo. Avanzábamos a un paso cómodo, atravesando claros del bosque, valles y arroyos que yo no recordaba haber visto an­tes, lo cual me sorprendía mucho y, sin embargo, no se veía ningún circo ni carteles que lo anunciaran. Así que abando­né la idea del circo y llegué a la conclusión de que el indivi­duo pertenecía a un manicomio. Como tampoco había indi­cios de manicomio en las cercanías comencé a pensar que me encontraba en un verdadero aprieto. Le pregunté a qué distancia estábamos de Hartford. Contestó que nunca había oído hablar de tal sitio; una mentira, pensé, pero no le di más vueltas. Al cabo de una hora de camino apareció a lo le­jos una ciudad adormecida a orillas de un río sinuoso, y a sus espaldas, sobre una colina, una enorme y oscura fortale­za, con torres y torreones, una escena que hasta ahora sólo había visto en las ilustraciones.

-¿Bridgeport? -pregunté.

-Camelot-respondió.

Mi forastero parecía estar un tanto adormilado. En un momento se sorprendió cabeceando, y entonces, sonriendo con una de esas sonrisas suyas, patéticas, obsoletas, dijo:

-Me temo que no podré continuar con la historia, pero venga conmigo; lo tengo todo escrito y si quiere puede leerlo. Cuando llegamos a su habitación me dijo:

-Al principio llevaba un diario; después, poco a poco, con el paso de los años, el diario se fue convirtiendo en un libro. ¡Cuánto tiempo ha pasado!… Comience a leer aquí; ya le he contado lo que antecede.

Estaba a punto de quedarse dormido. Salí de su habita­ción, y mientras me alejaba alcancé a escuchar que me decía:

-Os deseo buen abrigo, gentil señor.

Me senté junto al fuego y examiné mi tesoro. La primera parte, que de hecho era la de mayor extensión, estaba escrita en un pergamino amarillo por el paso del tiempo. Escruté una hoja en particular y me di cuenta de que se trataba de un palimpsesto. Bajo la oscura y opaca escritura del historiador yanqui aparecían rasgos de una caligrafía aún más antigua y desvaída… Eran palabras y frases latinas, evidentemente fragmentos de leyendas monacales. Busqué el sitio que el fo­rastero había señalado y comencé a leer lo que sigue:

Historia de la tierra perdida

1. Camelot

« Camelot, Camelot -me dije-. No recuerdo haberlo oído antes; el nombre del manicomio, probablemente.»

Era un paisaje veraniego grato y tranquilo, hermoso como un sueño y solitario como un domingo. El aire estaba cargado del aroma de las flores, el zumbido de insectos y el gorjeo de las aves, y no se veían seres humanos, ni vagones, ni a roto ni actividad alguna. El camino era un sendero sinuoso, con huellas de cascos y pezuñas, y de vez en cuando rastros de ruedas a uno u otro lado de la hierba, ruedas que aparentemente tenían llantas tan anchas como una mano.

Al rato se acercó una niña muy bella, de unos diez años con una catarata de cabello dorado que descendía por su espalda. Sobre la cabeza llevaba una guirnalda de encendidas amapolas rojas, y nada más. Era el más hermoso atuendo que jamás había visto, aunque fuese tan exiguo. Caminaba indolentemente, sin preocupaciones, su paz interior reflejada en la inocencia del rostro. El tipo del circo no le prestó la menor atención, ni siquiera pareció verla. Y ella… ella no se sorprendió en absoluto de su extravagante aspecto; con estuviese acostumbrada a ver apariciones semejantes todos los días. Pasaba de largo tan indiferentemente, como si se hubiese cruzado con un par de vacas; pero me vio, ¡y enton­ces sí que se produjo un cambio! Alzó las manos como si se hubiera quedado petrificada, y con la boca abierta de par en par y los ojos fijos y medrosos era la mismísima estampa del asombro mezclado con el miedo. Se quedó mirándome con una especie de fascinación estupefacta, hasta que doblamos el recodo del bosque y nos perdió de vista. Que se hubiera sobresaltado al verme, y no cuando había visto al otro, era demasiado para mí; no le encontraba ni pies ni cabeza al asunto. Y que me considerara a mí un espectáculo, pasando completamente por alto sus propios méritos al respecto, era otro enigma, y también una demostración de magnanimi­dad inesperada en alguien tan joven. Había allí motivos de reflexión. Seguí caminando como si estuviera en mitad de un sueño.

A medida que nos acercábamos a la ciudad comenzaban a aparecer señales de vida. De vez en cuando pasábamos al lado de alguna choza miserable, con techo de paja, rodeada por un pequeño terreno y pequeños huertos en estado de abandono. También había gente; hombres musculosos con cabellos largos, ásperos, desordenados, que les caían sobre el rostro dándoles un aspecto de animales. Tanto ellos como las mujeres vestían, por regla general, toscas túnicas de esto­pa que les llegaban bastante más abajo de las rodillas, y una especie de burdas sandalias; muchos llevaban un collar de hierro. Los niños y niñas se paseaban desnudos, pero nadie parecía enterarse. Toda la gente me observaba sin quitarme los ojos de encima, hablaba de mí, corría para llamar a otros familiares y se quedaban mirándome boquiabiertos; pero nadie parecía reparar en el otro, excepto pasa saludarle hu­mildemente, a lo cual él ni siquiera se dignaba responder.

En la ciudad había un número considerable de casas de piedra, sin ventanas, dispersas entre la maraña de chozas; las calles no eran más que vericuetos torcidos y sin pavimentar; cuadrillas de perros y de niños desnudos retozaban al aire li­bre, vivaz, ruidosamente; los cerdos se paseaban y hozaban sus anchas, y una cerda se tendió en una charca maloliente en medio de la vía principal para amamantar a sus crías. De repente, se oyó en la distancia un sonido de música militar; luego, la música se oyó más cerca, un poco más cerca aún hasta que surgió en el horizonte un espléndido cortejo, magnífico, con tantos yelmos empenachados y brillantes cotas de malla y flameantes banderas y ricos farsetos y lujosas gualdrapas sobre los caballos y doradas puntas de lanza, y entre el lodo y los puercos, los niños, mocosos y desnudos, los dichosos perros y las chozas miserables continuó su gallarda marcha, y tras sus huellas seguimos nosotros. Los seguimos por infinidad de callejuelas tortuosas, ascendiendo, siempre ascendiendo, hasta que finalmente ganamos la aireada cumbre donde se levantaba el imponente castillo. Se produjo un intercambio de toques de clarín, luego, una conversación junto a las murallas, donde hombres de armas con coraza y morrión, la alabarda al hombro, marchaban de un lado a otro a la sombra de banderas ondeantes que lucían la burda imagen de un dragón; entonces se abrieron de par en par las enormes puertas, se bajó el puente levadizo y la cabeza de la cabalgata avanzó majestuosamente y cruzó los imponentes arcos, y nosotros, a la zaga, pronto nos encontramos también en un gran patio enlosado, con torres y torreones que desde las cuatro esquinas se levantaban hacia el cielo, y a nuestro alrededor había un tumulto de gentes que desmontaban, se saludaban ceremoniosamente y se apresuraban de un lado a otro, y un alegre despliegue de colores mezclados y cambiantes, y por todas partes, un agradable ajetreo y barullo y confusión.

2. La corte del rey Arturo

En cuanto tuve una oportunidad, me aparté un poco, con­seguí la atención de un anciano de aspecto muy normal y le pregunté en un tono insinuante, confidencial:

-Amigo, hazme un favor: ¿Podrías decirme si perteneces a este sanatorio o si estás aquí de visita, o algo así?

Me contempló con aire de estupidez y dijo: -Por vida mía, gentil señor, pareceríame…

-Suficiente -le interrumpí-. Ya veo que eres uno de los pacientes.

Me alejé pensativo, pero al mismo tiempo tratando de dis­cernir a algún paseante que estuviera en sus cabales y que pudiera aclararme lo que ocurría. Cuando juzgué que había encontrado a uno, le llevé a un lado y le dije al oído:

-¿Sería posible ver al director del manicomio un minuto, tan sólo un minuto?

-No puedo holgar en plática, señor.

-¿Qué?

-Detenerme, si os place más la palabra.

Me explicó en seguida que era un ayudante de cocina y no podía detenerse a charlar, aunque quisiera hacerlo en otra ocasión, porque le encantaría saber dónde había consegui­do la ropa que llevaba. Al alejarse señaló a alguien que esta­ba lo suficientemente desocupado para satisfacer mi propó­sito y que además me estaría buscando, sin duda. Se trataba de un joven delgado y airoso, vestido con unos pantalones de color salmón, muy apretados, que le daban el aspecto de una zanahoria de dos piernas; el resto de su atuendo era de seda azul con lazos y volantes; tenía unos largos rizos rubios y usaba un sombrerito de satén rosa, coronado por una plu­ma e inclinado presuntuosamente sobre una oreja. Su apa­riencia indicaba que era afable; su porte, que estaba satisfe­cho de sí mismo. Resultaba tan atractivo que merecería ser enmarcado. Llegó a mi lado, me miró con una curiosidad traviesa y descarada, dijo que había venido a buscarme y me informó que era un paje.

-¡Largo de aquí si no eres más que un pijo! -le dije.

Era un comentario bastante severo, pero yo estaba irrita­do. Sin embargo, no se molestó, ni siquiera pareció darse cuenta de que le había insultado. Mientras caminábamos co­menzó a hablar y a reír de una manera alegre, despreocupa­da, juvenil, trabando amistad conmigo desde un principio y haciendo todo tipo de preguntas acerca de mí mismo y de mi atuendo, pero sin esperar jamás una respuesta; continua­ba hablando sin parar, como si no se diera cuenta de que acababa de hacer una pregunta y debía recibir una respues­ta, hasta que se le ocurrió comentar que había nacido a prin­cipios del 513.

Sentí un estremecimiento que me recorrió todo el cuerpo. Me detuve y dije, con voz muy débil:

-Quizá no he oído bien: dilo de nuevo, y dilo lentamente. ¿En qué año?

-En el 513.

-¡En el 513! ¡No lo aparentas! Vamos, muchacho, soy fo­rastero y no tengo amigos aquí; deberías ser sincero y hon­rado conmigo. ¿Estás en tu sano juicio?

Me respondió afirmativamente.

-¿Y todas estas personas, están en su sano juicio? También contestó afirmativamente.

-¿Y esto no es un manicomio? Quiero decir, ¿no se trata de un sitio donde curan a las personas que están locas?

Contestó que no.

-En ese caso -dije-, o estoy loco o ha ocurrido algo igual­mente horrible; ahora, dime, honesta y verdaderamente: ¿dónde estoy?

-En la corte del rey Arturo.

Esperé un momento para permitir que la idea se abriera paso en mi entendimiento, y luego pregunté:

-Y, según tú, ¿en qué año estamos?

-En el 528. Diecinueve de junio.

Sentí cómo se me encogía el corazón y murmuré:

-Nunca más volveré a ver a mis amigos, nunca, nunca ja­más. No nacerán hasta dentro de trece siglos.

Parecía creer lo que me decía el muchacho, sin saber muy bien por qué. Algo dentro de mí lo creía -mi conciencia, po­dríamos decir-, pero mi razón no lo creía. Mi razón, natu­ralmente, se rebeló de inmediato. No se me ocurría qué ha­cer para calmarla, porque sabía que de nada servirían las aseveraciones de otros hombres, mi razón respondería que se trataba de lunáticos y rechazaría cualquier testimonio contrario. Pero súbitamente encontré la solución, por un golpe de suerte. Sabía que el único eclipse total de sol en la primera mitad del siglo vi había tenido lugar el 21 de junio del año 528 y había comenzado a las doce y tres minutos del mediodía. También sabía que durante el año que para mí era el presente -es decir, 1879- no estaba previsto ningún eclip­se total de sol. De modo que si lograba contener otras cua­renta y ocho horas la ansiedad y la curiosidad que me roían el corazón sabría con seguridad si el muchacho me decía la verdad o no. Siendo como soy un nativo de Connecticut y un hombre práctico aparté por completo de mi mente esa pre­ocupación hasta que llegara el día y la hora señalados, de forma que pudiese dedicar toda mi atención a las circuns­tancias presentes, y continuar preparado y alerta para sacar el mayor provecho posible de tal situación. Cada cosa a su tiempo, es mi lema, y perseverar siempre hasta el final; si es­tábamos todavía en el siglo xix y yo estaba rodeado de locos y sin posibilidad de escapar, en poco tiempo me haría el jefe del manicomio y si realmente estábamos en el siglo vi pues, bueno, mi resolución no era menos drástica: sería jefe de todo el país antes de que pasaran tres meses, pues había lle­gado a la conclusión de que era el hombre mejor educado del reino, con una diferencia de más de mil trescientos años. No soy dado a perder el tiempo una vez que he tomado una de­cisión y hay trabajo que hacer, así que le dije al paje:

-Oye, Clarence, muchacho (si por casualidad ése es tu nombre), si no te importa, me gustaría que me aclarases al­gunas cosas. ¿Cómo se llama esa aparición que me trajo aquí?

-¿Mi amo y el vuestro? Es el buen caballero y gran señor sir Kay el Senescal, hermano de leche de nuestro señor el rey.

-Muy bien, sigue, cuéntamelo todo.

Su historia fue muy extensa, pero la parte que tenía un in­terés más inmediato para mí era la siguiente. Dijo que yo era prisionero de sir Kay, y siguiendo las costumbres estable­cidas, sería arrojado a una mazmorra y abandonado a mi suerte hasta que mis amigos pagaran el rescate, a no ser que por azar me pudriese antes de que ellos llegaran. Consideré que la primera alternativa tenía mayores ventajas, pero no me detuve a darle más vueltas al asunto, en ese momento el tiempo era demasiado precioso. También me dijo Clarence que la cena en el gran salón estaría al terminar, y que tan pronto como se iniciaran los tratos sociales y las tandas de bebida sir Kay me haría conducir allí para exhibirme ante el rey Arturo y sus ilustres caballeros de la Mesa Redonda, y ufanarse de la proeza realizada al capturarme, y que proba­blemente exageraría un poco, pero que faltaría yo a los buenos modales si tratase de rectificar, y además no sería una actitud demasiado prudente, y que, una vez finalizada mi exhibición, entonces, ¡hala!, a las mazmorras, pero que él, Clarence, hallaría la manera de venir a visitarme de vez en cuando, me daría ánimos y me ayudaría a enviar un mensaje a mis amigos.

¡Un mensaje a mis amigos! Le di las gracias, era lo menos que podía hacer ante aquel ofrecimiento, y en ese momento llegó un lacayo para decir que requerían mi presencia; Cla­rence me hizo pasar, me condujo hasta un lado y se sentó junto a mí.

Pues bien, era un espectáculo bastante curioso e intere­sante. El sitio era inmenso y un tanto desnudo; sí, lleno de llamativos contrastes. Era alto, muy alto, tan alto que las banderas que pendían de las vigas parecían flotar allá arriba en una especie de penumbra, había sendas galerías a ambos extremos del salón, muy altas y protegidas por balaustradas de piedra, una de ellas estaba ocupada por músicos, y la otra, por mujeres, con atuendos de colores chillones. El sue­lo, cubierto de grandes losas de piedra de color blanco o ne­gro, estaba bastante gastado por los años y el uso y necesita­ba una buena reparación. Ornamentos no había ninguno en el sentido estricto de la palabra, aunque de las paredes col­gaban varios tapices enormes que probablemente pasarían por ser trabajos de arte, se trataba de escenas de guerra, con caballos similares a los que hacen los niños recortando un papel o los que modelan con mazapán, y sobre ellos se veían hombres armados, con armaduras de anillas, y como las ani­llas estaban representadas por agujeros redondos, pare­cía que los escudos hubiesen sido ejecutados con un molde para galletas. Había una chimenea tan grande que se podría acampar en su interior, con lienzos y dintel de piedra tallada y esculpida que le daban un aire de puerta de catedral. A lo largo de las paredes se encontraban hombres revestidos de peto y morrión, con alabardas como única arma, y tan rígi­dos como si fuesen estatuas; y eso es justamente lo que pare­cían: estatuas.

En medio de aquella plaza pública, bajo techo, había una mesa de roble, a la que llamaban la Mesa Redonda. Era tan grande como una pista de circo, y alrededor de ella se senta­ba un gran número de hombres vestidos con colores tan abi­garrados que el mirarlos hacía daño a la vista. Tenían siem­pre puestos los yelmos con plumas y sólo los levantaban una pizca cuando alguno de ellos se dirigía estrictamente al rey.

Casi todos bebían, utilizando como recipiente enormes cuernos de buey, pero un par de ellos seguían masticando pan o royendo huesos de res. Había en el recinto una gran cantidad de perros, un promedio de dos por cada hombre, agazapados a la espera, hasta que alguien les lanzaba un hueso, y entonces se abalanzaban sobre él, separados en bri­gadas y divisiones, y se producía una refriega que convertía al grupo en un caos tumultuoso de cuerpos, cabezas que arremetían y colas batientes, y la tormenta de aullidos y la­dridos silenciaba todas las conversaciones, pero eso no tenía importancia; de todos modos era mayor el interés por las peleas de perros que por la conversación; a veces incluso los hombres se ponían de pie para observar mejor y hacer apuestas, y las damas y músicos se empinaban por encima de las balaustradas con el mismo objeto y todos prorrum­pían de vez en cuando en exclamaciones de deleite. Al final, el perro victorioso se tendía cómodamente con el hueso en­tre las garras, y con gruñidos de placer empezaba a roerlo y engrasar el suelo, igual que otros cincuenta perros que en ese momento hacían lo mismo, y el resto de la corte resumía las actividades y diversiones interrumpidas.

Por regla general, la manera de hablar y el comporta­miento de esta gente era cortés y afable, y noté que eran oyentes serios y atentos cuando alguien estaba contando algo -quiero decir durante los intervalos sin peleas de pe­rros-. También era evidente que se trataba de un grupo de personas pueriles, inocentes, que relataban las mentiras más desmesuradas con una gentil y cautivadora ingenuidad, y estaban deseosos y dispuestos a escuchar las mentiras de otros, e incluso creerlas. Resultaba difícil asociarlos con la ejecución de actos crueles y terribles y, sin embargo, sus re­latos referían sufrimientos y hechos sangrientos con un pla­cer tan cándido que casi me olvidaba de estremecerme.

No era yo el único prisionero presente. Había otros veinte o más. ¡Pobres diablos! La mayor parte de ellos eran tullidos o estaban mutilados de la manera más espantosa, y el pelo, los rostros, las ropas, estaban salpicados por manchas de sangre resecas y negruzcas. Padecían agudos dolores físicos, claro, y sin duda estaban agotados, hambrientos y sedientos y no habían recibido el alivio de un baño, ni nadie había ejercido la caridad de ofrecerles un bálsamo para sus heridas y, sin embargo, no se escuchaban sollozos ni lágrimas, no se notaba signo alguno de inquietud y ninguno de ellos parecía tener la intención de quejarse. Entonces me invadió un pen­samiento: «En su tiempo, los muy bribones se habrán com­portado con otros de la misma manera, y ahora que les ha llegado el turno no esperan mejor tratamiento, así que esa actitud filosófica no es el resultado de la preparación men­tal, la fortaleza intelectual o la razón, es igual al adiestra­miento de los animales; son como indios blancos».

3. Los caballeros de la mesa Redonda

La mayor parte de la conversación en la Mesa Redonda consistía en monólogos, largos recuentos de las aventuras en las que los prisioneros habían sido capturados y sus amigos y partidarios habían sido despojados de corceles y armadu­ras. A mi entender, estas feroces aventuras generalmente no eran incursiones emprendidas para vengar injurias ni para resolver viejas disputas o repentinas desavenencias; no, casi siempre se trataba de duelos entre extraños -duelos entre personas que nunca habían sido presentadas y entre las cua­les no existía ningún motivo de agravio-. Muchas veces ha­bía visto que dos muchachos, desconocidos el uno para el otro, al encontrarse por casualidad se decían a un tiempo: «Podría darte una paliza», y al punto se enzarzaban en una pelea; pero hasta ahora había imaginado que ese tipo de comportamiento era exclusivo de los niños y era señal y coto del territorio infantil; pero ahí estaban esos bobos grandu­llones, que se empeñaban en seguir actuando así y hasta se jactaban de ello mucho después de haber pasado la mayoría de edad. Y, sin embargo, había algo abstracto y encantador en aquellas criaturas grandes de corazón simple. Diríase que en aquella guardería, por decirlo así, no se podrían reunirlos sesos suficientes para cebar un anzuelo de pesca, pero pasado un momento la cuestión dejaba de molestarte, por­que te dabas cuenta de que en una sociedad como aquella no es necesario tener sesos, y que de hecho la hubieran echado a perder, dificultando su funcionamiento, privándola de su si­metría, y quizá haciendo imposible su existencia.

En casi todos los rostros se podía apreciar una agradable virilidad, y en algunos de ellos una cierta bondad y dulzura que se oponía a mis críticas despectivas y las frenaba. La más noble benignidad y pureza reposaba en el semblante de aquel a quien llamaban sir Galahad, así como en el del rey, y había majestad y grandeza en el marco gigantesco y el porte altivo de sir Lanzarote del Lago.

Se produjo en ese momento un incidente que centró el inte­rés general eri el tal sir Lanzarote. A una señal de quien parecía ser el maestro de ceremonias, seis u ocho de los prisioneros se levantaron, avanzaron como un solo hombre, se arrodillaron en el suelo y, elevando las manos hacia la galería de las damas, imploraron la gracia de dirigir unas palabras a la reina. La dama, que se encontraba más visiblemente situada entre aquel arreglo floral de adornos y atavíos femeninos, inclinó la cabe­za para indicar su asentimiento, y en seguida el portavoz de los prisioneros, en nombre propio y en el de sus compañeros, se puso a merced de la reina para que les concediera perdón, res­cate, cautiverio o muerte, de acuerdo con lo que ella tuviese a bien elegir y esto, explicó, lo hacía siguiendo las órdenes de sir Kay el Senescal, de quien eran prisioneros, al haber sido de­rrotados por su poder y su destreza en singular combate.

La sorpresa y el asombro iluminaron los rostros de todos los circunstantes, y la sonrisa satisfecha de la reina desapare­ció al escuchar el nombre de sir Kay y se fue convirtiendo en un gesto de decepción. El paje me dijo al oído, con un tono de exagerada mofa:

-¡Que no me venga ningún mal mayor que éste! ¡Antes preferiría verme arrastrado por cuatro caballos! ¡Pasarán mil años y aun otros mil y las impías invenciones de los hombres se verían en apuros para engendrar al individuo capaz de proferir una mentira tan majestuosa!

Todos los ojos, con expresión severamente inquisitiva, es­taban clavados en sir Kay. Pero él supo estar a la altura de las circunstancias. Se levantó y enseñó su juego, por decirlo así, como un verdadero tahúr, utilizando todos los trucos de que disponía. Dijo que expondría el asunto ciñéndose estricta­mente a los hechos; presentaría su relato de manera simple y llana, sin añadir sus propios comentarios.

-Y entonces -dijo-, si hallareis que merece honor y glo­ria, concededla al hombre más diestro ypoderoso que jamás haya empuñado escudo o blandido espada en los anales de las batallas cristianas, y que ahora se sienta aquí mismo en­tre nosotros -y señaló a sir Lanzarote.

Ah, los había dejado perplejos; su arremetida verbal había sido devastadora. Continuó con su historia y relató cómo sir Lanzarote, mientras buscaba aventuras, hacía muy poco tiempo, había matado a siete gigantes de un solo man­doble, liberando a continuación a ciento cuarenta y dos don­cellas, y había seguido su camino, buscando más aventuras, y le había encontrado a él sir Kay, en desesperada batalla contra nueve caballeros de otras tierras, y de cómo inmedia­tamente había tomado la batalla entera en sus propias ma­nos y había vencido a sus nueve oponentes, y cómo aquella noche sir Lanzarote se había levantado silenciosamente y se había vestido con la armadura de sir Kay y se había llevado su caballo, encaminándose a tierras distantes y cómo había derrotado a diecinueve caballeros en una encarnizada bata­lla, y a treinta y cuatro en otra, y a todos ellos incluidos los primeros nueve, los había hecho jurar que antes del día de Pentecostés se dirigirían a la corte del rey Arturo y se pos­trarían ante la reina Ginebra como cautivos de sir Kay el Se­nescal y despojos de sus proezas caballerescas y, por el mo­mento, habían llegado esos seis hombres, y los demás se presentarían en cuanto se hubiesen curado de sus tremendas heridas.

Resultaba conmovedor ver cómo la reina se ruborizaba y sonreía, y al mismo tiempo parecía desconcertada y feliz, y le dedicaba a sir Lanzarote unas miradas furtivas que en el estado de Arkansas le habrían acarreado a él la condena a muerte.

Todos alabaron el valor y la magnanimidad de sir Lanza­rote. En lo que a mí respecta, me encontraba completamente atónito al pensar que un hombre, sin ayuda de nadie, hubie­se sido capaz de derrotar y capturar tales batallones de gue­rreros experimentados. Eso mismo le dije a Clarence, pero mi socarrón amigo sólo comentó:

-Si sir Kay hubiese tenido tiempo de ingerir otro odre de vino agrio, hubieseis visto duplicadas las cifras que men­cionó.

Miré al joven, apenado, y mientras lo estaba haciendo noté que afloraba en su semblante la sombra de una profun­da melancolía. Seguí la dirección de su mirada, ‘y vi que un anciano de barba muy blanca y vestido con una túnica negra de anchos faldones se había levantado y estaba de pie junto a la mesa sobre sus inseguras piernas, mientras balanceaba levemente su vetusta cabeza y examinaba a los presentes con una mirada acuosa y errante. La misma expresión de sufri­miento que había aparecido en el rostro del paje podía ob­servarse en todos los demás; era la expresión de unas criatu­ras estupefactas que saben que se verán obligadas a resistir sin quejarse.

-¡Pardiez! Otra vez habremos de oír lo mismo -suspiró el muchacho-: la misma vieja y aburrida historia que mil veces ha referido con las mismas palabras y que seguirá refiriendo hasta el día de su muerte cada vez que se haya bebido un to­nel, poniendo así a funcionar su molino de exageraciones. ¡Ojalá hubiese muerto antes de ver este día!

-¿Quién es?

-Merlín, el gran mago y embustero, que en mal fuego arda por el aburrimiento al que nos tiene condenados con su historia de siempre. Si no fuese por el temor que inspira en los hombres, dado que controla a su antojo y capricho las tormentas y los rayos y todos los diablos que pueblan el in­fierno, hace muchos años le hubiesen arrancado las entrañas para encontrar esa historia y aplastarla. Siempre la refiere en tercera persona, dando a entender que es demasiado modes­to para glorificarse a sí mismo. ¡Que caigan sobre él todas las maldiciones y el infortunio sea su pago! Gentil amigo, os ruego que me llaméis a la hora del crepúsculo.

El joven se apoyó en mi hombro y fingió que se quedaba dormido. El anciano comenzó su historia: al poco el mozo dormía realmente, igual que los perros, la corte, los lacayos y las filas de centinelas; la voz zumbona seguía zumbando; un tenue ronquido comenzó a elevarse, sosteniendo aquella voz como un bajo y profundo acompañamiento de instrumen­tos de viento. Algunas cabezas se arqueaban sobre brazos extendidos; otras estaban echadas hacia atrás y de sus bocas abiertas brotaba una música involuntaria; los mosquitos volaban y picaban a su antojo; de un centenar de agujeros emergían tranquilamente las ratas, que se paseaban por el recinto y se instalaban por todas partes, como si estuviesen en casa, una de ellas se encaramó sobre la cabeza del rey y, sentada como una ardilla, cogió un trozo de queso entre las patas y se dedicó a mordisquearlo, dejando caer las migas sobre la cara del rey con impúdica irreverencia. Era una es­cena tranquila, reparadora para los ojos fatigados y el espí­ritu exhausto.

Esta es la historia del anciano. Dijo así:

-En tal punto y hora partieron el rey y Merlín, y llegaron hasta un ermitaño, que era un buen hombre y un excelente curandero. Entonces el ermitaño escudriñó todas sus heri­das y le aplicó unos buenos ungüentos; allí permaneció el rey tres días, al cabo de los cuales estuvieron sus heridas sanas, de modo que ya podía cabalgar, y entonces partieron. Y mientras cabalgaban, dijo Arturo: «No tengo espada». «No os inquietéis, señor -contestó Merlín-, cerca de aquí hay una espada que será vuestra si me lo permitís.» Continuaron hasta llegar a un lago, ancho y de aguas claras, en medio del cual distinguió Arturo un brazo cubierto por un guante de samita blanco que sostenía en su mano una hermosa espa­da. «Hela ahí -dijo Merlín-, ésa es la espada de que os he ha­blado.» En esto vieron a una doncella que caminaba sobre el lago. «¿Quién es esa doncella?», inquirió Arturo. «Es la Dama del Lago -respondió Merlín-, y en medio del lago hay una roca, y es un sitio tan bello como no hay otro igual en la tierra, y ricamente dotado, y esta doncella llegará hasta vos, y deberéis hablarle con palabras hermosas para que os en­tregue la espada.» En seguida llegó la doncella hasta Arturo y lo saludó, y él a ella. «Doncella -dijo Arturo-, ¿qué espada es ésa que sostenía un brazo por encima del agua? Desearía que fuese mía, pues no tengo espada.» «Sir Arturo, rey-dijo ella-, esa espada es mía, y si me concedéis un presente cuan­do yo os lo requiera será vuestra.» «A fe -dijo Arturo-, os daré el presente que pidáis.» «Ahora bien -dijo la doncella-, subid a esa barcaza y remad hasta llegar a la espada, y tomad la espada y la vaina, y yo reclamaré mi presente cuando lle­gue mi hora.» Entonces, sir Arturo y Merlín desmontaron y ataron sus caballos a sendos árboles, y sin más subieron a la barcaza, y cuando llegaron a la espada empuñada por la mano, sir Arturo la tomó por el mango y tiró hacia él. Y el brazo y la mano desaparecieron bajo el agua y volvieron a tierra los dos, subieron a sus caballos y se alejaron. Pasado un rato vio Arturo un rico pabellón: «¿De quién es ese pabe­llón?». «Ese pabellón -dijo Merlín- pertenece a sir Pellinor, el último caballero con el que os batisteis, pero está ausente; tuvo una discordia con uno de vuestros caballeros, el noble Egglame, se enfrentaron en buena lid y sir Pellinor le ha se­guido incluso hasta Carlion, de modo que lo encontraremos en el camino.» «Dices bien -dijo Arturo- ahora que tengo espada podré entablar batalla con él y cobrarme la vengan­za.» «Señor, no haréis tal cosa -dijo Merlín-, pues el caballe­ro está cansado de pelear y perseguir, de manera que no se­ría honroso para vos el tener una refriega con él, además no será fácilmente igualado por ningún caballero viviente, por tanto os aconsejo que permitáis que continúe su camino, pues muy pronto os prestará un gran servicio, y después de su muerte sus hijos harán lo mismo. También llegará en seguida el día en que os sentiréis gozoso de entregarle a vuestra hermana en matrimonio.» «Cuando lo vea -dijo Ar­turo-, haré lo que me aconsejáis.» Entonces, sir Arturo con­templó la espada y la encontró muy de su agrado. «¿Cuál de las dos os gusta más, la espada o la vaina?», preguntó Merlín. «Me gusta más la espada», respondió Arturo. «Mal os acon­sejáis -dijo Merlín-, porque la vaina es diez veces más valio­sa que la espada, puesto que mientras tengáis la vaina en vuestro poder nunca perderéis sangre aunque os encontréis fieramente herido; de manera que deberíais conservar siem­pre la vaina con vos.» Cabalgaban, pues, hacia Carlion y en el camino se toparon con sir Pellinor, pero Merlín se valió de un artificio de tal guisa que Pellinor no vio a Arturo y pasó de largo sin decir palabra. «Me asombra -dijo Arturo- que ese caballero no haya hablado.» «Señor -dijo Merlín-, no os ha visto, pues de haberos visto no hubiese seguido su cami­no tan ligeramente.» Al cabo llegaron a Carlion, lo cual ale­gró mucho a sus caballeros. Y cuando tuvieron noticia de sus aventuras se maravillaron de que pusiera en peligro su persona arriesgándose en tanta soledad. Y todos los hom­bres de honra dijeron que se alegraban enormemente de es­tar al servicio de un soberano dispuesto a afrontar las aven­turas del mismo modo que el más pobre de los caballeros.

4. Sir Dinadan el humorista

Me pareció que esta curiosa mentira habría sido relata­da de una manera muy sencilla y hermosa, pero hay que te­ner en cuenta que la había escuchado sólo una vez, sin duda había sido agradable para los demás cuando todavía era una novedad.

Sir Dinadan, el humorista, fue el primero en abrir los ojos y en seguida despertó al resto con una broma de muy dudo­so gusto. Ató unas jarras de metal a la cola de un perro, lo dejó en libertad y éste comenzó a recorrer velozmente el lu­gar en un frenesí de terror, mientras los otros perros lo se­guían, ladrando, aullando, golpeando y derribando todo lo que se cruzaba en su camino, creando un enorme caos y un ensordecedor estrépito, a la vista de lo cual todos los presen­tes, hombres y mujeres, se echaron a reír alborozadamente, hasta que se les saltaron las lágrimas; algunos se caían de sus sillas y se revolcaban en el suelo en estado de éxtasis, como si fueran niños. Sir Dinadan estaba tan orgulloso de su proeza que no paraba de contar, una y otra vez, hasta el agotamien­to, cómo se le había ocurrido la genial idea; y como sucede con los humoristas de su clase seguía celebrando su propia broma cuando todos los demás ya habían dejado de reír. Es­taba tan entusiasmado que decidió pronunciar un discurso, obviamente un discurso histórico. Creo que nunca había es­cuchado en toda mi vida tal sarta de chistes viejos y mani­dos. Era peor que un bufón malo, peor que un payaso de cir­co. Qué triste era tener que estar allí sentado, mil trescientos años antes de mi nacimiento, escuchando los mismos chis­tes simplones, insulsos, acartonados, que ya me ponían enfermo cuando era un muchacho mil trescientos años des­pués. A punto estuve de convencerme de que los denomina­dos «chistes nuevos» no existen en realidad. Todos los pre­sentes reían con esas antiguallas de chistes, pero de hecho ocurre siempre así, ya lo había notado siglos después. No obstante, el burlón, quiero decir Clarence, no se rió. No; so­lamente se burló; no había nada de lo que no se burlara. Dijo que la mayoría de los chistes de sir Dinadan apestaban y el resto estaba petrificado. Comenté que lo de «petrificado» me parecía perfecto, convencido como estaba de que la úni­ca manera apropiada de clasificar la edad imponente de al­gunos de esos chistes era por períodos geológicos. Pero una idea tan llamativa como aquella no encontró el menor eco en el joven; todavía no se había inventado la geología. Sin em­bargo, tomé nota del comentario y me propuse preparar a la comunidad para que lo entendiese si salía adelante en mi de­terminación. No hay razón para deshacerse de un buen ha­llazgo simplemente porque el mercado todavía no esté pre­parado.

En ese momento se alzó sir Kay y se dispuso a poner en marcha su molino de historias, utilizándome a mí como combustible. Había llegado el momento de ponerme serio, y así lo hice. Sir Kay relató cómo me había encontrado en una remota tierra de bárbaros, donde todos llevaban las mismas vestimentas ridículas que llevaba yo y que, por cierto, eran obra de encantamiento y hacían a su portador inmune a las heridas causadas por cualquier hombre. Sin embargo, él ha­bía anulado el poder del conjuro por medio de la oración y había dado muerte a mis trece caballeros en una batalla que se había prolongado durante tres horas, y me había hecho prisionero, perdonándome la vida, con el propósito de que una curiosidad tan extraña como era yo podía ser exhibida para asombro y admiración del rey y de la corte. Se refería siempre a mí de manera superlativa, llamándome «este gi­gante prodigioso» o «este monstruo horrible y descomunal» o «este ogro devorador de hombres, dotado de garras y col­millos», y todos parecían aceptar esas tonterías de la manera más ingenua, sin sonreír y aparentemente sin reparar en la discrepancia que existía entre esas estadísticas infladas y yo. Dijo que al tratar de escapar de él había alcanzado de un sal­to la copa de un árbol de doscientos codos de altura, pero él me había derribado con una piedra del tamaño de una vaca, que me había roto la mayor parte de los huesos y después me había hecho jurar que me presentaría en la corte de Arturo para recibir la sentencia. Al final me condenó a morir el día 21 al mediodía, y dio tan poca importancia al asunto que se detuvo para bostezar antes de designar la fecha.

Al llegar a aquel punto me hallaba en una condición la­mentable; de hecho, estaba tan fuera de mis cabales que ape­nas podía seguir los pormenores de una discusión que había surgido en torno a la forma de darme muerte, pues algunos juzgaban que sería imposible a causa del encantamiento de mis ropas. ¡Y pensar que era un traje corriente de quince dó­lares adquirido en una tienda de rebajas! Pese a todo, estaba lo suficientemente cuerdo para notar ese detalle: muchos de los términos utilizados de la manera más despreocupada por aquella egregia reunión de las damas y caballeros más eminentes de la tierra hubiera hecho sonrojar a un indio co­manche. La palabra «procacidad» se quedaría corta para dar una idea de la manera de hablar allí. No obstante, yo había leído Tom Jones, Roderick Ramdom y otros libros de ese tipo, y sabía que las más altas damas y los principales caballeros de Inglaterra habían sido casi tan procaces o igual de proca­ces en su forma de hablar, y en la moralidad y conducta que ello implica, hasta hace apenas cien años y, de hecho, hasta bien entrado el presente siglo, siglo en el cual se pueden en­contrar, en un sentido amplio, los primeros ejemplos de una verdadera dama y de un verdadero caballero en la historia de Inglaterra, e incluso en la historia de Europa. Suponed que se hubiese puesto en boca de los personajes las palabras que realmente habrían empleado. Tendríamos parlamentos de Raquel e Ivanhoe y la dulce lady Rowena que en nuestros días avergonzarían totalmente a un vagabundo. Sin embar­go, para quien es inconscientemente procaz, todas las cosas resultan delicadas. La gente del rey Arturo no se daba cuenta de que era indecente, y yo conservaba la suficiente presencia de ánimo para no mencionarlo.

Tanto les preocupaba el asunto de mis ropas encantadas, que se sintieron enormemente aliviados cuando, por fin, el viejo Merlín los desembarazó de esa dificultad con una su­gerencia de simple sentido común. Les preguntó por qué eran tan obtusos, por qué no se les ocurría desvestirme. En medio minuto me encontré tan desnudo como unas tijeras y, ¡por vida mía!, yo era el único que sentía vergüenza. Todos hablaban de mí, y lo hacían tan despreocupadamente como si se tratara de una calabaza. La reina Ginebra estaba tan ingenuamente interesada como los demás y dijo que nunca había visto a nadie con unas piernas como las mías. Fue el único cumplido que recibí…, si es que se trataba de un cum­plido.

Finalmente me llevaron en una dirección, y mis peligro­sas ropas en otra. Me arrojaron a una de las oscuras y estre­chas celdas de la mazmorra, con unas escasas sobras de co­mida como cena, un montón de paja podrida como lecho y un sinfín de ratas por compañía.

5. Una inspiración

Estaba tan agotado que ni siquiera mis temores consiguie­ron mantenerme en vela mucho tiempo.

Cuando desperté me parecía haber dormido durante lar­go tiempo. Mi primer pensamiento fue: «Vaya, ¡qué sueño más extraño he tenido! Supongo que desperté justo a tiem­po para salvarme de que me ahorcaran, me ahogaran, me quemaran en la hoguera o algo por el estilo… Dormiré otra siesta hasta que suene el silbato, y luego bajaré a la fábrica de armas y me desquitaré de Hércules».

Pero precisamente en ese momento escuché un áspero sonido de cadenas y grilletes herrumbrosos, una luz me hi­rió los ojos, ¡y aquella aparición, Clarence, estaba frente a mí! Me atraganté de la sorpresa y por poco pierdo la respi­ración.

-¡Qué! -dije-. ¿Tú aquí todavía? Márchate con el resto del sueño. ¡Desaparece!

Pero él se limitó a reír, a su manera despreocupada, y co­menzó a burlarse de mi penosa situación.

-Está bien -dije resignadamente-; entonces que continúe el sueño, no tengo ninguna prisa.

-¿Qué sueño, señor?

-¿Que qué sueño? Hombre, el sueño de que estoy en la corte del rey Arturo, un personaje que nunca existió y que estoy hablando contigo, que no eres más que un producto de mi imaginación.

-Ah, vaya, vaya. ¿Y también es un sueño que mañana vais a ser quemado en la hoguera? Ja, ja. ¿Qué me respondéis? Me sacudió en ese momento un apabullante estremeci­miento. Comencé a razonar que mi situación era sumamen­te grave, fuese o no fuese un sueño, pues conocía por expe­riencia la intensidad tan vívida de los sueños, y sabía que morir en la hoguera, aun en sueños, distaba mucho de ser una broma, y era algo que debía evitar por todos los medios a mi alcance, falsos o verdaderos. Así que le dije en tono de súplica:

-Ah, Clarence, mi buen joven, mi único amigo, porque eres mi amigo, ¿verdad?; no me falles. ¡Ayúdame a trazar un plan para escapar de aquí!

-¡Pero qué cosas decís! Por favor, si los pasillos están cus­todiados yvigilados por hombres de armas.

-Sin duda, sin duda. ¿Pero cuántos, Clarence? ¿Quizá no muchos?

-Una veintena completa. No habría esperanza de escapar -luego dijo, dubitativamente-: Y hay otras razones, y de ma­yor peso.

-¿Otras razones? ¿Cuáles?

-Bueno, dicen… ¡Ah, pero no me atrevo, de verdad que no me atrevo!

-¿Pero qué te pasa, pobre hombre? ¿Por qué palideces? ¿Por qué tiemblas?

-¡Ah, por cierto, es necesario! Quisiera deciros, pero… -Vamos, vamos, sé valiente, pórtate como un hombre; ha­bla; anda, sé buen chico.

Clarence dudaba, indeciso entre el deseo de ayudarme y el miedo que sentía… Después de un momento se acercó furti­vamente a la puerta y se asomó. Luego gateó hasta llegar a mí y me susurró al oído sus terribles noticias, con el recelo de al­guien que se aventura en un terreno espantoso y que habla de cosas cuya sola mención pudiera ser castigada con la muerte.

-Merlín, en toda su maldad, ha hechizado esta mazmo­rra, y no hay en todos estos reinos una persona tan temera­ria que intentara salir de aquí con vuestra merced. ¡Dios, ten piedad! ¡Lo he dicho! Ah, sed bueno conmigo, tened cle­mencia de un pobre muchacho que sólo desea vuestro bien. Si me traicionaseis, estaría perdido.

Me reí, con una risa tan refrescante como no lo había he­cho en mucho tiempo. Empecé a vociferar:

-¡Merlín lo ha hechizado! ¿Merlín? ¡Olvídate! ¿Ese farsante de pacotilla? ¿Ese viejo embustero? Bobadas, puras bobadas, las bobadas más estúpidas del mundo. ¡Que me cuelguen si de todas las supersticiones idiotas, pueriles, menteca­tas, descabelladas que han existido en…, ah, maldito sea Mer­lín!

Pero antes de que terminase, Clarence había caído de ro­dillas a mi lado, y parecía a punto de enloquecer de miedo. -¡Ay, tened cuidado! ¡Habéis pronunciado palabras es­pantosas! En cualquier momento pueden desmoronarse so­bre nosotros estos muros si continuáis diciendo tales cosas. ¡Ay, renegad de ellas antes de que sea demasiado tarde! Aquella extraña demostración me dio una idea de lo que ocurría en tal sitio y me dejó pensativo. Si todo el mundo se encontraba tan honesta y sinceramente intimidado como Clarence por la supuesta magia de Merlín, ciertamente un hombre superior, como yo, debía ser lo suficientemente as­tuto para ingeniarse alguna manera de sacar provecho de tal estado de cosas. Seguí pensando y discurrí un plan. Después de un momento dije:

-Ponte en pie y cálmate; ahora mírame a los ojos. Bien, ¿sabes por qué me reí?

-No, pero por el amor de Nuestra Señora Bendita, no lo hagáis de nuevo.

-Te diré por qué me reí. Porque yo también soy mago.

-¡Vuestra merced!

El chico retrocedió un paso e intentó recuperar el aliento. La revelación había sido bastante repentina, y de inmediato había adoptado una postura respetuosa, muy respetuosa. Tomé atenta nota; indicaba que un charlatán no necesitaba conseguir una reputación en este manicomio; la gente no dudaría en aceptar sus palabras. Continué:

-Conozco a Merlín desde hace setecientos años y él…

-Setecientos a…

-No me interrumpas. Ha muerto y ha renacido trece veces, presentándose cada vez bajo un nombre diferente. Smith, Jones, Robinson, Jackson, Peters, Haskins, Merlín. Un nuevo alias cada vez que aparece. Nos encontramos en Egipto hace trescientos años; nos encontramos en la India hace quinientos años. Siempre se está cruzando en mi cami­no, dondequiera que vaya. Ya me estoy aburriendo de él. No es gran cosa como mago: conoce algunos de los trucos más comunes, pero no ha superado los rudimentos y nunca lo hará. Está bien para actuaciones en provincias, una presen­tación en cada pueblo y ese tipo de cosas, pero, ¡voto a tal!, no debería hacerse pasar por un experto, y mucho menos en presencia de un verdadero artista del oficio. Ahora mira, Clarence, seré tu amigo de ahora en adelante, y tú deberás corresponderme con tu amistad. Te voy a pedir un favor. Quiero que hagas llegar a oídos del rey la información de que yo también soy mago: el supremo Gran Altísimo Yu-­Muck-Amuck, y además jefe de la gran tribu. Y quiero que él se entere de que estoy preparando silenciosamente una pe­queña catástrofe que puede ocasionar ciertas desgracias por estos reinos si se lleva a cabo el proyecto de sir Kay y se me hace algún daño. ¿Te encargarás de hacérselo saber al rey?

El pobre chico se encontraba en tal estado que apenas conseguía hablar. Daba verdadera grima ver a una persona tan aterrorizada, tan acobardada, tan desmoralizada. Pero prometió hacer todo lo que le había pedido. Por su parte, me hizo prometer, una y otra vez, que yo sería siempre su amigo y que jamás me volvería contra él ni le haría objeto de encan­tamiento alguno. Luego comenzó a acercarse a la puerta, apoyándose en la pared como si estuviese débil y enfermo.

En ese momento me di cuenta de lo inconsciente que ha­bía sido: «Cuando el chico se calme, se preguntará por qué un gran mago como yo le ha pedido a un jovencito como él que me ayude a salir de aquí. Atará un par de cabos y llegará a la conclusión de que soy un farsante».

Durante una hora estuve muy preocupado por mi inaudito descuido, y me insulté a mí mismo de muchas y malas mane­ras. Pero luego me puse a pensar que estos animales no razo­nan, que no son capaces de atar cabos, que sus conversaciones demostraban que no distinguían una discrepancia, aunque la tuvieran ante sus propios ojos. Sentí un gran alivio.

Pero en este mundo tan pronto como descartamos una preocupación comenzamos a preocuparnos por alguna otra cosa. Me dio por pensar que había cometido un craso error: había enviado al chico para alarmar a sus mayores con una amenaza, pretendiendo que podía inventarme una catástro­fe a mi antojo, pero, claro, las personas que están siempre dispuestas y ansiosas de aceptar los milagros son precisa­mente aquellas que se muestran más impacientes por ver cómo los realizas, ¿y si me pidiesen una demostración? ¿Y si me exigiesen que anunciara cuál sería mi catástrofe? Sí, ha­bía cometido un craso error, debía haber inventado mi ca­tástrofe de antemano. «¿Qué debo hacer? ¿Qué podría decir para ganar un poco de tiempo?» De nuevo me encontraba en un lío, en el más enredado de los líos… «i Oigo pasos! ¡Ya vie­nen! ¡Si sólo tuviera un instante para pensar! ¡Diantre, ya lo tengo! Estoy salvado.»

Veréis, se trataba del eclipse. Me vino a la memoria, en el momento crítico, que Colón, Cortés, o alguno de los con­quistadores se había valido de un eclipse para salir de algún apuro en que se encontraba con los salvajes, y vi ahí mi oportunidad. Y ni siquiera sería un plagio, porque yo lo ha­ría casi mil años antes que esa gente.

Clarence regresó, cabizbajo, afligido, y me dijo:

-Me di prisa para hacer llegar el mensaje hasta nuestro se­ñor, el rey, e inmediatamente me llamó a su presencia. Se asustó hasta la médula, y ya se disponía a impartir órdenes para que fueseis liberado instantáneamente y fueseis vestido con finos ropajes y alojado como corresponde a alguien tan principal, cuando en ese momento llegó Merlín y lo echó todo a perder, porque persuadió al rey de que vuestra mer­ced estaba loco y no sabía lo que decía. Hasta dijo que vues­tras amenazas no eran más que pamplinas y desperdicio de saliva. Discutieron largamente, pero al final Merlín dijo so­carronamente: «¿Y por qué no me ha dicho todavía cuál es su peligrosa catástrofe? Ciertamente porque no puede ha­cerlo». Esta arremetida de Merlín acalló al rey, quien no supo qué contestar y, en consecuencia, con gran cuita por te­ner que incurrir en tal descortesía, a través de mí os ruega que consideréis su perpleja e insoluble situación y digáis cuál es vuestra catástrofe, si es que por azar ya habéis deter­minado su naturaleza y el momento de su ejecución. Ah, ojalá que no tarde vuestra merced; una demora en este pun­to doblaría y triplicaría los riesgos que ya se ciernen sobre vuestra merced. ¡Ay, sed prudente y decid en qué consiste la catástrofe!

Dejé que se acumulara el silencio para que el efecto fuese más grande e impresionante, y entonces dije:

-¿Cuánto tiempo llevo encerrado en este agujero? -Fuisteis recluido cuando casi terminaba el día de ayer, y ahora son las nueve de la mañana.

-¡Vaya! Entonces he dormido muy bien. ¡Las nueve de la mañana! Pero si parece medianoche. Quiere decir que esta­mos a veinte, ¿verdad?

-Sí, estamos a veinte.

-Y mañana seré quemado en la hoguera. El muchacho se sobrecogió.

-Así es, a mediodía.

-Muy bien, entonces te explicaré lo que tienes que decir. Hice una pausa y me quedé mirando al acobardado chico durante un minuto entero de terrible silencio. Luego, con voz profunda, mesurada, tenebrosa, comencé a hablar y, atravesando sucesivas etapas dramáticas, fui ascendiendo hasta un clímax colosal, momento en el cual dije con el tono más noble y sublime que jamás había utilizado:

-Anda a ver al rey y dile que a esa hora sumiré al mundo entero en la más profunda oscuridad de la noche. Haré de­saparecer el sol y nunca más volverá a brillar. Los frutos de la tierra se perderán por falta de luz y calor, y todos los pobla­dores de la tierra, hasta el último, morirán de hambre.

Tuve que sacar en brazos al muchacho, pues acababa de sufrir un colapso. Lo entregué a los centinelas y regresé.

6. El eclipse

Inmerso en el silencio y la oscuridad, la comprensión co­menzó a unirse al conocimiento. El simple conocimiento de un hecho resulta pálido, pero cuando se accede a la com­prensión, entonces adquiere color. Es completamente dis­tinto oír que un hombre ha sido apuñalado en el corazón que presenciar el hecho con tus propios ojos. Así, en el silen­cio y la oscuridad, el conocimiento de que me hallaba en pe­ligro de muerte fue alcanzando un significado cada vez más profundo… Un no sé qué, que debía ser la comprensión de lo que ocurría, fue bullendo por mis venas, pulgada a pulgada, hasta dejarme helado.

Pero es una providencia bendita de la naturaleza que, en momentos como éste, en cuanto el mercurio de un hombre ha descendido hasta un cierto nivel, se produce una reacción y se empieza a recobrar las fuerzas. Vuelve la esperanza, y con ella la jovialidad, y entonces ese hombre se encuentra en con­diciones de hacer algo por sí mismo, si es que se puede hacer algo. Cuando mi reacción se produjo venía con un buen im­pulso. Me dije que, sin duda alguna, mi eclipse me salvaría y además me convertiría en la persona más importante del rei­no, e inmediatamente mi mercurio dio un gran salto y desaparecieron todas mis preocupaciones. Me sentí el hombre más feliz del mundo. Incluso me sentía impaciente porque llegara el día siguiente, pues estaba deseoso de revelar mi ju­gada maestra y pasar a ser el centro del asombro y la reveren­cia de toda la nación. Más aún: tenía la seguridad de que sería en el sentido comercial el inicio de una gran carrera.

Entre tanto, había algo que permanecía arrinconado en el fondo de mi mente. Se trataba de una casi convicción de que cuando aquella gente supersticiosa conociera la naturaleza de la catástrofe que yo me proponía causar, el efecto sería tal, que intentarían llegar a un compromiso. Cada vez que escu­chaba pasos que se acercaban me volvía a la cabeza aquel pensamiento, y me decía a mí mismo: «Bueno, si es una ofer­ta ventajosa, está bien, aceptaré; pero, si no lo es, me man­tendré inexorable y sacaré el mayor provecho posible de mi juego».

-La pira está lista. ¡En marcha!

¡La pira! Las fuerzas me abandonaron y por poco me des­mayo. Es difícil recobrar el aliento en momentos como ése, pues se te hace un nudo en la garganta y las palabras brotan ahogadas, entrecortadas, pero tan pronto como pude volver a hablar dije:

-Pero tiene que haber un error. La ejecución es mañana.

-Cambio de órdenes. Se adelanta un día. ¡Daos prisa! Estaba perdido. No tenía salvación. Me encontraba alela do estupefacto, no tenía control sobre mí mismo. Comencé a dar vueltas sin propósito alguno, como si hubiera perdido la razón. Los soldados me apresaron, me sacaron a rastras de la celda y me condujeron a lo largo de un laberinto de pa­sadizos subterráneos hasta emerger al mundo exterior y al resplandor feroz del sol. Cuando entramos en el enorme pa­tio cubierto del castillo sentí un escalofrío, pues lo primero que vi fue la pira colocada en el centro, y junto a ella un mon­tón de troncos apilados y un monje. A lo largo y ancho del patio, la multitud se agolpaba en una especie de graderías, formando terrazas escalonadas de abigarrados colores. El rey y la reina, que estaban sentados en sus tronos, eran las fi­guras más notables de todo el recinto, naturalmente.

Sólo tardé un segundo en observar todo aquello. Al se­gundo siguiente, Clarence había surgido de algún sitio ocul­to y me llenaba los oídos de noticias:

-¡Gracias a mí se ha producido este cambio! ¡Y no poco he debido esforzarme para conseguirlo! Pero cuando les re­velé cuál era la calamidad que preparabais y vi cuán grande era el terror que engendraba, comprendí que ese era el mo­mento de actuar. Por lo tanto, me dediqué a informar a uno y otro que vuestro poder contra el sol no alcanzaría su pleni­tud hasta el día de hoy de modo que, si querían salvar el sol y salvar el mundo, vuestra merced debía ser ejecutado hoy, aprovechando que vuestros poderes de encantamiento están apenas forjándose y carecen de potencia. ¡Voto al cielo! No era más que una burda mentira, una invención descabella­da, pero deberíais haber visto cómo, acosados por el terror, se creían todo lo que les decía, igual que si fuese una salva­ción que les caía del cielo. Y durante todo el tiempo yo me reía entre dientes al verlos tan fácilmente engañados, y al momento siguiente daba gracias a Dios por permitir que la más baja de sus criaturas se convirtiera en su instrumento para la salvación de vuestra vida. ¡Ah, y qué felizmente se ha resuelto todo! No precisaréis hacer daño de verdad al sol… ¡No olvidéis eso, por vuestra alma no lo olvidéis! Bastará con que produzcáis una pequeña oscuridad, la más pequeña de las pequeñas oscuridades y nada más. Será suficiente. Comprenderán que les hablé falsamente y lo achacarán a mi ignorancia, pero en cuanto aparezca la primera nube de esa oscuridad veréis cómo enloquecen de terror y os ponen en libertad y aceptan vuestra grandeza. Acudid ahora a vuestro triunfo. Pero recordadlo, buen amigo, os ruego que recor­déis mi súplica: no causéis ningún daño a nuestro loado sol. Hacedlo por mí, vuestro verdadero amigo.

A pesar de mi desdicha y desconsuelo conseguí musitar algunas palabras; logré decir que no destruiría el sol. Los ojos del chaval expresaron una gratitud tan profunda y de­vota que me sentí incapaz de decirle que su bienintencio­nada estupidez había causado mi ruina y me llevaría a la muerte.

Mientras los soldados me conducían a través del patio, el silencio era tan absoluto que si hubiese tenido los ojos ven­dados habría creído estar en un desierto, cuando de hecho me rodeaban cuatro mil personas. No se percibía el menor movimiento entre aquella muchedumbre. Permanecían to­dos tan rígidos como estatuas de piedra, e igualmente páli­dos, con el temor reflejado en todos los semblantes. La in­quietud continuó mientras me encadenaban a la estaca. Continuó también mientras los troncos eran lenta y cuida­dosamente apilados alrededor de mis tobillos, mis rodillas, mis muslos, mi cuerpo entero. Luego se produjo una pausa, acompañada de un silencio aún más profundo si cabe y a mis pies se arrodilló un hombre que sostenía una antorcha llameante. Los asistentes se empinaban para observar mejor, y al hacerlo se separaban de sus asientos sin darse cuenta. El monje levantó sus manos por encima de mi cabeza, elevó los ojos hacia el cielo azul y comenzó a pronunciar algunas pa­labras en latín. Continuó recitando en tono monótono du­rante algún tiempo, pero de repente se detuvo; miré enton­ces hacia arriba y entonces me di cuenta de que el monje se había quedado inmóvil, petrificado. Como siguiendo un mismo impulso, la multitud se levantó lentamente y se que­dó mirando hacia el cielo. Seguí la dirección de sus miradas y vi, tan cierto como que dos y dos son cuatro, ¡que mi eclip­se estaba comenzando! La vida volvió a hervir en mis venas. ¡Era un hombre nuevo! La franja negra se propagó poco a poco dentro del disco solar, mi corazón latía cada vez más de prisa, mientras los concurrentes y el sacerdote seguían mi­rando fijamente hacia el cielo, inmóviles. Sabía bien que sus miradas se volverían hacia mí en seguida. Cuando así ocu­rrió, estaba preparado: había adoptado de las actitudes más grandiosas de todo mi repertorio el gesto hierático, el brazo extendido señalando el sol. El efecto resultaba sublime. Una ola de estremecimiento recorrió la multitud. Dos gritos re­sonaron, el segundo de ellos cuando todavía no se había apagado el primero:

-¡Aplicad la antorcha!

-¡Lo prohibo!

El primero había salido de labios de Merlín; el segundo, de labios del rey. Merlín trató de avanzar hacia mí. Temí que quisiera encender él mismo la hoguera y entonces exclamé:

-Permanece donde estás. ¡Si un solo hombre, incluyendo al propio rey, se mueve antes de que yo lo ordene, lo partiré con un trueno, lo extinguiré con un rayo!

La multitud se dejó caer mansamente en sus asientos, como yo había anticipado. Merlín titubeó unos instantes, y durante ese breve lapso me sentí en vilo como nunca antes en mi vida. Se sentó de nuevo, y entonces respiré profunda­mente, comprendiendo que controlaba totalmente la situa­ción. El rey habló:

-Tened clemencia, gentil señor, y no sigáis adelante en este arriesgado asunto, no vaya a ser que se produzca una ca­tástrofe. Se nos había informado que vuestros poderes no al­canzarían su plenitud hasta el día de mañana, pero…

-¿Su majestad piensa que la información puede haber sido una mentira? … Era una mentira.

El efecto de esas palabras fue enorme, por todas partes se levantaron manos en gesto de súplica, y el rey fue asaltado por una tormenta de ruegos de que me comprara a cualquier precio, deteniendo así la catástrofe. El rey estaba ansioso por complacerlas peticiones y, tras un instante, dijo:

-Decid las condiciones que bien os parezcan, reverendo señor, incluso la de compartir de mi reino si así lo deseáis, pero eliminad esta catástrofe, ¡salvad el sol!

Mi suerte estaba asegurada. Hubiese aceptado su oferta en seguida…, pero no podía detener un eclipse; eso ya exce­día mis posibilidades, de modo que solicité un plazo para considerarlo. El rey preguntó con vehemencia:

-¿Cuánto tiempo, pero cuánto tiempo, buen señor? Tened piedad; mirad, cada vez se hace más y más oscuro. ¿Cuánto tiempo desea vuestra merced?

-No demasiado. Media hora. Tal vez una hora.

Se levantó un millar de patéticas protestas. No podía acallarlas, pues no lograba recordar cuánto tiempo dura un eclipse total. De todos modos, me encontraba bastante per­plejo y quería reflexionar. Había algo en el eclipse que no acababa de entender y que me desconcertaba. Si no era éste el eclipse del cual yo tenía noticia, entonces ¿cómo saber si me hallaba en el siglo vi o si no era más que un sueño? Vaya, vaya, de comprobar que se trataba de lo segundo, sig­nificaría una nueva y grata esperanza. Si la fecha que me            había dicho el muchacho era correcta y, en efecto, estába­mos a veinte, entonces no era el siglo vi. En este estado de gran exaltación me acerqué al monje y, tirando de una de sus mangas, le pregunté a cuántos estábamos.

¡Diantre! Me dijo que estábamos a veintiuno. ¡Me quedé helado al escuchar esas palabras! Le encarecí que tuviese cuidado en no cometer un error, pero me dijo que estaba se­guro de que era el veintiuno. Así que el cabeza de chorlito de Clarence de nuevo había enredado las cosas. La hora del día concordaba con la del eclipse; lo había comprobado yo mis­mo con un reloj de sol que se encontraba cerca. Sí, estaba en la corte del rey Arturo, y más me valía sacar el mayor prove­cho posible de mi situación.

La oscuridad iba en aumento, y aumentaba también la confusión entre la gente. Dije entonces:

-Lo he pensado bien, señor rey. Para que sirva de lección dejaré que continúe esta oscuridad y dejaré que la noche cu­bra el mundo entero. Pero de ti dependerá que destruya el sol para siempre o que acceda a reponerlo luego. Estas son mis condiciones: seguirás siendo rey de todos tus dominios y recibirás las glorias y honores que corresponden a un so­berano, pero deberás nombrarme tu primer ministro y eje­cutivo vitalicio. Por esos servicios habrás de concederme el uno por ciento del aumento sobre el nivel actual de los ingre­sos que yo consiga crear. Si no puedo sobrevivir con ello a nadie le pediré que me eche una mano. ¿Te parece satisfacto­rio?

Se produjo una andanada de aplausos y en medio de la al­gazara se elevó la voz del rey, diciendo:

-¡Quitadle las ataduras y ponedle en libertad y rendidle homenaje, ricos y pobres, señores y siervos, pues se ha con­vertido en la mano derecha del rey, revestido de poder y au­toridad y su sitial se encuentra en los más altos escalones del trono! Ahora apartad esta creciente oscuridad y retornad la luz y la alegría para que el mundo entero os bendiga.

Pero yo le respondí:

-Que un hombre normal sea humillado ante el mundo no importa, pero sería una deshonra para el rey que todo aquel que haya visto desnudo a su ministro no lo vea también libe­rado de su vergüenza. Si fuera posible, quisiera que me de­volviesen mis ropas…

-No son apropiadas -interrumpió el rey-. Traed vestidu­ras para él, vestidlo como a un príncipe.

Mi idea funcionaba.Quería dejar las cosas como estaban hasta que el eclipse fuera total para evitar que de nuevo pi­dieran que despejase la oscuridad, lo cual, por supuesto, no podía hacer. Gané un poco de tiempo ordenando que me trajeran mis ropas, pero no el suficiente. Tenía que inventar­me otra excusa. Dije entonces que era bastante natural que el rey cambiase de idea y se arrepintiese hasta cierto punto de lo que había hecho a causa de su excitación y, por tanto, permitiría que la oscuridad aumentase un poco, pero si des­pués de un tiempo razonable el rey seguía pensando de la misma manera la oscuridad sería eliminada. Ni el rey ni nin­guno de los presentes se mostraron de acuerdo con esa pro­puesta, pero yo insistí en ella.

Se hacía más y más oscuro, más y más negro, y yo seguía enfrentado con las engorrosas vestiduras del siglo vi. Final­mente la oscuridad se hizo completa y la multitud comenzó a aullar de horror al sentir la sobrenatural brisa nocturna que soplaba y constatar que las estrellas salían y titilaban en el cielo. Llegó el momento en que el eclipse fue total, lo cual me alegró mucho aunque, por supuesto, llenaba de congoja a todos los demás.

-El rey, con su silencio, admite que se atiene a las condi­ciones -dije. Luego levanté las manos, las mantuve un mo­mento así y añadí con la más lúgubre solemnidad-: ¡Que el encantamiento se disuelva y desaparezca sin hacer daño!

Por un momento no ocurrió nada en aquella oscuridad y aquel silencio de cementerio. Pero cuando una franja platea­da de sol se abrió paso un instante después, la muchedum­bre se desahogó con un grito poderoso y descendió como un torrente para sofocarme con sus bendiciones y agradeci­mientos. Y podéis estar seguros de que Clarence no fue el úl­timo en llegar.

7. La torre de Merlín

Dado que yo era ahora la segunda personalidad del reino en lo que se refiere a la autoridad y el poder político, se me trataba con gran deferencia. Mis vestiduras eran de seda, terciopelo e hilo de oro y, por consiguiente, muy espectacu­lares y también muy incómodas. Me destinaron las habita­ciones más lujosas del castillo, después de las del rey. Pare­cían resplandecer con los vivos colores de los tapices de seda, pero el suelo de piedra sólo tenía juncos por alfombra, y además juncos disparejos, pues no eran del mismo tipo. En cuanto a las comodidades propiamente dichas, no había ninguna. Quiero decir las pequeñas comodidades, porque son precisamente las pequeñas comodidades las que hacen la vida confortable. Las grandes sillas de roble adornadas con burdos relieves no estaban mal, pero eso era todo. No había jabón, ni cerillas, ni espejo (excepto uno metálico, más o menos igual de nítido que un cubo de agua). Y ni un solo grabado en la pared. A lo largo de los años me había ido acostumbrando a esas estampas y ahora me daba cuenta de que la pasión por el arte se había introducido insospechada­mente en lo más íntimo de mi ser, y se había convertido en parte de mí mismo. Me sentía nostálgico al observar esta parvedad -orgullosa y ostentosa, pero sin alma- y recordar que en nuestra casa en East Hartford, una casa sin pretensio­nes, no podías entrar en ninguna habitación sin encontrar una estampa de alguna compañía de seguros o por lo menos una de esas láminas a tres colores con la inscripción «Dios bendiga esta casa» sobre cada puerta, y en el salón teníamos nueve estampas. Pero aquí, incluso en mi imponente cámara de Estado, no había nada parecido a una ilustración, excep­tuando un objeto del tamaño de una colcha, que podía ser tejido o de punto (tenía varios remiendos), pero nada en él correspondía a los colores y las formas apropiadas. En cuan­to a las proporciones, el mismo Rafael no hubiera podido hacer una chapucería semejante, a pesar de toda su práctica, en esas pesadillas que se han llamado las «célebres caricatu­ras de la corte de Hampton» ¡Menudo pájaro ese Rafael! Te­níamos muchas estampas suyas: una era La pesca milagrosa, en la cual introducía un milagro de su propia cosecha: colo­caba a tres hombres dentro de una barca tan pequeña que no hubiera podido entrar un perro sin hacerla zozobrar. Siem­pre admiré el arte de R.: resultaba tan fresco, tan poco con­vencional…

En todo el castillo no había siquiera una campanilla o un tubo acústico. Yo tenía una gran cantidad de sirvientes, y aquellos que estaban de turno se paseaban por la antecáma­ra, sin hacer nada especial, pero cuando necesitaba a alguno de ellos tenía que salir a buscarlo. No había gas, no había lámparas, y un plato de bronce medio lleno de mantequilla de internado, sobre la cual flotaba un trapo encendido, pro­ducía lo que ellos llamaban luz. Un buen número de estos objetos colgaban de las paredes y modificaban la oscuridad, la disminuían lo suficiente para que resultase lóbrega. Si sa­las de noche, tus sirvientes tenían que llevar antorchas. No había libros, bolígrafos, tinta o papel, y no había cristales en las aberturas que pasaban por ser ventanas. El cristal es algo insignificante, pero cuando se carece de él entonces se con­vierte en algo importante. Pero quizá lo peor de todo es que no había azúcar, café, té ni tabaco. Me di cuenta de que yo era otro Robinson Crusoe abandonado en una isla desierta, donde en lugar de una sociedad existían unos animales más o menos domesticados, y comprendí que si quería llevar una vida soportable debía proceder de la misma manera que él: inventar, ingeniármelas, crear, reorganizar las cosas, poner a funcionar brazos y cerebros y asegurarme de mantenerlos ocupados. Bueno, tenía experiencia en ese sentido.

Una cosa me molestaba durante los primeros días: el inte­rés inusitado que la gente sentía por mí. Aparentemente, la nación entera estaba ansiosa por conocerme. Pronto se pro­pagó la noticia de que el eclipse le había producido al mundo británico un susto casi mortal y que, mientras duró, todo el país, de un extremo a otro, quedó sumido en un lastimero estado de pánico. También se comentaba que las iglesias, ermitas y monasterios se habían visto desbordados por le­giones de infelices criaturas que oraban y sollozaban, con­vencidas de que había llegado el fin del mundo. A esto ha­bían seguido las noticias de que el causante de todo era un forastero, un poderoso mago que se encontraba en la corte del rey Arturo, tan poderoso que hubiese podido apagar el sol como si se tratase de una vela, y que de hecho se disponía a hacerlo cuando se logró comprar su clemencia y conven­cerlo de que retirara su encantamiento, y que ahora este fo­rastero era reconocido y honrado como el hombre que con su gran poder, y sin ayuda de nadie, había salvado al globo de la destrucción y a sus habitantes de la extinción. Ahora bien, si consideráis que todo el mundo creía eso, y no sólo lo. creía, sino que nunca le hubiera pasado por la cabeza dudar­lo, comprenderéis fácilmente que no existiera una sola per­sona en toda Inglaterra que no hubiese caminado cien kiló­metros para echarme una ojeada. Por supuesto que era el único tema de conversación, todos los otros habían sido abandonados e incluso el rey se convirtió de repente en una persona de interés y notoriedad mucho menores. Antes de veinticuatro horas empezaron a llegar delegaciones, y lo si­guieron haciendo durante toda una quincena. Había gran cantidad de gente en el pueblo y en los campos de los alrede­dores. Tenía que salir una docena de veces al día para exhibir­me ante aquellas multitudes reverentes y maravilladas. Se convirtió en una pesada carga, en cuanto a tiempo y moles­tias, pero, por supuesto, tenía una compensación en el hecho de sentirme tan insigne y el centro de tanto homenaje. El co­lega Merlín se ponía verde de envidia y despecho, lo cual me producía una gran satisfacción. Pero había una cosa que no podía entender: nadie me había pedido un autógrafo. Hablé con Clarence del asunto y, ¡por vida mía!, tuve que explicarle lo que era. Luego me dijo que en el país nadie sabía leer y es­cribir salvo una docena de clérigos. ¡Cáspita! ¿Qué os parece?

Había otra cosa que me preocupaba un poco: en seguida llegó un momento en que las multitudes comenzaron a re­clamar otro milagro. Era natural. Poder ufanarse en sus ho­gares distantes de que habían visto al hombre que podía impartir órdenes al sol que se pasea por los cielos, sometién­dolo a su entera voluntad, los engrandecería ante los ojos de sus vecinos y los convertiría en motivo de envidia, pero po­der decir que ellos mismos lo habían visto realizar un mila­gro, hombre, pues la gente recorrería entonces un buen tre­cho por verlos a ellos. La presión era grande. Sabía que se iba a producir un eclipse de luna, y conocía la fecha y la hora, pero faltaba todavía mucho tiempo. Dos años. Mucho hu­biera dado por conseguir adelantarlo y aprovecharme de él ahora que la demanda era notable. Me parecía una verdade­ra lástima que se desperdiciase de ese modo, y que luego se produjese en un momento en que probablemente a nadie le serviría de nada. Si hubiese estado programado para dentro de un mes, habría conseguido un lleno completo sin dificul­tad, pero tal y como estaban las cosas no lograba descubrir la forma de utilizarlo, así que abandoné mis esfuerzos en ese sentido. Poco después, Clarence se enteró de que el viejo Merlín estaba muy ocupado haciendo una campaña subrep­ticia entre la gente. Estaba difundiendo la especie de que yo era un farsante y que la razón por la cual no complacía a la gente realizando un milagro era simplemente porque no po­día hacerlo. Comprendí que tenía que hacer algo, y después de pensarlo un poco se me ocurrió un buen plan.

Gracias a mi autoridad como ejecutivo mandé a Merlín a prisión, e hice que le destinaran a la misma celda que había ocupado yo. En seguida difundí públicamente, por medio de trompetas heráldicas, la noticia de que estaría atareado con asuntos de Estado durante los próximos quince días y que al final de ese plazo me tomaría un pequeño descanso, que aprovecharía para hacer volar con fuegos celestiales la torre de piedra de Merlín. Entre tanto, todo aquel que escu­chase las malignas informaciones que sobre mí circulaban debía tener extremo cuidado. Más aún: realizaría sólo ese milagro y, si algunos no se sintiesen satisfechos e insistiesen en murmurar, los transformaría en caballos y los destinaría a labores útiles. Tras el anuncio se produjo un profundo si­lencio.

Clarence se convirtió, hasta cierto punto, en mi confiden­te, y empezamos a trabajar en secreto. Le expliqué que éste era un tipo de secreto que requería una bagatela de prepara­ción y que el solo hecho de revelar a alguien esos preparati­vos acarrearía una muerte fulminante. Después de eso podía contar con su discreción. Fabricamos clandestinamente unos cuantos barriles de pólvora de la mejor calidad y supervisé a mis armeros mientras fabricaban una varilla de pararrayos y varios cables. La vieja torre de piedra era enorme y se en­contraba en un estado bastante ruinoso, pues databa del tiempo de los romanos, cuatrocientos años antes. Sí, y era bonita, en su estilo burdo. Estaba cubierta de hiedra desde la base hasta lo alto, de manera que parecía estar revestida por una cota de malla. Se erigía sobre un promontorio solitario, bien visible desde el castillo, del cual distaba unos ochocien­tos metros.

Trabajando de noche, colocamos la pólvora en la torre; sa­camos piedras de su interior y ocultamos la pólvora en sus muros, que tenían en la base dos metros y medio de espesor. Colocamos cargas en una docena de sitios diferentes. Con toda esa pólvora habríamos podido volar la Torre de Londres. Cuando llegó la decimotercera noche instalamos nuestro pa­rarrayos. Enterramos la varilla en una de las cargas de pólvo­ra y tendimos cables desde allí hasta las otras cargas. Todo el mundo había evitado el sitio desde el día de mi proclamación, pero la mañana del decimocuarto día consideré que era me­jor advertir a la gente, por medio de los heraldos, que se man­tuvieran a cierta distancia, a cuatrocientos metros por lo me­nos. Añadí asimismo que, en cualquier momento, durante las próximas veinticuatro horas, llevaría a cabo el milagro y que daría antes un sucinto aviso: con banderas en la torre del cas­tillo si decidía hacerlo durante el día y con antorchas en el mismo sitio si optaba por realizarlo de noche.

Las tormentas eléctricas habían sido bastante frecuentes en los últimos días, así que no temía demasiado un fracaso. De todas formas, una demora de uno o dos días no me in­quietaba, pues hubiese explicado que seguía ocupado con asuntos de Estado y que la gente tendría que esperar.

Por supuesto, el decimoquinto día hacía un sol radiante, prácticamente el primer día sin una nube que habíamos te­nido en tres semanas. Siempre pasa lo mismo. Permanecí encerrado, observando el tiempo. Clarence venía de vez en cuando para decirme que la excitación del público seguía y seguía creciendo y que la multitud llenaba ya los campos tan lejos como se alcanzaba a divisar desde las almenas. Final­mente, el viento comenzó a soplar y apareció una nube, en el sitio adecuado, además, y justo al atardecer. Estuve obser­vando un buen rato cómo se extendía y oscurecía esa nube, hasta que decidí que había llegado la hora de mi actuación.

Ordené que encendieran las antorchas y que liberaran a Mer­lín y lo trajeran a mi presencia. Un cuarto de hora más tarde subía al parapeto y encontré que estaban reunidos allí el rey y la corte, escrutando la oscuridad en dirección a la Torre de Merlín. La oscuridad era profunda y no se alcanzaba a ver muy lejos. Resultaba fascinante la escena que ofrecían la gente y los viejos torreones en medio de la oscuridad, sólo parcialmente iluminados por los destellos rojos de las gran­des antorchas.

Llegó Merlin; su humor era sombrío. Me acerqué a él y le dije:

-Querías quemarme vivo, aunque no te había hecho nin­gún daño, y para colmo últimamente has estado tratando de perjudicar mi reputación profesional. Por consiguiente, in­vocaré al fuego y haré volar tu torre. Pese a ello, considero justo darte una última oportunidad. Si crees que puedes romper los encantamientos y evitar los fuegos, pasa el bate. ¡Es tu turno!

-Puedo hacerlo, gentil señor, y lo haré, no lo dudéis. Dibujó un círculo imaginario sobre las piedras del techo y quemó en seguida un puñado de pólvora que produjo una pequeña nube de humo aromático. A la vista de la nube, los asistentes retrocedieron y comenzaron a persignarse, dando muestras de una gran inquietud. Procedió a musitar pala­bras extrañas y a ejecutar con sus manos pases en el aire. Gradualmente fue entrando en una especie de frenesí, ha­ciendo girar sus brazos como si fuesen aspas de molino. En ese momento la tormenta casi nos había alcanzado; las ráfa­gas de viento hacían cimbrar las llamas de las antorchas, produciendo grupos de sombras vacilantes. Caían las pri­meras gotas de lluvia; todo lo que nos rodeaba estaba oscuro como boca de lobo; los relámpagos empezaban a surcar el cielo. Naturalmente, mi pararrayos ya estaría cargándose; los acontecimientos parecían inminentes, así que dije:

-Has tenido el tiempo suficiente. Te he dado todas las ventajas, sin interferencia alguna. Es evidente que tu magia es dé­bil. A mi modo de ver, es más que justo que ahora actúe yo. Ejecuté unos tres pases en el aire y al momento se escuchó un estallido espantoso y la vieja torre saltó por los aires en pedazos, rodeada por una fuente de fuego volcánico que transformó la noche en mediodía e iluminó a un millar de acres de seres humanos, que se arrastraban por el suelo en medio del espanto general y la consternación total. Llovie­ron piedras y argamasa el resto de la semana. Esa fue la noti­cia que se propagó, aunque probablemente no correspondía con exactitud a los hechos.

Fue un milagro eficaz. La tan fastidiosa población tempo­ral desapareció rápidamente. A la mañana siguiente se veían muchos miles de huellas en el lodo, pero todas se alejaban de la torre. Si hubiese anunciado otro milagro no habría conse­guido reunir una audiencia ni con la ayuda de un alguacil.

El prestigio de Merlín estaba por los suelos. El rey quería retirarle el sueldo; incluso quería desterrarlo, pero yo me in­terpuse. Aduje que sería útil para encargarse de las previsio­nes meteorológicas y otras cosas menores, y que yo le echa­ría de vez en cuando una mano cuando fallara su exigua magia de salón. De su torre no había quedado piedra sobre piedra, pero me aseguré de que el Gobierno la reconstruyera y luego le aconsejé que tomara huéspedes. No quiso hacerlo; era demasiado orgulloso. Y en lo que se refiere a gratitud, ni una sola vez me dio las gracias. Mírese como se mire, tenía mal carácter. Aunque, por otra parte, no podía esperarse mucha afabilidad de un hombre que había sufrido semejan­te derrota.

 

8. El jefe

Estar investido de una autoridad enorme es agradable, pero lograr que todos asientan a tu autoridad es todavía me­jor. El episodio de la torre consolidó mi poder y lo hizo irre­futable. Si por casualidad algunos hubiesen estado dispues­tos a mostrarse celosos o críticos, ahora habían cambiado de opinión. No había una sola persona en todo el reino que pu­diese considerar prudente entrometerse en mis asuntos.

Rápidamente me fui acostumbrando a mi situación y a las circunstancias. Al principio, solía despertar cada mañana y sonreír al recordar mi «sueño», pero ese tipo de cosas fueron desapareciendo de manera paulatina y al final llegué a ser consciente perfectamente de que vivía en el siglo vi y en la corte del rey Arturo, y no en un manicomio. A partir de ese momento me sentía tan a gusto viviendo en ese siglo como hubiese podido sentirme en cualquier otro; y en lo que se re­fiere a preferencias, no lo habría cambiado por el siglo xx. Considerad las oportunidades para un hombre con conoci­mientos y cerebro, resuelto y emprendedor, de abrirse paso y crecer con el país. Era el campo de actividades más vasto que jamás había existido y estaba completamente a mi dis­posición, sin ningún competidor, pues no había un solo hombre que no pareciera un bebé comparado conmigo en cuanto a conocimientos y capacidades se refiere. En cambio, en el siglo xx por ejemplo, ¿hasta qué punto hubiese podido descollar? Tal vez hubiese podido llegar a ser capataz de una fábrica, y poco más. Y si un día cualquiera, en cualquier ca­lle de una ciudad, se hubiese dejado caer de improviso una red bien se hubiese podido pescar cien hombres mucho me­jores que yo.

¡Qué salto había dado! No podía evitar pensarlo constan­temente y deleitarme con la idea, del mismo modo que lo ha­ría alguien que hubiese encontrado petróleo. No había nin­gún antecedente que pudiese equipararse, a menos que se considerara el caso de José, y José se habría aproximado, pero no llegaba a igualarme, verdaderamente no. Porque está claro que, como las espléndidas ingeniosidades finan­cieras de José no favorecían a nadie más que al rey, la gente en general debía mirarlo con bastante desagrado, mientras que yo era popular entre mi público al haber tenido la ama­bilidad de salvarles el sol.

Yo no era la sombra de un rey, era la sustancia; el rey mis­mo era mi sombra. Mi poder era colosal. Y no se trataba sólo de un título, como ha ocurrido generalmente en estos casos: era algo real. Me encontraba allí, en la propia fuente y origen del segundo gran período de la historia del mundo, y me era posible contemplar cómo se iba reuniendo gota a gota el torrente de la historia, y se hacía más ancho y profun­do, y se mecían las olas que habrían de alcanzar siglos leja­nos. Podía anticipar la aparición de aventureros como yo al abrigo de una larga serie de tronos: los De Montfort, Gaves­ton, Mortimer, Villiers, el grupo de hombres licenciosos y lascivos que emprendería en Francia guerras y dirigiría campañas, y las mujerzuelas investidas de poder por Car­los II; pero en ninguna parte de esta procesión se veía un in­dividuo que pudiese estar a mi altura. Yo era alguien único y me alegraba mucho tener la certeza de que en trece siglos y medio nadie podría desbancarme de aquella posición de preeminencia.

Sí; en poder igualaba al rey. Pero existía otro poder que era mayor que el de nosotros dos juntos: la Iglesia. No quiero eludir este hecho. No podría hacerlo aunque quisiese. Pero dejémosla de lado por el momento, ya aparecerá en su debi­do sitio más adelante. En un principio no me causó proble­mas, al menos ninguno de importancia.

Pues bien, el país era realmente curioso, y además pleno de interés. ¡Y la gente! Era la raza más peculiar, más simple y más crédula… ¡Pardiez, si eran como conejos! Para una persona como yo, nacida en una atmósfera sana y libre, resultaba de­plorable presenciar sus humildes y entusiastas desborda­mientos de lealtad con el rey, la Iglesia y la nobleza. Como si tuviesen más motivos para amar y honrar al rey, al obispo y al noble de los que tiene el esclavo para amar y honrar el látigo, o el perro para amar al desconocido que le propina un punta­pié. ¡Diantre! Cualquier tipo de realeza, por muy modificada que se encuentre, cualquier tipo de aristocracia, por muy po­dada que se halle, resultan un insulto indiscutible, pero si na­ces y creces bajo esas condiciones, probablemente no lo des­cubrirás nunca, y tampoco lo creerás cuando alguien te lo diga. Todo ser humano debería sentirse avergonzado de su es­pecie al pensar en los mamarrachos que siempre han ocupa­do los tronos, sin razón ni derecho alguno y al recordar los in­dividuos de séptima categoría que siempre han figurado como miembros de la aristocracia: un elenco de monarcas y nobles que en la mayoría de los casos habrían permanecido en la pobreza y la oscuridad si hubiesen tenido que depender de sus propios esfuerzos, como sus semejantes de mayor valía.

La mayor parte de la llamada nación británica del rey Ar­turo estaba formada por esclavos, pura y simplemente, co­nocidos con ese nombre y agobiados por un collar de hierro, y el resto eran esclavos de hecho, aunque se consideraran hombres libres y así se llamaran a sí mismos. Pero la verdad es que la nación entera tenía un solo propósito en este mun­do: postrarse ante el rey, la iglesia y la nobleza, esclavizarse a su servicio, sudar sangre para que ellos se beneficiaran, pa­sar hambre para que ellos comiesen bien, trabajar para que ellos pudiesen divertirse, apurar la copa de la miseria hasta las heces para que ellos perdiesen la alegría, verse reducidos a la desnudez para que ellos ostentasen sedas y joyas, pagar sus impuestos para que no tuviesen que hacerlo ellos, prac­ticar durante toda sus vidas un lenguaje degradante y una actitud aduladora para que ellos pudiesen exhibir su orgullo y considerarse los dioses de este mundo. Y a cambio de todo esto, la retribución consistía en bofetadas y desprecio, y eran tan pobres de espíritu que consideraban un honor incluso este tipo de atención.

Las ideas heredadas son algo curioso, interesante de ob­servar y examinar. Yo tenía las mías; el rey y su gente, las su­yas. En ambos casos se trataba de rutinas que habían sido profundamente inculcadas por el tiempo y el hábito. Quien intentase eliminarlas, valiéndose de razones y argumentos, tendría entre manos una empresa monumental. Aquella gente, por ejemplo, había heredado la idea de que todos los hombres sin título y sin una larga genealogía, tuviesen o no conocimientos o dotes naturales, merecían menos conside­ración que un animal cualquiera, un bicho, un insecto, mientras que yo había heredado la idea de que las cornejas humanas que consienten en disfrazarse con el ostentoso y falso plumaje de las dignidades heredadas y los títulos inme­recidos sólo sirven de hazmerreír. La actitud que tenía hacia mí la gente de Arturo era extraña, pero natural. Similar a la que demuestran los visitantes y el guardián de un zoológico ante un enorme elefante. Sienten gran admiración por su corpulencia y su prodigiosa fuerza; hablan con orgullo del hecho de que pueda realizar cientos de prodigios completa­mente imposibles para ellos, y con ese mismo orgullo tam­bién se refieren al hecho de que en su cólera podría ahuyen­tar a un millar de hombres. ¿Pero lo convierte esto en uno de ellos?… No. El más harapiento de los vagabundos se echaría a reír al escuchar tal cosa. No podría comprenderlo; no po­dría aceptarlo; no podría concebirlo ni remotamente. Pues bien, para el rey, los nobles y la nación entera, hasta el últi­mo de los esclavos y el más abyecto de los vagabundos, yo era exactamente como ese elefante, y nada más. Era admira­do y temido, pero como se admira y se teme a un animal. No se demuestra reverencia ante un animal, y tampoco hacia mí. Ni siquiera era respetado. Yo carecía de genealogía o de títulos heredados, así que a los ojos del rey y los nobles no era más que basura. La gente me miraba con asombro y te­rror, pero sin reverencia alguna. Debido a las ideas hereda­das, eran incapaces de concebir que cualquier cosa tuviese derecho a ser venerada, excepto la genealogía y el dominio señorial. He aquí la mano de aquel terrible poder, la Iglesia Católica Romana. En sólo dos o tres siglos habían transfor­mado una nación de hombres en una nación de gusanos. Antes de que se instaurara la supremacía de la Iglesia en el mundo, los hombres eran hombres y podían llevar la cabeza erguida, y tenían el orgullo propio de un hombre y su valor y su independencia, y las grandezas y posición que podía al­canzar una persona eran debidas principalmente a sus lo­gros, no a su nacimiento. Entonces apareció en escena la Iglesia, dispuesta a llenar sus arcas como fuese. Y la Iglesia era sabia, sutil y conocía muchas maneras de esquilmar una oveja, o una nación. Se inventó lo del «derecho divino de los reyes» y lo apuntaló por todas partes, al lado de piedra a pie­dra, al lado de las Bienaventuranzas, despojándolas de su loable propósito para ponerlas al servicio de algo maligno. Predicó (al pueblo llano) la humildad, la obediencia a los su­periores, la belleza de la abnegación; predicó (al pueblo lla­no) la mansedumbre ante el insulto; predicó (de nuevo al pueblo llano, siempre al pueblo llano) la paciencia, la pobre­za de espíritu, la sumisión a los opresores e introdujo rangos hereditarios y aristocracias y luego enseñó a todas las pobla­ciones cristianas de la tierra a postrarse ante ellos y venerar­los. Todavía en el siglo de mi nacimiento continuaba ese ve­neno en la sangre de la cristiandad, y los mejores de entre los plebeyos ingleses aceptaban alegremente que gentes de me­nor valía que ellos siguieran ocupando impunemente un gran número de posiciones, desde los señoríos hasta el tro­no, posiciones a las cuales no les permitían aspirar las gro­tescas leyes de su país. De hecho, no sólo aceptaban esta pe­culiar situación, sino que eran capaces de convencerse a sí mismos de que era motivo de orgullo. Lo anterior parece de­mostrar que puedes llegar a aceptar cualquier cosa si has na­cido y crecido bajo su influjo. Por supuesto que esa inclina­ción, esa reverencia por títulos y rangos ha existido también en nuestra sangre americana, bien lo sé, pero cuando aban­doné América había desaparecido casi por completo y sus residuos estaban restringidos a caballeretes y señoritingas. Cuando una infección se ha reducido hasta llegar a ese nivel, se puede decir con bastante tranquilidad que no ofrece ya ningún peligro.

Pero regresemos a mi posición anómala en el reino de Ar­turo. Heme aquí, un gigante entre pigmeos, un adulto entre mocosos, un intelecto maestro entre meros lunares de inteli­gencia, el único hombre verdaderamente grande desde un punto de vista racional que existía en todo el mundo britá­nico, y no obstante allí y entonces, al igual que en la remota Inglaterra de la época de mi nacimiento, un conde con el in­telecto de una mula, que reivindicase una antigua ascenden­cia de un allegado del rey con documentos adquiridos de se­gunda mano en los barrios bajos de Londres, era superior a mí. Un personaje así era adulado en el reino de Arturo y con­siderado con reverencia por todo el mundo, aunque sus in­clinaciones fuesen tan bajas como su inteligencia, y su mo­ralidad tan vil como su linaje. En algunas ocasiones podía sentarse en presencia del rey, cosa que yo no podía hacer.

Hubiese podido obtener un título con bastante facilidad y ello me habría elevado considerablemente ante los ojos de todos, incluso ante los ojos del rey, quien me lo habría otor­gado. Pero no lo solicité y lo rechacé cuando me lo ofrecie­ron. Mis principios no me hubiesen permitido disfrutar de él, y de todos modos no hubiese sido apropiado, porque hasta donde llegaba mi información nuestra tribu siempre había carecido de intenciones siniestras. No me hubiese sen­tido verdadera y satisfactoriamente contento, orgulloso, convencido, con ningún título, excepto con cada uno que proviniese de la nación misma, la única fuente legítima. A ello había aspirado, y después de muchos años de esfuerzos honestos y honrados lo había conseguido, y desde entonces lo había llevado con alto y limpio orgullo. Este título había salido casualmente de labios de un herrero, en una aldea, un día cualquiera había sido bien recibido por sus vecinos y ha­bía comenzado a pasar de boca en boca con una sonrisa y un gesto afirmativo. En diez días se había extendido por todo el reino y se había hecho tan popular como el nombre del rey. En adelante se me llamaría siempre de ese modo, ya fuese en las conversaciones cotidianas de la gente o en los graves de­bates sobre asuntos de Estado en la Sala de Consejos del so­berano. Este título, traducido al lenguaje moderno, corres­pondería a el jefe. Elegido por la nación. Apropiado para mí. Y era un título bastante importante. Había muy pocas per­sonas que pudiesen anteceder un «El» a su título, y yo era una de ellas. Si alguien decía «el duque», «el conde» o «el obispo», ¿cómo podría saberse a cuál de todos se refería? Pero, si se decía «El Rey», o «La Reina», o «El Jefe», entonces la cosa era distinta.

Pues bien, yo apreciaba al rey y lo respetaba como rey, o sea, que respetaba el puesto, al menos hasta donde yo era ca­paz de respetar cualquier supremacía que no hubiese sido ganada, pero como ser humano lo despreciaba, igual que despreciaba a sus nobles, de manera muy discreta. Y tanto él como ellos me apreciaban, y respetaban mi cargo; pero me despreciaban en mi condición de animal sin pedigrí y sin tí­tulos altisonantes, y no eran particularmente discretos al respecto. No me pedían cuentas por la opinión que me me­recían, yyo no les pedía cuentas a ellos, así que estábamos en paz: el saldo cuadraba y todos tan contentos.

9. El torneo

Nada más fácil ni más rápidamente factible que el inven­tario de los objetos en poder de estos náufragos del aire, arro­jados a una costa aparentemente deshabitada.

En Camelot celebraban constantemente grandiosos tor­neos que consistían en una especie de corridas de toros, pero con seres humanos, que resultaban muy animados, pintorescos y ridículos, y también agotadores para un hombre de mente práctica. Pese a ello, yo asistía casi siem­pre, y lo hacía por dos razones: un hombre, si aspira a gozar del aprecio de sus amigos y de la comunidad, no debe man­tenerse al margen de las actividades predilectas de su gen­te, y menos aún en el caso de un hombre de Estado. En se­gundo lugar, como estadista y como hombre de negocios, quería estudiar los torneos y ver si podía incorporar algu­nas mejoras. Lo cual me recuerda, por cierto, que el primer acto oficial de mi administración, y justamente el pri­mer día en ejercicio, fue la creación de una oficina de paten­tes, pues sabía muy bien que un país sin una oficina de pa­tentes y carente de leyes apropiadas en este sentido resulta igual que un cangrejo, que sólo puede moverse hacia los la­dos o hacia atrás.

Las cosas seguían su marcha, y casi todas las semanas teníamos un torneo. De vez en cuando los muchachos me pedían que participara -quiero decir, sir Lanzarote y los otros-, pero yo les decía que ya llegaría el momento, que no había prisa, y que estaba ocupadísimo engrasando, reparan­do y poniendo en funcionamiento la pesada maquinaria del gobierno.

Tuvimos un torneo que se prolongó una semana comple­ta y en el cual participaron alrededor de quinientos caballe­ros. Tardaron varias semanas en reunirse, pues venían des­de muy lejos, algunos desde los últimos confines del reino, o incluso desde el otro lado del océano. Muchos venían con sus damas, y todos traían escuderos y legiones de sirvientes. El conjunto resultaba de lo más brillante y abigarrado en lo que concierne a las vestimentas, y muy característico del si­tio y de la época en lo tocante al entusiasmo animal, las ino­centes procacidades del lenguaje y la alegre indiferencia por la moral. Peleaban o asistían a las peleas de los demás todo el día y todos los días, y cantaban, apostaban, bailaban y orga­nizaban grandes juergas todas las noches yhasta bien entra­da la noche. Se lo pasaban en grande. Lo nunca visto. Los ra­milletes de hermosas damas, deslumbrantes en su bárbaro esplendor, veían cómo un caballero caía de su caballo atra­vesado por un asta de lanza tan gruesa como un tobillo, san­grando a borbotones, y en lugar de desmayarse aplaudían entusiasmadas y se empujaban unas a otras para tener me­jor vista. Sólo de vez en cuando una de ellas se precipitaba sobre su pañuelo y se mostraba ostentosamente desconsola­da, y entonces podías apostar doble contra sencillo que ha­bía por medio un escándalo amoroso y que la dama temía que el público se hubiese enterado.

En otro momento me hubiera molestado el ruido que ha­cían por la noche, pero en las circunstancias del momento no me importaba, pues me impedía oír a los curanderos am­putando brazos y piernas a los lisiados de la jornada. Me echaron a perder una magnífica sierra dentada, así como su estuche, pero no dije nada. Y en cuanto a mi hacha, bueno, decidí de una vez por todas que la próxima vez que le presta­ra el hacha al cirujano elegiría un siglo diferente.

No sólo asistí al torneo todos los días, sino que además es­cogí a un clérigo muy listo de mi departamento de Moral Pú­blica y Agricultura y le pedí que me presentara un informe, ya que tenía en mente fundar un periódico en cuanto la gente es­tuviera lo suficientemente preparada. La primera prioridad cuando te encargas de un país nuevo es abrir una oficina de patentes, luego organizar un sistema escolar y después ya es­tás listo para fundar un periódico. Naturalmente que un pe­riódico tiene defectos, y muchos, pero no olvidéis nunca que es la mejor manera de conseguir que una nación muerta se le­vante de su tumba. Sin él es imposible resucitarla. Así que quería tantear el terreno y hacerme una idea del tipo de perio­distas y reportajes que encontraría en el siglo vi.

El clérigo lo hizo bastante bien, dadas las circunstancias. Incluyó todos los detalles, algo muy conveniente cuando se trata de noticias locales. Al parecer, cuando era más joven había llevado los libros del Servicio de Pompas Fúnebres de su iglesia y en ese campo, como sabéis, los detalles represen­tan dinero, cuanto más detalles se incluyan mayor es el bo­tín: cargadores, plañideras, velas, oraciones, todo cuenta. Y si el deudo no compra suficientes oraciones, entonces el nú­mero de velas empleadas se anota con un lápiz de dos pun­tas y así se compensa el importe total. Y tenía habilidad para intercalar algún que otro comentario elogioso sobre un ca­ballero que podría estar interesado en utilizar sus servicios de propaganda…, quiero decir, un caballero influyente. Para terminar, tenía un talento para la exageración, ya que en cierta época había trabajado como portero para un piadoso ermitaño que vivía en una pocilga y obraba milagros.

Por supuesto que este primer reportaje se quedaba corto en fuerza, colorido y descripciones vívidas, careciendo por tanto de verdadero sabor, pero su redacción anticuada era curiosa, dulce, sencilla y plena de la fragancia y el gusto de la época, pequeños méritos que compensaban hasta cierto punto sus defectos más importantes. He aquí un extracto:

 

En esto, sir Brian de las Islas y Grummore Grummorsum, caballe­ros del castillo, se enfrentaron a sir Agloval y sir Tor, y sir Tor derri­bó en tierra a sir Grummore Grummorsum. Llegó entonces sir Ca­rados de la Torre Dolorosa, y con él sir Turquin, ambos caballeros del castillo, y se enfrentaron a ellos sir Perceval de Gales y sir Lamo­rak de Gales, que eran hermanos, y se acometieron sir Perceval y sir Carados, y las lanzas de ambos se quebraron en sus manos, y al punto chocaron sir Turquin y sir Lamorak, y se derribaron el uno al otro, caballo y caballero, y los de ambos bandos recuperaron sus caballos y los montaron de nuevo. Y sir Arnold y sir Gauter, caba­lleros del castillo, se enfrentaron a sir Brandiles y sir Kay, y estos cuatro caballeros se encontraron vigorosamente y sus lanzas se quebraron. Luego vino sir Pertolope, del castillo, y se enfrentó a él sir Lionel, y sir Pertolope, el caballero verde, derribó a sir Lionel, hermano de sir Lanzarote. Todo esto era anunciado por gentiles heraldos que pregonaban los nombres de los vencedores. Luego, sir Bleobaris quebró su lanza sobre sir Gareth, pero al dar el golpe sir Bleobaris cayó a tierra. Cuando sir Galihodin vio esto, conminó a sir Gareth a que se pusiese en guardia y sir Gareth lo derribó en tierra. Entonces sir Galihud tomó una lanza para vengar a su her­mano, pero sir Gareth lo despachó de la misma guisa, y lo mismo ocurrió con sir Dinadan y su hermano, La Cote Male Tailé, y sir Sa­gramor el Deseoso, y sir Dodinas el Salvaje; a todos ellos los derribó con la misma lanza. Cuando el rey Agwisance de Irlanda vio a sir Gareth actuar de ese modo se preguntó quién podría ser aquel ca­ballero, que una vez parecía verde, y otra vez, cuando acometía de nuevo, parecía azul. Y así, cada vez que cabalgaba un trecho y regre­saba cambiaba de color, de manera que ni rey ni caballeros podrían fácilmente reconocerlo. Entonces sir Agwisance, el rey de Irlanda, se enfrentó a sir Gareth y al punto sir Gareth lo derribó de su caba­llo, con silla de montar y todo. Y vino luego el rey Carados de Esco­cia y sir Gareth lo derribó, hombre y caballo. Y la misma suerte co­rrió el rey Uriens, de la tierra de Gore. Y luego vino sir Bagdemagus y sir Gareth lo derribó en tierra, caballo y caballero. Y el hijo de Bagdemagus, Meliganus, quebró una lanza sobre sir Gareth pode­rosa y caballerescamente. Y entonces sir Galahaut, el príncipe no­ble, gritó a voz en cuello: «Caballero de los muchos colores, bien ha­béis justado; preparaos ahora, pues justaré yo con vos». Sir Gareth lo escuchó y tomó una gran lanza, y entonces se enfrentaron, y el príncipe quebró su lanza, pero sir Gareth lo golpeó en el costado iz­quierdo del yelmo, de manera que se tambaleó una y otra vez, y hu­biera caído de no haberlo sostenido sus hombres. «Verdaderamente -dijo el rey Arturo- ese caballero de los muchos colores es un buen caballero.» En esto el rey hizo llamar a Lanzarote y le rogó que se enfrentara a aquel caballero. «Señor -dijo Lanzarote-, debo encon­trar en mi corazón la fuerza para abstenerme de hacerlo, pues hoy ya ha tenido trabajo suficiente y, cuando un buen caballero se porta tan bien durante el día, no es de buenos caballeros privarle de su honra, esto es, después de haberlo visto hacer tan gran labor, pues por ventura -dijo sir Lanzarote- es el favorito de esta dama, de to­dos los que están aquí, pues bien veo que se esforzó y se esmeró por hacer grandes proezas, y así, en lo que me concierne, hoy el honor ha de ser suyo, y aunque estuviese en mi poder privarle de ello no lo haría.»

 

Ese día se produjo un pequeño incidente que por razones de Estado taché del informe del clérigo. Habréis notado que Garry lo estaba haciendo muy bien en el torneo. Cuando digo Garry me refiero a sir Gareth. Garry era el apodo per­sonal que yo le había dado. Indica que me merecía un espe­cial afecto. Pero se trataba de un apodo privado que nunca repetía en voz alta, y mucho menos en presencia suya. Sien­do como era un noble, no hubiese aceptado que yo lo tratase con tanta familiaridad. Bueno, sigamos. Yo estaba sentado en el palco privado que se me había asignado como ministro del rey. Mientras sir Dinadan esperaba su turno para entrar en combate, llegó hasta allí, se sentó y comenzó a hablar. Siempre buscaba la ocasión para hablar conmigo porque yo era un forastero y a él le gustaba tener nuevas audiencias para sus chistes, pues los demás oyentes se encontraban ya

 en tal estado de cansancio que el mismo sir Dinadan tenía que reírse de sus propios chistes, mientras los oyentes es­cuchaban con expresión de desconsuelo. Yo correspondía siempre a sus esfuerzos tan bien como me era posible, y sen­tía por él una simpatía muy sincera y profunda por el hecho de que, si bien conocía cierta anécdota que yo había oído miles de veces y que había odiado y despreciado a lo largo de toda mi vida bien por voluntad, bien por casualidad, nunca la había relatado en mi presencia. Se trataba de una anécdota atribuida a todos los humoristas que habían puesto pie en suelo americano, desde Colón hasta Artemus Ward. Era la historia de un humorista que durante una hora entera bom­bardeaba a una audiencia ignorante con los chistes más gra­ciosos de su repertorio sin conseguir arrancarle una sola risa, y luego, cuando se disponía a marcharse, se le acerca­ban unos tontorrones, le estrechaban agradecidamente la mano yle aseguraban que era lo más gracioso que jamás ha­bían oído en el pueblo, y que habían tenido que hacer los mayores esfuerzos para no echarse a reír en medio de la reu­nión. Esa anécdota nunca debiera haber visto la luz y, sin embargo, la tuve que sufrir cientos, miles, millones y billo­nes de veces, renegando y maldiciendo cada vez. Nadie con­seguiría imaginarse entonces lo que sentí cuando aquel asno vestido con armadura empezó a contarme la misma anécdo­ta en la sombría penumbra de la tradición, antes del alba de la historia, cuando incluso se podía hablar de Lactancio como «el difunto Lactancio», y las Cruzadas tardarían otros quinientos años en nacer. En el momento en que terminó su chiste llegó el mensajero a llamarlo, y se alejó riéndose a car­cajadas y metiendo un ruido de mil demonios. Tardé unos minutos en recuperarme, y volví a abrir los ojos justamente en el instante en que sir Gareth le daba un buen leñazo. «Oja­lá lo haya matado», fue la imprecación que se me escapó, con tan mala suerte que en ese momento sir Gareth atacaba a sir Sagramor el Deseoso y lo arrojaba por encima de la grupa del caballo, y como sir Sagramor oyó mis palabras pensó que las había dicho por él.

Pues bien, cuando a uno de esos tipos se le metía algo en la cabeza, no había manera de sacárselo. Lo sabía perfecta­mente, así que contuve la respiración y no intenté darle nin­guna explicación. Pero en cuanto sir Sagramor se recuperó me notificó que había alguna cuenta pendiente entre noso­tros y señaló un día, tres o cuatro años más tarde, y un sitio, el campo donde había recibido la ofensa. Respondí que esta­ría dispuesto cuando regresara. Veréis, todos los muchachos hacían de vez en cuando una excursión en busca del Santo Grial, que solía durar varios años. Durante tan largas ausen­cias se dedicaban a curiosear y entrometerse en muchos si­tios, aunque ninguno de ellos tenía la menor idea de dónde podría estar el Santo Grial, y además no creo que esperaran encontrarlo realmente, ni hubieran sabido qué hacer con él si se les hubiera cruzado en el camino. Era algo así como el Paso del Noroeste de la época. Todos los años partían expe­diciones grialeras, y al año siguiente, expediciones de auxi­lio para tratar de rescatar a los expedicionarios del año ante­rior. Era algo que proporcionaba una gran reputación, pero nada de dinero. ¡Pero si querían que hasta yo participara! ¡Qué risa me daba!

10. Comienzos de la civilización

La Mesa Redonda se enteró muy pronto del desafío y, por supuesto, se habló mucho de ello, pues este tipo de cosas in­teresaba a los muchachos. El rey pensaba que yo debía salir en busca de aventuras que me dieran renombre, y alcanzar así un mayor grado de merecimiento cuando hubiesen pasa­do los años que faltaban para el combate. Me excusé por el momento, diciendo que todavía me hacían falta unos tres o cuatro años para dejar las cosas en su sitio y funcionando sin problemas, pero que luego estaría listo. Probablemente al final de ese plazo sir Sagramor continuaría grialando, de modo que con la prórroga evitaría perder un tiempo valio­so. Para entonces habría ocupado mi puesto durante seis o siete años y seguramente mi sistema y mi maquinaria de Es­tado se encontrarían tan desarrollados que podría tomar unas vacaciones sin temor a que ocurriese nada grave en mi ausencia.

Estaba bastante satisfecho con lo que había llevado a cabo hasta el momento. En un buen número de rincones discre­tos había plantado el embrión de todo tipo de industrias, núcleos de lo que más adelante serían enormes fábricas o, lo que es lo mismo, los misioneros de hierro y acero de mi fu­tura civilización. En esos sitios había reunido a las mentes jó­venes más brillantes que había podido hallar, mientras que varios de mis agentes seguían rastreando el país para tratar de descubrir otros jóvenes igualmente valiosos. Así, pues, un grupo de personas ignorantes estaban siendo convertidas en expertos, capaces de realizar todo tipo de trabajos manuales y empresas científicas. Estas escuelas preparatorias de mi in­vención desarrollaban su tarea feliz y reservadamente en apartados refugios campestres, en los que no se permitía la entrada a ninguna persona que no estuviese en posesión de un permiso especial. Lo había estipulado así porque tenía miedo de la Iglesia.

Desde un principio había puesto en marcha una fábrica de profesores y un gran número de escuelas dominicales. Gracias a ello contaba ya con un admirable sistema escolar que abarcaba todos los cursos y se encontraba en plena ex­pansión, y con una variedad de congregaciones protestan­tes, todas ellas prósperas y crecientes. Cada persona podía elegir con absoluta libertad el tipo de cristiano que deseaba ser. Pero limité la educación religiosa a las iglesias y escuelas dominicales, proscribiéndola por completo de los otros edi­ficios escolares. Habría podido dar preferencia a mi propia secta sin ningún problema, obligando a todo el mundo a ha­cerse presbiteriano, pero ello hubiera sido una afrenta para la ley de la naturaleza humana, que dice que los deseos e ins­tintos espirituales son tan variados en la familia humana como los apetitos físicos, los rasgos o el color de la tez. De esto se deduce que una persona sólo puede alcanzar su exce­lencia moral cuando lleva los ropajes religiosos que mejor se acomodan en color, talla y estilo a su estatura espiritual y a las correspondientes facciones y recovecos del alma. Ade­más me aterrorizaba la sola idea de una Iglesia unitaria ofi­cial, debido al poder colosal que conlleva, de hecho el más colosal que se puede concebir. Y cuando ese poder va que­dando poco a poco en manos egoístas, como siempre suele ocurrir, significa la muerte de la libertad humana y la paráli­sis del pensamiento humano.

También introduje cambios en las minas, que eran pro­piedad real y bastante numerosas. Hasta entonces habían sido explotadas como siempre explotan las minas los salva­jes: abriendo hoyos en la tierra y subiendo el mineral a mano en pellejos de cuero, a un ritmo de una tonelada diaria, pero en cuanto me fue posible comencé a darle una base científica a la minería.

Sí, había logrado notables progresos cuando ocurrió lo del desafío de sir Sagramor.

Transcurrieron cuatro años, y entonces… Pues bien, nun­ca en la vida podríais imaginar lo que había sucedido. El po­der ilimitado es algo ideal cuando se encuentra en manos seguras. El despotismo del cielo es el único gobierno absolu­tamente perfecto. Un despotismo terrestre sería un gobier­no terrestre absolutamente perfecto si las condiciones fue­sen las mismas, es decir, que el déspota fuese el individuo más perfecto de la raza humana y que su vida se prolongase perpetuamente. Pero, como un mortal perfecto tiene que morir y dejar su despotismo en manos de un sucesor imper­fecto, el despotismo terrestre no sólo es una mala forma de gobierno, es la peor forma de gobierno posible.

Mis esfuerzos demostraron lo que puede hacer un déspo­ta con los recursos de un reino a su disposición. Sin que este país oscuro lo supiese, había puesto en marcha la civiliza­ción del siglo xix, que ahora prosperaba bajo sus propias narices. Sí. Se hallaba oculta a la vista del público, pero allí estaba el gigantesco e innegable hecho del cual habría de ha­blarse mucho si yo vivía para ello y la suerte me acompaña­ba. Allí estaba, digo, un hecho tan cierto y tan formidable como un volcán sereno que se levanta al cielo azul con as­pecto inocente, su cumbre sin rastros de humo y sin indicio alguno del infierno que crece en sus entrañas. Mis iglesias y mis escuelas habían alcanzado la madurez adulta en estos cuatro años. Mis talleres de entonces eran ya vastas fábricas; donde antes tenía una docena de hombres adiestrados ahora tenía mil; donde tenía un brillante experto, ahora tenía cin­cuenta. Me encontraba con la mano en el interruptor, por así decir, listo para apretarlo en cualquier momento e inundar de luz aquel mundo tenebroso. Pero no pensaba hacerlo de una manera repentina. No, no era esa mi política. La gente no hubiera podido soportarlo y además, en un santiamén, se me hubiera echado encima la Iglesia Católica Romana.

No, durante todo este tiempo había procedido con caute­la. Esporádicamente enviaba agentes secretos a recorrer el país, encargados de infiltrarse en la caballería andante y so­cavarla gradual e imperceptiblemente, royendo un poco de esta superstición, otro poco de aquélla, preparando así las cosas para un futuro mejor. Estaba encendiendo mi luz len­tamente, a razón de una vela de potencia cada vez, y me pro­ponía continuar del mismo modo.

Secretamente había diseminado por todo el reino sucur­sales de mis escuelas, que ahora marchaban viento en popa. Con el tiempo me proponía desarrollar este campo mucho más, si no ocurría nada que me atemorizara. Uno de mis se­cretos mejor guardados era mi West Point, mi academia mi­litar. Cuidaba celosamente que no se conociese su existencia, de igual manera que mi academia naval, situada en un puer­to recóndito. Ambas progresaban satisfactoriamente.

Clarence tenía ahora veintidós años y era mi principal ejecutivo, mi mano derecha. Era un muchacho estupendo, estaba siempre a la altura de la situación y dispuesto a pro­bar suerte en todos y cada uno de los campos. Recientemen­te lo había estado instruyendo en el campo periodístico, pues me parecía que se acercaba el momento adecuado para darlos primeros pasos en ese sentido. Nada ambicioso; sen­cillamente un pequeño semanario que circularía experi­mentalmente en mis guarderías civilizadoras. Clarence se entusiasmó con el proyecto y desde el principio se sintió como pez en el agua. Con toda seguridad había en él un di­rector de diario en potencia. Y en cierto sentido, ya había co­menzado a duplicarse: hablaba con lenguaje del siglo vi y es­cribía con el estilo del xix. Sus dotes como periodista se desarrollaban de manera notoria, ya estaba a la altura de los periodistas de las poblaciones más apartadas e ignorantes del estado de Alabama, y sus escritos no se podían distinguir de las columnas editoriales de esos sitios por los temas ni por el estilo.

Teníamos casi a punto otra gran iniciativa. Me refiero a los servicios de teléfono y telégrafo, nuestra primera incur­sión en este renglón. En un principio serían exclusivamente un servicio privado, a la espera de una mayor madurez entre la población. Teníamos un grupo de hombres trabajando en ello, casi siempre de noche. Por el momento, se trataba de cables subterráneos; no nos habíamos atrevido a colocar postes por la cantidad de preguntas que habrían generado. Los cables subterráneos cumplían adecuadamente su pro­pósito y además estaban protegidos por un sistema de aisla­miento de mi invención, que había resultado perfecto. Mis hombres tenían órdenes de avanzar por el campo, evitando los caminos, y de establecer conexiones con todos los pue­blos de importancia considerable a juzgar por las luces que se veían desde lejos. En cada uno de estos pueblos tenían que dejar expertos encargados del servicio. En este reino nadie podía decirle a nadie dónde se encontraba un lugar determi­nado porque nadie se dirigía nunca a un sitio con la inten­ción de llegar a él. La gente se topaba sencillamente con dis­tintos lugares mientras erraba por el país, y por lo general se marchaban sin haber preguntado el nombre. Varias veces habíamos enviado expediciones topográficas con el propó­sito de levantar planos y mapas del reino, pero los curas siempre habían interferido, creando problemas. Así que ha­bíamos abandonado la iniciativa por el momento; no era muy prudente despertarla oposición de la Iglesia.

En cuanto a las condiciones generales del país, seguían siendo prácticamente las mismas que había encontrado a mi llegada. Había efectuado cambios, pero se trataba de cam­bios necesariamente pequeños, y además se notaban poco. Hasta el momento ni siquiera había tocado el sistema de im­puestos, a excepción de los que generaban las rentas reales. Los había sistematizado, concediendo al sistema unos ci­mientos efectivos y justos. Como resultado, los ingresos ya se habían cuadruplicado y, sin embargo, la carga tributaria estaba muchísimo mejor distribuida que antes, hasta el pun­to de que todo el reino había sentido un alivio ylos elogios a mi administración eran entusiastas y generales.

En ese momento tuve que hacer una pausa, pero no me preocupó; no habría podido ocurrir en un momento mejor. De haber sucedido antes me hubiese molestado, pero ahora todos los asuntos se encontraban en buenas manos y rodan­do sobre ruedas. Recientemente el rey me había recordado varias veces que la prórroga que había solicitado cuatro años antes estaba próxima a terminar. De hecho, era una insinua­ción de que debía ponerme en camino en busca de aventu­ras y ganarme así una reputación suficiente para hacerme merecedor del honor de romper una lanza con sir Sagramor, que continuaba grialeando, pero al que estaban buscando varias expediciones de rescate, por lo que podía ser localiza­do cualquier año de estos. Así que, como veis, contaba con esta interrupción y no me cogió por sorpresa.

11. El yanqui en busca de aventuras

No debe haber existido otro país en el mundo con tal profusión de embusteros andantes, y de ambos sexos. Difí­cilmente pasaba un mes sin que apareciera uno de esos va­gabundos, generalmente provisto de un relato sobre una u otra princesa que necesitaba ayuda para salir de un castillo lejano donde la tenía prisionera un malvado rufián, habi­tualmente un gigante. Podría pensarse que lo primero que haría el rey, después de escuchar un folletín semejante, rela­tado por un completo desconocido, sería exigirle ciertas cre­denciales, es decir, un par de detalles sobre la situación del castillo, la mejor ruta para llegar a él, etcétera. Pero a nadie se le ocurría nunca hacer algo tan simple y de tanto sentido común. No. Todo el mundo se tragaba enteras las mentiras que contaban estas gentes, sin hacer preguntas de ningún tipo. Pues bien, un día en que yo no estaba presente llegó una de esas personas -una mujer, en esta ocasión- y relató una historia fiel al modelo tradicional. Su señora se hallaba cautiva en un enorme y lúgubre castillo junto con otras cua­renta y cuatro jóvenes y bellas damas, casi todas princesas, y languidecían en ese cruel cautiverio desde hacía veintiséis años. Los amos del castillo eran tres hermanos colosales, cada uno con cuatro brazos y un ojo, el ojo en el centro de la frente y tan grande como una fruta… No se mencionó qué clase de fruta, lo cual sirve de ejemplo del descuido habitual de esta gente en lo referente a estadísticas.

¿Podéis creerlo? El rey y todos los caballeros de la Mesa Redonda estaban entusiasmados con la posibilidad de la ab­surda aventura. Cada uno de los caballeros de la Mesa quiso hacer suya esa oportunidad y rogó que se le encomendara a él; pero para su pesadumbre y enfado el rey me la endilgó a mí, que en modo alguno lo había pedido.

No tuve que hacer demasiados esfuerzos para contener la alegría cuando Clarence me trajo la noticia; él, en cambio, no podía contener la suya. De su boca no cesaban de salir ex­presiones de gozo y gratitud; gozo por mi buena fortuna, y gratitud al rey por la espléndida muestra de favor que me concedía. No podía tener quietos ni el cuerpo ni las piernas e iba de un lado a otro haciendo piruetas en un éxtasis de feli­cidad.

En cuanto a mí, hubiese podido maldecir la amabilidad de quien me había concedido este beneficio, pero oculté mi disgusto para evitar problemas, e hice todo lo que estaba a mi alcance para dar a entender que me alegraba. De hecho, dije que me alegraba. Y en cierto modo era verdad. Me ale­graba tanto como se puede alegrar una persona cuando le arrancan el cuero cabelludo.

Pues bien, de todas maneras había que sacar el mayor provecho posible de la situación y no valía la pena perder el tiempo dándole vueltas al asunto; de modo que era mejor ir al grano y considerar qué se podía hacer. En todas las menti­ras existe grano entre la paja; en este caso debía apartar el grano, así que mandé llamar a la joven, a la que tuve en mi presencia poco después. Se trataba de una criatura bastante bien parecida, suave y modesta, pero en cuanto comenzó a hablar resultó evidente que no sabía ni dónde tenía la ca­beza.

-Jovencita, ¿ya te han preguntado los detalles?

Respondió que no.

-Ya me lo figuraba, pero de todos modos quería estar se­guro; es así como me han educado. Ahora no te lo vayas a to­mar a mal si te recuerdo que, como no te conocemos, debe­mos proceder con cautela. Es posible que todo lo que nos has dicho resulte ser cierto, y esperamos que así sea, pero acep­tarlo sin más sería una práctica comercial desacertada. Lo comprendes ¿verdad? Me veo, pues, en la obligación de ha­certe un par de preguntas; basta con que respondas directa y cabalmente, no tienes por qué preocuparte. ¿Dónde se en­cuentra tu hogar?

-En la tierra de Moder, gentil señor.

-La tierra de Moder. No recuerdo haber oído ese nombre. ¿Viven tus padres?

-En cuanto a eso, desconozco si aún están con vida, dado que son muchos los años que he permanecido reclusa en el castillo.

-¿Nombre, por favor?

-Llevo por nombre el de demoiselle Alisande la Carteloise para servir a vuestra merced.

-¿Alguien aquí que pueda confirmar tu identidad?

-No sería posible, gentil señor, siendo ésta la primera vez que aquí vengo.

-¿Has traído cartas de recomendación, documentos o cual­quier otra prueba de que eres veraz y fidedigna?

-Ciertamente no, ¿y qué razón habría para hacerlo? ¿No tengo acaso lengua y puedo yo misma decírmelo todo?

-Pero es muy diferente que lo digas tú a que lo diga otra persona.

-¿Que es diferente? ¿Y por qué? Mucho me temo que no os comprendo.

-¿Que no comprendes? Pero, voto al… Bueno, veamos, veamos, vaya, pues voto al cielo. ¿No puedes entender una cosa tan trivial como ésta? ¿No puedes entender que es dife­rente que lo digas…? ¿Pero por qué pones esa cara de ingenua y de idiota?

-¿Yo? De cierto no lo sé, pero debe de ser la voluntad divina.

-Sí, claro; supongo que es más o menos lo que se podría esperar… Oye, no vayas a creer que me he enfadado. No es así. Cambiemos de tema. Pasando a lo del castillo con las cuarenta y ocho princesas y los tres ogros encargados, dime: ¿dónde está ese harén?

-¿Harén?

-El castillo, me entiendes; ¿dónde está el castillo?

-Ah, en cuanto a eso, es grande y serio e imponente, y se encuentra en un país lejano. Sí, y dista muchas leguas.

-¿Cuántas?

-Ah, noble señor, sería fieramente dificil decirlo, pues son tantas y tantas que se confunden unas con otras, y como to­das tienen el mismo aspecto y están teñidas del mismo color, no se podría distinguir una legua de otra, y no habría mane­ra de contarlas, a no ser que se tomasen por separado, y bien comprenderéis que se trata de un trabajo que sólo Dios po­dría hacer, pues no posee el ser humano la capacidad de lle­varlo a cabo, y observaréis…

-Un momento, un momento, un momento; olvídate de la distancia. ¿En qué lugar se encuentra el castillo? ¿En qué di­rección desde aquí?

-Ah, tened la bondad, señor, no está en ninguna direc­ción desde aquí, puesto que el camino no se extiende de ma­nera recta; antes bien da muchas vueltas, de manera que la dirección de dicho sitio no es permanente, sino que está a veces bajo un cielo y más allá bajo otro, por lo cual, si creye­seis que se encuentra en el este y fuerais hacia allí, observa­ríais que el sentido del camino de nuevo gira sobre sí mismo en el espacio de medio círculo, y esta maravilla ocurre una vez más, y otra, y otra, y todavía otra, y os afligiría el haber pensado por vanidades de la mente que podríais frustrar e impedir la voluntad suprema de Él, que no ha querido concederle a un castillo dirección alguna desde otro sitio, excep­to la que sea de su agrado, y si no fuese de su agrado podría ser que prefiriera que se desvanecieran de la faz de la tierra todos los castillos y todas las direcciones, dejando los sitios donde se encontraban antes vacíos y desolados, advirtiendo así a sus criaturas que cuando sea su voluntad así se hará, y cuando no lo sea…

-Está bien, está bien; un descanso, por favor, olvídate de la dirección, al cuerno con la dirección…, perdón…, mil per­dones; hoy no me encuentro bien; no me hagas mucho caso si me enfrasco en soliloquios, es una vieja costumbre mía, una vieja y mala costumbre, y dificil de superar cuando tie­nes la digestión trastornada por comer alimentos cultivados siglos y siglos antes de tu nacimiento, ¡ya lo creo! Es imposi­ble que un hombre mantenga sus funciones normalmente alimentándose con pollos añejos que ya tienen más de mil trescientos años. Pero basta, no tiene ninguna importancia, olvídalo. ¿Tienes un mapa de la región? Porque un buen mapa…

-¿Se trata, por ventura, de aquella suerte de objetos que en tiempos recientes han traído los infieles desde el otro lado de los grandes mares, y que se ponen a hervir en aceite y se le agrega luego una cebolla, una pizca de sal y…?

-¿Qué? ¿Un mapa? ¿Pero de qué hablas? ¿No sabes lo que es un mapa? Es, es… Olvídalo; no voy a explicártelo. Detesto las explicaciones; complican tanto las cosas que al final no consigues decir nada. Puedes marcharte, cariño; buenos días. Clarence, indícale la salida.

Claro; ahora me parecía evidente por qué los jumentos de la corte no cuestionaban a estos mentirosos ni les pedían de­talles. Es posible que esta joven ocultase una verdad en algún sitio, pero no creo que se le pudiese sacar ni con un gancho; ni siquiera con las primeras versiones de explosivos; se trata de un caso que sólo se zanjaría con dinamita. ¡Caray, pero si era un asno completo! Y, sin embargo, el rey y sus caballeros la habían escuchado como si fuese una página del Evangelio. Esto da una buena idea de la clase de gente que me rodeaba. Y pensad en las simplezas en que incurría esta corte: una jo­venzuela errante encontraría mayores problemas para tener acceso al rey en su palacio de los que hubiese tenido en mi país y en mi época para visitar un asilo de menesterosos. De hecho, se alegraban de verla, se alegraban de escuchar su re­lato. Sirviéndose de la aventura que contaba, era tan bien recibida como un cadáver en una empresa de pompas fúne­bres.

Todavía me encontraba sumido en estas reflexiones cuan­do regresó Clarence. Hice un comentario sobre el somero resultado de mis esfuerzos con la joven y sobre el hecho de que aún no contaba con un solo detalle que pudiera ayudar­me a encontrar el castillo. El muchacho pareció sorprendi­do, o intrigado, o algo así, y me confió que se había estado preguntando por qué le había hecho a la joven todas esas preguntas.

-Pero, ¡rayos y centellas! -dije-. ¿Acaso no tengo que en­contrar ese castillo? ¿Y de qué otra manera podría hacerlo? -Vaya vaya, dulce señor mío, a mi parecer, se puede dar respuesta fácilmente a esa pregunta: ella os guiará. Siempre ocurre así. Cabalgará con vuestra merced.

-¿Cabalgar conmigo? ¡Tonterías!

-Pues, en verdad que lo hará. Cabalgará con vuestra mer­ced. Ya lo veréis.

-¿Qué? ¿Recorrer las colinas y explorar los bosques con­migo, solos, cuando estoy prácticamente comprometido con otra? ¡Caracoles! Es escandaloso. Piensa en lo que po­dría pensar la gente.

Vaya, ¡qué cara puso el muchacho! Estaba ansioso por en­terarse de los detalles de este tierno asunto. Le hice prome­ter que guardaría el secreto, y entonces susurré su nombre: «Puss Flanagan». La expresión que apareció en su rostro era de desilusión; comentó que nunca había oído hablar de esa condesa. Era apenas natural que el pequeño cortesano le asignara un rango. Me preguntó dónde vivía.

-En la parte este de Hart… -caí en la cuenta y me contuve, ligeramente desconcertado; después de un momento dije-: No te preocupes por eso, ya te lo diré más adelante.

¿Y podría verla? ¿Le permitiría yo que la viese algún día? Bueno, qué me costaba prometérselo. El muchacho esta­ba tan ansioso… Y si era capaz de esperar mil trescientos años… Se lo prometí, pero no pude evitar que se me escapara un suspiro. Y, sin embargo, era un suspiro sin sentido, pues ella no había nacido todavía. Pero así somos: cuando se trata de sentimientos no razonamos; sencillamente sentimos. Mi expedición fue el tema de conversación ese día y esa noche; los muchachos estaban muy amables conmigo, me dieron ánimos, parecían haber olvidado su enfado y desen­canto, y ahora se mostraban tan ansiosos de que expulsara a esos ogros y pusiera en libertad a las ancianas y maduras vír­genes como si fueran ellos mismos quienes hubiesen recibi­do el encargo. En el fondo, eran buenos chicos, pero nada más que chicos. Y me dieron toda clase de instrucciones so­bre cómo encontrar gigantes y cómo apresarlos, y me ense­ñaron diversos conjuros para contrarrestar sus encanta­mientos, y me cargaron de pomadas y otras porquerías para aplicar en mis heridas. Pero ni a uno solo se le ocurrió dete­nerse a pensar que si yo era un nigromante, tan maravilloso como pretendía ser, no debería necesitar ni pomadas, ni ins­trucciones, ni amuletos contra los encantamientos, y menos armas o armaduras para efectuar una incursión del tipo que fuese, incluso contra dragones que escupiesen fuego o dia­blos recién salidos del infierno, y mucho menos en una in­cursión contra adversarios tan mezquinos como los que me esperaban, unos cuantos ogros comunes y corrientes de re­giones lejanas y atrasadas.

Se suponía que tomaría el desayuno muy temprano y sal­dría al amanecer, según la costumbre, pero las pasé moradas para ponerme la armadura, y esto me retrasó un poco. Es bastante complicado meterse dentro de uno de esos arma­tostes, y hay que estar pendiente de muchos detalles. Prime­ro, te tienes que enrollar una o dos capas de mantas alrede­dor de tu cuerpo, que hacen las veces de cojín y te aíslan un poco del frío hierro; luego, te colocas las mangas y una cami­sa de cota de malla -que consiste en pequeñas argollas de acero entrelazadas, de modo que el material resulta tan fle­xible que si la dejas caer al suelo adquiere la forma de una red de pesca húmeda-; la cota de malla es muy pesada y debe de ser uno de los atuendos más incómodos para utili­zar como pijama y, sin embargo, muchas personas le dan ese uso: cobradores de impuestos, reformadores, reyes de paco­tilla poseedores de dudosos títulos y gente por el estilo; des­pués te calzas los zapatos, unas barcazas planas cubiertas por tiras de acero intercaladas que les sirven de techo, y te colocas unas engorrosas espuelas en los talones. Acto segui­do te pones tus espinilleras y tus musleras; luego les corres­ponde el turno al peto y al espaldar, y en ese punto ya empie­zas a sentirte algo apabullado; a continuación insertas en el peto una especie de enaguas con anchas tiras de acero super­puestas, que te cuelgan por delante, pero que por detrás se resuelven en pliegues que te impiden sentarte y te dan un as­pecto que no se diferencia mucho del de un cubo de carbón invertido; luego te ciñes la espada, te pones unas tuberías en los brazos, guanteletes de hierro en las manos, en la cabeza, una ratonera que lleva atada a la parte de atrás un pedazo de telaraña de acero, y estás listo, tan confortable como una vela en un candelero. Realmente, no es el atuendo más apropia­do para salir de baile. Un hombre así embalado es como una nuez que no merece la pena partir: es muy poca carne para tanta cáscara.

Si los muchachos no me hubiesen ayudado no habría po­dido meterme en mi envoltorio. Justo cuando terminába­mos apareció sir Bedivere, y entonces me di cuenta de que probablemente yo no había elegido la vestimenta más apro­piada para un viaje largo. ¡Qué imponente se veía, alto, an­cho, magnífico! Llevaba sobre la cabeza un casco cónico de acero que sólo le llegaba hasta las orejas, y como visera, una delgada barra de acero que bajaba hasta su labio inferior y le protegía la nariz, el resto de la vestidura, desde el cuello has­ta los talones, era de malla flexible, incluso los pantalones. Además, estaba cubierto casi por completo por una sobre­veste, por supuesto, de cota de malla, que le colgaba muy recta desde el cuello hasta los tobillos, pero que de la cintura hacia abajo estaba dividida por delante y por detrás, de modo que al cabalgar los faldones colgaban cómodamente de los costados. Partía en busca del Grial, y su atuendo era el más apropiado para tan larga expedición. Yo hubiera dado mucho por ese gabán, pero ya era demasiado tarde para cambiar las cosas. El sol acababa de salir y el rey y la corte me esperaban para despedirme y desearme suerte. El demorar­me más hubiese sido una falta de cortesía.

En estos casos no se te permite subir al caballo por tu pro­pia cuenta, no; si intentaras hacerlo te lo impedirían. Te lle­van cargado, de la misma manera que se lleva a la botica a un hombre que acaba de sufrir una insolación, te ponen sobre el caballo, te ayudan a que te acomodes y colocan tus pies en el estribo. Durante todo ese tiempo te sientes extraño y sofo­cado, como si no se tratase de ti, igual que debe sentirse una persona que de repente se ve obligada a casarse, o es alcan­zada por un rayo, o algo por el estilo, y todavía no acaba de comprender lo que ha ocurrido y se encuentra aturdida y desorientada. Luego colocaron el enorme mástil, al cual lla­man lanza, en un hueco, junto a mi pie izquierdo, y lo así con una mano; finalmente me colgaron el escudo del cuello, y entonces estuve listo para levar anclas y zarpar. Todos se mostraron muy amables conmigo, y una dama de honor tra­jo una copa y me dio a beber la espuela con sus propias ma­nos. No quedaba más quehacer, salvo que la doncella subie­se a mi caballo y montase a mi grupa, lo cual hizo a conti­nuación, agarrándose a mí con lo que debía ser su brazo. Partimos. Los presentes nos despedían agitando sus pa­ñuelos o sus yelmos. Y todas las personas a quienes encon­tramos al descender la colina o mientras atravesábamos los pueblos nos saludaban respetuosamente, con excepción de unos chiquillos harapientos que se hallaban a las afueras del pueblo.

-¡Qué pinta tiene! -me gritaban, al tiempo que me tira­ban terrones.

Mi opinión es que los chicos de todas las épocas son igua­les. No respetan nada, no les importa nada ni nadie. Le di­cen: «¡Sube, calvo!» al profeta que inofensivamente recorre su camino entre el polvo de la antigüedad; me insultaban en la santa penumbra de la Edad Media, y del mismo modo los había visto actuar durante la administración del presidente Buchanam; lo recuerdo muy bien porque estuve allí y cola­boré. El profeta tenía un cayado y podía desquitarse de sus chiquillos, y yo quería bajar del caballo y desquitarme de los míos, pero no era muy buena idea porque no habría podido montar de nuevo. Detesto los países donde no existen grúas.

12. Lenta tortura

En seguida estuvimos en el campo. Era de lo más encanta­dor y agradable encontrarse en aquellas soledades silvestres al amanecer de una fresca mañana de principios de otoño. Desde lo alto de las colinas veíamos hermosos valles verdes que se extendían abajo, con sinuosos arroyos que los reco­rrían, islotes de árboles aquí y allá, e inmensos y solitarios robles que proyectaban oscuras manchas de sombra; y más allá de los valles veíamos cadenas de colinas, sumidas en la neblina, que se extendían en undosa perspectiva hacia el ho­rizonte, y, a grandes intervalos, una tenue mota gris o blanca en la cresta de un cerro, que, como sabíamos, denotaba al­gún castillo. Cruzamos amplias praderas resplandecientes con el rocío, moviéndonos como espíritus, nuestras pisadas acalladas por la suavidad del césped, igual que en un sueño, nos deslizábamos por claros de bosques tamizados por una luz verde que tomaba su tinte del techo de hojas resecas por el sol, y a nuestros pies corrían los más claros y helados arro­yuelos, murmurando y retozando entre los bancos y emi­tiendo una especie de música susurrante que resultaba re­paradora, y por momentos dejábamos atrás el mundo y penetrábamos en las inmensas y solemnes profundidades del bosque, con su penumbra imponente, donde furtivas criaturas salvajes emergían y se ocultaban en seguida, desa­pareciendo antes de que los ojos localizaran el sitio del que procedía el ruido, y donde sólo revoloteaban los pájaros más tempranos, cantando aquí, riñendo allá, o lejos, en la distan­cia, martilleando o tamborileando los troncos de los árboles en busca de gusanillos. Y después, poco a poco, comenza­mos a acercarnos al fulgor del mundo exterior.

Después de la tercera, cuarta o quinta vez que regresába­mos al fulgor -debían haber pasado un par de horas desde la salida del sol- ya no resultaba tan agradable como al princi­pio. Comenzaba a calentar el sol de manera muy considera­ble, y estuvimos un largo trayecto sin sombra alguna. Es cu­rioso cómo, una vez que comienzan, las pequeñas molestias crecen y se multiplican gradualmente. Cosas que no me mo­lestaban al principio empezaban a molestarme entonces, cada vez más y más. Las primeras diez o quince veces que quise utilizar mi pañuelo no pareció importarme; seguía mi camino y me decía que no tenía importancia, pues era algo insignificante, y lo apartaba de mi mente. Pero ahora era dis­tinto, quería utilizarlo a cada momento, una, y otra, y otra vez, todo el tiempo, sin descanso; no podía dejar de pensar en ello, hasta que perdí la paciencia y maldije al hombre ca­paz de fabricar una armadura completa sin un solo bolsillo. Veréis: tenía el pañuelo en el yelmo, junto con otras cosas, pero era el tipo de yelmo que no te puedes quitar tú solo. Era algo que no se me había ocurrido cuando puse allí el pañue­lo y de hecho era algo que ignoraba. Había supuesto que se­ría un sitio particularmente cómodo. Y ahora, al saber que estaba allí, tan a mano, tan cerca y, sin embargo, tan inalcan­zable, hacía que la situación fuese aún peor y más difícil de soportar. Sí, las cosas que no puedes alcanzar son las que, por lo general, más deseas; es algo que todo el mundo ha ex­perimentado. Pues bien, dejé de pensar en todo lo demás, totalmente, y me concentré en el yelmo, y así continué, kilómetro tras kilómetro, pensando en el pañuelo, representán­dome el pañuelo, y era desagradable y enojoso sentir el su­dor salado que continuamente goteaba sobre mis ojos. Así escrito parece algo sin importancia, pero no se trataba en modo alguno de algo insignificante: era el más real de los su­frimientos. No lo diría si no fuese así. Decidí que la próxima vez llevaría unos anteojos de retículo, sin importarme el as­pecto o lo que pudiera opinar la gente. Naturalmente, esos caballeretes de hierro de la Mesa Redonda pensarían que era inaudito, inaceptable, y tal vez supondría un escándalo, pero por lo que a mí respecta, primero, la comodidad, y después, el estilo. Así que seguimos avanzando, y de vez en cuando entrábamos en terrenos polvorientos, y el polvo se arremoli­naba en nubes, se me metía en las narices y me hacía estor­nudar y llorar y, por supuesto, comenzaba a decir cosas que no debería decir. No lo niego. No soy mejor que los demás. Parecía que no nos íbamos a topar con nadie en aquella In­glaterra solitaria, ni siquiera con un ogro, y con el humor que me gastaba, más le hubiese valido a un ogro mantenerse a distancia; a un ogro con pañuelo, quiero decir. La mayoría de los caballeros sólo hubieran pensado en hacerse con su armadura, pero si yo lograba apropiarme del pañuelo el ogro bien hubiese podido quedarse con toda su ferretería.

Entretanto, cada vez hacía más calor en el interior de mi armatoste. Veréis, el sol golpeaba y calentaba progresiva­mente el hierro, y cuando sientes tanto calor te irrita cual­quier pequeñez. Si avanzaba al trote, traqueteaba como una canasta repleta de trastos, lo cual me fastidiaba y, lo que es peor, no podía impedir que el escudo fuera dando saltos y golpes contra mi pecho y mi espalda; si disminuía el paso, mis articulaciones crujían y rechinaban de la misma y fati­gosa manera que lo hace una carretilla, y a ese paso no con­seguíamos provocar ni un soplo de brisa. Me sentía como si me estuvieran cociendo en una estufa, y además, cuanto más despacio me movía, más pesado se hacía el hierro y a cada minuto me parecía llevar encima más y más toneladas. Y continuamente tenía que estar pasando la lanza de un lado al otro, pues era muy fatigoso asirla mucho rato con la mis­ma mano. Bueno, cuando sudas de esa manera, a chorros, llega un momento en que te… en que te…, bueno, en que te pica. Tú estás dentro, tus manos están fuera, y entre tu cuer­po y ellas se interpone una espesa costra de hierro. Es algo que no se debería tomar tan a la ligera, dígase lo que se diga. Primero te pica un sitio; luego, otro, y otro, y continúa ex­tendiéndose hasta que termina por invadir todo el cuerpo, y nadie sería capaz de imaginar cómo te sientes, ni lo desagra­dable que resulta. Y cuando ya no podía ser peor, y me pa­recía que no podría resistir más, se coló un mosquito por la rejilla y se asentó en mi nariz, y la rejilla se trabó y no conse­guía levantar la visera, sólo podía sacudir la cabeza, que en ese momento ardía de calor, y bueno, ya sabéis cómo se comporta un mosquito cuando te tiene a su merced, así que ante cada sacudida su única reacción era pasar de la nariz al labio y del labio a la oreja, y zumbar y seguir zumbando a lo largo y ancho de mi rostro, y picar, y seguir picando de un modo que para alguien como yo, en tal estado de desasosie­go, resultaba sencillamente insoportable. Así que me rendí y le pedí a Alisande que me despojara del yelmo y lo descarga­ra. Entonces procedió a vaciarlo y fue a llenarlo de agua y cuando regresó bebí de él, y el resto lo vertió en el interior de mi armadura. Sería imposible imaginarse qué sensación de frescor. Continuó trayendo y vertiendo agua hasta que estu­ve empapado y completamente aliviado.

Era agradable tomar un descanso y recobrar la paz. Pero en esta vida nada es perfecto. Tiempo atrás había fabricado una pipa, y también picadura de tabaco bastante buena, no exactamente igual a la auténtica, más bien como la picadura que usan los indios: con la corteza interna de un sauce pues­ta a secar. Todo esto lo llevaba en el yelmo, y ahora lo recu­peraba, pero no tenía cerillas. Gradualmente, a medida que transcurría el tiempo, algo desconcertante se fue haciendo patente, teníamos entre manos un problema de logística, dado que un novato armado es incapaz de montar en su ca­ballo sin ayuda, y una ayuda considerable además. Sandy no bastaba; en cualquier caso no bastaba para mí. Tendríamos que esperar a que apareciera alguien. Una espera tranquila, silenciosa, no hubiera sido desagradable, pues tenía nume­rosos motivos de reflexión y estaba deseando tener la opor­tunidad de darles rienda suelta. Quería tratar de dilucidar cómo era posible que hombres racionales, o medianamente racionales, habían podido acostumbrarse a vestir arma­duras, teniendo en cuenta sus múltiples inconvenientes, y cómo habían podido preservar esa moda dura nte genera­ciones, si, evidentemente, lo que yo había sufrido ese día ellos lo tendrían que sufrir todos los días de sus vidas. Desea­ba dilucidar aquello, y aun más: quería encontrar alguna manera de reformar esta sinrazón y persuadir a la gente de que tan ridícula costumbre debería desaparecer, pero en las circunstancias en que me hallaba no era posible pensar. Donde estuviese Sandy resultaba imposible hacerlo. Se tra­taba de una criatura dócil y de buen corazón, pero su torren­te de palabras era tan constante como un molino, y te causa­ba un dolor de cabeza como el que te puede producir el estruendo en el centro de una ciudad. Hubiese sido un ver­dadero alivio tener un tapón, pero a las de su especie no se les puede cerrar con un tapón: morirían. Se pasaba el día en­tero cascando y podría pensarse que su maquinaria termi­naría por desgastarse poco a poco, pero no; no se estropeaba nunca, no quedaba fuera de funcionamiento y nunca tenía que disminuir el ritmo para buscar palabras. Era capaz de estar una semana entera rechinando, triturando, bombean­do, resoplando, sin detenerse jamás para engrasar o reparar su molino de palabras. Y, sin embargo, el resultado no era más que viento. Nunca tenía ideas, de hecho, no tenía más ideas de las que puede tener la niebla. Era como una cotorra, bla, bla, bla, todo el día, bla, bla, bla, sin parar, bla, bla, bla, etc. Esa mañana no me había molestado su molino de pala­bras, preocupado como estaba por mi avispero de proble­mas, pero por la tarde, más de una vez, tuve que decir:

-Date un descanso, nena; al ritmo que estás gastando el aire del reino tendremos que empezar a importar aire maña­na mismo, y ya tenemos suficientes problemas de tesorería.

13. Hombres libres

Sí; resulta curioso pensar cuán poco tiempo es capaz una persona de permanecer satisfecha. Sólo un rato antes, cuan­do cabalgaba y sufría me hubiera parecido un verdadero pa­raíso la paz, el sosiego, la dulce serenidad de aquel escondri­jo remoto y sombreado junto a un arroyo cristalino, donde me encontraba completamente a gusto vertiendo de vez en cuando agua dentro de mi armadura y, no obstante, comen­zaba ya a sentirme insatisfecho. En parte, porque no podía encender mi pipa, pues aunque hacía algún tiempo había instalado una fábrica de cerillas, se me había olvidado traer una provisión para el viaje. Y en parte, también porque no teníamos nada para comer. He aquí otro ejemplo de la pueril imprevisión de aquella época y aquella gente. Un caballero armado confiaba siempre en la posibilidad de encontrar co­mida durante un viaje y se hubiera sentido escandalizado ante la idea de colgar de su lanza una cesta de bocadillos. Se­guramente no había uno solo entre todos los caballeros de la Mesa Redonda que no hubiera preferido morir antes de que le viesen llevando una cosa semejante en su estandarte. Y, sin embargo, no podía haber nada más sensato. Había teni­do la intención de esconder un par de bocadillos en mi yel­mo, pero fui interrumpido mientras lo hacía, tuve que in­ventar una excusa y apartarlos, y se los comió un perro.

Se acercaba la noche, y con ella, una tormenta. La oscu­ridad se extendió rápidamente. Por supuesto, debíamos acampar. Encontré un buen refugio para la doncella debajo de una roca, me alejé un poco y encontré otro para mí. Pero me vi obligado a permanecer dentro de mi armadura; no podía quitármela solo y tampoco podía pedirle a Alisande que me ayudara, pues hubiera sido lo mismo que desvestirse en público. En realidad, no era para tanto: llevaba otras ro­pas debajo, pero los prejuicios de tu propia educación no de­saparecen tan de sopetón y sabía que cuando llegase el mo­mento de despojarme de esas férreas enaguas de cola iba a sentir vergüenza.

La tormenta trajo un cambio en el clima, y cuanto más fuerte soplaba el viento y con más virulencia golpeaba el agua más frío iba haciendo. Muy pronto empezaron a salir de la humedad escarabajos, hormigas, gusanos y otros bi­chos, y a arrastrarse dentro de mi armadura en busca de ca­lor, y mientras algunos de ellos se comportaban bastante bien y se limitaban a introducirse entre mis ropas y quedarse quietos, la mayoría parecía pertenecer a esa especie de in­sectos incansables e incómodos, que nunca pueden estar quietos y siguen rondando y explorando, aunque no tengan idea de lo que buscan. Las hormigas, por ejemplo, que desfi­laban en monótona e incesante procesión de un extremo a otro de mi cuerpo, y son una clase de criaturas con quienes espero no tener que dormir nunca más. Aconsejaría a las personas que se encuentren en esta misma situación que no intenten dar vueltas ni revolcarse por el suelo, porque esto excita la curiosidad de las diferentes especies de animalejos, y hasta el último de ellos quiere acudir al lugar de los hechos y enterarse de lo que pasa, lo cual, desde luego, empeora aún más la situación y te hace renegar todavía más, si es que ello es posible. Pero a fin de cuentas, aunque uno no diera vueltas y no se revolcara, podría morir de desesperación, de modo que tal vez da lo mismo hacer una cosa que la otra. Realmente no hay ninguna opción. Incluso cuando ya esta­ba totalmente congelado podía sentir un cosquilleo, del mis­mo modo que ocurre cuando un cadáver recibe descargas eléctricas. Me prometí que después de este viaje no volvería a usar armadura.

Durante esas horas de agonía, cuando estaba congelado y al mismo tiempo era una hoguera viviente, por así decirlo, debido a aquella pandilla de reptantes, la misma pregunta sin respuesta continuaba dando vueltas y vueltas por mi cansado cerebro. ¿Cómo puede la gente soportar estas horri­bles armaduras? ¿Cómo han podido soportarlas durante tantas generaciones? ¿Cómo podrán quedarse dormidos cada noche sabiendo que al día siguiente deberán afrontar la misma tortura?

Cuando al fin llegó el día, me encontraba en unas condi­ciones bastante lamentables: demacrado, desaseado, soño­liento, agotado por la falta de sueño, fatigado por el esfuerzo de tener que revolcarme, hambriento después de tan largo ayuno, muriéndome por tomar un baño ylibrarme de los bi­chos y casi lisiado por el reumatismo. ¿Y qué suerte había corrido la doncella de noble cuna, de título aristocrático, de­moiselle Alisande la Carteloise? Pues bien, estaba tan fresca como una lechuga, había dormido como un lirón y en lo que respecta al baño, probablemente ni ella ni ningún otro noble sobre la faz de la tierra había tomado uno y, por lo tanto, no le hacía ninguna falta. Consideradas desde un punto de vista moderno, estas gentes no eran más que salvajes reformados. La noble dama que me acompañaba no parecía tener ningu­na impaciencia por desayunar, y eso también tiene algo de salvaje. Aquellos ingleses estaban acostumbrados a largos ayunos en sus viajes y sabían cómo soportarlos, y también cómo cargarse ellos mismos, acumulando reservas para fu­turos ayunos, del mismo modo que lo hacen los indios y la serpiente anaconda. Seguramente Sandy estaba cargada para una jornada de tres días.

Partimos antes del amanecer. Sandy, cabalgando, yyo, co­jeando detrás. Después de media hora encontramos un gru­po de pobres criaturas andrajosas reunidas para reparar esa cosa que ellos llamaban carretera. Ante mí se comportaban con la humildad de un animal, y cuando propuse tomar el desayuno con ellos se mostraron tan halagados, tan abru­mados por la extraordinaria condescendencia de mi parte que en un principio eran incapaces de creer que hablase en serio. Mi doncella frunció los labios desdeñosamente y se hizo a un lado; dijo en voz alta que antes preferiría comer con el resto del ganado, comentario que avergonzó a aque­llos pobres diablos sencillamente porque se refería a ellos, no porque los insultara o los ofendiera, que no era ese el caso. Y, sin embargo, no eran esclavos, ni siervos. Por un sar­casmo de las leyes y las maneras de hablar, eran hombres libres. Siete décimos de la población libre del país pertene­cían exactamente a su clase y su condición: pequeños cam­pesinos «independientes», artesanos, etc., lo cual quiere decir que constituían la nación, la verdadera Nación, prácti­camente eran las únicas personas útiles, las únicas que val­dría la pena conservar, las únicas dignas de respeto, y elimi­narlas hubiese sido como eliminar la Nación, dejándola reducida a un montón de bazofia, unos desechos, llamados rey, nobleza, gentileza, un grupo ocioso, improductivo, fa­miliarizado principalmente con las costumbres de desperdi­ciar y destruir y sin utilidad alguna en un mundo racional­mente organizado. Y, sin embargo, valiéndose de ingeniosas estratagemas, esa minoría dorada, en lugar de encontrarse en la cola de la procesión, como debería ser, marchaba a la cabeza, ondeando banderas orgullosamente, habiéndose autoproclamado como la Nación. Y todos estos innumera­bles borregos habían aceptado ese estado de cosas durante tanto tiempo que al final lo consideraban como algo verdadero y, más aún, creían que era algo justo y necesario. Los curas habían repetido a sus padres y a ellos mismos que este irónico estado de cosas respondía al designio de Dios y, por tanto, sin detenerse a pensar lo poco propio de Dios que hu­biera sido entretenerse con este tipo de sarcasmos, y espe­cialmente con sarcasmos tan transparentes y tan poco agu­dos, se habían resignado a ese estado de cosas, guardando un respetuoso silencio.

El lenguaje de esta gente mansa tendría una resonancia bastante curiosa a oídos de un antiguo norteamericano. Se llamaban hombres libres, pero no podían abandonar las propiedades de su señor feudal o de su obispo sin contar con un permiso expreso; no se les permitía hacer su propio pan porque tenían que trillar el maíz y cocer el pan en los moli­nos yhornos del respectivo señor, y además, pagarle un pre­cio alto; no podían vender ningún artículo de su propiedad sin pagar al señor un importante porcentaje de los benefi­cios, ni comprar artículos de propiedad ajena sin reservar para su señor una suma en efectivo como «presente» por el privilegio de poder efectuar la transacción; debían recolec­tar el grano de su señor sin recibir pago alguno, y estar siem­pre dispuestos a acudir inmediatamente en el momento en que fuesen requeridos, abandonando sus cosechas a la des­trucción por la tormenta que amenazaba, debían consentir que el señor plantara en sus campos árboles frutales y luego callar su indignación cuando los descuidados recolectores de las frutas pisoteaban el grano cercano a los árboles; te­nían que tragarse la ira cuando las partidas de caza del señor galopaban a través de sus campos, arruinando los frutos de su paciente tarea; no se les permitía poseer palomas, y cuan­do las bandadas provenientes del palomar de milord se po­saban sobre sus cosechas no debían perder los estribos y matar un pájaro, porque sería terrible el castigo; cuando, fi­nalmente, se había recogido la cosecha comenzaba la proce­sión de ladrones para exigir sus chantajes: primero, la Igle­sia separaba sus provechosos diezmos; a continuación, el comisario del rey se quedaba con un 20 por 100; después, los representantes de milord hacían una poderosa incursión en lo que restaba; después de lo cual el esquilmado hombre li­bre estaba en libertad de invertir los remanentes en su esta­blo, en caso de que valiera la pena, porque había impuestos, e impuestos, e impuestos, y más impuestos, y de nuevo im­puestos, y todavía otros impuestos sobre este paupérrimo hombre libre e independiente, pero ninguno sobre el lord, el barón o el obispo, ninguno sobre la derrochadora nobleza o la Iglesia voraz; si el barón quería dormir a sus anchas, el hombre libre debía pasar la noche en vela, después de un día entero de trabajo, y remover el agua de los pozos para que no croasen las ranas; si la hija del hombre libre se disponía a contraer matrimonio…, pero no, esta última infamia de los gobiernos monárquicos no se puede imprimir, y finalmente si, desesperado por estos suplicios, consideraba que su vida resultaba insoportable yponía fin a sus días buscando mise­ricordia y refugio en la muerte, la benigna Iglesia lo conde­naba al fuego eterno, la benigna ley lo hacía sepultar a me­dianoche junto a alguna encrucijada, con una estaca clavada en la espalda, y su amo -el barón o el obispo- confiscaba to­das sus propiedades y expulsaba de sus tierras a su viuda y a sus hijos.

Y allí estaban reunidos, por la mañana temprano, aquel grupo de hombres libres para trabajar tres días cada uno en la carretera de su señor el obispo, gratis, como debía hacerlo todo hombre cabeza de familia y todo hijo de familia, aña­diendo un día o algo más por los sirvientes que tuviese cada cual. Pues bien, era una situación que hacía pensar en Fran­cia y los franceses antes de la siempre memorable y bendita Revolución que sepultó mil años de ruindad semejante con una repentina oleada de sangre, saldando la antiquísima deuda con media gota de sangre a cambio de cada barril re­pleto arrancado a aquella gente con dolorosas torturas a lo largo de diez largos siglos de injusticia, humillaciones y mi­serias, que sólo tendrían comparación con el infierno. No hubo uno, sino dos «Reinados del Terror», y eso es algo que deberíamos tener siempre en cuenta; uno trajo asesinatos provocados por pasiones ardientes; el otro, a sangre fría, despiadadamente; uno duró unos pocos meses; el otro había durado mil años; uno llevó a la muerte a diez mil personas; el otro, a cientos de millones; pero siempre nos estremece­mos al pensar en los «horrores» del Terror más breve, el Te­rror momentáneo, por así decirlo, sin detenernos a compa­rar el horror de la muerte súbita bajo el hacha con el horror de pasar toda una vida muriendo de hambre, de frío, de crueldad, de vergüenza y de desolación. ¿Qué es la muerte instantánea por un rayo comparada con la muerte a fuego lento en la hoguera? Un cementerio local bastaría para aco­ger los féretros de las víctimas del Terror más breve, que tan diligentemente nos han enseñado a temer y a lamentar, mientras que Francia entera apenas sería suficiente para contener los féretros de los muertos de aquel Terror más an­tiguo y verdadero, aquel Terror amargo e indescriptible que no se nos ha enseñado a contemplar en su inmensidad ni a deplorar como merece.

Estos pobres hombres, supuestamente libres, que com­partían conmigo su desayuno y su conversación, estaban tan imbuidos de humilde reverencia hacia su rey, la Iglesia y la nobleza como hubiera podido esperar el peor de sus enemi­gos. Había algo lamentablemente absurdo en la situación. Les pregunté si podían imaginarse que en una nación, don­de cada hombre tuviese derecho a un voto libre, se elegiría a una sola familia y a sus descendientes para reinar eterna­mente, fuesen inteligentes o idiotas, excluyendo a todas las demás familias, entre ellas la del votante, y se elegiría tam­bién que unos cuantos cientos de familias fuesen elevadas a las más altas categorías y revestidos de glorias y privilegios ofensivamente hereditarios, de nuevo excluyendo de esta posibilidad a todas las demás familias y entre ellas la suya propia.

Mi pregunta no pareció afectar a ninguno de ellos, y res­pondieron que no lo sabían, que nunca antes lo habían pen­sado y que nunca se les hubiese ocurrido que una nación se encontrase en una situación tal que todo hombre pudiese es­cuchar su voz en los asuntos del gobierno. Les dije que yo ha­bía conocido una nación así, y que duraría hasta el día en que se estableciera una Iglesia oficial. Tampoco esta vez parecie­ron afectados al principio, pero pasado un momento un hombre levantó la mirada y me pidió que explicara de nuevo mi propuesta y que la explicara lentamente para tratar de en­tender su significado. Así lo hice, y al cabo de un instante ha­bía captado la idea, y dando un puñetazo al aire dijo que no creía que una nación donde cada hombre tuviese derecho al voto decidiera voluntariamente revolcarse en el fango y la su­ciedad, y que privar a una nación de su voluntad y sus prefe­rencias debía ser un crimen, y el peor de todos los crímenes.

Me dije a mí mismo: «¡Este sí que es un hombre! Si contase con el apoyo de suficientes hombres como éste, podría em­prender acciones que repercutieran en el bienestar del país, e intentaría demostrar que soy el más leal de sus ciudadanos efectuando un saludable cambio en su sistema de gobierno».

Veréis, mi clase de lealtad era una lealtad hacia el propio país, no hacia sus instituciones o hacia sus funcionarios. El país es lo verdadero, lo sustancial, lo eterno; es lo que se debe vigilar y cuidar, aquello a lo que se debe brindar lealtad. Las instituciones son algo externo, son simplemente sus vesti­duras, y las vestiduras se pueden desgastar, se pueden con­vertir en harapos, dejar de ser cómodas, pueden dejar de protegernos del invierno, la enfermedad o la muerte. Ser leal a los harapos, aclamar a los harapos, venerar a los harapos, morir por los harapos, no es más que una lealtad insensata, animal; pertenece a la monarquía, fue inventada por la mo­narquía. ¡Que la monarquía se quede con ella! Yo provenía de Connecticut, cuya Constitución declaraba que «todo po­der político pertenece de manera innata a la gente, y todo gobierno debe estar basado en la autoridad de la gente e ins­tituido para su beneficio, y que la gente tiene en todo mo­mento el derecho innegable e inalienable de alterar su forma de gobierno del modo que le parezca más conveniente».

Avalado por esa doctrina, el ciudadano que crea notar que las vestiduras políticas de la nación están desgastadas y, a pesar de todo, guarda silencio y no reclama un traje nuevo es un traidor. El hecho de que pueda ser el único que advier­te esa decadencia no le sirve de excusa; su deber es el de re­clamar, y el deber de los demás ciudadanos es el de votar en su contra si no ven las cosas del mismo modo.

Y resulta que ahora me encontraba aquí, en un país donde el derecho a opinar cómo se debería ejercer el gobierno esta­ba restringido a seis personas de cada mil. Si las otras nove­cientas noventa y cuatro expresaban su descontento con el sistema reinante y proponían cambiarlo, los seis privilegia­dos se hubiesen estremecido al unísono, doliéndose de que era una muestra de deslealtad, una deshonra, una negra y asquerosa traición. Por así decirlo, me había convertido en accionista de una corporación en la cual novecientos noven­ta y cuatro de los socios proporcionaban todo el dinero y realizaban todo el trabajo, y los otrás seis se elegían a sí mis­mos en consejo de administración permanente y se queda­ban con todos los dividendos. A mi modo de ver, lo que pre­cisaban los novecientos noventa y cuatro incautos era un nuevo convenio. Lo que mejor se hubiese acomodado al lado espectacular de mi naturaleza hubiese sido renunciar a la je­fatura, encabezar una insurrección y convertirla en una re­volución, pero sabía muy bien que los Jack Cade y los Wat Tyler, que habían intentado algo similar sin educar antes a sus seguidores en los principios de la revolución habían fra­casado todas las veces. Yo no estaba acostumbrado a fraca­sar, aunque sea yo mismo quien lo diga. Por tanto, el «conve­nio» que había estado tomando forma en mi mente desde hacía cierto tiempo era de un género muy diferente al de Cade-Tyler y similares.

Así que en lugar de hablar de sangre y revolución a aquel hombre que allí masticaba pan negro junto a un rebaño de ovejas humanas humilladas y engañadas lo llevé a un lado y le hablé de otras cosas. Cuando terminé de hablar le pedí que me prestara unas gotas de tinta de sus venas y con ellas y una astilla escribí sobre un pedazo de corteza:

 

«Ponedlo en la Fábrica de Hombres»

 

y se lo entregué, diciéndole:

-Llévalo al palacio de Camelot y entrégaselo personal­mente a Amyas le Poulet, a quien yo llamo Clarence, y él sa­brá lo que significa.

-Entonces se trata de un clérigo -dijo, y gran parte del en­tusiasmo desapareció de su rostro.

-¡Cómo que un clérigo! ¿No te he dicho que ninguna pro­piedad de la Iglesia, ningún sumiso esclavo del Papa o de los obispos puede entrar en mi Fábrica de Hombres? ¿No te he dicho que tú mismo no podrías entrar a no ser que tu reli­gión, cualquiera que sea, respondiese a una elección libre y propia?

-A fe que sí, y ello me llenó de contento y, por lo tanto, disgustóme y me infundió sombrías dudas escuchar lo del clérigo.

-Pero no es un clérigo, te lo aseguro.

El hombre no estaba convencido, y preguntó:

-¿No es un clérigo y, sin embargo, puede leer?

-No es un clérigo y, sin embargo, puede leer -contesté-. Y también escribir. Yo mismo le enseñé -el hombre comenzaba a tranquilizarse-. Y es la primera cosa que te van a ense­ñar a ti en esa fábrica.

-¿A mí? Daría la sangre de mi corazón a cambio de cono­cer ese arte. Más aún: seré vuestro esclavo, vuestro…

-No, no lo serás. No serás esclavo de nadie. Reúne a tu fa­milia y ponte en camino. Tu señor obispo confiscará tus es­casas propiedades, pero no te preocupes; Clarence se ocupa­rá de ti como es debido.

14. «Defendeos, milord»

Pagué tres peniques por mi desayuno, desde luego una suma exorbitante si se tiene en cuenta que con ese dinero hu­biese podido desayunar una docena de personas, pero en ese momento me encontraba de muy buen humor, y de cualquier modo siempre he sido algo derrochador; además, aquellas gentes habían querido darme de comer gratis, a pesar de lo reducido de su provisión, y entonces era un verdadero placer enfatizar mi aprecio y sincera gratitud con un importante apoyo financiero y dejar esas monedas en un sitio donde re­sultarían mucho más útiles que en mi yelmo, liberándome al mismo tiempo de un peso no despreciable, teniendo en cuenta que cada penique estaba hecho de hierro, y yo carga­ba casi medio dólar. En aquellos días gastaba el dinero con bastante facilidad, es verdad, pero una de las razones de ello es que todavía no acababa de habituarme a la verdadera pro­porción de cosas y precios, a pesar de una estancia tan larga en Inglaterra. Incluso entonces me era difícil aceptar del todo que un penique en tierras de Arturo y un par de dóla­res en Connecticut eran más o menos la misma cosa: melli­zos, por así decirlo, en cuanto al poder adquisitivo. Si mi partida de Camelot se hubiese retrasado tan sólo unos días, hubiera podido pagarle a esta gente con hermosas monedas nuevas acuñadas en nuestra propia casa de la moneda, lo cual me hubiera agradado mucho, y a ellos también, sin duda. Ha­bía adoptado única y exclusivamente el sistema monetario. americano. Una o dos semanas más tarde, las monedas de un centavo, las de níquel de cinco centavos, las de diez, las de veinticinco y las de medio dólar, junto con unas pocas de oro, comenzarían a correr en delgados, pero continuos chorros por las venas del reino, que cobraría nueva vida con esta san­gre, según confiaba yo.

Los agricultores pretenderían darme algo en compensa­ción por mi liberalidad, quisiera yo o no, así que permití que me ofrecieran eslabón y pedernal, y en cuanto nos hubieron dispuesto cómodamente sobre el caballo a Sandy y a mí, en­cendí la pipa. Cuando la primera bocanada de humo se coló por las rejillas de mi yelmo, todos los presentes salieron co­rriendo hacia el bosque, y Sandy se fue de espaldas y cayó al suelo con un golpe sordo. Pensaron que yo era uno de los dragones que escupen fuego, de esos que habían oído hablar tanto a los caballeros andantes y otros embusteros profesio­nales. Tuve enormes problemas para convencer a aquella gente de que se aventurase a regresar a una distancia desde la cual pudiésemos hablar. Les expliqué entonces que se trata­ba de un pequeño encantamiento que únicamente podía causar daño a mis enemigos. Y les prometí, con la mano en él corazón, que si todos aquellos que no sentían enemistad por mí se adelantaban y cruzaban delante de mí, podrían ver cómo caían fulminados solamente los que se habían queda­do atrás. No se produjeron víctimas, pues nadie demostró la curiosidad suficiente para quedarse atrás a ver qué pasaba.

Perdí un poco de tiempo, porque aquellos niños grandes, una vez vencido el miedo, estaban tan maravillados con mis pasmosos fuegos artificiales que tuve que quedarme allí y fumar un par de pipas antes de que me permitieran partir. Pero el retraso no fue totalmente improductivo, pues tam­bién había que darle tiempo a Sandy para que se acostum­brara del todo a la novedad, estando, como sabéis, tan cerca del prodigio. También se le atascó por un buen rato su moli­no de conversación, lo cual constituía, en mi opinión, una gran ganancia. Pero por encima de todos los beneficios ob­tenidos contaba ahora con un conocimiento importante: en lo sucesivo podría enfrentarme a cualquier ogro o gigante que apareciese en mi camino.

Nos detuvimos a pasar la noche con un santo ermitaño, y mi oportunidad se presentó hacia la media tarde del día si­guiente. Atravesábamos una extensa pradera utilizando un atajo, y yo estaba completamente ensimismado, sin escuchar nada, sin ver nada, cuando, de repente, Sandy interrumpió un comentario que había empezado esa mañana, dando un grito.

-¡Defendeos, milord! ¡Peligra vuestra vida!

En el mismo instante se deslizó del caballo, y se alejó co­rriendo unos cuantos pasos. Levanté los ojos y vi en la dis­tancia, bajo la sombra de un árbol, a media docena de caba­lleros armados y a sus escuderos, y de inmediato comenzó una gran algarabía y agitación mientras ajustaban las sillas. La pipa estaba cargada y ya la habría encendido si no me hu­biese encontrado sumido en pensamientos sobre cómo abo­lir la opresión en aquellas tierras y devolver a las gentes la dignidad humana y los derechos que les habían sido roba­dos, y cómo hacerlo sin perjudicar a nadie. La encendí rápidamente y logré acumular una buena reserva de humo antes de que el grupo se precipitase sobre mí. Todos al tiempo, además, haciendo caso omiso de las magnanimidades caba­llerescas sobre las que tanto hemos leído: tunantes de la cor­te que cuando atacan lo hacen de uno en uno, mientras los otros se aseguran que se respeten las reglas. No. Vinieron en grupo, se abalanzaron estruendosamente sobre mí, como una descarga de artillería, con las cabezas inclinadas hacia adelante los penachos ondeando al viento, las lanzas dirigidas hacia mí. Resultaba una escena bonita, una escena pre­ciosa, pero para un hombre que estuviese escondido en un árbol. Coloqué mi lanza en posición de descanso y esperé, con el corazón palpitante, hasta que la ola de hierro estaba a punto de romper sobre mí, y entonces arrojé una columna de humo blanco por las rejillas del yelmo. Teníais que haber visto cómo la ola se quebraba y se esparcía. Se trataba de una escena aún más bonita que la precedente.

Pero aquella gente se detuvo a unos doscientos o trescien­tos metros de distancia, cosa que me preocupó. Mi satisfac­ción se vino al suelo, y me invadió el miedo. Pensé que mi hora había llegado. Sandy, por el contrario, estaba radiante, y se disponía a abandonarse a la elocuencia, pero se lo impe­dí y le dije que por algún motivo, mi magia había fallado y que debía montar de nuevo en el caballo a toda prisa y en se­guida cabalgaríamos raudos hasta el fin del mundo. No, no lo hizo. Dijo que mi encantamiento había dejado inútiles a aquellos caballeros; no habían seguido avanzando porque no podían hacerlo; en cualquier momento podían caer de sus monturas y entonces nos haríamos con sus caballos y arreos. No fui capaz de engañar tal demostración de confia­da ingenuidad, así que le dije que se trataba de un error; que cuando los fuegos en mi posesión eran mortíferos su efecto era instantáneo, no, aquellos hombres no morirían, mi ma­quinaria debía tener alguna avería, no sabía dónde radicaba el problema, así que tendríamos que darnos prisa y escapar porque aquella gente nos atacaría de nuevo, quizá antes de que pasara un minuto. Sandy soltó una carcajada y dijó:

-Despreocupaos, señor; no pertenecen a esa casta. Sir Lanzarote se enfrentaría con los dragones, y resistiría sus acometidas, y los acometería de nuevo, y otra vez, y una vez más, hasta vencerlos y destruirlos, y de la misma guisa lo ha­rían sir Pellinor, sir Aglovale y sir Carados, y tal vez unos cuantos más de sus compañeros, pero no existen otras per­sonas que se arriesguen a hacerlo, diga lo que diga la gente ociosa. Y en cuanto a esos rufianes, ¿creéis acaso que no han recibido su ración y deserían aún más?

-Bueno, ¿y entonces qué están esperando? ¿Por qué no se marchan? Nadie se lo impide. Santo cielo, estoy dispuesto a olvidarme del asunto ya, lo pasado, pasado.

-¿Marcharse, habéis dicho? Podéis estar tranquilo en lo que a ellos respecta. Jamás se les ocurriría hacerlo, de nin­gún modo. Están esperando para rendirse.

-¿Pero me estás hablando en serio? Y si quieren hacerlo, ¿por qué no lo hacen?

-Mucho les gustaría hacerlo, pero si conocierais la repu­tación que en esta tierra tienen los dragones no les culpa­ríais de su renuencia. No osarían acercarse.

-Bueno, ¿entonces, qué pasaría si voy yo hacia ellos y…?

-Ah, sabed bien que no permitirían que os acercaseis. Iré yo.

Y fue. Era una persona útil para llevar de excursión. Yo mismo había considerado que se trataba de una empresa arriesgada y estaba un poco dudoso. Al cabo de un momen­to vi que los caballeros se alejaban en sus caballos, y Sandy venía de regreso. Sentí gran alivio. Juzgué que por alguna ra­zón no había logrado apuntarse los primeros tantos -en la conversación, quiero decir-, pues de otra manera la entre­vista no hubiese sido tan breve. Pero resultó que se las había arreglado la mar de bien; de hecho, admirablemente. Me dijo que cuando notificó a aquella gente que yo era El Jefe, les había caído como un jarro de agua fría; «fieramente aba­tidos por el temor y el espanto», fueron sus palabras textua­les, y en seguida se habían mostrado dispuestos a aceptar los términos que ella quisiese imponerles. Les hizo jurar que se presentarían en la corte del rey Arturo en el plazo de dos días y se rendirían, caballos y arreos incluidos, y serían en lo su­cesivo mis caballeros, sujetos a mis órdenes. Por supuesto que había llevado el asunto muchísimo mejor de lo que lo habría hecho yo. Esta doncella era un sol.

15. La historia de Sandy

-Así que soy propietario de unos cuantos caballeros -dije mientras nos alejábamos-. Quién se hubiera imaginado que llegaría el día en que podría enumerar propiedades de ese tipo. No voy a saber qué hacer con ellos, a no ser que los rife. ¿Cuántos son, Sandy?

-Son siete y sus escuderos, señor.

-Un buen botín. ¿Quiénes son? ¿Dónde tienen el garito?

-¿Dónde tienen el garito?

-Sí, que dónde viven.

-Ah, no os entendía. Prontamente os lo diré -y empezó a dar vueltas a sus palabras, suave, admirativamente, como si las estuviese saboreando-. El garito tener, el garito, dónde garito, dónde tienen el garito, ah, eso es, dónde tienen el ga­rito. A decir verdad, la frase tiene su gracia especial y cauti­vadora y suena muy bien. Una y otra vez la repetiré en mis ratos de ocio y quizá así llegaré a aprendérmela. Dónde tie­nen el garito. Ya lo creo. Si ya mi lengua es capaz de pronun­ciarla sin problemas, tan sólo…

-No te olvides de los cow-boys, Sandy.

-¿Cow-boys?

-Sí, los caballeros, sabes. Ibas a hablarme de ellos. Hace un rato, ¿recuerdas? Ya puedes iniciar el partido, en sentido figurado.

-¿El partido?…

-Sí, sí, sí. Pasa el bate. Quiero decir, procede con tus esta­dísticas, y no gastes mucha leña para encender el fuego. In­fórmame sobre los caballeros.

-Así lo haré de buen grado. Entonces los dos tomaron el camino y cabalgaron hacia una gran floresta. Y..

-¡Válgame el cielo!

Veréis, al instante caí en la cuenta de mi error. Había abier­to sus esclusas, y toda la culpa era mía; podía tardar un mes entero en relatarlos hechos. Y por lo general, comenzaba con un prefacio y terminaba sin haber llegado nunca a ninguna conclusión. Si la interrumpías, continuaba con su historia sin darse por enterada, o bien respondía con un par de palabras y retrocedía para repetir su última frase. De modo que las in­terrupciones empeoraban las cosas y, sin embargo, tenía que interrumpirla, e interrumpirla con bastante frecuencia, si quería preservar mi vida; podía morir de tedio si permitía que esa monotonía se prolongara un día entero.

-¡Santo cielo! -exclamé afligido. Recobró su impulso y comenzó de nuevo:

-Entonces, los dos tomaron el camino y cabalgaron hacia una gran floresta. Y..

-¿Qué dos?

-Sir Gawain y sir Uwain y llegaron a una abadía de mon­jes donde recibieron buen alojamiento. Llegada la mañana, oyeron la santa misa en la abadía y prosiguieron su camino hasta llegar a una gran floresta, y entonces sir Gawain vio en un valle, junto a un torreón, a doce hermosas doncellas y a dos caballeros armados, montados sobre grandes corceles, y vio que las doncellas se acercaban a un árbol y volvían a ale­jarse. Y entonces percibió sir Gawain que del árbol aquel col­gaba un escudo blanco, y cada vez que las doncellas llegaban a su vera escupían, y algunas arrojaban lodo contra él…

-Bueno, si no hubiese presenciado cosas parecidas en este país no lo creería, Sandy. Pero lo he visto, y puedo imaginar­me perfectamente a esas criaturas desfilando frente al escudo y actuando de esa manera. Ciertamente que las mujeres en este país actúan como si estuviesen totalmente desquiciadas. Sí, y me refiero también alas más nobles, a lo más granado de la sociedad. La más humilde de las telefonistas, en los quince mil kilómetros de extensión de las líneas telefónicas, podría enseñar gentileza, paciencia, modestia y buenas maneras a la más encumbrada de las duquesas del reino de Arturo. -¿Telefonista?

-Sí, pero no me pidas que te lo explique; es una nueva cla­se de mujer que todavía no tenéis aquí; a menudo les hablas con rudeza sin que ellas tengan la culpa de nada y luego lo la­mentas y te sientes avergonzado de ti mismo durante los próximos mil trescientos años; se trata de una conducta tan deleznable, tan injustificada… El hecho es que un verdadero señor no se comporta así, aunque yo, bueno, yo mismo, ten­go que confesar que…

-Por ventura ella…

-Olvídate de ella, olvídate de ella; te aseguro que no sería capaz de describirla de manera que tú lo entendieras.

-Así sea, ya que os mostráis tan enfático. Entonces sir Ga­wain y sir Uwain se acercaron a ellas, las saludaron e inquirie­ron por qué hacían tal desdén al escudo. «Señores -dijeron las doncellas-, os lo diremos. Hay en este país un caballero a quien pertenece este escudo blanco, y es un hombre de mu­chas proezas, pero odia a todas las damas y doncellas y, por lo tanto, hacemos esta afrenta al escudo.» «Os diré -dijo sir Ga­wain-, a mi parecer es muy ruin que un buen caballero odie a todas las damas y doncellas, y podría ser que, aunque os odie, tenga motivos para ello, y quizá en otros lugares de­muestre amor por las damas y doncellas y, a su vez, sea ama­do por ellas, ya que es un hombre de tantas proezas como de­cís…»

-Hombre de proezas, claro, ése es el tipo de hombre que les gusta, Sandy, mientras que los hombres con cerebro les tienen sin cuidado. Es una pena que no estéis aquí, Tom Sa­yers, John Heenan, John L. Sullivan. En menos de veinti­cuatro horas estaríais sentados junto a la Mesa Redonda y con el título de «sir» delante de vuestros nombres. Y en otras veinticuatro, podríais hacer una nueva distribución de las princesas y duquesas casadas que se encuentran en la Corte. La verdad es que se trata de una especie de tribu de coman­ches con algún que otro refinamiento, y no se encontraría una sola entre sus mujeres que no esté dispuesta a fugarse en un abrir y cerrar de ojos con el guerrero que pueda ostentar en su correa el mayor número de cueros cabelludos.

-«… ya que es un hombre de tantas proezas como decís -prosiguió sir Gawain-. ¿Y cuál es el nombre de ese caballe­ro?» «Señor -contestaron ellas-, su nombre es Marhaus, del rey de Irlanda hijo.»

-Hijo del rey de Irlanda, querrás decir; de la otra forma no significa nada. Y ahora pon atención y agárrate con fuer­za, que tenemos que saltar esta hondonada… Muy bien, ya está. Este caballo debería estar en un circo; ha nacido antes de tiempo.

-«Le conozco bien -dijo sir Uwain-, es un caballero tan excelente como cualquier otro en vida…»

-¡En vida! Si tienes problemas con el lenguaje, Sandy, es porque eres una pizca demasiado arcaica. Pero no tiene nin­guna importancia.

-« … pues yo vi cómo lo demostraba en una justa donde se hallaban reunidos muchos caballeros y en esa ocasión nin­guno pudo resistírsele. Ah, doncellas -dijo sir Gawain-, pa­réceme que merecéis censura, pues es de suponer que aquel que colgó ahí el escudo no tardará en acudir y entonces po­drán desafiarlo esos dos caballeros, lo cual sería más honro­so para vosotras que lo que ahora hacéis; en lo que a mí con­cierne, no podré sufrir por más tiempo ver cómo se mancilla el escudo de un caballero.» Y en este punto sir Uwain y sir Gawain se apartaron un poco de las doncellas, y he aquí que vieron a sir Marhaus que, caballero sobre un gran caballo, directamente hacia ellos venía. Y cuando las doce doncellas vieron a sir Marhaus huyeron a todo correr hacia el torreón como si hubiesen perdido la razón, de tal manera que algu­nas cayeron por el camino. Entonces uno de los caballeros de la torre enderezó su escudo y dijo a voz en cuello: «Sir Mar­haus, defendeos». Y picaron espuelas el uno hacia el otro, de tal guisa que el caballero quebró su lanza sobre el cuerpo de Marhaus, y Marhaus le asestó un golpe tan fuerte que partió la nuca del caballero y el espinazo del caballo…

-Precisamente ése es el problema con este tipo de cosas: se pierden muchos caballos.

-Al ver esto, el otro caballero del torreón se dirigió hacia Marhaus, y se encontraron con tanta vehemencia que el ca­ballero del torreón fue derrumbado, y murieron en el acto caballo y caballero…

-Otro caballo perdido. Desde luego, es una costumbre que debe ser eliminada. No entiendo cómo cualquier perso­na con sentimientos puede apoyar este tipo de cosas.

-Y chocaron los dos caballeros con gran estrépito…

Me di cuenta de que me había quedado dormido y me ha­bía perdido un capítulo, pero no dije nada. Calculé que a es­tas alturas el caballero irlandés estaría en apuros con los otros dos, y así era, en efecto.

-Y sir Uwain golpeó a sir Marhaus, de suerte que su lanza se hizo pedazos sobre el escudo, y sir Marhaus lo golpeó tan fieramente que rodaron por el suelo caballo y caballero, que­dando sir Uwain herido en el costado…

-La verdad es, Alisande, que estas antiguallas resultan de­masiado simples; el vocabulario es demasiado limitado, y por consiguiente las descripciones dejan que desear en lo que se refiere a variedad, llegan a convertirse en verdaderos desiertos de palabras, insuficientes en detalles pintorescos, lo cual les confiere un cierto aire de monotonía, de hecho, las peleas son todas iguales; dos individuos chocan con gran es­trépito… Estrépito es una buena palabra, al igual que exége­sis, y ya que hablamos de ello también lo son holocausto y desfalco y usufructo y cientos de palabras, pero, ¡cáspita!, habría que discernir mejor: chocan con gran estrépito y una lanza se hace pedazos, y uno de los contendientes rompe su escudo y el otro rueda por el suelo, caballo y caballero, y se desnuca, y luego el siguiente candidato llega estrepitosa­mente y astilla su lanza, y el otro astilla el escudo y cae al sue­lo, caballo y caballero, y se desnuca, yluego se elige a otro, y a otro, y a otro más, hasta que se agota el número disponible, y cuando vas a analizar los resultados no puedes distinguir un combate de otro, ni quién zurró a quién, y en cuanto a ilus­tración de una batalla vívida, iracunda, tremenda, ¡pampli­nas!, resulta opaca y silenciosa, poco más que fantasmas for­cejeando en las tinieblas. Por favor, ¿cómo describiría este vocabulario estéril el más imponente espectáculo, el incen­dio de Roma en tiempos de Nerón, por ejemplo? ¡Toma!, simplemente diría: «La ciudad arrasada por incendio, no es­taba asegurada, un niño astilla una ventana; un bombero se desnuca». ¡Vaya descripción!

Había sido un discurso enjundioso, pensé, pero a Sandy no le hizo el menor efecto, no se alteró ni un ápice; en el ins­tante en que quité la tapa, de nuevo comenzó a bullir:

-Entonces sir Marhaus volvió su caballo y tomó carrera hacia sir Gawain con la lanza baja. Y cuando sir Gawain lo vio se cubrió con el escudo, y con las lanzas en ristre se aco­metieron a todo galope de sus caballos, y ambos golpearon con todas sus fuerzas en medio del escudo del otro, pero la lanza de sir Gawain se quebró…

-Sabía que iba a pasar.

-… y la lanza de sir Marhaus resistió, y en esto sir Gawain y su caballo rodaron por el suelo…

-Claro, y se quebró el espinazo.

-… y velozmente sir Gawain se levantó y sacó la espada, y a pie se dirigió hacia sir Marhaus, y entonces ambos se aco­metieron con gran ímpetu y se dieron grandes golpes con las espadas, de tal manera que los escudos volaron en trizas, se abollaron los yelmos y las cofias de hierro, y se hirieron el uno al otro, pero sir Gawain, a partir de la hora novena, se hacía cada vez más fuerte, y al cabo de tres horas su fuerza se había triplicado. Todo esto columbró sir Marhaus, y mu­cho se asombró de que fuera en aumento la fuerza del otro caballero, y se hirieron el uno al otro fieramente, y luego, cuando llegó la hora del mediodía…

Aquel sonsonete incesante me transportó a escenas y so­nidos de mi futura niñez:

«N-e-e-ew Haven. Parada de diez minutos. El conduc­tor tocará la campanilla dos minutos antes de la partida del tren. Pasajeros de la Línea Costera, sírvanse tomar asien­to en el vagón trasero, este vagón termina aquí su recorri­do … Manzanas, naranjas, bocadillos, palomitas de maíz.»

-… ya era pasado el mediodía y se acercaba la hora del crepúsculo. Menguaban las fuerzas de sir Gawain y a punto estaba de desvanecerse, apenas podía tenerse en pie, y entre­tanto sir Marhaus se hacía más y más grande…

-Con lo cual se deformaría su armadura, claro, pero a esa gente poco le importa una nimiedad así.

-… y dijo sir Marhaus: «Señor caballero, muy bien he adver­tido que sois excelente caballero, y un hombre de poder tan maravilloso como el que más, mientras os dura, y nuestras de­savenencias no son grandes y, por lo tanto, sería lástima hace­ros daños, pues me parece que muy débil estáis». «Ah, gentil caballero -dijo sir Gawain-, habéis dicho las palabras que ha­bría dicho yo.» Y acto seguido se quitaron los yelmos, se besa­ron el uno al otro yprometieron quererse como hermanos.

Pero al llegar aquí comenzaba a adormecerme, mientras pensaba que era una lástima que hombres dotados de tal re­ciedumbre -una reciedumbre que les permitía permanecer embalados en un armatoste de hierro cruelmente engorro­so, empapados en sudor e intercambiar golpes, porrazos y tajos durante seis horas seguidas- no hubiesen nacido en una época en la cual habrían podido emplear esa fuerza en algo útil. Tomemos, por ejemplo, el asno: un asno tiene esa clase de fuerza, y la emplea con fines de utilidad, y es valioso para el mundo porque es un asno; pero un noble no resulta valioso, aunque sea un asno. Es una mezcla ineficaz que ni siquiera hubiera debido intentarse. Y, sin embargo, una vez que se comete un error, el daño ya está hecho y nunca se sabe cuáles serán sus consecuencias.

Cuando volví en mí y comencé a escuchar, me di cuenta de que me había perdido otro capítulo y que Alisande se ha­bía alejado con sus personajes un buen trecho.

-Y entonces siguieron cabalgando y entraron en un pro­fundo valle lleno de piedras, y vieron allí una hermosa co­rriente de agua; en lo alto se encontraba la cabecera de la corriente, una hermosa fuente, y junto a ella estaban senta­das tres doncellas. «Desde que este país fue cristianizado -dijo sir Marhaus-, nunca ha llegado caballero que no halla­ra en él extrañas aventuras.»

-No es un estilo apropiado, Álisande. Sir Marhaus, del rey de Irlanda hijo, habla como todos los demás; tienes que atri­buirle un acento irlandés o, por lo menos, una exclamación característica; así podremos identificarle en cuanto comien­ce a hablar, aunque no se indique su nombre. Es un recurso literario común entre los grandes autores. Debes hacerle de­cir: «Desde que este país fue cristianizado, reflautas, nunca ha llegado caballero que no hallara en él extrañas aventuras, reflautas». ¿Ves cómo suena mucho mejor?

-« … nunca ha llegado caballero que no hallara en él extra­ñas aventuras, reflautas.» En verdad, suena mejor, gentil señor, aunque es extremadamente dificil decir si por ventura, con el tiempo, esta palabra caerá en desuso o se hará co­rriente. Y luego cabalgaron hacia las doncellas, y se saluda­ron unos y otras, y la mayor lucía en la cabeza una guirnalda de oro, y era de cinco docenas de inviernos o más…

-¿La doncella?

-Así es, gentil señor. Y bajo la guirnalda su cabello era blanco…

-Y probablemente tenía dentadura de celuloide, de las que cuestan nueve dólares y no encajan bien, suben y bajan como un puente levadizo cuando comes y se caen cuando te ríes.

-La segunda doncella era de treinta años de edad y lleva­ba un cerco de oro en la cabeza. La tercera doncella sólo te­nía quince años de edad…

Oleadas de pensamientos inundaron mi espíritu, mien­tras la voz de Sandy parecía perderse en la distancia. ¡Quince años! ¡Se me parte el corazón! ¡Ah, mi cariño perdido! ¡Su misma edad, tan gentil, tan adorable, lo era todo para mí, y a quien nunca volvería a ver! Su recuerdo me transporta a través de vastos mares de memoria a un tiempo vago y opaco, una época feliz, dentro de tantos y tantos si­glos, cuando solía despertarme en las gratas mañanas de ve­rano, después de soñar dulcemente con ella, y decir: «Oiga, telefonista», y escuchar su voz almibarada que me decía: «Hola, Hank», y que era como música celestial para mis oídos encantados. Cobraba tres dólares a la semana, pero bien los valía.

En esos momentos no podía seguir las explicaciones de Alisande sobre quiénes eran los caballeros que habíamos capturado, quiero decir, en caso de que alguna vez se resol­viera a explicarme quiénes eran. Había perdido el interés, mis pensamientos estaban lejos y eran tristes. Por los deste­llos fugaces de la fluctuante historia que de vez en cuando al­canzaba a percibir, vagamente comprendí que cada uno de los tres caballeros se había llevado a la grupa de su caballo a una de las tres doncellas, y uno cabalgó hacia el norte, otro hacia el este, otro hacia el sur, en busca de aventuras, para encontrarse de nuevo en el plazo de un año y un día y des­cansar. Un año y un día y no llevaban equipaje. Concordaba muy bien con la simpleza general del país.

El sol se ocultaba. Serían las tres de la tarde cuando Ali­sande comenzó a decirme quiénes eran los cow-boys; un pro­greso bastante notable, tratándose de ella. Tarde o temprano terminaría por contármelo, sin duda, pero no era alguien a quien se pudiera meter prisa.

Nos acercábamos a un castillo situado en un alto; una es­tructura enorme, maciza, venerable, cuyas torres grises y murallas almenadas estaban encantadoramente recubiertas de hiedra y cuya mole majestuosa era bañada por los res­plandores del sol poniente. Era el castillo más grande que ja­más había visto y, por lo tanto, pensé que podía ser el que buscábamos, pero Sandy dijo que no era así. No sabía a quién pertenecía: lo había pasado sin detenerse cuando se dirigía a Camelot.

16. El hada Morgana

Si se diese crédito a lo que cuentan los caballeros andan­tes no todos los castillos serían sitios apropiados para pedir hospitalidad. En realidad, los caballeros andantes no eran exactamente las personas más dignas de crédito, utilizando los criterios de veracidad modernos, y sin embargo, medi­dos por los patrones de su propia época y empleando una es­cala adecuada, podía llegarse a la verdad. Era muy simple: en todo lo que narraban descontabas el noventa y siete por ciento y el resto era cierto. A pesar de todo, y aun después del correspondiente descuento, era preferible averiguar algo so­bre el castillo antes de tocar el timbre, quiero decir antes de llamar a los guardianes. De manera que me alegré cuando distinguí en la distancia a un jinete que doblaba el recodo in­ferior de un camino que descendía del castillo.

Cuando nos encontrábamos a menor distancia observé que llevaba un yelmo empenachado y parecía estar vestido de acero, pero con una curiosa añadidura: una prenda cua­drada y rígida, similar al tabardo que visten los heraldos. Tuve que reírme de lo olvidadizo que me mostraba esa ma­ñana cuando estuvimos cerca y pude leer el letrero que lle­vaba en la sobreveste:

 

JABÓN PERSIMMONS

Todas las prima-donnas lo usan

 

Se trataba de una pequeña idea mía, y respondía a nume­rosos y saludables propósitos destinados a civilizar y edifi­car la nación. En primer lugar, y aunque nadie podría sospe­charlo, era un golpe furtivo y disimulado contra el disparate de la caballería andante. Había comenzado por emplear a unos cuantos de estos caballeros, los más valientes que en­contré, enviándolos por el país emparedados entre tableros de anuncios con distintas inscripciones, convencido de que poco a poco, a medida que fuesen más numerosos, empeza­rían a parecer ridículos, y en ese momento todos los idiotas vestidos de acero que no exhibiesen ningún letrero también se sentirían ridículos por no ir a la moda.

En segundo lugar, estos misioneros introducirían gra­dualmente, sin crear sospechas ni despertar alarma, una ru­dimentaria higiene entre la nobleza, que posteriormente se extendería al resto de la gente, si es que no intervenía el clero. Este cambio debilitaría a la Iglesia. Mejor dicho, sería un paso en esa dirección. Luego vendría la educación; después, la libertad, y entonces el poder de la Iglesia comenzaría a desmoronarse. Persuadido como estaba de que cualquier Iglesia establecida por el Estado equivale al crimen estable­cido y a la esclavitud establecida, no tenía escrúpulos en este sentido y estaba dispuesto a atacar a la Iglesia de cualquier manera y con cualquier arma que pudiese hacerle daño. ¡Vaya! Si en mi propio pasado -en siglos remotos que toda­vía no se agitaban en las entrañas del tiempo- había muchos ingleses que imaginaban haber nacido en un país libre: un país «libre», en el cual continuaban vigentes represivas leyes religiosas, como obstáculos colocados contra las libertades de los hombres en un intento por apuntalar un anacronismo establecido.

A mis misioneros se les enseñaba a deletrear las inscrip­ciones doradas que llevaban sobre sus jubones. Lo de los vis­tosos letreros dorados había sido una buena idea. Hubiera podido convencer al mismo rey de que llevara un tablero de anuncios con tal de poder lucir ese bárbaro esplendor. Los caballeros misioneros debían leer en voz alta la inscripción y luego explicar a los señores y las damas lo que era el jabón, y si los señores y las damas sentían temor de probarlo, se pro­cedía a realizar una demostración con un perro. La siguiente estrategia del misionero consistía en reunir a toda la familia y cubrirse él mismo de jabón. Había recibido instrucciones de no renunciar a ningún experimento, por más desesperado que fuese, que pudiese convencer a la nobleza de que el jabón era inofensivo. Si quedaba alguna duda debía atrapar a un er­mitaño. Los bosques estaban repletos de ellos; se llamaban a sí mismos santos y por tal eran tenidos. Eran individuos in­descriptiblemente sagrados y obraban milagros, y todo el mundo los miraba con gran temor. Si un ermitaño sobrevivía a un baño y esa demostración no bastaba para convencer a un duque, más valía olvidarse de él, dejarlo en paz.

Siempre que uno de mis misioneros se topaba en el cami­no con un caballero andante le daba un baño, y en cuanto se recuperaba le hacía jurar que adquiriría un tablero de anun­cios y que durante el resto de sus días propagaría por el mundo el jabón y la civilización. A raíz de esto los trabajado­res de este ramo aumentaban gradualmente y la reforma se extendía de manera constante. Mi fábrica de jabón acusó el esfuerzo muy pronto. En un principio contaba sólo con dos empleados, pero en el momento en que inicié mi viaje ya te­nía quince, y funcionaba día y noche; las consecuencias at­mosféricas se hacían tan patentes que a menudo el rey se pa­seaba muy jadeante, a punto de desmayarse, y quejándose de que no podría soportar aquello mucho más tiempo, y sir Lanzarote se sentía tan afectado, que apenas podía hacer otra cosa que recorrer la azotea de un extremo a otro lanzan­do juramentos. Yo le había advertido que la azotea era peor que cualquier otro sitio, pero él insistía en que necesitaba cantidades de aire, continuaba quejándose de que un pala­cio no era el sitio adecuado para una fábrica de jabón, y afir­maba que si a algún hombre se le ocurría abrir una fábrica casera perecería estrangulado por sus propias manos. A ve­ces había damas presentes, pero a esta gente eso no parecía preocuparle demasiado; incluso eran capaces de blasfemar en presencia de niños si el viento soplaba en dirección suya mientras la fábrica estaba en funcionamiento.

Este caballero misionero se llamaba La Cote Male Tailé, y me informó que el castillo era la morada del hada Morgana, hermana del rey Arturo y esposa del rey Uriens, monarca de un reino de una extensión aproximada a la del Distrito de Columbia. Podías colocarte en mitad del reino y lanzar ladrillos hacia el reino contiguo. Los «reyes» y los «reinos» eran tan abundantes en Inglaterra como lo habían sido en la pequeña Palestina en tiempos de José, cuando la gente tenía que dormir con las piernas encogidas, pues era necesario un pasaporte para poder estirarlas.

La Cote estaba muy deprimido, había sufrido en aquel lu­gar el mayor fracaso de su campaña. No había tenido suerte, a pesar de haber ensayado todos los recursos del oficio. Incluso atrapó a un ermitaño yle dio un buen baño, pero el ermitaño había muerto. En realidad, se trataba de un fracaso total, por­que ese imbécil pasaría a ser considerado un mártir y recibi­ría un puesto entre los santos del calendario romano. Por ello, el desdichado sir La Cote Male Tailé sollozaba y penaba con fiera pena. Así, pues, mi corazón sangraba por él y me sentía inclinado a consolarlo y animarlo. En tal punto hablé así:

-Olvida tus lamentos, gentil caballero, pues esto no es una derrota. Tú y yo tenemos sesos, y para aquellos que po­seen sesos no existen derrotas, sino sólo victorias. Ya verás cómo vamos a convertir este aparente fracaso en una cam­paña de publicidad; en publicidad para nuestro jabón, y la mejor de todas, la más efectiva de cuantas se hayan pensado hasta ahora, una publicidad que podría transformar la de­rrota del Monte Washington en la victoria del Matterhorn. En tu tablero de anuncios pondremos: «Auspiciado por el Elegido». ¿Qué te parece?

-En verdad, se trata de un admirable razonamiento. -Bueno, no se podrá negar que para ser un anuncio tan sen­cillo y tan sucinto, de una sola línea, es un verdadero acierto. Así se desvanecieron las penas del pobre anunciante. Era un sujeto valiente y en sus tiempos había llevado a cabo so­bresalientes acciones de armas. La razón principal de su cele­bridad residía en los sucesos alrededor de una excursión si­milar a la mía que había realizado con una doncella llamada Maledisant, tan hábil con su lengua como la propia Sandy, aunque de manera diferente, porque de su lengua sólo brota­ban vituperios e insultos, mientras que la melodía de Sandy era menos agresiva. Conocía bien la historia de La Cote, así que supe cómo interpretar la mirada compasiva que me diri­gió cuando nos despedíamos. Se imaginaría que yo estaba pasando por una experiencia muy amarga.

Mientras cabalgábamos, Sandy y yo comentábamos la historia, me dijo que la mala suerte de La Cote había empe­zado desde el comienzo mismo de su viaje, porque el bufón del rey le había derribado el primer día, y aunque era cos­tumbre que en esos casos la doncella abandonara al caballe­ro por su vencedor, Maledisant no lo había hecho, y además había persistido en continuar a su lado, a pesar de todas sus derrotas. Pero, dije, supón que el vencedor rehúse aceptar su botín. Respondió que se trataba de una conducta impropia, que no podía ser. Un caballero no podía rehusar, sería inde­bido. Tomé atenta nota. Si en algún momento la melodía de Sandy se hacía demasiado fatigosa permitiría que me derro­tara un caballero, confiando en que me dejara por él.

Cuando nos acercábamos fuimos increpados por unos guardianes que se encontraban en la muralla del castillo; tras unas cuantas preguntas nos permitieron entrar. No tengo nada agradable que contar sobre esa visita. Pero tampoco puedo decir que se tratara de una desilusión, pues conocía de sobra la reputación de la señorita hada Morgana y no es­peraba de ella ninguna amabilidad. El reino entero la temía, pues a todos había hecho creer que era una gran hechicera. Sus acciones eran malvadas; sus instintos, diabólicos. Una helada maldad se extendía hasta el último poro de su cuerpo. Toda su vida era una negra historia de crimen y, entre sus crí­menes, el asesinato era muy común. Estaba ansioso por ver­la; tan ansioso como podría estar de ver a Satanás. Para mi sorpresa, era una mujer bella; sus negros pensamientos no habían conseguido que su expresión fuese repulsiva, la edad no había logrado arrugar su piel sedosa ni arruinar su loza­nía. Hubiese podido pasar por la nieta del anciano Uriens y por hermana de su propio hijo.

En cuanto cruzamos el umbral del castillo se nos ordenó que compareciésemos ante ella. Allí estaba el rey Uriens, un hombre de rostro amable y aspecto sumiso, también estaba el hijo, sir Uwain le Blanchemains, en quien, por supuesto, yo estaba interesado, a raíz de la leyenda de que él solo se ha­bía enfrentado en batalla con treinta caballeros, y también a raíz de su viaje con sir Gawain y sir Marhaus, con el cual Sandy me había estado dando la lata. Pero Morgana era la atracción principal, la personalidad más notable allí presen­te; resultaba evidente que era jefe y cabeza del hogar. Hizo que nos sentáramos, y en seguida comenzó a dirigirme pre­guntas con todo tipo de amabilidades y cortesías. ¡Por vida mía! Sus palabras recordaban el trino de un ave o el sonido de una flauta, o alguna otra cosa melodiosa. Me sentí incli­nado a pensar que aquella mujer había sido calumniada, ter­giversada. Su gorjeo continuó un buen rato, hasta que en un determinado momento apareció un apuesto y joven paje, vestido con los colores del arco iris, que cruzó el recinto con movimientos gráciles y ondulantes. Traía algo en una bandeja dorada, y al arrodillarse para ofrecérselo a ella se exce­dió en sus reverencias, perdió el equilibrio y cayó suavemen­te sobre las rodillas de Morgana, quien al punto sacó una daga y se la clavó con la misma naturalidad con que otra per­sona hubiese aplastado una rata.

El pobre chico se desplomó, sus labios sedosos contor­sionados por una mueca de dolor, y expiró. De labios del anciano rey surgió un involuntario «Ay» de compasión. La mirada que recibió de la reina hizo que se interrumpiera bruscamente. Sir Uwain, obedeciendo una señal de su ma­dre, salió a la antecámara para llamar a unos sirvientes, mientras madame continuaba la dulce cantilena.

Noté que era una buena ama de casa, porque mientras se­guía hablando miraba de reojo a los sirvientes para asegurar­se de que no cometiesen torpezas mientras preparaban el cuerpo y lo sacaban de la estancia; cuando trajeron toallas re­cién lavadas ordenó que las cambiaran por las otras, y cuan­do habían terminado de fregar el piso y se marchaban les in­dicó una mancha carmesí del tamaño de una lágrima, en la cual no habían reparado los ojos más bastos de los sirvientes. Resultaba obvio para mí que La Cote Male Tailé no había lle­gado a ver a la señora de la casa. A menudo son mucho más claros y elocuentes pequeños detalles circunstanciales que la información que pueden proporcionar las palabras.

El hada Morgana prosiguió hablando tan melodiosamente como siempre. ¡Qué mujer tan maravillosa! ¡Y qué mirada la suya! Cuando caía sobre los sirvientes una mirada reproba­toria, se encogían y temblaban como hace la gente temerosa cuando un relámpago surge de las nubes. Yo mismo, con el tiempo, podría sucumbir ante su influjo. Así había ocurrido con el pobre colega Uriens; se encontraba en un estado de ex­trema y miserable aprensión; ni siquiera podía evitar un es­tremecimiento cada vez que ella se daba la vuelta hacia él.

En medio de la conversación se me escapó un comentario elogioso a propósito del rey Arturo, olvidando momentá­neamente lo mucho que aquella mujer odiaba a su herma­no. Ese pequeño comentario fue suficiente. Se ensombreció como una tormenta, llamó a los guardias y dijo:

-Arrojad a estos vasallos a las mazmorras.

Me quedé tan helado como un témpano al pensar en la re­putación que tenían sus mazmorras. No se me ocurrió nada que decir, o que hacer. Pero no sucedió así con Sandy. En el momento en que el guardia me ponía una mano encima, ex­clamó con la mayor seguridad y confianza:

-¡Por las heridas del Señor! ¿Acaso deseáis vuestra des­trucción, insensata? ¡Es El Jefe!

¡Qué idea más extraordinaria había tenido! ¡Y tan senci­lla! Y, sin embargo, a mí no se me hubiera ocurrido nunca. Adolezco de una modestia de nacimiento; no una modestia total, sino en ciertos aspectos, y éste era uno de ellos.

El efecto que tuvieron aquellas palabras sobre madame fue electrizante. Despejó su semblante y restituyó en él las sonrisas, las persuasivas gracias y zalamerías, pero, a pesar de todo, no lograba ocultar por completo que experimenta­ba un terror espectral. Dijo:

-¡Ja, pero escuchad lo que dice esta doncella! Como si al­guien dotado de poderes similares a los míos pudiese decir en serio lo que acabo de decir a aquel que ha derrotado a Merlín. Por arte de encantamiento anticipé vuestra venida, y cuando llegasteis aquí ya lo sabía. Me he permitido esta pe­queña broma en la esperanza de incitaros a realizar una de­mostración de vuestras artes, confiando en que podríais, por ejemplo, hacer volar por los aires a los guardias valién­doos de fuegos ocultos, reduciéndolos en el acto a cenizas, un prodigio muy superior a mis propias habilidades y que, sin embargo, he tenido inmensa curiosidad de contemplar desde hace mucho tiempo.

Los guardias tenían menos curiosidad, y en cuanto re­cibieron permiso abandonaron el aposento precipitadamente.

17. Un banquete real

Cuando la señora comprobó que no me había exaltado ni dejaba ver resentimiento alguno, juzgó sin duda que me ha­bía engañado con su excusa, pues su temor desapareció y pronto me estaba importunando para que hiciese una exhi­bición y aniquilase a alguien, hasta el punto de que el rey co­menzó a sentirse avergonzado. Sin embargo, para alivio mío, fue interrumpida en ese momento por la llamada a las oraciones. Es un punto que tengo que admitir en lo que se refiere a la nobleza: que a pesar de ser tiránicos, asesinos, ra­paces y moralmente corrompidos, eran profunda y entu­siásticamente religiosos. Nada podía desviarlos del fiel cum­plimiento de los ritos piadosos ordenados por la Iglesia. Más de una vez había visto a algún noble que, teniendo al enemi­go a su merced, se detenía a orar antes de abrirle el cuello; más de una vez había visto a algún noble que, después de emboscarse y dar muerte a su enemigo, se retiraba a la ermi­ta más próxima para dar gracias a Dios humildemente, in­cluso antes de saquear el cuerpo. Una dulzura y fineza tales que no podrían ser igualadas siquiera por santos como Ben­venuto Cellini, diez siglos más tarde. Todos los nobles de In­glaterra y sus familias asistían a servicios religiosos en sus capillas privadas, cada mañana y cada noche, y hasta el peor de ellos celebraba además plegarias familiares cinco o seis veces al día. Por ello, todo el mérito recaía en la Iglesia. Aun­que no sentía ninguna simpatía por la Iglesia Católica, me veía obligado a admitirlo. Y a mi pesar, me sorprendía a me­nudo diciéndome: «¿Qué sería de este país sin la Iglesia?».

Después de las oraciones procedimos a cenar en el gran salón de banquetes, alumbrado por cientos de lámparas de sebo, y todo era tan excelente, copioso y rudamente esplén­dido como correspondía a la real condición de los anfitrio­nes. A la entrada del salón, sobre una tarima, se encontraba la mesa del rey, la reina y su hijo, el príncipe Uwain. Frente a la tarima, y extendiéndose a lo largo de todo el salón, estaba la mesa general. En ésta, a la derecha del salero, se sentaban los nobles que se hallaban de visita y los miembros adultos de sus familias, de ambos sexos, es decir, la corte residente, sesenta y una personas; a la izquierda del salero se sentaban los oficiales menores del castillo, con sus principales subor­dinados; en total: ciento dieciocho personas a la mesa y un número más o menos igual de sirvientes de librea que per­manecían de pie detrás de los asientos o cumplían algún otro servicio. Era una bonita escena. En la galería, una ban­da con cimbales, cornetas, arpas y otros horrores, procedió a interpretar lo que parecían los primeros burdos esbozos, o la agonía original, del lamento musical que en siglos poste­riores se conocería como En la dulce despedida. Evidente­mente la pieza era muy nueva y debería haber sido ensayada un poco más. Por alguna razón, después de la cena, la reina ordenó que ahorcaran a su compositor.

Finalizada la música, el sacerdote que se encontraba de­trás de la mesa real dio las gracias en un latín muy noble y aparente. En seguida, el batallón de camareros se despegó de sus sitios, se precipitó, se proveyó de bandejas, cruzó veloz­mente, sirvió y se dio comienzo a la opípara cena. No se oía conversación alguna, concentrados como estaban todos en lo que tenían ante sí. Las hileras de mandíbulas se abrían y cerraban al unísono, y el ruido que hacían era como el mur­mullo apagado de una maquinaria subterránea.

Los estragos se prolongaron durante hora y media. La destrucción de sólidos resultaba indescriptible, del plato principal del festín, un enorme e imponente jabalí salvaje, sólo quedó lo que parecía ser un miriñaque, lo cual es buen ejemplo de lo que ocurrió con todos los otros platos que se sirvieron.

Cuando llegaron los dulces y pasteles, se comenzó a ha­blar y a beber en serio. Desaparecían un galón tras otro de vino y aguardiente de miel; todos los presentes se sentían in­cómodos; luego, alegres; después, chispeantemente gozosos -y me refiero a ambos sexos- y, poco a poco, bulliciosos. Los hombres referían escandalosas anécdotas, pero nadie se son­rojaba, y cuando se llegaba al meollo la concurrencia estalla­ba en risotadas equinas que sacudían la fortaleza entera. Las damas correspondían con historietas que casi hubiesen obli­gado a la reina Margarita de Navarra, e incluso a la gran Isa­bel de Inglaterra, a ocultarse tras un pañuelo, pero aquí, en lugar de ocultarse, todas las damas se reían, aullaban, mejor dicho. En la gran mayoría de estas terribles historias los ecle­siásticos constituían los audaces héroes, pero tampoco el ca­pellán se inquietaba por ello; al contrario, se reía con todos los demás, siguiendo una invitación, bramó una canción tan atrevida como cualquiera de las otras que se cantaron esa noche.

Al llegar la medianoche todos estaban completamente ex­haustos y doloridos de tanto reírse y, por regla general, tam­bién borrachos: algunos, llorosamente borrachos; otros, afectuosamente, o hilarantemente, o pendencieramente, o, en último caso, mortalmente borrachos y extendidos bajo las mesas. En cuanto a las mujeres, el peor espectáculo co­rrió a cargo de una joven y encantadora duquesa que cele­braba su noche de bodas, en el estado en que se hallaba hu­biese podido posar, con siglos de anticipación, para el retra­to de la joven hija del Regente de Orleáns, en medio de aque­lla famosa cena en la que tuvo que ser llevada a cuestas hasta la cama, intoxicada, desvalida y con la boca sucia, en tiem­pos del perdido y añorado Antiguo Régimen.

De repente, cuando el sacerdote tenía las manos en alto, y todas las cabezas estaban inclinadas reverentemente a la es­pera de la bendición, apareció bajo el arco de la puerta más distante, al fondo del salón, una anciana encorvada, de pelo blanco, que avanzaba difícilmente apoyándose en una mule­ta. Levantó la muleta y señalando con ella a la reina exclamó:

-¡Que todas las maldiciones y la cólera divina caigan so­bre vos, mujer despiadada, que habéis asesinado a mi ino­cente nieto, sumiendo en la desolación este anciano corazón que en todo el mundo no tenía otro vástago, otro amigo, otro consuelo!

Todos se persignaron, aterrorizados, ya que para esta gente una maldición era algo terrible; la reina, sin embargo, se puso en pie majestuosamente, con el resplandor de la muerte en sus ojos, y espetó una orden implacable.

-¡Apresadla! ¡A la hoguera con ella!

Los guardianes abandonaron sus puestos para cumplir la orden. Era algo vergonzoso, cruel de presenciar. ¿Qué se po­día hacer? Sandy me miró significativamente; comprendí que tenía una nueva inspiración. Le dije:

-Haz lo que quieras.

En un instante se levantó y se enfrentó con la reina. Me se­ñaló y dijo:

-Señora, dice él que esto no podrá ser. Retirad la orden o disolverá el castillo, que se desvanecerá en el aire como el ve­leidoso tejido que forma los sueños.

¡Maldición! ¡A qué compromiso tan insensato me estaba obligando! ¿Y qué sucedería si la reina?…

Pero mi consternación se disipó en ese momento, y mi pá­nico desapareció, porque la reina, víctima de un colapso, no pudo mostrar la menor resistencia, y dando una contraor­den se dejó hundir en su sillón. Al completar este movi­miento ya estaba sobria. También lo estaban los demás. Ol­vidándose de todo protocolo, la concurrencia corrió en tropel hacia la puerta, derribando a su paso las sillas, rom­piendo la vajilla, atropellándose unos a otros, apartando, empujando, amontonándose, con tal de salir antes de que yo me decidiera a disolver el castillo con un soplo reduciéndolo a un tenebroso e inconmensurable vacío. Vaya, vaya, vaya, esta gente era supersticiosa. No se me ocurre otra manera de calificar su reacción.

La pobre reina estaba tan asustada y contrita que ni si­quiera se atrevía a mandar ahorcar al compositor sin antes consultarme. Me sentía afligido por ella, como le hubiese ocurrido a cualquier otro en mi lugar, porque su situación era realmente dolorosa. De modo que yo estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que fuera razonable con tal de ayu­darla, y no tenía el menor deseo de llevar las cosas hasta extremos desagradables. Por lo tanto consideré el asunto concienzudamente, y decidí ordenar que los músicos com­pareciesen de nuevo ante nosotros para tocar En la dulce despedida. Me di cuenta entonces de que tenía razón y le di mi consentimiento para que mandase colgar a toda la ban­da. Esta pequeña muestra de distensión produjo un buen efecto en la reina. Un estadista tiene poco que ganar si insis­te en ejercer su férrea autoridad en cada ocasión que se pre­sente porque ello ofende el justificado orgullo de los subor­dinados, contribuyendo por lo tanto a socavar su poder. Una pequeña concesión de vez en cuando en asuntos que no revistan demasiada importancia es la mejor de las polí­ticas.

Ahora que la reina había recobrado la calma y se sentía notablemente contenta, de nuevo el vino comenzó a mostrar sus efectos y le fue cogiendo ventaja. Quiero decir que puso en marcha su melodía, la argentina campana de su lengua. Pobre de mí, era una habladora incansable. No hubiera esta­do bien visto que yo sugiriese que se estaba haciendo tarde y que me sentía algo cansado y soñoliento. Ojalá hubiera ido a dormir cuando tuve la oportunidad. Pero ahora tenía que aguantar; no había alternativa. Así que continuó parlotean­do en medio del profundo y sepulcral silencio que imperaba en el resto del castillo, hasta que empezó a percibir, poco a poco, como si viniese de las entrañas de la tierra, un sonido lejano que parecía un alarido sofocado, pero impregna­do de un exacerbante tono de agonía que me puso los pelos de punta. La reina se calló y sus ojos se iluminaron de placer; ladeó graciosamente la cabeza, como lo hace un ave cuando intenta escuchar. Una vez más el sonido se fue abriendo paso entre la quietud y el silencio.

-¿Qué es eso? -pregunté.

-¡Es verdaderamente un alma testaruda que ha resistido demasiado, han sido ya muchas horas!

-¿Resistido qué?

-El potro. Venid conmigo y presenciaréis una escena re­gocijante. Y si no revela su secreto ahora mismo, podréis ver cómo será destrozado.

Qué mujer más engañosamente diabólica. Suave como el terciopelo, sosegada e impávida, mientras que a mí me do­lían todas las articulaciones al pensar en el dolor del pobre hombre que estaba siendo sometido a tortura. Guiados por guardianes con cotas de malla que portaban antorchas, re­corrimos estrechos pasillos, descendimos escaleras de pie­dra húmedas y gastadas, malolientes, con el moho y el deterioro de muchos años de noches cautivas. La excur­sión fue glacial, desconcertante y prolongada, y la conver­sación de la hechicera, a propósito de esta víctima y del crimen que había cometido, no contribuyeron a hacerla más corta ni más placentera. Un informador anónimo le había acusado de matar un venado en uno de los cotos de caza reales.

-Los testimonios anónimos no son el más justo de los procedimientos, Alteza -comenté-. Más justo sería con­frontar al acusado con el acusador.

-Eso no se me había ocurrido, tratándose de un asunto de tan poca importancia. Pero aunque quisiese hacerlo sería im­posible, porque el acusador se presentó de noche, enmasca­rado, y se lo dijo al guardabosques, quien vino aquí inmedia­tamente y, por lo tanto, no conoce al acusado.

-¿De manera que el desconocido es la única persona que vio matar el venado?

-¡Vive Dios! Nadie vio matar el venado, pero el descono­cido encontró a este miserable cerca del sitio donde yacía el venado, y haciendo honor a su lealtad para con la Corona lo acusó ante el guardabosques.

-¡Así que el desconocido se encontraba también cerca del venado muerto! ¿Y no sería posible que él mismo lo hubiese matado? Su lealtad a la Corona, presentándose enmascara­do, me parece un tanto sospechosa. Pero ¿qué se propone vuestra Alteza torturando al prisionero? ¿Cuál podría ser el beneficio?

-De otra manera no confesaría nunca y, en consecuencia, su alma se perdería. La ley estipula que su crimen merece pena de muerte, y yo me aseguraré de que así sea, pero pon­dría en peligro mi propia salvación si permitiese que muera antes de confesarse y recibir la absolución. No, no; sería una imbécil si por culpa suya fuese yo condenada al infierno. -Pero, Alteza, ¿y si no tuviese nada que confesar?

-Eso todavía está por verse. Si es torturado hasta la muer­te y no se le arranca una confesión, es muy posible que no tu­viese nada que confesar; en eso estaréis de acuerdo, ¿verdad? Entonces no seré condenada por culpa de un hombre que muere sin confesar, pues no tenía nada que confesar, y así es­taré a salvo.

Era otro ejemplo de la obstinada falta de razón de aquella época. Sería inútil discutir con ella. Los argumentos resultan inútiles contra las ideas petrificadas; hacen tan poca mella como las olas que golpean un enorme acantilado. Y sus ideas eran similares a las de todos los demás. Las más brillantes inteligencias de la tierra no hubiesen sido capaces de ver lo deficiente que resultaba su posición.

Cuando entramos en la sala de torturas, ante mis ojos se presentó una escena que no olvidaré jamás, aunque quisie­ra hacerlo. Un gigantesco joven del lugar, de unos treinta años, yacía extendido de espaldas sobre el potro, con las muñecas y tobillos atados con sogas, que a su vez estaban enroscadas en tornos situados a ambos lados. Estaba com­pletamente pálido, sus facciones se veían contorsionadas, gruesas gotas de sudor cubrían su frente. Dos sacerdotes se inclinaban sobre él, uno a cada lado; el verdugo permane­cía atento, vigilante; varios guardias cumplían sus rondas; desde los nichos de la pared humeaban las antorchas y en un rincón se acurrucaba una infeliz jovencita, el semblante demudado por la angustia, los ojos febriles, extraviados, con cierto brillo salvaje y sosteniendo en su regazo a una criatura adormecida. Justo en el momento en que franqueá­bamos el umbral el verdugo hizo girar levemente su máqui­na, arrancando sendos aullidos de dolor del prisionero y de la mujer. Di un grito y al punto el verdugo relajó la tensión de la soga, sin esperar a ver quién había hablado. No podía permitir que continuara ese horror, era más de lo que mis fuerzas podían soportar. Pedí a la reina que hiciese desalo­jar la celda para hablar a solas con el prisionero, y cuando se disponía a hacer algún reparo le expliqué en voz baja y profunda que no me hubiera gustado hacer una escena en presencia de sus súbditos, y como representante y portavoz del rey Arturo tendría que acatar mi voluntad. La reina se dio cuenta de que tendría que ceder. Solicité que me pre­sentara ante aquella gente y que luego me dejara a solas. La idea no le hizo mucha gracia, pero tuvo que tragarse su or­gullo e incluso fue más allá de lo que yo había anticipado. Solamente pretendía el respaldo de su autoridad, pero ella dijo:

-Haréis todo lo que os ordene este señor. Es El Jefe.

Ciertamente, esa palabra resultaba un conjuro muy efec­tivo; el estremecimiento que sufrieron aquellos ratoncillos así lo demostraba. De inmediato los guardias de la reina se alinearon yla escoltaron fuera de la celda, junto con los hom­bres que portaban las antorchas, despertando ecos adorme­cidos de los túneles cavernosos con el ritmo acompasado de su marcha de retirada. Ordené que el prisionero fuese libera­do del potro y colocado sobre su cama, que se aplicaran un­güentos a sus heridas y que se le diese de beber un poco de vino. La joven se acercó lentamente, mirando con expresión anhelante, amorosa, pero también asustada, como alguien que teme ser rechazado. Furtivamente, intentó tocar la frente del hombre, y como en ese momento me volví hacia ella, in­conscientemente, dio un salto atrás, aterrorizada. Era una es­cena verdaderamente penosa.

-¡Por vida mía! -dije-. Acaríciale si quieres, muchacha. Puedes hacer lo que quieras; por mí no te preocupes.

En sus ojos apareció la misma expresión agradecida que revela la mirada de un animal cuando le dedicas un gesto amable que él consigue comprender. Dejó el bebé a un lado y al instante apretaba sus mejillas contra las del hombre y me­saba sus cabellos, mientras rodaban por su rostro lágrimas de felicidad. El hombre pareció revivir y acarició a su mujer con la mirada, la única de las caricias que le era posible. Consideré que convenía desalojar la caverna en ese momen­to, y así lo hice; cuando sólo quedábamos la familia y yo, dije:

-Bueno, amigo, ahora cuéntame tu versión de la historia, pues ya conozco la otra.

El hombre hizo un gesto de rechazo con la cabeza. Pero la mujer se alegró con la sugerencia, o a mí me lo pareció.

-¿Has oído hablar de mí? -pregunté.

-Sí, como todo el mundo en los dominios del rey Arturo.

-Si mi reputación ha llegado hasta ti sin distorsiones ni falsedades, no deberías tener miedo de hablar.

La mujer interrumpió con voz anhelante:

-Ah, gentil señor mío; intentad persuadirlo. Podéis y de­béis hacerlo. Ay, ha sufrido tanto, y es por mí…, ¡por mí! ¿Y cómo podría soportarlo? Preferiría verle morir, una muerte dulce, veloz. ¡Ay, Hugo mío, no puedo soportar esto!

Se echó a llorar, y cayendo al suelo se arrastró a mis pies sollozando, implorando. ¿Qué imploraba? ¿La muerte del hombre? Por más que lo intentaba, no conseguía compren­der la situación. Pero Hugo la atajó, diciendo:

-¡Basta! No sabes lo que pides. ¿Debo consentir que mue­ran de hombre mis seres queridos para obtener una muerte amable? Pensaba que me conocías mejor.

-Bueno -dije-, no logro aclararme. Es como un rompeca­bezas. Entonces…

-Ay, querido señor mío, tratad de persuadirlo. Conside­rad cuánto me hieren las torturas que sufre. ¡Ah, y se niega a hablar! Sin pensar en el alivio, el consuelo que encontraría en la ansiada muerte rápida.

-¿Pero qué estás rezongando? Saldrá de aquí un hombre libre, entero. No va a morir.

El rostro lívido del hombre se iluminó y la mujer se me arrojó encima en una sorprendente explosión de alegría, mientras gritaba:

-Está salvado. Es la palabra del rey de labios de su repre­sentante. Es la palabra de oro del rey Arturo.

-Así que después de todo creéis que merezco confianza. ¿Por qué no lo creíais antes?

-¿Quién lo dudaba? Desde luego, yo no, y ella, tampoco.

-Bien, ¿y entonces por qué no me querías contar tu histo­ria?

-No me habíais prometido nada, que, de hacerlo, habría sido muy diferente.

-Ya veo, ya veo… Y, sin embargo, me temo que aún no lo veo del todo. Resististe la tortura y te negaste a confesar, lo cual demuestra a todas luces, incluso al más aturdido de los mortales, que no tenías nada que confesar…

-¿Yo, milord? ¿Qué decís? Fui yo quien mató al venado.

-¿Tú lo mataste? ¡Pero, válgame el cielo! Es el asunto más enredado que jamás haya…

-De rodillas le he suplicado que confesase, milord, pero…

-¿Ah, sí? Esto se embrolla cada vez más. ¿Y se puede saber por qué querías que confesara?

-Porque le hubiese proporcionado una muerte rápida, ahorrándole estos sufrimientos atroces.

-Bueno, sí; eso es explicable. Pero él no deseaba la muerte rápida.

-¿Él? ¡Pardiez! Ciertamente que la deseaba.

-Muy bien, entonces, ¿por qué diantres no confesaba?

-Ah, gentil señor, ¿y dejar a mi mujer y a mi pequeño sin comida ni abrigo?

-¡Santo cielo, ahora lo entiendo! La cruel justicia se que­da con las propiedades del convicto y convierte en mendigos a su viuda y a los huérfanos. Podrían haberte torturado has­ta la muerte, pero sin contar con tu confesión no podían sa­quear lo que era de tu esposa y de <u hijo. Te has portado como un verdadero hombre, y tú, como la más leal y valiente de las mujeres, hubieras preferido liberarle de la tortura pa­gando como precio una penosa y lenta muerte de hambre. Cualquiera se sentiría conmovido al pensar en la capacidad de abnegación que puede tener una mujer. Desde ahora os reservo un sitio en mi colonia. Os va a gustar mucho. Es una fábrica en la cual me propongo transformar a autómatas ba­jos y serviles en hombres de verdad.

18. En las mazmorras de la reina

Bueno, dejé todo arreglado e hice que mandaran al hom­bre de regreso a su hogar. Sentía un gran deseo de poner al verdugo en el potro de tortura, no porque se tratase de un funcionario que llevara a cabo su tarea con desgana y con negligencia -porque no se podría negar que cumplía sus funciones cabalmente-, sino para hacerle pagar las brutales bofetadas y las vejaciones que había hecho sufrir a la joven. Los curas me lo contaron, y se veían fervorosamente encen­didos con la idea de que el verdugo fuese castigado. De vez en cuando aparecían algunos desagradables exponentes de esta clase. Me refiero a episodios que demostraban que no todos los curas eran farsantes, egoístas y avariciosos, y que muchos, incluso la mayoría, de aquellos que se encontraban mezclados con la gente común eran hombres sinceros y de buen corazón, dedicados a aliviar las penurias y sufrimien­tos humanos. Bueno, el hecho de que existiesen estas excep­ciones era algo inevitable, así que rara vez le daba vueltas al asunto y, cuando por casualidad lo hacía, las vueltas que le daba no eran muy numerosas. Nunca me he distinguido por preocuparme demasiado por cosas que no tienen solución. Pero, de todos modos, no me gustaba el asunto, pues era justamente el tipo de cosas que sirven para mantener conforme a la gente con una Iglesia oficial. Todos debemos tener una religión, sobra decirlo, pero mi idea era despedazarla en cuarenta y tres sectas diferentes, para que se vigilasen entre sí, como ocurría en Estados Unidos en mis tiempos. La con­centración de poder en una maquinaria política es nociva, y una Iglesia oficial no es más que una maquinaria política. Para ello fue inventada; para ello ha sido cuidada, acunada y preservada. Es un obstáculo para la libertad humana, y tiene las mismas ventajas que si se encontrara dividida y dispersa. Lo que estoy afirmando no es una ley, no forma parte de un evangelio; no, es sólo una opinión…, mi opinión, y yo soy so­lamente un hombre, un individuo, así que mi opinión no te­nía más valor que la del papa…, y tampoco menos.

En fin, no podía poner al verdugo en el potro de torturas, y tampoco podía pasar por alto las justas protestas de los cu­ras. El hombre debía ser castigado de un modo u otro, así que lo destituí de su cargo y lo nombré director de la banda de música, de la nueva banda que iba a ser formada. Me su­plicó que no lo castigase de ese modo, diciendo que no sabía tocar, una excusa plausible, pero insuficiente; no había en el país un solo músico que supiera tocar.

La reina montó en cólera cuando se enteró a la mañana siguiente de que no podría disponer de la vida de Hugo ni de sus propiedades. Le expliqué que debía soportar esa cruz, que aunque la ley y la costumbre le conferían todo el derecho sobre la vida y la hacienda del hombre, existían en este caso circunstancias atenuantes, y por ello le había con­cedido el perdón en nombre del rey Arturo. El venado de marras estaba asolando los campos de Hugo, y él lo había matado en un arrebato de pasión, y no para obtener ganan­cia, y luego lo había cargado hasta el bosque real, con la es­peranza de que esta acción hiciera imposible que diesen con el culpable. ¡Maldita sea!, no conseguía hacerla ver que un arrebato de pasión es una circunstancia atenuante en el asesinato de un venado, o de una persona, así que me di por vencido, y la dejé que se desahogara. Había pensado que po­dría hacérselo entender recordándole que su propio arreba­to de pasión cambiaba la gravedad del crimen en el caso del paje.

-¡Crimen! -exclamó-. ¡Pero cómo os atrevéis a hablar así! ¡Crimen! ¡Diantre! ¡Hombre, si voy a pagar por él!

Ah; de nada servía utilizar argumentos con esa mujer. El aprendizaje de una persona… lo es todo. Una persona es su aprendizaje. Hablamos de la naturaleza humana; es un dis­parate. No existe la naturaleza. Lo que llamamos con ese nombre engañoso no es más que herencia y aprendizaje. No tenemos opiniones ni pensamientos propios; nos han sido transmitidos, inculcados. Todo lo que existe de original en nosotros y, por lo tanto, de honroso o de deshonroso, puede ser recubierto y escondido en el ojo de una aguja de batista; el resto proviene de los átomos que hemos heredado de una procesión de antepasados que se remonta mil millones de años hasta la primera pareja, o el primer saltamontes, o el primer mono, a partir del cual ha ido evolucionando nues­tra raza humana, tan tediosa, ostentosa e improductiva­mente. En cuanto a mí, lo que yo pienso de esta triste y fati­gosa peregrinación, de este patético recorrido a la deriva entre dos eternidades, es que hay que estar atento y vivir con humildad una vida pura, elevada e intachable, y preser­var ese átomo microscópico en mi interior, que verdadera­mente soy yo, el resto bien puede irse al cuerno, y quedarse allí.

No; maldita sea; tenía una inteligencia normal, tenía sufi­ciente materia gris, pero su aprendizaje la había convertido en un asno…, quiero decir, desde un punto de vista que tar­daría varios siglos en aparecer. Matar al paje no era un cri­men, era su derecho, y en su derecho se apoyaba, con toda tranquilidad, inconsciente de haber cometido un delito. Ella era el resultado de varias generaciones educadas en la creencia incuestionada e inexpugnable de que la ley que le permi­tía asesinar a un súbdito cuando así se le antojase era una ley perfectamente adecuada y justa.

Bueno, al César lo que es del César y a Satanás lo que es de Satanás. Una de sus acciones merecía ser elogiada, y yo in­tentaba encontrar un elogio apropiado, pero las palabras se me atrancaban en la garganta. Tenía derecho a matar al paje, pero de ninguna manera estaba obligada a pagar por él. Otra persona hubiese tenido que hacerlo, pero ella no. La reina sabía de sobra que realizaba una acción magnánima al pagar por aquel chico, y que en toda justicia yo debería reconocer­lo con un comentario favorable, pero no me era posible…, mis labios se negaban. No podía apartar de mi imaginación la figura de la anciana y desdichada abuela con el corazón desgarrado, y la de aquel gentil y atractivo muchacho tirado en el suelo, muerto, los adornos y encajes de seda mancha­dos por su propia sangre. ¡Cómo podría pagar por él! ¡Y a quién podría pagarle! Sabía muy bien que esta mujer, con un aprendizaje como el que había recibido, merecía un elogio por lo que se proponía hacer, incluso merecía adulación y, sin embargo, yo, con un aprendizaje como el mío, era inca­paz de hacerlo. Me limité a repetir un cumplido que había escuchado en boca de alguien, a propósito de alguna otra cosa, y lo más triste es que a final de cuentas resultaba ser cierto.

-Madame: vuestra gente os adorará por esto.

Muy cierto, pero me propuse que si vivía lo suficiente la mandaría ahorcar por este crimen. Algunas de las leyes en este país eran pésimas, realmente pésimas. Un amo podía matar a su esclavo por cualquier nimiedad: por un simple rencor, por una sospecha o para divertirse… y, como ya he­mos visto, quien ostentaba una corona podía proceder del mismo modo con uno de sus esclavos, es decir, con cual­quiera de sus súbditos. Una persona de alcurnia podía ma­tar a un plebeyo, y pagar por él con dinero en efectivo o con productos de su huerta. Un noble podía matar a otro noble sin incurrir en ningún gasto, al menos la ley no lo estipu­laba, aunque se esperaba una compensación en especies. Cualquier persona podía matar a otra persona, excepto el plebeyo y el esclavo, que no tenían ningún privilegio. Si ellos mataban, entonces se trataba de un asesinato, y la ley no es­taba dispuesta a permitir los asesinatos. Despachaba en un periquete a quien se atreviera a hacerlo, junto con su familia, si el muerto era alguien que pertenecía a las altas clases or­namentales. Si un plebeyo causaba a un noble un rasguño desafortunado, que no lo dejaba herido de muerte, que ni si­quiera lo dejaba herido, era castigado de todos modos con una muerte desafortunada: lo condenaban a ser arrastrado por cuatro caballos, que lo dejarían reducido a un guiñapo de carne y huesos, en presencia de una multitud de especta­dores que se partirían de risa haciendo chistes, y algunos de los comentarios de los asistentes más dilectos eran tan gro­seros y tan impropios de ser impresos como cualquiera de los que publicó el gentil Casanova en su capítulo sobre el descuartizamiento de un pobre y desgarbado enemigo de Luis XV

Ya estaba bastante harto de aquel sitio repugnante y que­ría marcharme, pero no podía hacerlo; había un asunto que me seguía martilleando la conciencia, impidiéndome que consiguiera olvidarlo. Si me fuese concedido hacer de nuevo al hombre, no lo dotaría de conciencia. Es una de las caracte­rísticas más desagradables en el ser humano, y aunque cier­tamente hace muchas cosas buenas, no se puede decir que a fin de cuentas logre compensar las desventajas. Sería prefe­rible hacer menos cosas buenas y poder vivir con más como­didad. De cualquier manera, se trata sólo de mi opinión, y yo no soy más que un individuo. Es posible que otros indivi­duos, con menos experiencia que yo, piensen de manera di­ferente. Y tienen perfecto derecho a su punto de vista. Yo sólo sostengo lo siguiente: he estado observando a mi conciencia durante muchos años, y estoy convencido de que me ha causado más problemas y molestias que cualquiera de las otras propiedades con las que nací. Supongo que al princi­pio le daba mucho valor, ya que le damos valor a todo lo que nos pertenece, y, sin embargo, ¡qué tonto he sido al pensarlo así! Si contemplamos la cuestión desde otro ángulo nos da­mos cuenta de lo absurdo que resulta. Si me encontrase ata­do a un yunque, ¿le concedería valor? Por supuesto que no. Y, no obstante, si lo piensas bien, te das cuenta de que real­mente no hay ninguna diferencia entre una conciencia y un yunque… en lo que se refiere ala comodidad. Lo he observa­do un millar de veces. Y a un yunque lo puedes deshacer con ácidos cuando ya no lo soportas más; pero no hay ningún modo de deshacerse de una conciencia para siempre. Por lo menos, yo no conozco ninguno.

Había algo que quería hacer antes de marcharme, pero se trataba de algo desagradable y no me resolví a afrontarlo. Pues bien, estuve dándole vueltas al asunto toda la mañana. Se lo habría podido mencionar al anciano rey, pero ¿de qué hubiese servido? Si él no era más que un volcán extinguido. En sus tiempos había estado en actividad, pero su fuego se había apagado hacía ya mucho, y ahora se hallaba reducido a un majestuoso cúmulo de cenizas. Era gentil, y tendría la su­ficiente amabilidad para escucharme, pero de nada serviría. El tal rey era poca cosa, no era nada; quien detentaba todo el poder era la reina. Y ella sí que era un Vesubio. Es posible que por hacerte un favor consintiera en dejar calentarse a una bandada de gorriones, pero aprovechando la oportuni­dad bien podía perder los estribos y quemar la ciudad ente­ra. Empero, trataba de animarme pensando que cuando es­peras lo peor con frecuencia sucede algo que, bien mirado, no es tan malo.

Así, pues, hice acopio de todo mi coraje y presenté mi caso ante su Alteza real. Le dije que en Camelot y en los castillos vecinos habíamos puesto en libertad a unos cuantos presos y que con su permiso me gustaría examinar su colección, su surtido de chucherías, es decir, sus cautivos. En un principio se negó, como yo había anticipado. Finalmente, consintió, cosa que también había anticipado, aunque no pensé que lo hiciera tan pronto. Sentí un alivio inmenso. Mandó que lla­masen a su escolta y trajesen antorchas, y comenzamos el descenso hacia las mazmorras. Se encontraban debajo de los cimientos del castillo y eran, en su mayoría, pequeñas celdas excavadas en la roca viva. Algunas no tenían ni una rendija que dejara pasar la luz. En una de ellas había una mujer aga­zapada cubierta por andrajos malolientes. No decía una pa­labra ni respondía a nuestras preguntas, pero una o dos veces miró hacia nosotros, por entre una maraña de pelo en­redado, como si quisiera saber qué era aquello que venía a interrumpir con sonidos y con luces el pesado e incompren­sible sueño al cual se hallaba reducida su vida. Luego se sen­tó, inclinada, con sus dedos recubiertos de lodo descuidada­mente entrelazados sobre el regazo, y no dio más señales de vida. Aquel desdichado conjunto de huesos era aparente­mente una mujer de mediana edad, pero sólo aparentemen­te; llevaba nueve años encerrada allí y tenía dieciocho cuan­do entró. Pertenecía a la clase de los plebeyos, y había sido encarcelada en su noche de bodas por orden de sir Breuse Sance Pité, un señor feudal de la vecindad de quien su padre era vasallo, y a quien la joven había rehusado lo que ha reci­bido el nombre de le droit du seigneur; más aún, había res­pondido con violencia a la violencia y había derramado unas gotas de la sacrosanta sangre del noble. En ese punto había interferido el joven esposo, juzgando que se encontra­ba en peligro la vida de la novia, lanzando a sir Breuse en medio del salón donde se encontraban los humildes y tem­blorosos invitados y dejando al caballero tendido en el suelo, 1.

atónito ante tan extraño proceder, e implacablemente enfu­recido con el novio y la novia. Como las mazmorras de sir Breuse se encontraban repletas, había pedido a la reina que confinara a sus dos criminales, y se encontraba desde enton­ces allí, en aquella Bastilla de la reina… Para ser más exactos, antes de que se cumpliera una hora de haber cometido el cri­men ya estaban encerrados. Nunca se habían visto a partir de entonces. Así que allí estaban encerrados como sapos en una misma roca, inmersos durante nueve años en aquella profunda oscuridad, a menos de veinte metros de distancia y sin saber si vivía el otro. Los primeros años era la única pregunta que hacían, con lágrimas en los ojos y con voces suplicantes, que con el paso del tiempo hubiesen podido conmover una piedra, tal vez, pero los corazones no son de piedra: «¿Está vivo él?». «¿Está viva ella?» Pero nunca habían recibido respuesta, y al final habían dejado de hacer esa pre­gunta, o cualquier otra.

Después de enterarme de todo esto quise ver al hombre. Tenía treinta y cuatro años, pero aparentaba sesenta. Esta­ba sentado sobre un bloque cuadrado de piedra, la cabeza gacha, los codos apoyados en las rodillas, el pelo largo dis­perso sobre la cara, musitando para sus adentros. Levantó el mentón y nos contempló lentamente, con una mirada torpe, apagada, parpadeando por la molestia que le causa­ba la antorcha, y luego dejó caer la cabeza, siguió murmu­rando y se olvidó de nosotros. Había algunos testigos mu­dos, pero patéticamente reveladores: viejas cicatrices en sus muñecas y tobillos y, sujeta a la piedra donde se sentaba, una cadena con manillas y grilletes… abandonada en el sue­lo y con una gruesa costra de moho. Cuando un prisionero ha perdido el espíritu, las cadenas dejan de ser necesarias.

No podía sacar al hombre de su estado de mutismo, así que propuse que lo lleváramos en presencia de ella, de la no­via que había sido para él lo más bello del mundo, quien an­taño había aparecido a sus ojos como rosas, perlas y rocío hecho carne, en presencia del ser que para él había sido una obra portentosa, la obra maestra de la naturaleza: un par de ojos sin igual, una voz incomparable y una frescura, una gra­cia juvenil y ondulante y una belleza que debía pertenecer a las criaturas de los sueños. Pensé que con la sola visión de la amada su sangre estancada se echaría a correr incontenible, y que al tenerla enfrente…

Pero fue una verdadera decepción. Se sentaron juntos en el suelo, examinándose los rostros con expresión de tenue asombro, con una especie de débil curiosidad animal, y en seguida se olvidaron de la presencia del otro, sus miradas perdieron vivacidad y de nuevo se extraviaron en aquella le­jana tierra de sueños y sombras de la cual nada sabemos.

Hice que los sacaran de allí y los mandaran con sus ami­gos. A la reina no le hizo ninguna gracia mi decisión. Y no porque tuviese un interés personal en el asunto, sino porque le parecía una falta de respeto con sir Breuse Sance Pité. Sin embargo, le aseguré que si al noble le parecía una acción in­tolerable, yo me las ingeniaría para que sí pudiese tolerarlo.

Hice sacar de aquella ratonera a cuarenta y siete prisione­ros y dejé a uno solo: un lord que había matado a otro lord que tenía algún parentesco con la reina. El otro noble había preparado una emboscada para darle muerte, pero éste lo había sorprendido en el acto y lo había degollado. Empero, no era ésta la razón por la cual decidí dejarlo en cautiverio, sino porque había destruido intencionada y alevosamente el único pozo público que existía en una de sus miserables al­deas. La reina se proponía castigarlo con la muerte por asesi­nar a un pariente suyo, pero no lo quise permitir. Matar a un asesino no es un crimen. Pero le dije que, en cambio, estaría dispuesto a que lo hiciese ahorcar por destruir el pozo y, al final, cuando vio que no tenía otra opción, aceptó el arreglo.

¡Atiza! ¡Por qué delitos más baladíes estaban encerrados allí la mayoría de los cuarenta y siete hombres y mujeres! Peor aún: algunos no se encontraban allí por ninguna ofensa en particular, sino para satisfacer el rencor de alguien, y no sólo el de la reina ni mucho menos, sino también el de sus amigos. El crimen del prisionero más reciente consistía en un comen­tario que había hecho. Se le había ocurrido decir que los hom­bres eran más o menos iguales y que, dejando de lado las ro­pas, un hombre valía tanto como otro, y afirmó creer que si se desnudaba a la nación entera y se enviaba a un forastero a pa­searse entre la multitud no podría distinguir al rey de un cu­randero, ni a un duque del recepcionista de un hotel. Aparen­temente, aquí había un hombre cuyo cerebro no había sido reducido a una masa inútil por un aprendizaje idiotizante. Lo puse en libertad y lo envié a la Fábrica de Hombres.

Algunas de las celdas cavadas en la roca viva se encontra­ban justamente detrás de la cara del precipicio, y en cada una de estas celdas el cautivo había abierto una diminuta rendija hacia la luz del día, que le permitía recibir la bendición de al­gún delgado rayo de sol. El caso de uno de estos desventura­dos era particularmente duro. Oteando por la rendija de su sombría ratonera en la roca alcanzaba a vislumbrar su pro­pio hogar allá abajo, en el valle, en la distancia. Y durante veintidós años la había estado mirando desde su agujero, con el corazón contrito y ansioso. De noche veía las luces y de día veía figuras que entraban y salían… su mujer y sus hi­jos, al menos algunos de ellos, sin duda, aunque desde aque­lla distancia no conseguía identificarlos. En el transcurso de los años observó que allí se celebraban festejos y trató de re­gocijarse, preguntándose si se trataba de una boda o si era otro el motivo del festejo. Y observó que se celebraban fune­rales, y cada vez sentía una terrible congoja en el corazón. Distinguía la forma de los féretros, pero no podía determi­nar su tamaño, y entonces era incapaz de saber si llevaban a enterrar a su mujer o alguno de los hijos. Veía cómo el corte­jo, encabezado por los curas, se ponía en marcha y se alejaba solemnemente, llevándose el secreto. En el momento de ser encarcelado había tenido que abandonar a su mujer y a cin­co hijos, y en un período de diecinueve años había visto par­tir cinco entierros, y como todos ellos habían revestido un cierto grado de pompa, no podía tratarse en ningún caso de un sirviente. De modo que había perdido a cinco de sus te­soros y de todos ellos sólo le quedaba ahora uno…, uno que era infinita, indescriptiblemente precioso…, ¿pero ¿cuál de ellos? Esa era la pregunta que lo torturaba día y noche, dor­mido y despierto. Bueno, cuando te encuentras en un cala­bozo, el tener un interés, cualquiera que sea, y recibir un rayo de luz, aunque sea minúsculo, son un gran apoyo para el cuerpo y te permiten preservar el intelecto. Este hombre todavía estaba en condiciones bastante buenas. Cuando ter­minó de contarme su angustiosa historia, me encontraba en el mismo estado de ánimo en que os encontraríais vosotros, si poseéis una curiosidad humana normal, es decir, estaba tan ardientemente anhelante como él por saber cuál de los miembros de la familia había sobrevivido. Así que yo mismo lo acompañé a casa y su inesperado regreso provocó tifones y ciclones de alegría frenética, y cataratas de lágrimas felices, y, ¡zambomba!, encontramos a la joven matrona de otrora con los cabellos grises y muy cerca ya del medio siglo, y a los niños de antes convertidos en hombres y mujeres, algunos de ellos casados y con familia propia…, ¡porque no había muerto una sola persona de su clan! Imaginad el diabólico ingenio de la reina: sentía un especial odio por este prisione­ro y entonces se había inventado todos aquellos entierros para atribular su corazón. Pero el golpe de ingenio más su­blime en toda su argucia consistía en hacer parecer que que­daba vivo un solo miembro de la familia, de manera que el pobre hombre se consumiera tratando de adivinar de cuál se trataba.

Si no hubiese sido por mí jamás habría salido de las maz­morras. El hada Morgana lo odiaba de todo corazón, y nun­ca en la vida se hubiese sentido ablandada por su caso. Y, sin embargo, su crimen había sido producto de un descuido más que de una acción depravada e intencionada. El hombre ha­bía dicho en una ocasión que la reina era pelirroja. Bueno, lo era en efecto, pero no era ésta una manera de decirlo. Cuan­do las personas pelirrojas se encuentran por encima de un cierto estrato social, su cabello es castaño encendido.

¿Qué os parece esto? ¡Entre los cuarenta y siete cautivos figuraban cinco cuyos nombres, delitos y fechas de reclusión se habían olvidado! Una mujer y cuatro hombres, todos ellos con el cuerpo encorvado, el rostro surcado por profundas arrugas, patriarcas de mentes exhaustas. Ellos mismos se habían olvidado de los detalles hacía mucho tiempo; de cualquier forma, sólo tenían vagas teorías al respecto, nada definitivo y ninguna historia que contaran dos veces del mismo modo. Una sucesión de sacerdotes se habían ocupa­do durante años de rezar con los cautivos diariamente y de recordarles que Dios los había confinado allí por algún sabio designio y de enseñarles que lo que Dios amaba en las perso­nas de rangos inferiores era la paciencia, la humildad y la su­misión ante la opresión, pero incluso estos sacerdotes sólo contaban algunas tradiciones sobre estas pobres y ancianas ruinas humanas. Y lo que contaban no aclaraba mucho de todos modos, pues sólo se referían al número de años que habían permanecido en prisión, y nada decían sobre los nombres o los delitos…, pero incluso con dichas tradiciones lo único que se podía probar era que ninguno de los cinco había visto la luz del sol en treinta y cinco años. El número de años por encima de esta cifra que había durado tal priva­ción era algo que no se podía adivinar. El rey y la reina no sa­bían nada acerca de estas infelices criaturas, exceptuando el hecho de que habían sido heredados con el trono, al igual que otros bienes, reliquias y posesiones. La transmisión de estos seres humanos no había sido acompañada con las his­torias correspondientes, así que los nuevos dueños no les ha­bían asignado ningún valor y no habían sentido el menor in­terés por ellos.

-Entonces -le pregunté a la reina-, ¿por qué remota razón no los habéis liberado?

La pregunta la dejó estupefacta. No sabía por qué no lo ha­bía hecho; sencillamente era algo que nunca se le había ocu­rrido pensar. Así que, sin saberlo, la reina estaba anticipan­do la historia verídica de los prisioneros del castillo de If. Ahora me parecía patente que, para la reina, teniendo en cuenta su aprendizaje, estos prisioneros heredados eran sen­cillamente una posesión, nada más y nada menos. Pues bien, cuando heredamos algo no se nos ocurre deshacernos de ello, aunque no le concedamos ningún valor.

Cuando saqué el cortejo de murciélagos humanos hasta el mundo exterior y el fulgor del sol vespertino -tras vendarles caritativamente los ojos, que ya habían perdido por comple­to la costumbre a la luz-, constituían un verdadero y lúgubre espectáculo. Esqueletos, espantapájaros, duendes, patéticos adefesios del primero al último, los hijos más legítimos que podrían producir la Monarquía por la Gracia de Dios y la Iglesia oficial. Murmuré distraídamente:

-¡Ojalá pudiese fotografiarlos!

Conoceréis ese tipo de personas que jamás admiten que no saben el significado de una nueva y altisonante palabra. Cuanto más ignorantes sean, mayor es la certeza de que las­timosamente pretenderán que no has dicho algo que excede su comprensión. La reina pertenecía a ese tipo de gente y continuamente estaba incurriendo en los errores más estú­pidos a causa de ello. Vaciló un instante, y en seguida su ros­tro se iluminó con un brillo de comprensión repentina y me dijo que ella podía encargarse de hacerlo.

Me dije a mí mismo: «¿Ella? ¿Pero qué puede saber acerca de la fotografía?». Pero no era obviamente el momento más apropiado para detenerse a pensar y cuando me di la vuelta vi que se acercaba al cortejo blandiendo un hacha.

Bueno, ciertamente se trataba de un personaje curioso la tal hada Morgana. En mis tiempos tuve ocasión de conocer a muchas mujeres y de las especies más diversas, pero la reina las superaba a todas en lo que a variedad se refiere. Y qué ca­racterístico de ella resultaba este episodio. No tenía más idea de la que podía tener un caballo acerca de cómo fotografiar un cortejo; pero, al encontrarse con ese escollo, resultaba muy propio de ella intentar hacerlo con un hacha.

19. La caballería andante como profesión

A la mañana siguiente, cuando apenas despuntaba el día Sandy y yo estábamos de nuevo en camino. ¡Resultaba tan agradable aspirar profundamente y llenar los pulmones con barriles enteros de aire puro, incontaminado, refrescado por el rocío, con el aroma de los bosques, después de los días so­focantes para el cuerpo y el espíritu entre los hedores mora­les y corpóreos de aquella vetusta e intolerable ratonera! Quiero decir intolerable para mí; naturalmente a Sandy el si­tio le había parecido apropiado y agradable, acostumbrada como estaba a la vida de las altas esferas sociales.

¡Pobre muchacha! Sus quijadas habían tenido un agota­dor descanso… De hecho, el descanso había durado tanto que ya me estaba preparando para sufrirlas consecuencias. No me equivoqué. Sin embargo, su ayuda me había sido muy útil en el castillo, apoyándome y reforzándome con unas tonterías gigantescas que en aquellos momentos ha­bían resultado más valiosas que el mayor dechado de sa­piencia. Así que pensé que se había ganado el derecho de poner a funcionar por un rato su molino de palabras si se le antojaba, y esta vez no sentí congoja cuando empezó a hablar:

-Ahora volvemos a sir Marhaus, que con la doncella de treinta inviernos cabalgaba hacia el sur…

-¿Vas a tratar de abarcar otro medio trecho de la saga de los cow-boys, Sandy?

-Así es, gentil señor mío.

-Adelante entonces. Esta vez no voy a interrumpirte si me es posible. Comienza de nuevo, desde el principio, coge im­pulso, que voy a cargar la pipa y te concederé toda mi atención.

-Ahora volvemos a sir Marhaus, que con la doncella de treinta inviernos cabalgaba hacia el sur. Y he aquí que se adentraron en una profunda floresta, donde los sorprendió la noche, y cabalgaron por un tupido sendero hasta que, por fin, llegaron a una mansión en la cual residía el duque de las Mar­cas del Sur, y allí pidieron albergue. Y al llegar la mañana el duque envió un mensaje a sir Marhaus, diciéndole que se aprestase. Y entonces, sir Marhaus se levantó y se revistió de las armas y en su presencia se cantó una misa, y él rompió el ayuno y luego montó en su caballo en el patio del castillo, donde habría de tener lugar el combate. En tanto, el duque ya se encontraba sobre su corcel, bien armado, y sus seis hijos es­taban a su lado, y cada uno sostenía una lanza en la mano. Y entonces se acometieron de tal manera que el duque y dos de sus hijos quebraron sus lanzas sobre sir Marhaus, pero él mantuvo su lanza en alto yni siquiera tocó a ninguno de ellos. Luego vinieron los cuatro hijos por parejas, y los dos prime­ros quebraron sus lanzas, y asimismo los otros dos, y mien­tras todo esto ocurría sir Marhaus cabalgó hacia el duque, de­rribando al mismo tiempo caballo y caballero y lo mismo hizo con los hijos. Entonces, sir Marhaus desmontó y lo con­minó a que se rindiese o de lo contrario le daría muerte. En ese punto ya se habían recuperado algunos de sus hijos y hu­bieran arremetido contra sir Marhaus, pero sir Marhaus dijo al duque: «Detened a vuestros hijos o correréis todos la peor de las suertes». Cuando el duque vio que no podría escapar de la muerte, llamó a gritos a sus hijos ylos exhortó a que se rin­diesen a sir Marhaus. Y entonces todos se arrodillaron y ofre­cieron al caballero los pomos de sus espadas y él las aceptó. Al punto ayudaron a su padre a levantarse y de común acuerdo prometieron a sir Marhaus que nunca serían enemigos del rey Arturo y que el domingo de Pentecostés siguiente se pre­sentarían todos en la corte y se pondrían a merced del rey.

Sandy se detuvo un instante y en seguida explicó:

-Eso declara la historia, gentil sir Jefe. Ahora debéis saber que ese mismo duque y sus seis hijos son aquellos a quienes vos también derrotasteis y enviasteis a la corte del rey Arturo. -¡No estarás hablando en serio, Sandy!

-Si no digo la verdad, que caiga sobre mí el peor de los males.

-Vaya, vaya, vaya… ¿Quién se lo hubiese imaginado? Un duque entero y seis duquecillos. ¡Cáspita, Sandy, qué botín más elegante! La caballería andante es un oficio de alcorno­ques y además un trabajo duro y tedioso, pero comienzo a darme cuenta de que también se pueden obtener ganancias si tienes suerte. Lo cual no quiere decir que me dedicaría a ella como negocio, claro está. Un negocio sólido y legítimo no puede estar basado en la especulación. Porque un golpe de suerte en el campo de la caballería errante…, bueno, en realidad, ¿qué quiere decir eso cuando lo despojas de todas las sandeces y examinas la verdad desnuda? Le bajas los hu­mos a alguien y parece que te llegarán las vacas gordas, pero de poco te sirve. Y eres rico, sí; repentinamente rico por un día, quizá una semana, y luego alguien te baja los humos a ti y hasta ahí te han llegado las vacas gordas, ¿no es así, Sandy?

-No sé qué ocurre que mi mente se halla confusa, y el lengua­je sencillo me parece enrevesado y ello desbarata y frustra…

-De nada servirá que te andes con rodeos y trates de ha­cer la vista gorda, Sandy, porque es así, como lo digo. Lo sé muy bien. Y además, cuando sabes cómo se cuecen las habas y vas hasta el meollo del asunto, la caballería andante es peor que lo de las vacas, porque, pase lo que pase, gorda o flaca, queda la vaca, y alguien puede hacer su agosto, pero cuando después de un golpe de suerte caballeresco se hunde el mer­cado, y todos los caballeros del consorcio pasan sus cuentas, ¿qué capital te queda? Solamente un montón inservible de cuerpos vapuleados y uno o dos barriles de chatarra estro­peada. ¿A eso le puedes llamar capital? Yo, por mi parte, me quedo con la vaca. ¿Tengo o no razón?

-Ah, por ventura mi cabeza se ha trastornado por la multitud de asuntos en los cuales nos hemos visto abocados por los últi­mos acontecimientos, aventuras y sucesos, de suerte que no sólo yo y no sólo vuestra merced, sino paréceme que entrambos…

-No, no es tu cabeza, Sandy. Tu cabeza está bien, dentro de lo que cabe, pero no estás al tanto del mundo de los negocios, ése es el problema. No estás a la altura para enzarzarte en discusiones sobre asuntos de negocios, y no deberías inten­tarlo. De cualquier modo, y dejando de lado este punto, ha sido un buen botín y hará reverdecer mis laureles en la corte de Arturo. Y ya que hablamos de los cow-boys, ¡qué país más extraño es éste, con hombres y mujeres que nunca envejecen! Tomemos por ejemplo al hada Morgana, tan joven y roza­gante como un pimpollo, aparentemente, y luego hay que ver a este anciano duque de las Marcas del Sur, todavía dando tajos con lanza y espada a estas alturas de su vida, después de haber criado una familia como la que ha creado. Hasta don­de yo entiendo, sir Gawain mató a siete de sus hijos y, sin em­bargo, le quedaban otros seis para enfrentarse con sir Mar­haus y conmigo. Y además hay que recordar aquella doncella de sesenta inviernos de edad que en su glacial lozanía sigue haciendo excursiones. ¿Cuántos años tienes, Sandy?

Fue la primera vez que mis palabras no recibieron res­puesta de labios de Sandy. Su molino de palabras debía de estar cerrado por reformas o algo parecido.

20. El castillo del ogro

Entre las seis y las nueve de la mañana recorrimos quince kilómetros, que era ya bastante para un caballo cargado tri­plemente (hombre, mujer y armadura). Luego nos detuvi­mos para tomar un largo descanso a la sombra de unos ár­boles junto a un riachuelo cristalino.

Poco después vimos que cabalgaba un caballero en direc­ción nuestra, y a medida que se acercaba escuchamos que profería lastimeros lamentos. Pronto me di cuenta de que el caballero juraba y maldecía, pero de todos modos me alegré de su llegada, pues vi que llevaba un tablero de anuncios sobre el cual estaba escrito con resplandecientes letras do­radas:

 

USE PETERSON, EL CEPILLO DE DIENTES ANTICARIES

EL MEJOR DEL MERCADO

 

Sabía por el anuncio que se trataba de uno de mis caballe­ros. Era sir Madok de la Montaine, un sujeto fornido y cor­pulento cuyo principal mérito consistía en haber estado a un pelo de derribar a sir Lanzarote de su caballo en una oca­sión. Nunca dejaba pasar mucho tiempo, en presencia de un desconocido, sin encontrar algún pretexto para revelarle tan grandioso hecho. Pero había otro hecho de magnitud simi­lar que jamás mencionaba, pero que tampoco ocultaba cuan­do alguien se lo preguntaba: el hecho en cuestión era que no había alcanzado el éxito total en su hazaña porque había su­frido una interrupción al ser derribado del caballo por el propio sir Lanzarote. El ingenuo mastodonte no parecía ver contradicción alguna entre los dos hechos. Yo sentía un gran aprecio por sir Madok, pues ponía enorme entusiasmo en su trabajo y me resultaba muy valioso. Además, presentaba una hermosa y singular figura con sus anchas espaldas bajo la cota de malla, su colosal y leonina cabeza empenechada y su gran escudo, sobre el cual se veía un curioso y atractivo em­blema: una mano cubierta por un guantelete que apretaba un cepillo de dientes, y debajo este lema:

 

ENSAYE EL NOMEATREVO

 

Se trataba de un dentífrico que estábamos introduciendo en el mercado.

Me dijo que estaba cansado, y ciertamente lo parecía. Pero no quise desmontar. Explicó que perseguía al represen­tante de un producto para bruñir estufas, y de nuevo comen­zó con las maldiciones y juramentos. Sir Madok se refería a sir Ossaise de Surluse, un valiente caballero que gozaba de considerable celebridad en virtud de haberse enfrentado en un torneo nada menos que con el gran magnate sir Gaheris en persona, aunque no había tenido éxito. Sir Ossaise era un individuo de una disposición alegre y ligera, y nada en el mundo le preocupaba mucho. Justamente por esta razón lo había elegido para que fuera generando una expectativa por el bruñe-estufas. Todavía no existían las estufas, así que no se podía tomar muy en serio un producto para bruñirlas. Lo único que el agente tenía que hacer era preparar al público para el gran cambio de manera hábil y gradual, animándo­los a que fuesen adoptando una predilección por la pulcri­tud que ya estaría suficientemente desarrollada cuando apa­reciese en escena la estufa.

Sir Madok estaba muy molesto y continuaba maldicien­do. Me confió que ya había repasado hasta el agotamiento todas las maldiciones que conocía y, sin embargo, no des­cendería del caballo, ni tomaría descanso alguno, ni recibi­ría consuelo de nadie hasta que no hubiese encontrado a sir Ossaise y le hubiese ajustado las cuentas. Por los fragmentos que pude reunir en medio de tantas imprecaciones me pare­ció entender que se había topado con sir Ossaise esa maña­na al amanecer y que éste le había asegurado que, si tomaba un atajo por entre los campos y los pantanos y las abruptas colinas y las florestas, podría alcanzar a un grupo de viajeros que serían excepcionales clientes para el cepillo anticaries y el dentífrico. Con su celo característico, sir Madok había partido al galope para iniciar inmediatamente la búsqueda, y después de tres horas de terrible cabalgata por regiones donde no existía ningún sendero había llegado a su meta. Pero, ¡recontra!, se trataba de los cinco patriarcas que la no­che anterior habían sido liberados de las mazmorras. ¡Los pobres ancianos! Habían pasado veinte años desde la última vez que alguno de ellos había tenido un solo diente, o siquie­ra los restos de lo que había sido un diente.

-¡Maldito, maldito, maldito sea! -repetía sir Madok-. Por mi vida que si lo encuentro lo voy a bruñir como a una estu­fa. Porque ningún caballero, así sea el linajudo sir Ossaise, puede afrentarme de este modo y seguir con vida. Y habré de encontrarlo para dar cumplimiento al gran juramento que hoy he hecho.

Y con estas y otras palabras, empuñó la lanza y se puso en camino.

A media tarde encontramos a uno de los patriarcas a las afueras de un pueblo miserable. Se reconfortaba con el amor de parientes y amigos a quienes no había visto en cincuenta años, a su alrededor, acariciándolo, se veían también descen­dientes de su propia carne y su propia sangre a quienes nunca había conocido. De cualquier modo, como había perdido la memoria y su mente estaba en blanco, todos le eran descono­cidos. Parecía increíble que un hombre pudiese sobrevivir medio siglo encerrado en un antro oscuro como si fuese una rata, pero estaban allí su anciana esposa y algunos antiguos camaradas, que podrían dar fe de ello. Todavía lo recordaban joven, ligero, vigoroso, tomando en brazos a sus hijos, cu­briéndolos de besos y entregándolos luego a su esposa para marchar hacia aquel largo olvido. Ninguna persona en el casti­llo hubiese podido decir, aunque fuese aproximadamente, el número de años que el hombre había permanecido encerrado por una ofensa desconocida y olvidada. Pero lo sabía su ancia­na esposa, y lo sabía su hija mayor, quien, rodeada ahora por hijos e hijas ya casados, trataba de aceptar que su padre, que durante toda su vida sólo había sido un nombre, un recuerdo, una tradición, una imagen informe, era verdaderamente el pobre hombre que ahora tenía ante sí en carne y hueso.

La situación era extraña, pero no es esa la razón por la que le he dado cabida aquí, sino por algo que me parecía aún más curioso: el hecho de que tan horrible infamia no consi­guiese arrancar de aquella gente tiranizada una explosión de ira contra los opresores. Habían sufrido tantas crueldades y atropellos durante tanto tiempo que lo único que podría sorprenderles ahora sería un gesto amable. Sí, era sin duda una curiosa revelación del abismo en el que esta gente se en­contraba sumida a causa de la esclavitud. Todo su ser había quedado reducido a un monocorde nivel de inagotable pa­ciencia, resignación y a una aceptación ciega y sin chistar de todos los sufrimientos que la vida podía depararles. Incluso la capacidad de imaginación había muerto. Cuando se pue­de afirmar eso de un ser humano, me parece que ha tocado fondo, que ya no puede caer más bajo.

Habría preferido seguir otro camino. No era el tipo de ex­periencia que pudiese animar a un estadista que tenía en mente una revolución pacífica en el futuro. Porque me veía obligado a confrontar el hecho ineludible de que a pesar de lo mucho que se ha parloteado y filosofado en sentido contrario, no ha existido un solo pueblo en el mundo que haya obtenido la libertad con palabras bien intencionadas y gentiles intentos de persuasión. No; es una ley inmutable que todas las revolu­ciones que han de triunfar deben comenzar con sangre, pase lo que pase después. Si algo nos enseña la historia es precisa­mente eso. Lo que le hacía falta a esta gente era un Reino del Terror y una guillotina… y no alguien como yo.

Dos días después, hacia el mediodía Sandy comenzó a dar señales de excitación y de febril ansiedad. Me dijo que nos acercábamos al castillo del ogro. Sentí un desagradable so­bresalto. Me había ido olvidando poco a poco del motivo de nuestra empresa, y esta repentina resurrección lo convertía por un momento en algo real y alarmante, y despertaba en mí un interés inusitado. La excitación de Sandy crecía minu­to a minuto, y la mía también, porque ese tipo de cosas son contagiosas. Mi corazón comenzó a latir con violencia. Con un corazón no se puede razonar; tiene sus propias leyes y se pone a latir por cosas que desdeña el intelecto. Al cabo de un momento Sandy descendió del caballo, me hizo señas de que me detuviera y se dirigió a hurtadillas hacia unos arbustos que bordeaban una pendiente, el cuerpo agazapado, la ca­beza gacha hasta casi tocar las rodillas. Los latidos de mi co­razón se hicieron aún más violentos y veloces, y así conti­nuaron mientras ella se emboscaba entre los arbustos y examinaba lo que había más allá de la pendiente. En cuclillas y sigilosamente me acerqué hasta ella. Sus ojos ardían mien­tras señalaba con un dedo tembloroso algún punto en la dis­tancia y me decía en un susurro jadeante:

-¡El castillo! ¡El castillo! Mirad dónde se vislumbra.

¡Qué agradable decepción sentí!

-¿Castillo? -pregunté-. ¡Pero si no es más que una pocil­ga! Una pocilga rodeada por una valla de zarzas.

Sandy pareció asombrada y afligida. La animación desa­pareció de su rostro, y durante un buen rato se mantuvo pensativa y silenciosa.

-Antaño no estaba encantado -dijo finalmente, como si estuviese musitando para sus adentros-. Extraño prodigio éste, y terrible, que a vuestros ojos aparezca encantado y re­ducido a un aspecto ruin y vergonzoso, mientras mi percep­ción no sufre encantamiento alguno, y se yergue firme y ma­jestuoso, ceñido por su foso y ondeando en el cielo azul las banderas de sus torres. Y que Dios nos proteja; qué doloro­sas punzadas siente mi corazón al contemplar de nuevo a las cautivas y comprobar cómo la pena ha grabado huellas aún más profundas en sus dulces rostros. Somos culpables noso­tros, pues mucho hemos tardado.

Comprendí entonces lo que ocurría. El castillo estaba en­cantado para mí, no para ella. Hubiese sido una pérdida de tiempo tratar de sacarla del engaño; sería imposible. Era más sencillo seguirle la corriente, así que dije:

-Es algo muy común, Sandy, que un objeto se presente como encantado a los ojos de una persona, mientras conser­va su forma real para los demás. Habrás oído hablar de ello, aunque nunca lo hayas experimentado en cabeza propia. Pero no hay daño en este caso. De hecho, es una suerte que haya ocurrido de esta manera. Si estas damas apareciesen como puercos a los ojos de todo el mundo y de ellas mismas, sería necesario romper el encantamiento, lo cual puede resultar imposible si no se consigue descubrir el proceso particular que se utilizó en su formulación. Y además, muy arriesgado, porque al intentar un desencantamiento sin con­tar con la verdadera clave estás expuesto a cometer un error que transforme a los cerdos en perros, los perros en gatos, los gatos en ratones, etcétera, y puedes terminar por reducir los sujetos de tu desencantamiento a la nada, o a un gas ino­doro, que sería imposible seguir…, lo cual, por supuesto, vie­ne a ser más o menos lo mismo. Pero en este caso por fortu­na, son únicamente mis ojos los que se encuentran bajo los efectos del encantamiento, por lo cual no valdría la pena di­solverlo. Estas damas siguen siendo damas para ti y para ellas mismas y para todas las demás personas, y al mismo tiempo no sufrirán perjuicio alguno a causa del engaño de que soy víctima, pues para mí es suficiente con saber que lo que parece ser un marrano es en realidad una dama y, en consecuencia, sabré darle el tratamiento que merece.

-Ah, gracias, dulce señor mío; habláis como un ángel. Y sé muy bien que habréis de liberarlas, porque estáis dispues­to a acometer grandes hazañas y sois caballero tan diestro con vuestras manos y tan valiente en vuestro proceder como cualquier otro caballero en vida.

-No dejaré ni una princesa en la pocilga, Sandy. ¿Por ven­tura aquellos tres que a mis ojos desordenados aparecen como famélicos porqueros son?…

-¿Los ogros? ¿También están trocados ellos? Me deja estu­pefacta. Y también amedrentada, pues, ¿cómo podríais acer­tar vuestros golpes si os son invisibles cinco de sus nueve co­dos de estatura? Ah, proceded con prudencia, gentil señor; veo que os espera una empresa más descomunal de lo que yo había anticipado.

-Cálmate, Sandy. Todo lo que necesito saber es qué canti­dad de ogro permanece invisible, y con esa información po­dré localizar sus órganos vitales. No tengas miedo. Despacha­ré en un santiamén a estos porqueros de pacotilla. Quédate donde estás.

Sandy se quedó de hinojos, pálida como un cadáver, pero esperanzada y animosa, y cabalgué hasta la pocilga, donde concluí un trato con los porqueros. Me gané su gratitud comprando todos los cerdos por la suma global de dieciséis peniques, bastante superior a las tarifas más recientes. Y ha­bía llegado en un momento oportuno además, porque al día siguiente deberían presentarse la Iglesia, el señor feudal y el resto de los recaudadores de impuestos y se hubiesen lleva­do gran parte de las existencias dejando a los porqueros es­casos de cerdos y a Sandy sin princesas. Pero esta vez los re­caudadores podrían ser pagados en efectivo, con lo cual habría además menos riesgos. Uno de los hombres tenía diez hijos y me contó que cuando, el año anterior, vino el se­ñor cura y eligió el cerdo más gordo para cubrir su corres­pondiente diezmo, la esposa se le había abalanzado y, ofre­ciéndole uno de los hijos, le había dicho:

-Mala bestia sin misericordia alguna en las vísceras, ¿por qué me dejas el hijo si me robas los medios para alimentarlo? Curiosamente, lo mismo había ocurrido en el país de Ga­les en mis tiempos, bajo la misma Iglesia oficial, que, según muchos, había cambiado de naturaleza cuando cambió de disfraz.

Despedí a los tres hombres y, mientras abría la puerta del corral, le hice señas a Sandy de que se acercara…, y así lo hizo; pero no exactamente de forma pausada, sino más bien con la velocidad de un incendio de pradera. Y cuando se pre­cipitó sobre los puercos, con lágrimas de gozo rodando por sus mejillas, apretándolos contra su corazón, besándolos, acariciándolos, dirigiéndose a ellos con altisonantes y prin­cipescos nombres, sentí vergüenza de ella y sentí vergüenza del género humano.

Teníamos que llevar los cerdos a casa, a unos quince kiló­metros, y debo decir que nunca he conducido damas más caprichosas y obstinadas. Se negaban a seguir cualquier ca­mino o sendero, se desbandaban a cada momento, escapan­do en todas las direcciones, perdiéndose entre las rocas, subiendo por las colinas más empinadas o buscando los te­rrenos más escabrosos. Y no me era permitido golpearlas ni abordarlas bruscamente. Sandy no permitiría que utilizase modales que no fuesen dignos de sus altos rangos. Hasta la más vieja y fastidiosa de las cerdas tenía que ser llamada mi­ lady o Alteza, como todas las demás. Resulta difícil y fatigo­so tratar de reunir a un grupo de cerdos traviesos cuando vas recubierto por una armadura. Había una condesa con un anillo de hierro en el hocico y muy poco pelo en el lomo que daba mucha guerra. Tuve que perseguirla durante una hora por todo tipo de terreno, y al final nos encontramos en el mismo sitio donde habíamos empezado, sin haber pro­gresado un solo pelo. La agarré por el rabo y así la llevé un buen trecho, a pesar de sus agudos chillidos. Cuando Sandy se dio cuenta se mostró horrorizada y me dijo que era una indelicadeza de la más baja estofa arrastrar a una condesa por sus trenzas.

Llegamos con los cerdos a casa justo al oscurecer… con la mayoría de ellos, quiero decir. Habíamos perdido a la prin­cesa Nerovens de Morganore y a dos de sus damas de com­pañía, a saber, la señorita Angela Bohun y la doncella Elaine Courtemains, la primera de ellas una joven cerda de color negro con una estrella blanca en la frente, y la segunda, una puerca de color marrón de patas flacas y una leve cojera en el pernil delantero del lado de estribor. Tengo que decir que eran dos de las cerdas más insoportables que he conocido en toda mi vida. También había entre las desaparecidas unas cuantas baronesas…, y por mí hubiesen podido seguir desa­parecidas; pero no, había que encontrar todo ese tocino de modo que mandamos a varios sirvientes provistos de antor­chas a buscarlas por los montes y colinas.

Por supuesto que toda la piara fue alojada en la casa y, ¡por mis pistolas!, jamás había visto nada semejante. Ni ha­bía tenido que oír nada semejante. Y tampoco había olido nada semejante. Parecía una insurrección en una fábrica de gases.

21. Los peregrinos

Cuando, por fin, me fui a la cama estaba increíblemente cansado. ¡Qué lujo, qué placer estirar y relajar los músculos en tensión durante tanto tiempo! Pero, por el momento, no podía aspirar a más; dormir sería imposible. El alboroto que hacía la nobleza retozando, corriendo y chillando por los pasillos y salones de la casa semejaba un verdadero pande­mónium y no me permitió pegar ojo. Al estar en vela, mi mollera se puso naturalmente en funcionamiento, y la ma­yoría de los pensamientos giraban alrededor del curioso es­pejismo que sufría Sandy. He ahí una mujer sana, tan sana como cualquier persona que aquel reino podía producir, y pese a ello, desde mi punto de vista, estaba actuando como una loca. ¡Caray! ¡Lo que hace el aprendizaje, la influencia de otros, la educación! Hace posible que una persona llegue a creer en cualquier cosa. Tenía que ponerme en el lugar de Sandy para intentar comprender que no era una lunática. Sí, y ponerla a ella en mi lugar para demostrarle lo fácil que re­sulta parecer lunático a los ojos de una persona que ha reci­bido una educación distinta a la propia. Si le hubiese dicho a Sandy que había visto un carromato que, sin encontrarse bajo el influjo de un encantamiento, era capaz de circular a ochenta kilómetros por hora; que había visto a un hombre, desprovisto de poderes mágicos, meterse en una cesta y ele­varse hasta desaparecer entre las nubes, y que había escu­chado, sin la ayuda de un nigromante, la voz de una persona que se hallaba a cientos de kilómetros de distancia, Sandy no sólo hubiera pensado que yo estaba loco: hubiera creído es­tar segura. Toda la gente que ella conocía creía en encanta­mientos; nadie albergaba ninguna duda. Dudar que un cas­tillo pudiese ser convertido en una pocilga y todos sus ocupantes en cerdos equivaldría a poner en duda entre los habitantes de Connecticut la existencia del teléfono y sus portentos. En ambos casos las dudas se habrían considerado pruebas irrefutables de una mente enferma y una razón de­sequilibrada. Sí, Sandy estaba cuerda; me veía en la obliga­ción de admitirlo. Y si yo quería conservar mi cordura a ojos de Sandy debía ocultarle mis supersticiones sobre locomo­toras, dirigibles y teléfonos que ni estaban encantados ni son milagrosos. Además, yo tenía la creencia de que el mun­do no era plano, que no estaba sostenido por columnas y que no estaba cubierto por un toldo para contener un uni­verso de agua que ocupaba todo el espacio superior. Pero como era yo en todo el reino la única persona contaminada por estas opiniones impías y criminales, decidí que sería prudente guardar silencio también sobre este asunto, si no quería verme bruscamente apartado y proscrito de todos en razón de mi locura.

A la mañana siguiente, Sandy reunió los cerdos en el co­medor para darles el desayuno, que ella les sirvió personal­mente, haciendo gala en todo momento de la profunda reverencia que los habitantes de su isla, ancianos y jóve­nes, han sentido siempre por el rango, sea cual sea su envol­tura externa y el contenido mental y moral de sus poseedo­res. Se me hubiese permitido comer con los marranos si mi alcurnia correspondiese a la importancia de mi cargo ofi­cial, pero no era así, de modo que tuve que aceptar sin quejarme el inevitable desaire. Sandy y yo tomamos el desayu­no en la segunda mesa. La familia no estaba en casa. Pre­gunté:

-¿Cuántos son en tu familia, Sandy, y dónde están? -¿Familia?

-Sí.

-¿Qué familia, buen señor mío?

-¡Vaya! Pues esta familia, tu familia.

-A decir verdad, no os comprendo. No tengo familia.

-¿Que no tienes familia? Caramba, Sandy, ¿pero no es éste tu hogar?

-¿Cómo podría serlo? No tengo hogar.

-Bueno, pero entonces, ¿de quién es esta casa?

-Ah, podéis tener la seguridad de que os lo diría si lo su­piese.

-¿Así que ni siquiera conoces a esta gente? ¿Entonces quién nos invitó?

-Nadie nos invitó. Vinimos aquí, eso es todo.

-¡Santo cielo, mujer, esto es algo exorbitante! ¡Una des­fachatez inimaginable ! Nos dejamos caer alegre y despreo­cupadamente en la casa de un hombre y la ocupamos de cabo a rabo con la única nobleza de alguna utilidad que se ha visto sobre la faz de la tierra, y resulta que ni siquiera sa­bemos cómo se llama ese hombre. ¿Cómo has podido to­marte esa libertad desmesurada? Yo había supuesto, natu­ralmente, que estábamos en tu casa. ¿Qué va a decir el dueño?

-¿Qué va a decir? ¿Qué otra cosa podría decir además de darnos las gracias?

-¿Gracias de qué?

En su rostro apareció una expresión de extrema sorpresa. -En verdad, dificultáis mi comprensión con palabras ex­trañas. ¿Acaso es posible concebir que alguien de su condi­ción reciba otra vez en toda su vida el honor y la gracia de acoger en su hogar una visita como la nuestra?

-Bueno, no. Si lo miras de ese modo, pues no. Hasta se podría apostar que es la primera vez que recibe una visita como la nuestra.

-Entonces permitidle que manifieste su gratitud y que lo demuestre con palabras lisonjeras y con la debida humildad. Si no lo hiciese así, sería un perro, y perros serían sus des­cendientes y sus antepasados.

A mi entender, la situación, bastante incómoda ya, podría tornarse aún más incómoda. Quizá no sería mala idea reu­nir a los cerdos y continuar camino, así que dije:

-Se está haciendo tarde, Sandy. Me parece que ya va sien­do llora de juntar a toda la nobleza y ponernos en marcha.

-¿Hacia dónde, gentil señor?

-Debemos llevar a cada dama a su sitio de origen, ¿no es así?

-Ja, escuchadle! ¡Pero si provienen de todas partes de la tierra! Si tuviésemos que acompañar a cada una a su hogar no tendríamos tiempo para realizar todos estos viajes en una vida tan breve como la que nos ha asignado Aquel que creó la vida y después creó también la muerte con la ayuda de Adán, quien pecó al acceder a las persuasiones de su com­pañera, embaucada y traicionada por las argucias del gran enemigo del Hombre, la serpiente poderosa, y desde tiem­pos pretéritos ha sido consagrada y elegida para llevar a cabo ese pérfido trabajo en razón de su desmesurada male­volencia y de la envidia engendrada en su corazón por las bajas ambiciones que enmohecieron y marchitaron una na­turaleza antaño tan blanca y tan pura en aquellos tiempos lejanos en que surcaba el hermoso cielo en compañía de sus hermanos de nacimiento, a la sombra y cobijo de aquellas al­turas, de cuyo rico estado y condición son moradores, y

-¡Zambomba!

-¿Milord?

-Bueno, sabes que no tenemos tiempo para este tipo de cosas. ¿No te das cuenta? Podríamos llegar con esta gente hasta todos los rincones de la tierra en menos tiempo del que te llevaría explicar que no podemos hacerlo. Ahora no es el momento de hablar, sino de actuar. Debes tener mucho cuidado, no puedes permitir que de nuevo se ponga en fun­cionamiento tu molino en un momento como éste. Manos a la obra, y deprisa. ¿Quién va a llevar a casa a la aristocracia?

-Sus propios amigos. Vendrán a buscarlos desde todos los puntos de la tierra.

Esto era tan inesperado como un relámpago en un cielo despejado, y sentí tanto alivio como si me acabasen de per­donar una condena. Por supuesto que ella se quedaría para hacer entrega de la mercancía.

-Bueno, Sandy, ya que hemos llevado a fin nuestra em­presa de una manera tan alegre y exitosa, regresaré a la corte para dar cuenta, y si alguna vez nos volvemos a…

-Yo también estoy lista; iré con vuestra merced. Anulado el perdón.

-¿Qué? ¿Que vienes conmigo? ¿Y por qué?

-¿Podríais pensar acaso que soy capaz de traicionar a mi caballero? Gran deshonra sería. No me separaré de vuestra merced hasta que en un caballeresco encuentro en el campo de batalla algún caballero más poderoso os derrote y consiga así el derecho a mí. Y que Dios me confunda si pensara que eso podría acaecer alguna vez.

«Elegido para un largo período -suspiré para mis aden­tros-. Ya que no hay remedio, habré de sacar el mayor parti­do posible.»

Entonces dije:

-Está bien, en marcha.

Mientras Sandy se despedía llorosamente de los puercos, cedí a los sirvientes toda aquella aristocracia. Y les recomen­dé que utilizaran un buen plumero para limpiar los rincones donde la nobleza se había alojado y los sitios por donde se había paseado, pero les pareció que realmente no valdría la pena, y además sería una grave desviación de las costum­bres, que posiblemente daría que hablar. ¡Una desviación de las costumbres! No había más que hablar; era ésta una na­ción capaz de cometer cualquier crimen menos ése. Los sir­vientes dijeron que observarían las usanzas, unas usanzas que se habían hecho sagradas a causa de una obediencia in­memorial. Se limitarían a colocar unos cuantos juncos en todos los aposentos y salones para que la aristocrática visita resultara un poco menos evidente. Se trataba de una especie de sátira de la naturaleza: depositaba la historia familiar en un estratificado registro, de modo que un arqueólogo de fu­turos siglos, valiéndose de los restos de cada período, podría discernir los cambios de la dieta familiar introducidos du­rante un siglo.

Lo primero que encontramos en el camino aquel día fue una procesión de peregrinos. No iba en la misma dirección que nosotros, pero de cualquier manera nos unirnos a ella, porque cada hora que pasaba me daba cuenta con mayor claridad de que si pretendía gobernar el país sabiamente de­bía estar al tanto de los detalles de su existencia, y no con in­formación de segunda mano, sino por la observación y el es­crutinio personales.

El grupo de peregrinos recordaba a los de Chaucer en lo siguiente: que tenía un representante de casi todas las profe­siones y ocupaciones superiores que se ejercían en el país, con la correspondiente variedad en el vestuario. En el grupo iban jóvenes y viejos, hombres y mujeres, gente grave y gente vivaz. Cabalgaban sobre mulas y caballos y no se veía ningu­na silla de montar al estilo jineta, ya que esta especialidad no se conocería en Inglaterra antes de que pasaran otros nove­cientos años.

Resultaba una manada agradable, amistosa, sociable, eran piadosos, alegres y llenos de brusquedades inconscientes e indecencias inocentes. Lo que ellos consideraban meramente chistes picantes circulaba de boca en boca con el mismo des­parpajo con el que se podría contar entre la mejor sociedad inglesa doce siglos más tarde. Bromas que serían dignas de los ingenios más destacados en la distante Inglaterra del si­glo xix aparecían aquí, allá y acullá a lo largo de la fila, pro­vocando enardecidos aplausos, y a veces, cuando se hacía un comentario chistoso en un extremo de la procesión y comen­zaba a avanzar hacia el otro, era posible observar su progre­so, como si de una ola se tratara por la destellante espuma de risas que surgía a medida que se iba abriendo paso, y asimis­mo, por el rubor que causaba en las mulas.

Sandy conocía el propósito de la peregrinación y me lo dijo:

-Viajan al valle de la Santidad para recibir las bendiciones de los santos ermitaños y beber las aguas milagrosas que limpian de pecado.

-¿Y dónde está ese balneario?

-Hállase a dos días de aquí, en las fronteras del país deno­minado el Reino del Aire.

-Háblame de él. ¿Es un sitio célebre?

-Ah, en verdad que lo es. No hay otro que lo sea en mayor medida. En tiempos remotos vivía allí un abad con sus mon­jes. No debían de existir otros más santos que ellos en el mundo, pues se entregaban por completo al estudio de li­bros piadosos y no se hablaban unos a otros, más aún: no hablaban con nadie, comían hierbas rancias y nada más, dormían malamente y oraban mucho, y no se lavaban nun­ca; además, llevaban la misma vestidura hasta que se des­prendía de sus cuerpos a causa de los muchos años y la po­dredumbre. Con justicia llegaron a ser conocidos en todo el mundo por razón de estas santas austeridades y visitados por ricos y pobres, y muy reverenciados.

-Prosigue.

-Pero en ese sitio escaseaba siempre el agua. Y entonces, una vez, el santo abad rogó a Dios, y un arroyo de agua cris­talina brotó milagrosamente en un lugar desierto. Pero los monjes veleidosos fueron tentados por el Demonio, e ince­santemente importunaban al abad, implorándole, instándo­le a que construyera un baño, y cuando se sintió agotado yya no pudo resistir más les dijo: «Tendréis lo que deseáis -y les concedió lo que pedían-. Notad ahora lo que significa aban­donar el sendero de pureza amado por Él e incurrir en la las­civia de cosas mundanas y ofensivas». Penetraron los mon­jes en el baño y salieron luego lavados, tan blancos como la nieve, mas, ¡ay!, en ese momento apareció su signo, ¡su re­proche milagroso!, pues sus aguas, insultadas, dejaron de correr y desaparecieron por completo.

-No les fue tan mal, Sandy, teniendo en cuenta cómo se castiga en este país ese tipo de crimen.

-Como queráis, pero ése era su primer pecado, y durante largo tiempo habían llevado una vida perfecta, en nada dis­tintos a los ángeles. Oraciones, lágrimas, torturas de la car­ne, todo fue vano para inducir al agua a que corriera de nue­vo. Incluso procesiones, ofrendas de incienso, velas votivas a la Virgen fracasaron todas las veces y todas las gentes del país estaban asombradas.

-¡Qué curioso enterarse de que también esta industria tiene sus pánicos financieros y que a veces sus ganancias y dividendos languidecen hasta desaparecer y se llega a la total inactividad! Sigue, Sandy.

-Y entonces, una vez, pasado cierto tiempo, el buen abad se arrepintió humildemente y destruyó el baño. Y escuchad bien: su ira fue en aquel momento apaciguada y las aguas de nuevo brotaron en abundancia, y hasta el día de hoy no han cesado de fluir con la misma generosidad.

-Por lo cual deduzco que desde entonces nadie se ha ba­ñado.

-Más le valdría estar muerto a quien lo intentase.

-¿La comunidad ha prosperado desde entonces?

-A partir de ese mismo día. La fama del milagro sobrepa­só las fronteras y se extendió por todo el mundo. De todas las regiones de la tierra llegaron monjes para ingresar; llegaban en gran número, como bancos de peces, y el monasterio tuvo que añadir un edificio y otro, y aun otros y otros, y en­tonces, desplegando sus brazos, los acogió a todos. Y llega­ron monjas también y luego más, y todavía más, y se cons­truyó un convento al otro lado del valle y se fue sumando un edificio a otro, hasta que el convento resultó imponente. Y éstos y aquéllos entablaron amistad y unieron sus amorosos trabajos, y unidos levantaron un asilo para niños expósitos en un sitio del valle a mitad de camino entre el convento y el monasterio.

-Habías mencionado unos ermitaños, Sandy.

-Se han reunido allí procedentes de todos los rincones de la tierra. Donde mejor prospera el ermitaño es entre las mul­titudes de peregrinos. Encontraréis que no faltan ermitaños de ninguna clase. Si alguien mencionase un ermitaño de un género que se cree nuevo y que sólo se puede encontrar en una tierra recóndita y extraña, les bastaría con escarbar en­tre los agujeros y cavernas y ciénagas que abundan en el Va­lle de la Santidad y allí encontraría una muestra de ese géne­ro de ermitaño, sea cual sea su clase.

Comencé a caminar al lado de un sujeto corpulento, de rostro rubicundo y alegre, con el propósito de ganarme su confianza y recoger algunas otras migas de información, pero acabábamos de entablar conversación cuando empezó a preparar el terreno, de la manera consabida, para contar­me la misma anécdota inmemorial, la misma que me había referido sir Dinadan en aquella ocasión en que tuve el ma­lentendido con sir Sagramor por culpa de tal anécdota, y el consiguiente desafío. De inmediato me excusé, y poco a poco me fui quedando rezagado hasta quedar a la cola de la procesión, con el corazón contrito, deseoso de abandonar en el mismo instante aquella vida azarosa, aquel valle de lá­grimas, aquella breve jornada entre un descanso y otro, aquella sucesión de nubes y tormentas, o de agotadoras lu­chas y monótonas derrotas, pero al mismo tiempo renuente a hacerlo, al considerar cuán larga es la eternidad y cuántos mortales que conocen esa anécdota habrán accedido a ella. Al principio de la tarde alcanzamos otra procesión de pe­regrinos, pero muy diferente de la primera. En ésta no había alegría, ni chistes, ni risas, ni bromas, ni juegos, ni ligerezas, ya fuese entre los jóvenes o entre los ancianos. Porque había aquí gente de todas las edades: ancianos y ancianas canosos, vigorosos hombres y mujeres de edad mediana, jóvenes pa­rejas, niños y niñas, y tres criaturas de pecho. Incluso los ni­ños se veían adustos, no había un solo rostro entre el medio centenar de personas que no pareciese abatido, que no mos­trase esa rígida expresión de agobio que imprimen las pro­longadas tribulaciones y la compañía constante de la deses­peración. Eran esclavos. Llevaban esposas en las muñecas y grilletes en los tobillos uncidos por cadenas a una correa de cuero que les ceñía la cintura; además formaban una especie de eslabón humano, pues los collares de hierro de los adul­tos estaban ajustados a una misma y pesada cadena, tam­bién de hierro. Debían hacer largas jornadas a pie y ya habían recorrido quinientos kilómetros en dieciocho días, alimen­tándose de sobras y raíces, y para colmo en menguadas ra­ciones. Dormían con las cadenas, amontonados como una piara de cerdos. Sobre sus cuerpos llevaban unos pobres ha­rapos, pero no podría decirse que estuviesen vestidos. Los hierros habían escoriado la piel de los tobillos causando he­ridas que ahora se encontraban ulcerosas y purulentas. Los pies estaban desgarrados, y ni uno solo del grupo caminaba sin cojear. Al comienzo de su viaje, la triste caravana consta­ba de un centenar de infortunados, pero más de la mitad ha­bían sido vendidos en el camino. El mercader encargado de ellos montaba un caballo y llevaba un látigo de mango pe­queño, pero con una larga y áspera tralla terminada en va­rias colas de gruesos nudos. Con su látigo azotaba las espal­das del que comenzase a flaquear por la fatiga o el dolor. No decía palabra, el látigo se encargaba de interpretar sus deseos. Ni una sola de aquellas desdichadas criaturas levantó la mi­rada en el momento en que los adelantábamos; ni siquiera parecían enterarse de nuestra presencia. Y sólo un sonido brotaba del grupo: el sordo y terrible traqueteo de sus cade­nas de un extremo a otro de la fila, cada vez que los cuarenta y tres atormentados pies se levantaban y caían al unísono. La fila avanzaba entre la espesa nube de polvo que ellos mismos producían.

Todos los rostros aparecían cubiertos por una capa grisá­cea de polvo, similar a la que recubre los muebles y enseres de una casa desocupada y que parece invitarnos a que con el dedo dibujemos sobre ella nuestros pensamientos ociosos. Pensé en ello al notar que en los rostros de algunas de las mujeres, jóvenes madres con bebés que se aproximaban a la liberación de la muerte, estaba escrito un algo arrancado del corazón que resultaba evidente, ¡y tan fácil de leer!, pues eran las huellas de sus lágrimas. Una de estas jóvenes madres era apenas una niña, y mi corazón se desgarró al leer la escri­tura y pensar que había brotado del pecho de una niña, un pecho que todavía no debería conocer el dolor, que sola­mente debería estar experimentando las alegrías que corres­ponden a la mañana de la vida y que seguramente…

Justo en ese momento se tambaleó, mareada por el can­sancio, y el látigo cayó sobre ella, desgajando de su espalda desnuda un jirón de piel. Sentí tanto ardor como si el golpe lo hubiese recibido yo. El mercader hizo detener la fila y des­cendió de su caballo. Increpó e insultó a la niña, diciéndole que ya había causado suficientes molestias con su pereza, y que como ya le había dado antes la última oportunidad, ha­bía llegado el momento de ajustar las cuentas. Ella se dejó caer de rodillas y, alzando sus manos, comenzó a llorar, a ro­gar, a implorar, convulsionada de terror, pero él no le prestó ninguna atención. Le arrebató el bebé y ordenó a los escla­vos varones que se hallaban encadenados delante y detrás de ella que la arrojaran al suelo, la desnudaran y la sujetaran. Se lanzó entonces sobre ella y comenzó a darle latigazos, como si hubiese enloquecido, hasta desollar su espalda, mientras ella gemía lastimosamente y luchaba por liberarse. Uno de los hombres que la sujetaban desvió la mirada y por este ras­go de compasión también fue vilipendiado y azotado.

Todos los peregrinos de nuestro grupo observaban la es­cena y hacían comentarios, admirados por el hábil manejo del látigo. Estaban demasiado encallecidos en todo lo rela­cionado con la esclavitud, consecuencia de una familiaridad cotidiana y permanente, como para pensar que en aquella escena existía algo más que mereciera ser comentado. Era esto una muestra de lo que puede hacer la esclavitud, osifi­car lo que podría llamarse el lóbulo superior de los senti­mientos humanos, pues aquellos peregrinos eran gente de buen corazón, que no hubiesen permitido que ese hombre maltratase a un caballo de la misma manera.

Yo hubiese querido detener todo aquello y liberar a la jo­ven esclava, pero no era conveniente. No debía interferir de­masiado en las leyes del país, ni hacerme célebre por cabal­gar a pelo sobre las leyes y derechos de los ciudadanos. Si conseguía sobrevivir y prosperar, algún día me convertiría en la muerte de la esclavitud; estaba resuelto a hacerlo, pero quería arreglármelas de tal modo que, cuando así ocurriese, fuera verdugo de la esclavitud por designio de la nación.

Muy cerca de allí se encontraba el taller de un herrero, y en ese momento llegó un terrateniente que había comprado a la joven unos cuantos kilómetros atrás para que fuese en­tregada en aquel lugar, donde se le quitarían los grilletes, es­posas y collar. Así se hizo, pero en seguida se produjo una disputa entre el mercader y el nuevo propietario para deci­dir quién debía pagar al herrero. En el instante en que la jo­ven fue liberada de sus cadenas se arrojó, gimiendo frenéti­camente, en brazos del esclavo que había desviado la mirada cuando ella estaba siendo azotada. El hombre la apretó con­tra su pecho y cubrió de besos el rostro de la mujer y el de la criatura, bañándola al mismo tiempo con un torrente de lá­grimas. Sospeché. Pregunté. Sí, tenía razón: eran marido y mujer. Fueron separados por la fuerza y ella hubo de ser arrastrada, pues se defendía, luchaba y se contorsionaba como una loca. Cuando doblaron el recodo con la joven a rastras los perdimos de vista, pero un rato después todavía podíamos distinguir sus gritos crispados. ¿Y qué aspecto te­nía el marido y padre ahora que había perdido a su mujer y a su hijo y no los volvería a ver en toda su vida? Pues bien, su aspecto me resultaba tan insoportable que volví la cabeza. Sabía, sin embargo, que nunca olvidaría esa imagen, y ahí si­gue, hasta el día de hoy, acongojando mi corazón cada vez que la evoco.

Al caer la noche nos alojamos en la posada de algún pue­blo a la vera del camino, y cuando desperté al día siguiente y contemplé el horizonte alcancé a ver un jinete que se acerca­ba enmarcado por la dorada gloria del nuevo día, y reconocí en él a uno de mis caballeros, sir Ozana le Cure Hardy. Esta­ba en el ramo de prendas masculinas, y su especialidad mi­sionera eran los sombreros cilíndricos. Estaba revestido de acero y lucía una de las armaduras más hermosas de la épo­ca, de los pies al sitio donde debería estar el yelmo, pues en lugar de yelmo estaba tocado por un rutilante tubo de chi­menea, ofreciendo el más ridículo de los espectáculos. Era otro de mis métodos subrepticios para extinguir la caballe­ría andante, haciéndola aparecer grotesca y absurda. De la silla de montar de sir Ozana colgaban multitud de cajas de sombreros, y cada vez que derrotaba a un caballero andante le hacía jurar que pasaría a mi servicio, le enfundaba un sombrero hongo y le obligaba a usarlo. Me vestí y salí co­rriendo para dar la bienvenida a sir Ozana y recibir sus noti­cias.

-¿Qué tal van los negocios? -pregunté.

-Observaréis que sólo me quedan estos cuatro de los die­ciséis que tenía cuando salí de Camelot.

-A fe que te estás luciendo, sir Ozana. ¿Dónde habéis es­tado pastando estos últimos días?

-Acabo de visitar el valle de la Santidad, señor.

-Yo mismo me dirijo a ese sitio. ¿Alguna novedad de im­portancia entre el monjerío?

-¡Por la santa misa!… Dale buen pienso a este caballo, muchacho, y sé generoso, como si en ello te fuese la cabeza. Anda, acude al establo veloz y ligero y haz lo que te ordeno… Señor, traigo grandes noticias… ¿Y por ventura son peregri­nos todos éstos?… Entonces, nada mejor podríais hacer, buena gente, que reuniros a escuchar la historia que de mi boca oiréis, pues os concierne, dado que pensáis encontrar lo que no encontraréis y pensáis buscar lo que en vano bus­caréis, y dejo mi vida en prenda de que son ciertas mis pala­bras, y mis palabras y mensaje son los siguientes: que ha su­cedido un suceso sin igual, cuyo parangón ha sido visto sólo en una ocasión en estos doscientos años cuando por prime­ra y última vez dicho infortunio azotó el valle de la Santidad por mandato del Todopoderoso, existiendo justas razones y causas que a ello habían contribuido, por lo cual…

-¡La fuente milagrosa ha dejado de manar!

El grito brotó al mismo tiempo de la boca de veinte pere­grinos.

-Habláis la verdad, buena gente. Me disponía a decíroslo en el instante en que me habéis interrumpido.

-¿Acaso alguien se ha lavado de nuevo?

-Así se sospecha, pero nadie se atreve a dar crédito a ello. Se cree que es otro pecado, pero nadie podría decir cuál.

-¿Y cómo han reaccionado los monjes?

-Nadie podría ponerlo en palabras. Nueve días ha perma­necido seca la fuente. Las oraciones que se iniciaron enton­ces y los lamentos con cilicios y las ofrendas, y las santas pro­cesiones no han cesado ni de día ni de noche, y por ende los monjes y las monjas y los expósitos se encuentran todos ex­haustos, y como no queda en ninguno las fuerzas para alzar la voz del cuerpo se cuelgan oraciones escritas en pergami­nos. Y a lo último enviaron por vuestra merced, sir jefe, para recurrir a la magia y encantamiento, y si no pudieseis venir, el mensajero debía entonces buscar a Merlín, y allí está él desde hace tres días, y afirma que hará manar agua aunque tenga que reventar el globo y destruir sus reinos para conse­guirlo, y osadamente trabaja su magia y convoca sus ocultos poderes y a los habitantes del averno para que acudan a ayu­darlo, pero hasta ahora no ha obtenido ni un soplo de hume­dad que fuese equivalente al vaho que se produce sobre un espejo de cobre, a no ser que contemos como tal el barril completo que debe de sudar trabajando en su empeño, de sol a sol, y si…

Ya estaba servido el desayuno. En cuanto terminamos le mostré a sir Ozana las palabras que había escrito en el inte­rior del sombrero: «Departamento de Química, División de Laboratorios, Sección G. Pxxp. Enviar dos de la primera ta­lla, dos de la número tres y seis de la número cuatro, junto con los detalles accesorios necesarios y dos ayudantes con experiencia». En seguida le dije:

-Ahora regresa a Camelot como si tuvieras alas, valeroso caballero, y enséñale la nota a Clarence y dile que a la mayor brevedad envíe al valle de la Santidad los materiales solicita­dos.

-Así lo haré, sir jefe -respondió.

Y se puso en camino de inmediato.

22. La fuente sagrada

Los peregrinos eran seres humanos. De otro modo hubie­sen reaccionado de una manera diferente. Habían hecho un viaje largo y difícil y cuando, muy cerca del final, se entera­ron de que venían por algo que había dejado de existir, no reaccionaron como seguramente lo hubiesen hecho un ca­ballo, un gato o una lombriz de tierra, es decir, dando media vuelta y ocupándose de algo provechoso…, no. Si antes se encontraban ansiosos por ver la fuente sagrada, ahora lo es­taban cuarenta veces más por ver el sitio donde la fuente so­lía estar. ¡Qué inexplicables resultan los seres humanos!

Cabalgamos velozmente y antes del atardecer nos encon­trábamos en los altos parajes del valle de la Santidad. Nues­tros ojos recorrieron el sitio de un extremo a otro, tomando nota de sus características. Quiero decir de las característi­cas más importantes, que eran los tres bloques de edificios. Esas apariciones distantes y aisladas se veían como cons­trucciones de juguete en la yerma explanada que parecía ser un desierto, y lo era. Una escena semejante siempre resulta lóbrega: tan impresionante es su quietud, tan sumergida en la muerte parece estar. Sólo un sonido interrumpía la quie­tud, pero la hacía aún más lóbrega: era el sonido apagado y distante de campanas que tañían y que llegaba hasta noso­tros transportado por la brisa pasajera, un sonido tan tenue, tan vago, que apenas sabíamos si lo escuchábamos con nues­tros oídos o con nuestra imaginación.

Llegamos al monasterio antes de que cayera la noche, y allí recibieron alojamiento los varones, pero las mujeres fue­ron enviadas al convento. Las campanas ya se encontraban cerca, y sus notas solemnes golpeaban el oído como’ una señal funesta. Una supersticiosa desesperación se había apoderado del corazón de cada uno de los monjes y parecía imprimirse en sus rostros fantasmales. Por todas partes apa­recían estos espectros de hábitos negros, sandalias ligeras y semblantes lívidos, revoloteaban un instante y se desvane­cían tan silenciosos como las criaturas de una pesadilla e igualmente espeluznantes.

La alegría del anciano abad al verme fue patética, hasta llegar a las lágrimas; las lágrimas suyas, claro.

-Hijo mío, no tardéis en consagraros a vuestra tarea sal­vadora -me dijo-. Si no logramos que fluya el agua de nue­vo, y pronto, estaremos arruinados, y se perderán los buenos trabajos de doscientos años. Y tratad de utilizar encanta­mientos sagrados, pues la Iglesia no permitiría que un tra­bajo que se hace en provecho suyo utilice magia diabólica.

-Cuando comience a trabajar, padre, puede tener la cer­teza de que el Diablo no tendrá nada que ver; no recurriré a ningún arte que provenga del demonio ni emplearé elemen­tos que no hayan sido creados por la mano de Dios. ¿Pero está seguro de que Merlín se ha limitado a las artes piadosas?

-Ah, dijo que lo haría, hijo mío; dijo que lo haría, y hasta hizo un juramento de que cumpliría su palabra.

-Bien, en ese caso podemos permitirle que continúe. -¿Pero no pensaréis cruzaros de brazos mientras él traba­ja? Le echaréis una mano, ¿verdad?

-Una combinación de métodos resultaría ineficaz en el presente caso, padre. Además, estaríamos ante una descor­tesía profesional. Dos colegas no deben hacerse competen­cia desleal. Mejor sería entonces rebajar las tarifas y dar por terminado el trabajo. Merlín ha recibido el encargo, de modo que ningún otro mago puede interferir hasta que él desista de su empeño.

-Le retiraré el contrato. Se trata de una terrible emergen­cia y, por lo tanto, esa acción sería justificable. Y aunque así no fuese, ¿quién podría desafiar la autoridad de la Iglesia? La Iglesia determina las leyes que rigen todas las cosas, así que puede hacer todo lo que se le antoje, pésele a quien le pese. Le retiraré el contrato y podréis comenzar inmediata­mente.

-No puede ser, padre. Sin lugar a dudas es verdad lo que usted dice, que cuando se posee un poder supremo se puede actuar como se desee sin temor a sufrir perjuicios, pero no­sotros, pobres magos, no nos hallamos en esa situación. Merlín es un mago muy bueno a su pequeña y limitada ma­nera y goza de un cierto prestigio provincial. Está haciendo un esfuerzo, intentando todo lo que está a su alcance, y sería una falta de cortesía que yo asumiese su trabajo antes de que él lo abandone por su propia voluntad.

La cara del abad se iluminó.

-Pero si eso es muy simple. Hay maneras de persuadirle de qué abandone el trabajo.

-No, no, padre, poco hábil, como dice esta gente. Si fuese persuadido en contra de su voluntad, arrojaría sobre el pozo un pernicioso encantamiento y mis trabajos serían inútiles mientras no encontrase su secreto. Podría costarme un mes. Si yo utilizara uno de mis encantamientos menores, llamado Teléfono, Merlín no sería capaz de descubrir su secreto ni en cien años. Así que comprenderá usted que él pueda causar­me un atasco de un mes. ¿Le gustaría arriesgarse a otro mes de sequía?

-¡Un mes! La sola idea me hace estremecer. Se hará como queréis, hijo mío, pero cuitado está mi corazón con esta decepción. Dejadme ahora y permitid que mi espíritu se con­suma en el agotamiento y la espera, al igual que lo ha hecho durante estos diez largos días, fingiendo que accedía a aque­llo que se llama descanso, con el cuerpo extendido en posi­ción de reposo mientras reinaba en mi alma la inquietud.

Por supuesto que hubiera sido mejor para todos que Mer­lín, prescindiendo de toda etiqueta, diera por concluido su trabajo en ese mismo momento; de todos modos, nunca hu­biera sido capaz de hacer manar el agua, siendo como era un mago de su época, es decir, uno de esos magos que sólo rea­liza grandes milagros, los milagros que confieren una gran reputación cuando no hay nadie alrededor. Con todo ese público expectante no hubiese sido capaz de poner en fun­cionamiento la fuente. En aquellos tiempos, el público resul­taba tan perjudicial para el milagro de un mago como en los míos para el milagro de un espiritista; siempre hay un escép­tico entre la multitud que se encarga de encender la luz en el momento crucial, echándolo todo a perder. Pero no quería que Merlín se retirase del trabajo hasta que yo no estuviese listo para proseguirlo de una manera eficaz, lo cual tendría que esperar dos o tres días mientras llegaban de Camelot los materiales que había pedido.

Mi presencia alentó las esperanzas de los monjes y les ale­gró considerablemente; tanto es así que aquella noche co­mieron una comida completa por primera vez en diez días. En cuanto sus estómagos se sintieron adecuadamente refor­zados, sus ánimos comenzaron a elevarse; cuando el aguar­diente de miel comenzó a circular se remontaron aún más alto. Cuando ya todos se acercaban a los espacios siderales, la santa comunidad estaba en condiciones de continuar la noche entera, así que nadie se levantó de la mesa. Se diver­tían de lo lindo. Se contaron varias historias atrevidas: los monjes lloraban de risa, con las bocas cavernosas abiertas de par en par y sus redondas panzas convulsionadas por las carcajadas. Y se cantaron canciones atrevidas acompañadas por un estruendoso coro que ahogaba el retumbar de las campanas.

Finalmente, me decidí a contar una historia, y grande fue la acogida que recibió. No en seguida, claro está, porque los nativos de estas islas no suelen descomponerse a las prime­ras aplicaciones de una muestra de humor, pero a la quinta vez que la relaté noté algunos resquicios de risa; la octava vez ya eran grietas, la duodécima vez se deshacían de la risa, casi se desmoronaban, y a la decimoquinta repetición se desinte­graron, y entonces cogí una escoba ylos barrí. Se trata de un lenguaje metafórico. Los habitantes de las islas Británicas son…, pues bueno, duros de roer en un principio, en lo que se refiere a los resultados que te puede aportar una inversión de esfuerzo, pero a fin de cuentas las ganancias de este tipo que podrías obtener en otras naciones resultan pequeñas en comparación.

Al día siguiente visité la fuente un par de veces. Merlín es­taba allí, haciendo derroches de encantamientos, pero sin obtener el menor resultado. No estaba de muy buen humor, y cada vez que yo insinuaba que quizá este encargo era de­masiado difícil para un novato desataba su lengua y se daba a maldecir como un obispo…, un obispo francés de la época de la Regencia, quiero decir.

Las cosas correspondían más o menos a lo que yo había anticipado. La fuente no era más que un pozo común y co­rriente, excavado de manera corriente y recubierto de pie­dra también de manera muy corriente. Allí no había milagro alguno. Ni siquiera la mentira que había creado su reputa­ción podía considerarse milagrosa; yo hubiese sido capaz de inventarla con una sola mano. El pozo estaba situado en una cámara oscura levantada en el centro de una capilla de pie­dra tallada, cuyas paredes estaban revestidas de pinturas piadosas de factura tan deficiente que hasta una estampa de calendario parecería estupenda a su lado. Eran cuadros his­tóricos que conmemoraban los milagros curativos que las aguas habían obrado cuando no había nadie mirando. Es decir, nadie salvo los ángeles; cuando se trata de un milagro, siempre están a mano, tal vez para asegurarse de que los in­cluyas en el cuadro. Es algo que a los ángeles les gusta tanto como a los miembros del cuerpo de bomberos, como resulta evidente si pensamos en las obras de los grandes maestros antiguos.

La cámara del pozo estaba tenuemente iluminada con lámparas. El agua se extraía por medio de una polea y una cadena manipuladas por los monjes y era conducida por unos canales hasta un depósito empedrado en el interior de la capilla… cuando había agua para extraer, se entiende. So­lamente los monjes podían entrar a la cámara del pozo. Yo entré, avalado por una autorización temporal, cortesía de mi colega y subordinado profesional. Él, sin embargo, nunca había entrado allí. Todo lo hacía por medio de conjuros, sin recurrir jamás a su intelecto. Si hubiese puesto el pie en la cá­mara y hubiese utilizado sus ojos en lugar de su mente de­sordenada habría podido reparar el pozo con métodos natu­rales y hacerlo pasar luego por un milagro; pero no, era un viejo mentecato, un mago que creía en su propia magia, y desde luego que ningún mago puede sobreponerse a la des­ventaja que supone una superstición semejante.

Mi teoría era que el pozo tenía un escape, probablemente fisuras en algunas de las piedras que formaban el fondo. Medí la cadena; cerca de treinta metros. Luego llamé a un par de monjes, tranqué la puerta, cogí una vela yles pedí que me bajasen al fondo en un balde. Una vez que se había des­plegado toda la cadena confirmé mi sospecha: una sección considerable de muro se había desprendido, dejando al des­cubierto una enorme fisura por donde se filtraba el agua.

Casi lamenté que mi teoría sobre el problema del pozo fuese correcta, porque había desarrollado una teoría alter­nativa que contaba con un par de puntos espectaculares para hacerla pasar por un milagro. Había recordado que en Norteamérica, muchos siglos más tarde, cuando un pozo de petróleo dejaba de manar, era habitual hacerlo volar con un torpedo de dinamita. Si hubiese encontrado que el pozo es­taba seco y no existía ninguna explicación para ello, podría haber asombrado a la gente designando a algún personaje de poca monta para que dejase caer en su interior una bom­ba de dinamita. Había pensado elegir a Merlín. Ahora, sin embargo, la bomba no tendría justificación. En esta vida no siempre salen las cosas como uno quiere. Y de todos modos no hay motivo para deprimirse con la primera desilusión que se presenta; es necesario llegar a la conclusión de que ha­brá una oportunidad de resarcirse. Y eso fue lo que hice. Me dije a mí mismo que no tenía prisa, que bien podía esperar y que ya se presentaría una oportunidad para utilizar la bom­ba. Y así ocurrió.

Cuando regresé a la superficie despedí a los monjes y bajé un sedal. El pozo tenía cincuenta metros de profundidad, ¡y había sólo quince metros de agua! Llamé a uno de los mon­jes yle pregunté qué profundidad tenía el pozo.

-Eso, señor, lo desconozco, pues nunca he sido infor­mado.

-¿Hasta dónde llega el agua normalmente?

-Hasta cerca del borde durante los dos últimos siglos, se­gún el testimonio que hasta nosotros han legado nuestros predecesores.

Era verdad, por lo menos en lo que se refiere a los tiempos modernos, pues existía un testimonio mucho más fehacien­te que las declaraciones de un monje: sólo ocho o diez me­tros de la cadena mostraban señales de haber sido utiliza­dos, el resto no debía de haber sido desplegado y, por lo tanto, estaba herrumbroso. ¿Qué había ocurrido la primera vez que el pozo se quedó sin agua? Probablemente, alguna persona práctica había reparado el escape y luego había explicado al abad que por artes de adivinación había descu­bierto que el baño debía ser destruido para que la fuente ma­nase de nuevo. Ahora se había producido un nuevo escape, y estas criaturas de Dios hubiesen seguido orando y mar­chando en procesiones y tañendo campanas para implorar el auxilio divino hasta consumirse por completo y desapare­cer, antes de que a uno de esos inocentes se le ocurriese me­ter un sedal en el pozo o descender a su interior para descu­brir el verdadero problema. Los viejos hábitos mentales son una de las cosas que existen en el mundo más difíciles de su­perar, pues se transmiten de igual manera que la forma y la complexión física, y en aquellos tiempos un hombre que tu­viese una idea que se apartase de las ideas de sus antepasa­dos inmediatamente despertaría la sospecha de ser hijo ile­gítimo. Le dije al monje:

-Difícil es el milagro de restaurar el agua en un pozo seco, pero lo intentaremos si acaso falla el colega Merlín. Maese Merlin es un mago aceptable, pero sólo en el campo de ma­gia de salón. Es posible que no tenga éxito; de hecho, es pro­bable que no tenga éxito, lo cual, sin embargo, no debe ser causa de desprestigio. Un hombre capaz de obrar este tipo de milagro bien podría encargarse de administrar un hotel.

-¿Hotel? No recuerdo haber oído…

-¿Hablar de un hotel? Es lo que vosotros llamáis posadas. Bueno, un hombre que puede hacer este milagro bien podría encargarse de una posada. Yo puedo obrar este milagro, y voy a hacerlo. Sin embargo, no puedo negar que se trata de un milagro que requiere utilizar a fondo los poderes ocultos.

-Nadie conoce esa verdad mejor que nuestra cofradía, pues existe el testimonio de que la vez anterior fue suma­mente difícil y costó un año entero. No obstante, que Dios os conceda el éxito, y a tal fin se encaminarán nuestras ora­ciones.

Desde el punto de vista comercial, me parecía una buena idea hacer circular el rumor de que se trataba de un asunto espinoso. Muchas cosas pequeñas han adquirido proporcio­nes mayúsculas utilizando una publicidad adecuada. Aquel monje había quedado admirado con las dificultades que presentaba la empresa, y se encargaría de comunicar a los otros su impresión. En un par de días la curiosidad y el inte­rés de la gente llegaría al colmo.

Cuando volví a casa al mediodía me encontré con Sandy que había estado investigando a los ermitaños.

-Me gustaría hablar con ellos personalmente -le dije-. Hoyes miércoles. ¿Tienen sesión de vermut?

-¿Sesión de qué?

-De vermut. Bueno, que si están de guardia por las tardes.

-¿Quiénes?

-Los ermitaños, por supuesto.

-¿De guardia?

-Sí, de guardia. ¿Acaso no está claro? Que si bajan el telón al mediodía.

-¿Bajar el telón?

-Sí, bajar el telón. ¿Qué hay de malo en eso de bajar el te­lón? Nunca me había encontrado con una cabeza de chorlito semejante. ¿Es que no entiendes nada de nada? Para decirlo claramente: que si se van a los vestuarios, suena la sirena, toca el timbre…

-Vestuarios, sirena…

-Déjalo, déjalo. Me sacas de quicio. No comprendes ni las cosas más sencillas.

-Mucho me placería daros gusto señor, y es para mí moti­vo de aflicción y dolor fracasar en ello, aunque, dado que no soy más que una simple doncella a quien nadie ha dado ins­trucción, no habiendo sido desde la cuna bautizada en esas profundas aguas del conocimiento que dotan de sabiduría a quien participa de tan noble sacramento, invistiéndole de una condición de reverencia ante la mirada mental del hu­milde mortal que, por ausencia y obstáculo de aquella gran consagración, permanece en su propia condición de ignorancia, símbolo de esa otra índole de carencia y pérdida que divulgan los hombres ante el ojo compasivo, con cilicios por adorno, dado lo cual las cenizas de pesar se hallan pulveriza­das y esparcidas, y entonces, cuando alguien de esa condi­ción, sumido en las tinieblas de su mente, se encuentra con estas doradas frases de gran misterio, como eso de vestua­rios, sirenas y timbres, sólo por la gracia divina no revienta de envidia por la mente que puede engendrar yla lengua que puede pronunciar tan inusitados y melodiosos milagros del habla, y si sobreviene confusión en la mente más humilde y fracasa al intentar adivinar el significado de esas maravillas, entonces, digo, si sucede de tal guisa, la incomprensión no es vana, sino patente y verdadera, pues debéis tener en cuenta que se trata de la sustancia misma de un caro y respetuoso homenaje y no debe ser ligeramente menospreciado, y no se debe, pues ya habéis notado el carácter de mi disposición y mente y habéis comprendido que, aunque lo quisiese no sería factible, y al no ser factible no me sería posible y, no obstante no ser factible ni posible, podría ser por ventura convertido a la deseada posibilidad, y entonces os suplico piedad por mi falta, y ruego que por vuestra bondad y cari­dad me perdonéis, buen amo mío y muy amado señor.

No logré descifrar su parlamento, quiero decir todos los detalles, pero sí capté la idea general, y además lo suficiente para sentirme avergonzado. No era justo soltar tecnicismos del siglo XIX a una criatura sin educación del siglo VI, y luego reñirla porque no se enterara por dónde iba el agua al moli­no, sobre todo cuando estaba poniendo toda la carne en el asador por conseguirlo, de modo que no tenía la culpa de no llegar al meollo de la cuestión, así que le pedí disculpas. En seguida iniciamos un agradable paseo hacia las cuevas de los ermitaños, conversando gustosamente, y más amigos que nunca.

Paulatinamente iba desarrollando una misteriosa y des­concertante reverencia por esta muchacha, pues para enton­ces cada vez que ponía en marcha su tren de palabras y par­tía de la estación con sus interminables parrafadas transcon­tinentales, tenía la sensación de encontrarme en la temible presencia de la Madre de la Lengua Alemana. Tanta era mi impresión con esto que algunas veces, cuando empezaba a derramar sobre mí una de sus peroratas, inconscientemente adoptaba una actitud de verdadera reverencia, sin osar mo­verme, por lo cual si en lugar de palabras hubiese derramado agua, este servidor hubiese perecido ahogado. Actuaba exactamente igual que los alemanes: cuando se le ocurría decir algo, fuese un simple comentario, un sermón, una en­ciclopedia o la crónica de una guerra, se empeñaba a toda costa en meterlo dentro de una sola oración. Basta con re­cordar que, cuando un escritor alemán se sumerge en una oración, no volverás a verle el pelo hasta que aparezca al otro lado de su océano verbal.

Nos pasamos toda la tarde de ermitaño en ermitaño. Era un zoológico de lo más extraño. Entre ellos parecía existir una reñida competencia para decidir cuál era el más sucio y cuál podía albergar mayor número de bichos.

Sus modales y actitudes eran un paradigma de la presun­ción de quienes se creen en posesión de la única verdad. El orgullo de uno de los anacoretas era acostarse desnudo en el fango y permitir que los insectos le picasen a su antojo; el otro radicaba en pasarse el día entero recostado en una roca orando, para admiración de las multitudes de peregri­nos que se aglomeraban a su alrededor; un tercero se pasaba las horas gateando desnudo por todo el lugar, mientras que otro llevaba varios años arrastrando cuarenta kilos de hie­rro. Para otro anacoreta el motivo de orgullo residía en no acostarse cuando dormía, sino, por el contrario, permane­cer de pie entre los espinos, poniéndose a roncar cuando los peregrinos se acercaban. Y había una mujer, con el cabello blanco por la edad, desnuda como un bebé, pero revestida de una costra negra que había ido adquiriendo a lo largo de cuarenta y siete años de santa abstinencia en lo que al agua se refiere. Alrededor de cada uno de estos extraños objetos se reunían grupos de peregrinos que los observaban asom­brados, reverentes y envidiosos de la santidad inmaculada que estas pías austeridades les habían concedido a los ojos de un cielo tan exigente.

Finalmente llegamos hasta uno de los más eminentes y admirados de todos los anacoretas. Se trataba de una gran celebridad cuya fama se había extendido hasta todos los rin­cones de la cristiandad. Los nobles y los poderosos viajaban desde los puntos más recónditos del planeta para rendirle homenaje. Su tribuna se hallaba en medio de la parte más ancha del valle y se hacía necesaria toda esa extensión para acomodar a los espectadores.

Su tribuna consistía en una columna de veinte metros de altura, con una amplia plataforma en su parte superior. Lle­vaba veinte años sobre la columna, repitiendo incesante­mente y día tras día el mismo movimiento, que consistía en inclinar el cuerpo casi hasta juntar la frente con los pies, una y otra vez, en un gesto veloz e infalible. Era su manera par­ticular de orar. Naturalmente, estaba haciendo lo suyo cuan­do nosotros llegamos; saqué mi cronómetro y contabilicé que realizaba mil doscientas cuarenta y cuatro flexiones en veinticuatro minutos y cuarenta y seis segundos. Consideré que era una lástima desperdiciar toda esa potencia, pues co­rrespondía al movimiento de pedal, uno de los más útiles que existen en mecánica. Anoté en mi agenda que algún día valdría la pena enlazarlo a un sistema de cuerdas elásticas y hacer que funcionara como una máquina de coser. Más ade­lante puse en práctica mi proyecto y obtuve muy buenos re­sultados durante los cinco años de su servicio, a saber, die­ciocho mil camisas de lino de primera calidad, o sea, un promedio de diez camisas diarias, contando también los do­mingos, pues el ritmo de su vaivén era igual los domingos que los días de diario y, por lo tanto, no había razón para suspender el trabajo. Las camisas me salían prácticamente gratis, exceptuando una reducidísima inversión en materia prima, y que yo cubría, pues no me parecía apropiado que fuese él mismo quien pagase, y se vendían como pan caliente a los peregrinos, a un precio de un dólar y medio por uni­dad, lo cual equivalía al valor de cincuenta vacas o de un ca­ballo de carreras en Arturolandia. Las camisas llegaron a ser consideradas como una protección perfecta contra el peca­do, y en ese hecho se centraba la publicidad que mis caballe­ros realizaban en todo el reino, utilizando un bote de pintura y un estarcidor. Tanto era su empeño que en poco tiempo todos los acantilados, peñas y murallas exhibían una ins­cripción que se podía leer a una distancia de más de un kiló­metro:

 

COMPRE LA INIMITABLE CAMISA SAN ESTILISTA,

LA PREFERIDA DE LA NOBLEZA.

Patente en trámite.

 

El negocio resultó tan redondo que no sabía qué hacer con todo el dinero que ganaba. A medida que prosperaba, lancé una línea de prendas apropiada para familias reales y que resultaba muy novedosa para duquesas y gente por el es­tilo, con volantes, plumones y encajes. Algo realmente pri­moroso.

Por aquellos días, sin embargo, noté que el surtidor de energía había adquirido la costumbre de mantenerse sobre una sola pierna y que debía tener algún problema con la otra. En ese momento comencé a vender acciones y a dividir las inversiones, cosa que llevó a la bancarrota financiera a sir Bors de Ganis y unos cuantos de sus amigos, porque antes de que pasara un año el buen santo descansó en paz y hubo que cerrar el negocio. Un descanso bastante merecido, por cier­to; no se puede negar.

Volviendo a la primera vez que lo vi, hay que decir que el estado de su persona era tan lamentable que no se podría hacer aquí una descripción. Podéis leerlo en Vidas de los santos.

23. Restauración de la fuente

El sábado a mediodía regresé al pozo y estuve mirando un buen rato. Merlín seguía haciendo humaredas con polvos de su repertorio, dando pases en el aire y musitando jerigonzas extrañas, pero a pesar de su porfía me pareció que estaba un tanto desanimado, porque, naturalmente, no había, conse­guido arrancarle al pozo ni una gota de sudor. Después de un rato le pregunté:

-¿Promete la cosa, colega?

-Prestad atención, porque ahora mismo voy a emplear uno de los encantamientos más poderosos con que cuentan los príncipes de las artes ocultas en tierras del Este, y si no surtiese efecto, ningún otro podrá hacerlo. Ahora guardad silencio hasta que termine.

Esta vez levantó una humareda que oscureció toda la re­gión y que debió incomodar a los ermitaños, pues como el viento soplaba en su dirección inundó sus cuevas de una niebla densa y penetrante. Acompañó la abundante huma­reda con abundante palabrería, con contorsiones del cuerpo y con impresionantes gestos de manos. Al cabo de veinte mi­nutos cayó al suelo, jadeante, prácticamente exhausto. En ese punto llegaron el abad y varios centenares de monjes y monjas, y detrás de ellos, una multitud de peregrinos y tal cantidad de niños expósitos que casi cubrían el horizonte. Todos llegaban atraídos por el prodigioso humo y se encon­traban en un estado de gran agitación. El abad preguntó an­siosamente si se habían logrado resultados positivos, a lo cual respondió Merlín:

-Si estuviese al alcance de algún mortal romper el hechizo que sufren estas aguas, el encantamiento que acabo de em­plear lo hubiese conseguido. Ha fracasado, y por tanto ahora sé que lo que había temido es de hecho una verdad irrefuta­ble: el hechizo que ha caído sobre este pozo proviene del es­píritu más poderoso que se conoce entre los magos del Este y cuyo nombre no se puede pronunciar sin perderla vida. No existe ni existirá mortal capaz de desvelar el secreto de ese hechizo, y sin conocer el secreto nada se puede hacer. Nunca más manará el agua, buen padre. He hecho todo lo que un hombre puede hacer. Permitid que me marche.

Por supuesto que estas declaraciones causaron en el abad una visible consternación. Se volvió hacia mí con el sem­blante demudado y me dijo:

-¡Habéis oído lo que ha dicho! ¿Es verdad?

-En parte.

-¡No del todo, entonces, no del todo! ¿Qué parte es ver­dad?

-Que el espíritu ese de nombre ruso ha hechizado el pozo.

-¡Por las heridas del Señor! Entonces estamos arruinados.

-Es posible.

-¿Pero no es seguro? ¿Queréis decir que no es seguro?

-En efecto.

-Por consiguiente, también significáis que cuando dijo que nadie podría romper el hechizo…

-Sí, al decir eso no dice necesariamente la verdad. En de­terminadas condiciones un esfuerzo por romperlo podría tener ciertas posibilidades de éxito, es decir, unas posibilida­des pequeñas, diminutas.

-Las condiciones…

-Ah; no son nada difíciles. Únicamente éstas: que nadie se acerque al pozo o a sus alrededores en un radio de ocho­cientos metros, desde el atardecer hasta el alba mientras yo no retire esta orden. Y que no se le permita a nadie cruzar esa zona sin contar con mi autorización.

-¿Eso es todo?

-Sí.

-¿Y no tenéis temor de intentarlo?

-Ninguno. Puedo fracasar, naturalmente, pero también puedo tener éxito. Siempre se puede hacer un intento, y yo estoy dispuesto a correr el riesgo. ¿Se aceptan mis condicio­nes?

-Éstas y todas las que nombréis. Impartiré mis órdenes al respecto.

-Esperad -dijo Merlín con una sonrisa diabólica-. ¿No os parece que el que se dispone a romper el hechizo debe cono­cer el nombre de ese espíritu?

-Sí. Conozco su nombre.

-¿Y no os parece que conocerlo no es suficiente, sino que asimismo debe pronunciarlo? ¿Lo sabíais?

-Sí, también lo sabía.

-¡Poseéis ese conocimiento! ¿Pero estáis loco? ¿Os propo­néis articular el nombre y encontrar así vuestra muerte? -¿Articularlo? Vaya, pues claro. Lo articularía, aunque fuese en galés.

-Entonces sois hombre muerto, y yo debo partir para in­formárselo a Arturo.

-Me parece muy bien. Coge tu mochila y ponte en mar­cha. Lo mejor que puedes hacer, John Merlín, es volver a casa y dedicarte a las previsiones meteorológicas.

Fue un golazo, por así decirlo, y lo hizo retroceder, porque había demostrado ser un fracaso completo como hombre del tiempo. Cada vez que hacía colocar señales de peligro a lo largo de la costa sobrevenía con toda seguridad una semana de calma chicha, y cada vez que profetizaba buen tiempo llovía a mares. A pesar de todo yo lo mantenía en el servicio de meteorología con el propósito de socavar su reputación. Mi comentario le revolvió la bilis, y en lugar de ponerse en marcha para informar sobre mi muerte dijo que se quedaría para tener el gusto de presenciarla.

Los dos expertos que había solicitado llegaron por la tar­de, por cierto, bastante cansados, pues habían viajado a mar­chas forzadas. Habían traído en mulas de carga todo lo que yo necesitaba: herramientas, una bomba mecánica, trozos de tubería, fuegos artificiales griegos, cohetes explosivos, lu­ces de bengala, rociadores de fuegos de colores, aparatos eléctricos y unas cuantas cosas más, es decir, todo lo necesa­rio para realizar un milagro espectacular. Después de que los expertos comieron y durmieron una siesta, atravesamos la pradera que yo había delimitado como zona de exclusión, y la encontramos tan sola y tan completamente vacía que re­sultaba evidente que se habían excedido al cumplir mis con­diciones. Tomamos posesión del pozo y sus alrededores. Mis muchachos eran expertos en todo tipo de cosas, desde la dis­posición del empedrado de un pozo hasta la construcción de instrumentos matemáticos. Una hora antes del alba ha­bíamos reparado el escape a las mil maravillas, y el agua comenzaba a subir de nivel. Entonces colocamos los fuegos artificiales en la capilla, cerramos con llave el sitio y nos fui­mos a dormir.

Antes de que terminara la misa del mediodía estábamos de nuevo en el pozo; aún quedaba mucho por hacer y yo es­taba decidido a realizar el milagro antes de medianoche, lo cual sería muy conveniente para el negocio. Si un milagro re­sulta siempre valioso para la Iglesia, un milagro en domingo es seis veces más valioso. En nueve horas el agua había al­canzado su nivel habitual, es decir, llegaba hasta siete metros de la boca del pozo. Instalamos una pequeña bomba de ex­tracción, una de las primeras producidas por mi fábrica en los aledaños de la capital; luego abrimos un agujero en un depósito de piedra contiguo a la pared exterior de la cámara del pozo e insertamos en él un tubo de plomo lo suficiente­mente largo para llegar hasta la puerta de la capilla y exten­derse más allá del umbral, donde el borbotón de agua po­dría ser visto por los doscientos cincuenta acres de gente que, según mis previsiones, se congregarían en la explanada adyacente al santo montículo cuando llegase el momento de mi actuación.

Cogimos un enorme barril vacío, le quitamos la tapa y lo colocamos sobre el techo plano de la capilla. Allí lo clava­mos firmemente, depositamos en su fondo cerca de una pulgada de pólvora y lo llenamos por completo de cohetes. Teníamos cohetes de todos los tipos y de todas las clases, y la verdad es que formaban un manojo magnífico. Enterra­mos en la pólvora el alambre de una pila eléctrica de bolsi­llo, dispusimos una carga entera de fuego artificial griego en cada esquina del techo -una azul; otra, verde; la tercera, roja, y la última; púrpura-, y en cada carga introdujimos un alambre.

En la planicie, a unos doscientos metros de distancia, le­vantamos un corral y colocamos planchas sobre él, obte­niendo así una especie de plataforma. Lo cubrimos con ele­gantes tapices que habíamos tomado prestados para la ocasión ylo coronamos con el trono del propio abad. Cuan­do te dispones a obrar un milagro en presencia de gente ignorante es aconsejable tener en cuenta todos los detalles: tienes que asegurarte de que la escenificación resulte impre­sionante para el público y tienes que ofrecer a tu invitado principal las comodidades pertinentes. Después de eso ya puedes dar rienda suelta a tu inventiva y sacar el provecho que puedas de tus efectos especiales. Sé muy bien cuál es el valor de estas cosas, porque conozco la naturaleza humana. Puedes darle a tu milagro toda la pompa y el estilo que se te antoje, en estas cosas nada resulta excesivo a los ojos del público. Es algo que requiere esfuerzo, trabajo y, a veces, dine­ro, pero al final vale la pena. Bueno, sacamos los alambres hasta el suelo de la capilla y los extendimos bajo tierra hasta la plataforma, donde escondimos las pilas. Cercamos la pla­taforma con una soga para contener a la multitud y con eso di por terminado mi trabajo por el momento. Había pensa­do que las puertas se abrieran a las diez y media y que la ac­tuación comenzara a las once y veinticinco en punto. Me hu­biera gustado cobrar la entrada, pero, por supuesto, no era posible. Di instrucciones a mis muchachos de que se presen­taran en la capilla hacia las diez antes de que empezara a lle­gar la gente, listos para manipular la bomba de extracción en el momento adecuado y dar paso a la mayor de las maravi­llas que aquella gente habría presenciado. En seguida regre­samos a casa a cenar.

Las noticias del desastre acaecido al pozo ya habían llega­do lejos, y desde hacía dos o tres días una continua avalancha de gente había estado desembocando en el valle. La parte in­ferior del valle se había convertido en un enorme campa­mento. Desde luego, íbamos a contar con un público nume­roso. Al atardecer los pregoneros hicieron varias rondas para anunciar el intento de milagro que se avecinaba, lo cual puso los ánimos de la multitud al rojo vivo. También notificaron que el abad y su cortejo desfilarían hacia la plataforma a las diez y media. Hasta esa hora nadie podría entrar en la zona que yo había proscrito, pero, finalizada la procesión, las cam­panas dejarían de tañer, lo cual significaría que los asistentes tenían permiso para entrar y ocupar sus sitios.

Yo ya estaba en la plataforma cuando apareció la lenta y solemne procesión del abad, pero sólo me fue posible distin­guir a sus integrantes cuando alcanzaron el cercado, porque era una noche oscura, sin estrellas y no había permitido el uso de antorchas. En el cortejo venía Merlín, quien se sentó en la primera fila. Por una vez había cumplido su palabra. No se podía ver la muchedumbre que se amontonaba al otro lado de la soga pero poco importaba; de cualquier modo sabía que estaban allí. En el momento en que las campanas dejaron de tocar, la masa de gente contenida se desbordó y, como una enorme marea negra, inundó todo el lugar. La oleada se pro­longó durante media hora, al cabo de la cual pareció solidifi­carse, de modo que hubiese sido posible caminar varios kiló­metros sobre aquel pavimento de cabezas humanas.

Siguió una espera solemne, de unos veinte minutos, uno de mis recursos para lograr un mayor efecto. Siempre es conveniente que la audiencia tenga el tiempo suficiente para que la expectativa se multiplique. Finalmente emergió de entre el silencio un cántico en latín entonado por voces mas­culinas, que se extendió en la vasta noche como una majes­tuosa y melodiosa onda. Yo mismo lo había dispuesto así, y resultó ser uno de los mejores efectos especiales que jamás había creado. Cuando finalizaron los cánticos me puse de pie y permanecí con los brazos explayados y el rostro eleva­do hacia el cielo -algo que siempre produce un silencio se­pulcral- y entonces, muy lentamente, con una entonación tan temible que centenares de personas se pusieron a tem­blar y varias mujeres se desmayaron, pronuncié esta fantas­magórica palabra:

 

lronstantínupnlítaníseherdudelsa¢kpf¢ífenma¢hersgsells¢haft

 

En el instante en que pronunciaba los últimos trozos de la palabra oprimí una de las conexiones eléctricas y se produjo una explosión que iluminó a la sombría multitud con un es­peluznante fulgor azuláceo. ¡El efecto fue enorme! Muchas personas soltaban alaridos, las mujeres se encogían y salían corriendo en todas las direcciones, los niños expósitos caían al suelo a montones. El abad y los monjes se persignaban una y otra vez, velozmente, mientras de sus labios brotaban plegarias exaltadas. Merlín parecía impasible, pero debía estar atónito; nunca en su vida habría visto empezar una ac­tuación con algo semejante. Era éste el momento de comen­zar a acumular los efectos. Levanté las manos y con voz ago­nizante farfullé esta palabra:

 

Níhílístendynamíttheaterhaestchenssprengungsattentaetsbersuchung¢n!

 

¡Y encendí el fuego rojo! ¡Deberíais haber oído aquel océano de gente gimiendo y bramando cuando el infierno carmesí se unió al infierno azul! Pasados sesenta segundos grité:

 

Transbaattruppentropentranstorttrampetthíertreíber= trauungsthraenentragoedíe!

 

Y encendí el fuego verde. Esta vez esperé sólo cuarenta se­gundos antes de desplegar los brazos en toda su extensión y gritar con voz de trueno las sílabas devastadoras de esta pa­labra entre todas las palabras:

 

Mekkamuselmannenmassenmenschenmoerdermohrenmuttermarmormonumentenmacher!

 

¡E hice explotar el resplandor púrpura! Ya estaban todos, fulgurando al tiempo, rojo, azul, verde, púrpura, cuatro vol­canes furiosos, expulsando hacia el cielo espantosas nubes de humo luminoso y extendiendo un enceguecedor y multi­color resplandor hasta los últimos confines del valle. En la distancia se alcanzaba a distinguir al individuo aquel de la columna, erecto y rígido, con el cielo como fondo, suspendi­do su movimiento de vaivén por primera vez en veinte años. Sabía que los muchachos ya estarían junto a la bomba de ex­tracción, dispuestos para comenzar, así que le dije al abad:

-Ha llegado el momento, padre. Me dispongo a pronun­ciar el pavoroso nombre y a desvanecer el hechizo. Le acon­sejo que reúna todo su valor y que se agarre a algo -a conti­nuación grité en dirección de la multitud-: ¡Atención, dentro de unos minutos se romperá el hechizo, si es que está en manos de un mortal el romperlo! Si así ocurre, todos lo sabréis, porque se verá el agua brotando de la puerta de la capilla.

Esperé un instante mientras los oyentes transmitían mi anuncio a quienes no alcanzaban a oír, de modo que se ente­raran incluso los que se encontraban en las filas más aparta­das; luego realicé una grandiosa exhibición de poses y gestos adicionales y finalmente grité:

-Hey, ordeno al vil espíritu que ha tomado posesión de la fuente sagrada que ahora mismo vomite hacia el cielo todos los fuegos infernales que aún le quedan, que disuelva su he­chizo y se retire a alguna caverna, donde deberá permanecer inofensivo durante un millar de años. Lo ordeno nombrán­dolo por su tremebundo nombre: ¡BGWJJILLLGKKM

En ese momento hice detonar el barril con los cohetes, y una inmensa fuente de resplandecientes lanzas de fuego se remontó hacia el cenit con un ruido siseante y explotó en mitad del cielo con una tormenta de joyas destelleantes. Un poderoso alarido de terror se levantó entre la masa de gente, pero se rompió repentinamente para dar paso a un atronador hosanna de júbilo, pues allí, a la vista de todos, en medio del misterioso resplandor, apareció el agua liberada que vol­vía a manar. El viejo abad no conseguía hablar, ahogado por las lágrimas y los sollozos, pero sin mediar palabra me apre­tó en sus brazos y casi me aplasta. El gesto, por supuesto, era más elocuente que las palabras. Y también es más difícil re­cuperarse de sus consecuencias en un país donde no existía un solo médico que valiese el pan que comía.

Era todo un espectáculo ver cómo la muchedumbre se precipitaba hacia el agua y la besaba. La besaba, la acaricia­ba, la mimaba, le hablaba como si se tratara de un ser vivo, le daba la bienvenida con los mismos nombres cariñosos que se reservan a las personas amadas, igual que si se reencon­trase a un amigo querido que se había marchado desde ha­cía mucho tiempo y de quien no se habían tenido noticias. Sí, era algo hermoso de ver, y me hizo considerar a aquella gente con mayor aprecio del que había sentido hasta en­tonces.

Tuvieron que llevar a Merlín a hombros de regreso a Ca­melot. En el instante en que pronuncié el temible nombre se derrumbó, se hundió y aún no se ha recuperado. Jamás ha­bía escuchado ese nombre, ni yo tampoco, pero no puso en duda que se trataba del verdadero nombre. Lo mismo hubie­se ocurrido con cualquier jerigonza que a mí se me hubiese ocurrido decir en ese momento. Incluso me confió tiempo después que ni la propia madre del espíritu habría podido pronunciar el nombre mejor que yo. Nunca entendió cómo me las había arreglado para sobrevivir, y yo no se lo dije. Únicamente los magos principiantes están dispuestos a re­velar los secretos del oficio al primero que se lo pida. Merlín dedicó tres meses a ensayar encantamientos, tratando de descubrir el misterioso truco que le permitiría pronunciar el nombre y sobrevivir. No lo logró.

Cuando me dirigí hacia la capilla, el populacho se descu­brió y retrocedió reverentemente para abrirme paso, como si fuese yo un ser superior…, y lo era. Me daba perfecta cuen­ta. Reuní a un grupo de monjes que harían el turno de noche y les enseñé a manejar el misterio de la bomba de extracción. Los puse a trabajar inmediatamente, pues era evidente que una buena parte de los espectadores se iban a quedar toda la noche a ver fluir el agua y, por consiguiente, era mínima­mente justo que tuvieran toda el agua que quisiesen. Para aquellos monjes la bomba resultaba un misterio en sí mis­ma, y les causaba gran asombro, además de la admiración por la manera tan extraordinariamente eficaz con que había actuado.

Fue una gran noche, una noche inmensa. La reputación que me proporcionaría era realmente imponderable. Me sen­tía tan orgulloso que por poco no logro conciliar el sueño.

24. Un mago rival

Mi influencia en el valle de la Santidad se había conver­tido en algo prodigioso y se me ocurrió que valdría la pena utilizarlo para algo de provecho. La idea me asaltó la maña­na siguiente, cuando vi llegar a uno de mis caballeros, que trabajaba la línea de jabones y detergentes. Según contaba la historia, los monjes de este sitio habían tenido dos siglos an­tes la suficiente inclinación mundana para pretender tomar un baño. Podía ser que aún quedase algún vestigio de esta debilidad. Comencé a tantear el terreno hablando con uno de los hermanos:

-¿No te gustaría lavarte un poco?

Se estremeció sólo de pensarlo, quiero decir de pensar en el peligro que representaría para el pozo, pero me dijo con vehemencia:

-Huelga hacer tal pregunta a un pobre hombre que desde su niñez no ha disfrutado de esa refrescante bendición. Quie­ra Dios que me sea posible lavarme, gentil señor, pero no me tentéis tratándose de algo tan prohibido.

Y suspiró entonces de un modo tan lastimero que resolví que removería por lo menos una de las costras de su abun­dante colección, aunque tuviese que poner en peligro toda mi influencia. Así es que fui a ver al abad y le solicité un per­miso especial para este hermano. Al escuchar mi petición el abad se puso muy pálido… Bueno, no es que lo viese palide­cer, lo cual, desde luego, resultaba imposible de no haberlo restregado vivamente, lo cual yo no estaba dispuesto a hacer, pero el caso es que yo sabía que se había quedado lívido, y que detrás de una costra del espesor de un libro estaba blan­co y tembloroso.

-Ay, hijo mío -me dijo-, pedid cualquier cosa que deseéis y os será concedida, y además de manera magnánima por este corazón agradecido… ¡Pero esto, ay, esto! ¿Pretendéis que se seque de nuevo la fuente bienaventurada?

-No, padre, no se va a secar. Poseo un conocimiento mis­terioso que me indica que se cometió un error al juzgar que la instauración del baño había causado la ruina de la fuente.

El semblante del anciano comenzó a animarse con un vi­sible interés.

-Mi conocimiento me informa -proseguí- que el baño no fue la causa de ese infortunio, sino que se debió a un pecado de género muy diferente.

-Son palabras arriesgadas, pero… pero… bienvenidas, si encierran la verdad.

-Así es, con seguridad. Déjeme construir de nuevo el baño, padre. Déjeme construirlo de nuevo yla fuente mana­rá eternamente.

-¿Lo prometéis? ¿Pero lo prometéis? ¡Decid la palabra que espero, decid que lo prometéis!

-Lo prometo.

-¡Entonces, yo mismo tomaré el primer baño! Pronto, empezad de una vez. No demoréis más, manos a la obra. Mis muchachos y yo nos pusimos a trabajar en seguida. Las ruinas del antiguo baño permanecían intactas en el só­tano del monasterio. No faltaba ni una piedra. Habían sido abandonadas tal cual, y durante siglos habían sido rehuidas por todos con el piadoso temor que se tiene por las cosas sobre las cuales ha recaído una maldición. En dos días repara­mos todo y llenamos el baño de agua, un agua corriente que era transportada y evacuada por las antiguas tuberías y que formaba un espacioso y claro charco. El abad mantuvo su palabra y fue el primero en probarlo. Entró en el baño ne­gro y tembloroso, mientras el resto de la comunidad lo espe­raba afuera ansiosa, preocupada y plagada de oscuros pre­sentimientos, pero salió blanco y dichoso, con lo cual la partida se definía a mi favor. Un triunfo más en mi haber.

Nuestra campaña en el valle de la Santidad había sido muy efectiva y yo me sentía satisfecho y listo para ponerme de nuevo en camino, pero se me presentó un inconveniente. Cogí un catarro muy fuerte, que reavivó una vieja y latente afección reumática. Por supuesto que el reumatismo descu­brió el punto más débil de mi organismo y se instaló allí. Se trataba del sitio donde el abad me había abrazado cuando quiso expresarme su gratitud y por poco me tritura.

Cuando finalmente logré sobreponerme, era una sombra de mí mismo. Sin embargo, todos me prodigaban tantos cui­dados y gentilezas que pronto comenzaron a renacer mis ánimos, demostrando una vez más que la atención es la me­jor medicina para ayudar a un convaleciente a recobrar la sa­lud ylas fuerzas. Por tanto, mi mejoría fue rápida.

Sandy se había quedado exhausta después de dedicar tan­tos días a cuidarme, así que decidí hacer una excursión por mi cuenta y dejarla en el convento para que reposase. Mi propósito era disfrazarme de campesino y deambular por el país durante una o dos semanas. Esto me daría oportunidad de comer y dormir en igualdad de condiciones con gente de las clases más bajas y más pobres de los llamados hombres li­bres. No había otra manera de informarme con exactitud acerca de su vida cotidiana y la influencia que sobre ellos po­dían tener las leyes. Si me acercase a ellos como un hombre de cierta posición, sin duda se sentirían cohibidos y recurri­rían a convencionalismos, lo cual me mantendría al margen de sus alegrías y penas privadas y me impediría llegar más allá del caparazón.

Una mañana en que daba una larga caminata preparan­do los músculos para el viaje, al llegar a un cerro que bor­deaba el extremo norte del valle me topé con una abertura artificial en la cara de un pequeño precipicio. Por su situa­ción reconocí que era una ermita que me habían señalado varias veces desde la distancia y que servía de morada a un ermitaño de gran renombre por su suciedad y por la auste­ra vida que llevaba. Sabía que recientemente le habían ofre­cido un local en medio del desierto del Sáhara, donde la abundancia de leones y mosquitos hacían peculiarmente atractiva la vida para un ermitaño, y que había viajado a África a tomar posesión. Me animé entonces a echar un vistazo a su guarida y comprobar si concordaba con la re­putación que tenía.

Mi sorpresa fue mayúscula: el sitio se encontraba recién barrido y fregado. Y luego tuve otra sorpresa: en el fondo de la tenebrosa caverna oí el sonido de una campanilla, y en se­guida esta exclamación:

-¡Oiga, Central! ¿Hablo con Camelot?… ¡Prestad atención y regocijad vuestros corazones si tenéis la fe suficiente para creer en las maravillas cuando aparecen de la manera más inesperada y se manifiestan en los sitios más impensables, pues aquí se encuentra en toda su grandeza El Jefe, y con vuestros propios oídos habréis de escucharle.

¡Este sí que era un cambio radical! ¡Qué revoltijo de in­congruencias extravagantes! ¡Qué conjunción fantástica de cosas opuestas a irreconciliables! ¡La sede de un milagro fal­so convertida en la de uno verdadero! ¡La cueva de un ermi­taño medieval transformada en una oficina de teléfonos!

Cuando el telefonista se acercó a la luz reconocí que era Ulfius, uno de mis jóvenes empleados.

-¿Desde hace cuánto funciona aquí esta sucursal, Ulfius? -le pregunté.

-Sólo desde medianoche, gentil sir jefe, con permiso de vuestra merced. Vimos muchas luces en el valle y juzgamos que sería apropiado instalar una centralita, pues donde bri­llan tantas luces tiene que haber una ciudad de importancia.

-Así es. No se trata de una ciudad en el sentido habitual de la palabra, pero de todas maneras es un sitio de importancia. ¿Sabes dónde estás?

-En cuanto a eso, aún no he tenido tiempo para inquirir, pues tan pronto como se alejaron mis camaradas para conti­nuar con sus trabajos, dejándome a mí encargado, me conce­dí un descanso que mucho necesitaba, y al despertarme pro­poníame hacer esa pregunta e informar a Camelot el nombre del sitio para que procediesen a su registro.

-Pues bien, estamos en el valle de la Santidad.

No funcionó; quiero decir que no se sobresaltó con el nombre, como había pensado que ocurriría. Simplemente dijo:

-Así lo haré saber.

-¡Zambomba! Todas las regiones circundantes están con­mocionadas con la noticia de las maravillas que aquí han te­nido lugar recientemente. ¿No has oído decir nada?

-Ah, recordaréis que viajamos de noche y evitamos ha­blar con cualquier persona. Sólo nos enteramos de lo que nos cuentan por el teléfono desde Camelot.

-Pero si ellos están al corriente de todo. ¿No os han conta­do nada acerca del gran milagro de la restauración de la fuente sagrada?

-¿Ah, eso? Sí, claro. Pero el nombre de este valle difiere extremadamente del nombre de ese otro valle; más aún: una diferencia mayor no sería pos…

-¿Y cómo se llamaba aquél?

-El valle de la Malignidad.

-Eso explica todo. Maldito sea el teléfono. Es un verdade­ro diablillo para armar enredos con palabras de sonido si­milar que no tienen absolutamente nada que ver en lo que toca al significado. Pero no importa; ahora ya sabes cuál es el nombre de este sitio. Llama a Camelot.

Así lo hizo, y pidió que mandasen llamar a Clarence. Me alegré de escuchar de nuevo la voz de mi muchacho. Me pa­recía estar de nuevo en casa. Después de los saludos afectuo­sos y de algunas noticias sobre mi reciente enfermedad le dije:

-¿Qué hay de nuevo?

-El rey, la reina y muchos de los cortesanos salen de viaje en este mismo momento y se encaminan al valle de la Santi­dad para rendir piadoso homenaje a las aguas que habéis res­taurado y limpiarse de todo pecado, y además a ver el sitio donde el espíritu diabólico escupió hacia las nubes auténticas llamas del infierno…, y si aguzarais el oído me escucharíais guiñar el ojo y distender la boca en una sonrisa, pues fui yo quien eligió las llamas de entre las existencias de nuestro de­pósito y quien las envió siguiendo vuestras órdenes.

-¿El rey sabe cómo llegar aquí?

-¿El rey?… No; no sabría cómo llegar allí, ni creo que a ningún otro sitio del reino; pero los chicos que os ayudaron a hacer el milagro serán sus guías y le indicarán el camino, y designarán los sitios para descansar al mediodía y dormir por las noches.

-¿Entonces, cuándo estarán aquí?

-A mitad de la tarde del tercer día, o poco más.

-¿Alguna otra novedad?

-El rey ha comenzado la formación del ejército perma­nente que sugeristeis. Ya hay un regimiento completo con oficiales y todo.

-¡Qué contrariedad! Yo quería supervisar de cerca el asunto. Sólo hay un grupo de hombres en este reino lo sufi­cientemente aptos para ser oficiales en un ejército perma­nente.

-Sí, pero os sorprendería saber que no hay ni siquiera un alumno de West Point en ese regimiento.

-¡Pero qué me dices! ¿Estás hablando en serio?

-Bien refiero la verdad.

-¡Caramba! Esto me preocupa. ¿Quiénes fueron elegidos y qué método se empleó? ¿Examen de aptitud?

-La verdad es que no sé nada del método. Lo único que sé es que todos estos oficiales provienen de familias nobles y… ¿cómo los llamáis? Ah, sí, cretinos.

-Esto no me gusta nada, Clarence.

-No os desaniméis, señor, pues dos candidatos al cargo de teniente viajan con el rey, dos nobles, claro, y si esperáis un poco vos mismo podréis ser testigo de la manera de ser exa­minados.

-Desde luego que estaré allí. Y me las arreglaré para que sea incluido uno de los alumnos de West Point. Consigue un hombre y envíalo a toda prisa hacia allí, aunque tenga que reventar varios caballos, para que llegue antes del atardecer de hoy y diga…

-No es necesario. He instalado un cable subterráneo de teléfono que comunica con West Point. Si vuestra merced me lo permite, haré el enlace ahora mismo.

¡Excelente! Después de un largo período de sofoco, de nuevo podía respirar el aliento de la vida en esta atmósfe­ra de teléfonos y comunicación instantánea. Comprendí entonces el horror sombrío, penetrante, inanimado que esta tierra había sido para mí durante todos esos años, aho­gando mi mente hasta el punto de que podía ser capaz de acostumbrarme a casi cualquier cosa sin apenas darme cuenta.

Impartí mis órdenes directamente al superintendente de la Academia. También le pedí que me enviara papel, una pluma estilográfica y unas cuantas cajas de cerillas. La au­sencia de estas comodidades comenzaba a fatigarme. Como no tenía la intención de usar armadura en los próximos días, podía colocar todas estas cosas en mi bolsillo y servirme fá­cilmente de ellas.

De regreso al monasterio encontré que sucedía algo inte­resante. El abad y los monjes estaban reunidos en el gran salón, observando con pueril y asombrosa credulidad la actuación de un nuevo mago que acababa de llegar. Su ves­timenta era el colmo de la fantasía; tan ostentosa y dispara­tada como la que usaría un curandero indio. Hacía gestos exaltados, farfullaba palabras extrañas, gesticulaba y traza­ba figuras místicas sobre el suelo o en el aire…, o sea, lo habitual. Era una celebridad que venía de Asia…, decía él mismo, y eso bastaba. Esa clase de evidencia era moneda corriente y parecía valer tanto como el oro.

¡Qué sencillo y qué barato resultaba ser mago en esos tér­minos! Su especialidad consistía en decirte lo que estaba ha­ciendo en ese instante cualquier individuo sobre la faz de la tierra, lo que había hecho en su pasado y lo que haría en un momento dado de su futuro. Preguntó si alguno de los pre­sentes quería saber lo que hacía en ese momento el Empera­dor del Este. Los ojos centelleantes de la mayoría, la expre­sión de deleite, la manera de frotarse las manos constituían una respuesta elocuente. Sí; al público entusiasmado le en­cantaría saber lo que estaba haciendo dicho monarca. El im­postor realizó unos cuantos gestos ampulosos y luego hizo un anuncio en voz muy grave:

-El altísimo y poderoso Emperador del Este procede a co­locar unas monedas en la palma de un santo fraile mendi­cante … Veamos: una, dos, tres monedas, y todas de plata.

Un zumbido de exclamaciones admirativas se propagó por el recinto:

-¡Maravilloso!

-¡Fantástico!

-¡Qué estudio, qué dedicación, qué trabajo para adquirir un poder tan pasmoso!

¿Les gustaría saber lo que estaba haciendo el Supremo Se­ñor de la India?… Sí. Les dijo lo que hacía el Supremo Señor de la India. Luego les dijo lo que ocupaba al Sultán de Egipto en ese instante, y lo que entretenía al rey de los Mares Remo­tos. Y así, sucesivamente, y con cada nuevo portento crecía el pasmo ante tanta exactitud. Pensaban que seguramente tendría dificultades en algún momento, pero no, nunca va­cilaba, lo sabía todo, y lo sabía con precisión infalible. Temí que si esto continuaba perdería mi supremacía, pues el suje­to éste me arrebataría a mis seguidores y me quedaría com­pletamente en el aire. Tenía que ponerle un obstáculo cuanto antes, así que dije:

-Si me es permitido hacer una pregunta, me gustaría sa­ber lo que cierta persona está haciendo en este momento.

-Pregunta lo que se te antoje, que yo te responderé.

-Pero es difícil, quizá imposible.

-Mi arte desconoce esa palabra. Cuanto más difícil sea la pregunta, mayor será la certeza con que os revelaré la res­puesta.

Como podéis comprender, estaba tratando de aumentar la expectación entre el público. Y, por lo visto, estaba alcan­zando cotas muy altas: la respiración suspendida de todos los presentes, las nucas estiradas, los ojos muy abiertos así me lo indicaban. Los llevé entonces al clímax diciendo:

-Si no te equivocas, sume dices en verdad lo que quiero saber, te daré doscientos peniques de plata.

-¡Esa fortuna me pertenece! Te diré lo que ansías saber.

-Entonces dime lo que estoy haciendo con mi mano de­recha.

El público prorrumpió en exclamaciones de asombro. A ninguno de ellos se le había ocurrido el pequeño ardid de preguntar por alguien que no estuviera a quince mil kilóme­tros de distancia. El mago se sobresaltó. Era una emergencia que no se le había presentado nunca antes en su carrera, y se quedó atascado sin saber qué hacer. Estaba aturdido, confu­so, no podía decir palabra.

-Vamos -le dije-, ¿qué esperas? ¿Cómo es posible que puedas responder sin vacilar lo que está haciendo una per­sona en el otro extremo de la tierra y, sin embargo, no pue­das decir lo que hace alguien que se encuentra a menos de tres metros de distancia? Las personas que están detrás de mí están viendo lo que hago con mi mano derecha y podrán confirmar si tu respuesta es correcta.

Seguía sin habla, y entonces expliqué:

-Muy bien; te diré por qué no te atreves a responder. Por­que no lo sabes. ¡Y dices que eres un mago! Amigos, este va­gabundo no es más que un impostor, un mentiroso.

Estas palabras desconcertaron y aterrorizaron a los mon­jes. No estaban acostumbrados a ver que uno de esos seres pavorosos fuese insultado y desconocían las consecuencias que aquel acto podría acarrearles. Se hizo un silencio de muerte, mientras por las mentes de todos cruzaban los pre­sagios más ominosos. El mago comenzaba a recobrarse y, cuando consiguió sonreír con una sonrisa afable, despreo­cupada, los circunstantes mostraron un inmenso alivio. Evi­dentemente no se encontraba de un humor negro y destruc­tivo. Dijo:

-Me ha dejado sin habla la frivolidad de esta persona. Sépanlo todos, si por ventura hay alguien que no lo supiese de antemano, los encantadores de mi rango no se dignan ocuparse de las acciones de quienes no sean reyes, prínci­pes, emperadores, es decir, gente de gran alcurnia; son ellos y solamente ellos quienes merecen nuestro interés. Si este individuo me hubiese preguntado lo que hacía el rey Ar­turo, el gran rey, hubiese sido muy diferente, y le habría contestado, pero los actos de un súbdito me tienen sin cui­dado.

-Ah, entonces te había entendido mal. Pensé que habías dicho «cualquier persona», y supuse entonces que «cual­quier persona» incluía a … bueno, a cualquier persona, es de­cir, a todas las personas.

-Así es; cualquier persona de alta cuna, y mejor aún si es de sangre real.

-Paréceme que bien puede ser así -dijo el abad, viendo su oportunidad para suavizar las cosas y evitar un desastre-, pues no es probable que un don tan maravilloso como éste haya sido otorgado para revelar los quehaceres de personas tan inferiores a aquellos que nacen de las cumbres de gran­deza. Nuestro rey Arturo…

-¿Os gustaría saber de él? -interrumpió el encantador. -Mucho me gustaría, y además os lo agradecería.

De nuevo, todos estaban llenos de reverencia e interés. ¡Qué incorregibles idiotas! Observaban los encantamientos totalmente absortos, y de tanto en tanto me miraban como queriendo significar: «Bueno, pues ya ves, ¿y ahora qué vas a decir?». De repente anunció el mago:

-El rey está fatigado después de una cacería, y desde hace dos horas descansa en palacio, durmiendo sin soñar nada. -¡Sea por siempre bendito! -exclamó el abad, persignán­dose-. Y quiera Dios que ese descanso traiga alivio para su cuerpo y su alma.

-Y así sería si estuviese durmiendo -dije-, pero el rey no está durmiendo, el rey está cabalgando.

De nuevo se presentaba un problema, un conflicto de au­toridades. Nadie sabía a cuál de los dos creer, pues a mí to­davía me quedaba algo de reputación. El mago echó mano de todo su desdén y dijo:

-¡Pardiez! Son muchos los magos, adivinos y profetas que he conocido en los días de mi vida, pero ninguno capaz de llegar hasta el corazón de las cosas sin mover un dedo y sin recurrir a la ayuda de encantamiento alguno.

-Debes estar viviendo en una cueva y por eso estás tan atrasado de noticias. Yo también uso encantamientos, como esta cofradía bien sabe, pero sólo en ocasiones im­portantes.

Me parece que en lo tocante a sarcasmos puedo estar a la altura de cualquiera. El individuo acusó el golpe. El abad in­quirió por la reina y la corte, y recibió esta información:

-Al igual que el rey, todos han sido vencidos por el can­sancio y en este momento duermen.

-No es más que otra mentira. La mitad de ellos se dedican a sus diversiones, mientras que la otra mitad no duerme, sino que cabalga con el rey y la reina. Ahora quizá podrías hacer un pequeño esfuerzo y decirnos hacia dónde se diri­gen el rey, la reina y todos los demás que con ellos cabalgan.

-Ahora duermen, como ya he dicho, pero el día de maña­na cabalgarán para dirigirse al mar.

-¿Y dónde estarán pasado mañana al atardecer?

-Muy al norte de Camelot, habiendo cumplido la mitad del viaje.

-Pues acabas de decir una mentira de doscientos kilóme­tros. No habrán cumplido la mitad del viaje, sino que habrán llegado a su final. Y estarán aquí, en este valle.

Ése sí que era un golpe maestro. El abad y los monjes casi volaban de la emoción, mientras que el encantador estaba tan descompuesto como si acabara de caerse de un pedestal. No me detuve allí, sino que dije:

-Si el rey no llega aquí pasado mañana, me dejaré pasear sentado a horcajadas en un madero, pero si llega serás tú quien tenga que sufrirlo.

Al día siguiente subí a la oficina de teléfonos y recibí in­formación de que el rey había pasado dos pueblos que se en­contraban en el camino. Durante las próximas horas seguí su avance del mismo modo, sin decírselo a nadie, y el tercer día pude calcular que si mantenían su paso estarían en el va­lle hacia las cuatro de la tarde. Todavía no se veían señales de que su inminente llegada fuese esperada con interés, y pare­cía que no se habían hecho preparativos para recibirlo con la pompa y solemnidad acostumbradas, algo que ciertamente me extrañaba. La única explicación que se me ocurría era que el otro mago había estado tratando de socavar mi credi­bilidad. Así era. Se lo pregunté a un monje amigo mío y me lo confirmó. Me confió que estaba ocupado haciendo correr la voz de que por medio de nuevos encantamientos había averiguado que la corte había decidido no viajar a ninguna parte y quedarse en casa. ¡Qué os parece! Observaréis lo poco que valía en este país una reputación. Esta gente me había visto realizar el más espectacular acto de magia de la historia y el único milagro de innegable provecho que se re­cordaba y, sin embargo, helos allí, listos a darle la razón a un aventurero que no podía ofrecer otra evidencia de su poder que sus presuntuosas palabras.

Pese a todo, no era conveniente que el rey echase en falta un recibimiento con mucho bombo y oropel, así que hice so­nar los tambores para reclutar una procesión de peregrinos e hice ahumar unas cuantas cuevas para reunir una panda de ermitaños y hacia las dos de la tarde, seguido de toda aquella gente, me dirigí al encuentro de la comitiva real. Así que fue éste el grupo que el rey encontró a su llegada. El abad estaba fuera de sí de rabia y humillación cuando le conduje a un salón y le mostré al jefe del Estado, que hacía su entrada sin que un solo monje hubiese acudido a darle la bienveni­da, sin que se viese agitación alguna en el monasterio y sin que las campanas se echasen al vuelo para alegrar su espíri­tu. Echó un vistazo y en seguida retrocedió para hacer aco­pio de fuerzas. Un minuto después las campanas repicaban furiosamente y los distintos edificios vomitaban monjes y monjas que corrían en tropel hacia el cortejo. Con ellos iba también el mago, caballero sobre un feo madero por orden del abad, con su reputación por los suelos, mientras la mía de nuevo se remontaba hacia las alturas. Sí; en un país como éste uno puede conservar el prestigio de su marca de fábri­ca, pero no puede permanecer cruzado de brazos; tiene que estar al pie del cañón y pendiente en todo momento de la buena marcha de los negocios.

25. Un examen de aptitud

Cuando el rey emprendía un viaje para cambiar de aires, cumplía una gira de protocolo o visitaba a un noble de algu­na comarca distante, a quien deseaba arruinar con el coste de su manutención, lo acompañaba parte de la administra­ción. Era una costumbre de la época. La comisión encargada de examinar a los candidatos a puestos en el ejército venía con el rey, aunque perfectamente hubiese podido cumplir su misión quedándose en Camelot. Y el rey, aunque se encon­traba en un viaje estrictamente de vacaciones, continuaba ejerciendo algunas de sus funciones habituales. Realizaba sesiones de Toque Real, como de costumbre; reunía la corte al amanecer en el patio y juzgaba algunos casos, pues tam­bién presidía el Tribunal Real de justicia.

En este cargo el rey brillaba mucho. Era un juez sabio y humanitario, e indudablemente trataba de actuar de la ma­nera más honesta e imparcial… a su entender. Una reserva considerable, obviamente, porque su entender, o sea, su educación, con frecuencia teñía sus decisiones. Cada vez que se presentaba un pleito entre un noble y una persona de condición inferior las simpatías y preferencias del rey se in­clinaban por el primero, consciente o inconscientemente. Resultaría poco menos que imposible que fuese de otra ma­nera. Los efectos de la esclavitud sobre las nociones morales del dueño de esclavos son bien conocidos en todo el mundo, y una clase privilegiada, una aristocracia, no es más que una banda de dueños de esclavos bajo otro nombre. Esto suena muy duro y, sin embargo, no debe ofender a nadie, ni siquie­ra al noble en cuestión, a no ser que el hecho en sí sea una ofensa, pues lo que acabo de decir simplemente expone un hecho. Lo que hay de abominable en la esclavitud es la escla­vitud en sí, no su nombre. Basta con escuchar a un aristócra­ta hablando de las clases inferiores para reconocer con muy ligeras variaciones las ínfulas y el tono de un dueño de escla­vos, y detrás de esta forma de hablar se esconden también el espíritu y los sentimientos embrutecidos de un dueño de es­clavos. En ambos casos las actitudes provienen de la misma causa: la antigua y arraigada costumbre de considerarse a sí mismos seres superiores. Las sentencias del rey eran a me­nudo injustas, pero la culpa sólo se podía echar a su educa­ción, a sus preferencias naturales e inalterables. Resultaba tan adecuado para ocupar la posición de juez como lo sería una madre común y corriente para la posición de encargada de distribuir leche a los niños en tiempos de hambruna… Posiblemente los suyos propios recibirían una pizca más que los otros.

Uno de los pleitos más curiosos que le presentaron al rey fue el siguiente: una joven huérfana, poseedora de una he­rencia considerable, había desposado a un joven bueno, pero que no tenía nada. Las propiedades de la joven se en­contraban dentro de uno de los señoríos de la Iglesia. El obispo de la diócesis, un arrogante vástago de la gran noble­za, reclamó las propiedades, aduciendo que se había casado en secreto, privando así a la Iglesia de uno de los derechos que le correspondía por su señorío, el llamado droit du seíg­neur, o derecho de pernada. La pena contemplada para el vasallo que rehusase o evitase cumplir con esa obligación era la confiscación de sus bienes. La defensa de la joven se basaba en el hecho de que las prerrogativas de ese señorío recaían sobre el obispo y que el derecho en cuestión no era de ninguna manera transferible. Como al obispo le estaba estrictamente vedado ejercerlo, en virtud de una ley aún más antigua proclamada por la propia iglesia, ella alegaba que en su caso el ejercicio de ese derecho debía quedar va­cante. Realmente se trataba de un caso muy extraño.

Me trajo a la memoria algo que había leído en mi juventud acerca del ingenioso ardid empleado por los concejales de Londres para recaudar dinero con destino a la construcción del edificio del Cabildo Municipal. A las personas que no hubiesen recibido los sacramentos de acuerdo con el rito an­glicano no les estaba permitido presentarse como aspirantes al cargo de alguacil. Por lo tanto, los disidentes religiosos no eran elegibles: no podían presentar su candidatura, aunque se les pidiese, ni podían servir en ese cargo si eran elegidos. Los concejales, que sin lugar a dudas debían ser yanquis dis­frazados, urdieron una provechosa estratagema: aprobaron un estatuto que-imponía una multa de cuatrocientas libras esterlinas a quien rehusara una candidatura al puesto de al­guacil, y otra multa algo mayor, de seiscientas libras, a cual­quier persona que después de haber sido elegida alguacil rehusara ocupar su cargo. Luego se las arreglaron para elegir un buen número de disidentes, uno tras otro, hasta que lo­graron reunir quince mil libras en multas y construir el edi­ficio del Cabildo, que permanece hasta el día de hoy como un recuerdo para el avergonzado ciudadano del lejano y aciago día en que una banda de yanquis se introdujo en Lon­dres y se dedicó a emplear la clase de ardides que han dado a su especie una dudosa y particular reputación entre todos los pueblos verdaderamente buenos y sanos que habitan la tierra.

La defensa de la joven me parecía bastante convincente, pero también tenían fuerza los argumentos del obispo. No se me ocurría cómo podría salir el rey del atolladero. Pero sa­lió. He aquí su sentencia:

-En verdad, encuentro poca dificultad aquí, siendo el asunto tan simple como un juego de niños. Si la joven esposa hubiese seguido su obligación, dando noticia de la futura boda a su señor feudal, amo y protector, el obispo, no hubie­se sufrido pérdida alguna, pues el susodicho obispo habría podido obtener una dispensa que por conveniencia tempo­ral le hubiese hecho elegible para ejercer el dicho derecho, y de esa forma la joven hubiese podido conservar todas sus propiedades. Considerando que al faltar al primero de sus deberes, por añadidura ha faltado a todos los demás, del mismo modo que cuando una persona está asida a una cuer­da y esta cuerda es cortada más arriba de sus manos, la per­sona caerá al suelo, y de nada le servirá alegar que el resto de la cuerda se encuentra en buenas condiciones, ni tampoco le servirá para salvarse del peligro, como la misma persona podrá comprobar…, en consecuencia la defensa de esta mu­jer está viciada desde su misma fuente y esta Corte sentencia que debe renunciar a todos sus bienes en favor de dicho se­ñor obispo, incluyendo hasta el último cuarto de penique que posea. ¡El siguiente!

He aquí el final trágico para una preciosa luna de miel que todavía no cumplía los tres meses. ¡Pobres criaturas! Durante tres meses habían estado inmersos en las comodi­dades mundanas. Las ropas y las joyas que usaban eran tan finas y elegantes como se lo habían podido permitir, va­liéndose incluso de argucias para extender al máximo la in­terpretación de las leyes suntuarias, severas leyes que pros­cribían la utilización de ropas y adornos exquisitos a gente de su condición. Así, ataviados, debieron abandonar el lu­gar del juicio, ella sollozando sobre el hombro de él, y él tra­tando de consolarla con palabras de ilusión entonadas so­bre el fondo melódico de la cruel desesperanza, y regresar al mundo sin hogar, sin lecho, sin pan, de hecho más po­bres aún que el más miserable de los mendigos a la vera del camino.

Bueno, el rey había salido del atolladero, y lo había hecho en términos que sin duda eran satisfactorios para la Iglesia y el resto de la aristocracia. Se han escrito muchos argumen­tos poderosos y plausibles en favor de la monarquía, pero si­gue siendo innegable que en un Estado en el que cada hom­bre tiene un voto dejan de ser posibles las leyes brutales. Por supuesto que los súbditos de Arturo eran un material muy deficiente para la formación de una república, habiendo sido durante tanto tiempo degradados y envilecidos por una monarquía, y, no obstante, incluso ellos eran lo suficiente­mente inteligentes para derogar inmediatamente la ley que acababa de ser administrada por el rey, de haber sido some­tida a una votación libre en la que todos participaran. Hay una frase que se ha hecho tan común a oídos del mundo que se ha llegado a pensar que tiene sentido y significado: es la frase que, refiriéndose a esta nación, o a la otra, o a la demás allá, la define como «capaz de autogobernarse», lo cual im­plica que ha existido una nación en algún sitio, en alguna época, que no era capaz de hacerlo, es decir, que no era tan capaz de hacerlo como lo eran o lo serían un grupo de espe­cialistas autoelegidos. Las grandes mentes en todos los paí­ses, en todas las épocas, han surgido caudalosamente de en­tre las masas de la nación, y sólo de entre las masas, no de entre sus clases privilegiadas, de manera que, independien­temente de la categoría intelectual de la nación, ya sea alta o baja, el grueso de sus habilidades siempre sale de entre las vastas filas de los desconocidos y los pobres, y nunca ha ocu­rrido que en una nación no existiese el suficiente material humano para la instauración de un autogobierno, lo cual viene a confirmar un hecho evidente: que incluso la mejor gobernada, la más libre y la más iluminada de las monar­quías sigue estando por debajo de las condiciones óptimas que los súbditos podrían alcanzar. Y lo mismo es cierto de gobiernos semejantes a una escala menor, hasta llegar al más bajo de todos.

El rey Arturo se había adelantado con la cuestión del ejér­cito mucho más de lo que yo había previsto. Había pensado que mientras me encontrase ausente él no tomaría cartas en el asunto y por eso no diseñé un esquema que sirviese para determinar los méritos de cada oficial. Me había limitado a comentar que sería aconsejable someter a cada aspirante a un difícil y exhaustivo examen, y en mi fuero interno me ha­bía propuesto elaborar una lista de cualificaciones militares que sólo podrían ser superadas por mis alumnos de West Point. Debía haberme ocupado de ello antes de partir, por­que el rey estaba tan entusiasmado con la idea de un ejército permanente, que deseaba poner manos a la obra, y ahora me daba cuenta de que, por lo visto, no había podido contener su impaciencia y había esbozado unos exámenes salidos de su propia mollera.

Yo estaba impaciente por ver en qué consistía su examen, y además por demostrar cuánto más admirable era el que yo había diseñado y que exhibiría ante el Consejo Examinador. Se lo insinué al rey, de paso, y esto aguijoneó su curiosidad. Cuando el Consejo estuvo reunido entré en el recinto detrás del rey, y detrás de mí entraron los aspirantes. Uno de estos aspirantes era un joven y brillante alumno de West Point, acompañado por unos cuantos profesores de la Academia.

Cuando vi a los integrantes del Consejo Examinador no supe si echarme a reír o llorar. Lo presidía un oficial que en siglos futuros sería conocido como Norroy Reydearmas. Los otros dos miembros eran jefes de sección en su departamen­to, y, por supuesto, los tres eran clérigos. Todos los funciona­rios a quienes se les exigiera leer y escribir por fuerza debían ser clérigos.

Por deferencia hacia mí, mi candidato fue llamado el pri­mero. El presidente del Consejo se dirigió a él con oficial so­lemnidad:

-¿Nombre?

-Maleza.

-¿Hijo de?

-Arañón.

-Arañón… Arañón… Hum, parece que la memoria me fa­lla; no consigo recordar ese nombre. ¿Ocupación del padre?

-Tejedor.

-¡Tejedor! ¡Que Dios nos proteja!

El rey se tambaleó desde la corona hasta sus reales calzas; uno de los funcionarios se desmayó y los otros estuvieron al borde del colapso. El presidente del Consejo logró contener­se y dijo en tono indignado:

-Suficiente. Largo de aquí.

Pero yo apelé ante el rey. Le rogué que mi candidato fuese examinado. El rey estaba dispuesto a concedérmelo, pero los integrantes del Consejo, nacidos todos de noble cuna, im­ploraron al rey que no les hiciese sufrir la ignominia de exa­minar al hijo de un tejedor. Yo sabía que de todas formas no tenían los conocimientos suficientes para examinarle, así que uní mis súplicas a las suyas y entonces el rey encomendó la tarea a mis profesores. Yo había hecho traer una pizarra, que ahora se colocó al frente, y comenzó el espectáculo. Daba verdadero gusto escuchar a este muchacho explicar la ciencia de la guerra, y disertar con lujo de detalles sobre ba­tallas, asedios, suministros, transportes, colocación y desac­tivación de minas explosivas, grandes tácticas, estrategia ge­neral y estrategias menores, servicio de señales, infantería, caballería, artillería, cañones de asedio, cañones de campo, cañones de medio alcance, cañones de largo alcance, ejerci­cios de tiro con mosquete, ejercicios de tiro con revólver, mientras aquellos besugos no lograban entender una sola palabra, y daba gusto verlo resolver sobre la pizarra auténti­cas pesadillas matemáticas que hubiesen dejado perplejos a los mismos ángeles, y hacerlo como si no se le diera nada, y daba gusto escucharlo hablar concienzudamente acerca de eclipses, cometas, solsticios, constelaciones, hora promedio, hora sideral, hora de comer, hora de acostarse y cualquier otra imaginable por encima o por debajo de las nubes que pudiese servir para acosar o desconcertar al enemigo y ha­cerle desear que no hubiese venido, y cuando, al final, el mu­chacho saludó militarmente y se hizo a un lado, yo estaba lo suficientemente orgulloso de él como para abrazarlo, y to­dos los demás estaban tan deslumbrados que parecían en parte petrificados, en parte borrachos y totalmente abruma­dos. Juzgué que la partida ya estaba asegurada, y por un buen margen.

La educación es una gran cosa. Éste era el mismo mucha­cho que se había presentado en West Point como un completo ignorante, hasta el punto de que al preguntarle: «¿Qué debe hacer un oficial general cuando en el campo de batalla cae muerto el caballo que cabalga?», había respondido, con toda la ingenuidad imaginable: «Levantarse y limpiarse un poco».

A continuación, fue llamado uno de los jóvenes nobles. Quise hacerle unas cuantas preguntas:

-¿Su señoría sabe leer?

Su gesto se congestionó por la ira y me espetó lo siguiente:

-¿Me tomáis por un escribano? Voto al cielo que mi linaje no es de…

-¡Responde a la pregunta!

Con gran esfuerzo consiguió dominar su soberbia y bal­bucear:

-No.

-¿Sabes escribir?

Intentó protestar de nuevo, pero le dije:

-Limítate a contestar las preguntas y ahórrate los comen­tarios. No te encuentras aquí para hacer alarde de tu noble alcurnia ni de tus gracias, y no se permitirá que hagas nada por el estilo. ¿Sabes escribir?

-No.

-¿Sabes la tabla de multiplicar?

-No sospecho a qué os referís.

-¿Cuántas son ocho por seis?

-Es un misterio para mí, ignoto en razón de que no se ha presentado en todos los días de mi vida una emergencia tal que me impeliese a descifrar ese enigma y, por tanto, al no haberse presentado la necesidad, dicho conocimiento no ha­bita en mi espíritu.

-Si A cambia a B un saco de cebollas, con un valor de dos peniques el kilo, por una oveja que vale cuatro peniques y un perro que vale un penique, y C mata al perro antes de que éste sea entregado, porque ha sido mordido por dicho perro, que le había confundido con D, ¿qué cantidad le debe toda­vía B a A y quién debe pagar por el perro, C o D, y quién debe recibir el dinero? Y en el caso de A, ¿sería un penique sufi­ciente o tendría derecho a reclamar daños consiguientes en forma de dinero opcional para cubrir las posibles ganancias que hubiera podido obtener con el perro y que podrían ser clasificadas como incrementos percibidos o, lo que es equi­valente, en usufructo?

-En verdad, yo digo que en toda la sapiente e indescifra­ble providencia de Dios, que de manera misteriosa despliega los prodigios que realiza, nunca me había sido dado escu­char una pregunta que se asemeje a ésta por la confusión de la mente y saturación de los canales del pensamiento. Por consiguiente, os ruego que dejéis que el perro y las cebollas y todas estas personas de extraños e impíos nombres en­cuentren por sí mismos la manera de ponerse a salvo de sus deplorables y asombrosas dificultades, sin contar con mi ayuda, porque ciertamente sus problemas ya son suficientes, y si yo tratase de ayudarlos bien podría perjudicar su causa aún más, y tal vez no viviría yo lo suficiente para ser testigo de la desolación por mí acarreada.

-¿Qué sabes de la ley de atracción y la ley de gravitación? -Si dichas leyes existen, quizá hayan sido promulgadas por su majestad el rey cuando yo me encontraba enfermo en casa a principios de año, y por tanto no me fue posible ente­rarme de su proclamación.

-¿Qué sabes de la ciencia de la óptica?

-He oído hablar de gobernadores de plazas y senescales de castillos y alguaciles de condados y numerosos cargos y títulos de honor, pero aquel a quien llamáis Ciencia de la óptica no lo había escuchado nombrar nunca antes. ¿Será por ventura un nuevo dignatario?

-Ya lo creo.

Tratad de imaginaros a un molusco como éste presentán­dose seriamente como aspirante a un puesto oficial, cual­quiera que fuese. ¡Caray! Si tenía todas las características de un mecanógrafo copista, excepto la inclinación a hacer co­rrecciones no solicitadas a tu gramática y tu puntuación. Era incomprensible que no recurriese también a un poco de ayu­da en ese terreno, en vista de su desmesurada incapacidad para el cargo, pero ello no probaba que careciese de la men­cionada inclinación, sino simplemente que ni siquiera había llegado al nivel de un mecanógrafo copista. Después de fasti­diarlo con unas cuantas preguntas más, le solté a los profeso­res, que le dieron cuatro vueltas en lo referente a la guerra científica y, por supuesto, le encontraron totalmente vacío. Tenía algunas nociones de la manera de guerrear de la época, aquello de rastrear las florestas en busca de ogros y de com­bates en esos torneos que parecían corridas de toros, pero, aparte de esto, estaba totalmente vacío e inservible. Luego nos ocupamos del otro joven noble, que hubiese podido pa­sar por gemelo del anterior, tanta era su ignorancia y su inca­pacidad. Dejé a estos candidatos en manos del presidente del consejo examinador, con la serena conciencia de que estaban tan verdes que sin más dilaciones serían rechazados. Fueron examinados en el mismo orden en que se habían presentado.

-¿Nombre, si tenéis la bondad?

-Pertipole, hijo de sir Pertipole, barón de la Cebada Mo­lida.

-¿Abuelo?

-También sir Pertipole, barón de la Cebada Molida.

-¿Bisabuelo?

-Idéntico nombre y título.

-¿Tatarabuelo?

-No lo sabemos, reverendo señor, pues el linaje se pierde al remontarse tantos y tantos años.

-No tiene importancia. Son cuatro buenas generaciones y cumple los requisitos de la regla.

-¿Qué regla? -pregunté yo.

-La ordenanza que requiere cuatro generaciones de no­bles para que el aspirante sea elegible.

-¿Entonces un hombre no es elegible para el cargo de te­niente en el ejército si no puede probar cuatro generaciones de nobles en su familia?

-Así es; sin esa cualificación nadie puede ser nombrado para el cargo de teniente ni para cualquier otro cargo en el ejército.

-¡Pero, vamos, si esto es completamente pasmoso! ¿De qué sirve una cualificación como ésa?

-¿Que de qué sirve? Ésa es una pregunta espinosa, gentil sir jefe, pues estaríamos objetando la sabiduría de nuestra Santa Madre Iglesia.

-¿Y eso por qué?

-Porque la Iglesia ha establecido la misma regla en lo que concierne a los santos. Según sus leyes, nadie puede ser canonizado hasta que lleve muerto cuatro generacio­nes.

-Ya veo, ya veo…, es lo mismo. Realmente asombroso. En uno de los casos el hombre es un muerto en vida con cuatro generaciones a cuestas, momificado por la ignorancia y la pereza, y esto lo hace apto para dar órdenes a personas vivas y hacerse responsable de su prosperidad o su desgracia, y en el otro caso un hombre permanece acostado con la muerte y los gusanos durante cuatro generaciones y ello lo hace apto para ocupar un cargo en el batallón celestial. ¿Está de acuer­do su majestad el rey con esta extraña ley?

Respondió el rey:

-¡Pardiez! En verdad que no veo en ella nada de extraño. Todas las posiciones de honor y de provecho corresponden, por derecho natural, a los que provienen de noble alcurnia, y por ende las dignidades que existan en el ejército son pro­piedad suya, sin necesidad de esta regla ni de ninguna otra. La regla no tiene otro motivo que marcar un límite, y su pro­pósito es evitar la incorporación de sangre demasiado re­ciente, lo cual haría que estos cargos se considerasen con desprecio y que los hombres de linaje excelsos les volvieran la espalda y desdeñaran aceptarlos. Gran culpa recaería so­bre mí si permitiese tal calamidad. Vos podéis permitirlo si tanto os importa, ya que contáis con la autoridad que os ha sido conferida, pero que lo hiciese el mismo rey sería el más extraño género de locura y resultaría incomprensible para todos.

-Me rindo. Proceda, señor presidente del Colegio de He­raldos.

El presidente resumió la sesión con la siguiente pregunta:

-¿Qué ilustre logro para honor del Trono y el Estado reali­zó el fundador de vuestro gran linaje, haciéndolo merecedor de ascender a la dignidad de la nobleza británica?

-Construyó una cervecería.

-Majestad, el consejo examinador encuentra que este can­didato cumple perfectamente todos los requisitos y cualifica­ciones para ocupar un puesto de mando en el ejército, y retie­ne su nombre para tomar una decisión una vez examinado debidamente su contrincante.

El contrincante se presentó y también demostró que tenía cuatro generaciones de nobleza. Así que en ese momento había un empate en cuanto a cualidades militares.

Se apartó un momento y sir Pertipole fue interrogado nuevamente.

-¿De qué condición era la esposa del fundador de vuestro linaje?

-Pertenecía a la más alta gentileza terrateniente y, aunque no era noble, fue una mujer bondadosa, pura y caritativa, de costumbres y carácter tan intachables que podría equiparar­se con la mejor de las damas del mundo.

-Suficiente. Podéis salir.

Llamó otra vez al señoritingo contrincante y le preguntó:

-¿Cuál era el rango y la condición de la tatarabuela que confirió nobleza británica a vuestra eximia familia?

-Era manceba del rey y trepó hasta esa espléndida emi­nencia por sus propios méritos y sin ayuda de nadie desde la cloaca donde había nacido.

-Ah, esto es en verdad auténtica nobleza, la mezcla apro­piada, perfecta. El cargo de teniente es para vos, gentil señor. Os ruego que no lo tengáis en poco; es un humilde paso que os conducirá a grandezas más acordes con el esplendor de un origen como el vuestro.

Me encontraba en el fondo mismo del pozo de la humilla­ción. Había anticipado un triunfo fácil y enaltecedor, ¡y éste era el resultado!

Casi sentía vergüenza de mirar a la cara a mi pobre y de­sencantado cadete. Le dije que se marchara a casa y fuese pa­ciente, pues no todo estaba perdido.

Celebré una audiencia privada con el rey y le hice una pro­puesta. Le dije que me parecía muy bien que los oficiales de ese regimiento pertenecieran a la nobleza y que difícilmente hubiese podido tomar una decisión más sabia. También le dije que sería una buena idea incorporar al ejército otros quinientos oficiales de hecho, incorporar tantos oficiales como nobles y parientes de nobles hubiese en el país, aunque llegase el momento en que existiese un número de oficiales cinco veces mayor que el de soldados rasos. Contaría así con un regimiento de élite, el regimiento más envidiado por to­dos, el regimiento real, con derecho a luchar a su manera y como mejor le pareciese, ir y venir a su antojo en tiempos de guerra y ser completamente independiente. Esto haría que toda la nobleza ardiese en deseos de ingresar en ese regi­miento y que, una vez en él, se sintiesen contentos y satisfe­chos. Luego reclutaríamos al resto del ejército permanente con individuos del montón y como oficiales nombraríamos a gente común y corriente, como tenía que ser. A esta gente común y corriente la seleccionaríamos basándonos exclusi­vamente en la eficiencia, y haríamos que siguieran las ór­denes al pie de la letra, sin permitirles inmoderaciones y li­gerezas aristocráticas, y los obligaríamos a persistir en el tra­bajo día tras día, sin dar el brazo a torcer, de tal forma que cuando el regimiento real se sintiese fatigado y desease ausentarse para dedicar un tiempo a la búsqueda de ogros y otras diversiones, pudiesen marcharse tranquilamente, en la seguridad de que sus funciones quedarían en buenas manos, y que el negocio seguiría como de costumbre. Al rey le en­cantó la idea.

A raíz de esto se me ocurrió algo muy valioso, y la solu­ción para un asunto que me había estado preocupando des­de hacía mucho tiempo. Veréis, la familia real Pendragón era una estirpe antigua y sumamente prolífica. Cada vez que nacía un niño en la familia, cosa por cierto muy frecuente, los labios de la nación gritaban de júbilo, pero el corazón de la nación se dolía lastimeramente. El júbilo era discutible, pero el dolor era sincero, pues el acontecimiento significaba una nueva subvención del Tesoro Real para costear los feste­jos. La lista de subvenciones en este apartado era larga y constituía una pesada y creciente carga para el tesoro y una amenaza para la corona. Sin embargo, Arturo no aceptaba el hecho y ni siquiera escuchaba los diversos proyectos que yo le presentaba para sustituir las subvenciones reales por algo diferente. De haber podido persuadirlo de que de vez en cuando hiciese una donación de su propio bolsillo para el sustento de un vástago de uno de sus parientes lejanos yo hubiese hecho una enorme propaganda de esa acción, lo cual hubiese tenido un efecto muy positivo entre las gentes del país. Pero no, ni siquiera deseaba oír hablar de esto. Te­nía una especie de pasión religiosa por las subvenciones rea­les; aún más, parecía considerarlas como una suerte de sa­queo sagrado, y no existía otra manera más segura y más rápida de irritarlo que lanzar un ataque contra esa venerable institución. A veces, me arriesgaba a sugerir con gran caute­la que no había en toda Inglaterra otra familia respetable que se humillase a sí misma pasando el sombrero…, pero nunca conseguía seguir adelante; siempre me interrumpía y me hacía callar de manera perentoria.

Pero me pareció que finalmente había encontrado mi oportunidad. Este ejército de élite estaría formado por ofi­ciales, ni un solo soldado raso. La mitad serían nobles, que ocuparían todos los cargos hasta el rango de mayor general, servirían gratis y pagarían sus propios gastos…, y además lo harían gustosamente cuando se enterasen de que el resto del regimiento estaría integrado exclusivamente por príncipes de sangre real. Estos príncipes ocuparían los cargos más al­tos en el escalafón militar, desde teniente general hasta ma­riscal de campo, tendrían salarios excelentes y estarían equi­pados y alimentados por el Estado. Más aún (y éste era mi golpe maestro), se decretaría que para dirigirse a estas alte­zas principescas habría que utilizar un rimbombante y es­tremecedor título (que ya me encargaría de inventar), y que en toda Inglaterra ellos y solamente ellos serían llamados así. Por último, todos los príncipes reales podrían elegir li­bremente entre unirse al regimiento, recibir el grandioso tí­tulo y renunciar a la subvención o, por otro lado, abstenerse de ingresar en el ejército y conservar la tradicional subven­ción. Y una preciosa coletilla: príncipes aún no natos, pero en inminencia de hacerlo, podrían nacer formando parte de un regimiento, comenzando así con buen pie, con buenos salarios y con el futuro ya resuelto.

Bastaría con que los padres solicitaran el cupo a su debido tiempo. Estaba seguro de que todos los muchachos estarían ansiosos por ingresar, de manera que todas las subvenciones existentes serían eliminadas. Y que ingresasen también los re­cién nacidos era algo igualmente seguro. En un plazo de se­senta días, aquella extraña y singular anomalía, la subvención real, dejaría de existir y pasaría a ocupar su sitio entre las cu­riosidades del pasado.

26. El primer periódico

Cuando le dije al rey que pensaba salir de viaje disfraza­do de plebeyo para explorar el país y familiarizarme con los modos de vivir de la gente humilde, se entusiasmó in­mediatamente con la novedad del proyecto y me aseguró que estaba dispuesto a tomar parte en la aventura. Nada podría disuadirlo, dijo, abandonaría todo lo que tuviese entre manos con tal de salir, pues era la mejor de las ideas que había oído en mucho tiempo. Quería ponerse en ca­mino inmediatamente, deslizándose subrepticiamente por la puerta trasera, pero le expliqué que no sería apro­piado. Veréis: estaba ya en el programa que esa tarde inter­vendría en una sesión para tocar a los enfermos escrofulo­sos y no estaría bien defraudar al público. Además, esto no le retrasaría mucho, pues se trataba de una función única. También me pareció que debería decirle a la reina que se marchaba de viaje. Al instante se ensombreció su sem­blante. Lamenté haber hablado, y más cuando me dijo con voz taciturna:

-Olvidáis que Lanzarote se encuentra aquí, y cuando Lanzarote está, ella no se da cuenta de si el rey se marcha a algún sitio, y tampoco se entera del día de su regreso.

Naturalmente, cambié de tema. Sí; la reina Ginebra era una mujer hermosa, es verdad, pero tampoco se podía negar que era bastante descuidada en su comportamiento. Nunca me metía en esos asuntos, pues no eran problema mío, pero hay que decir que me dolía ver el cariz que habían tomado las cosas. Muchas veces la reina me había preguntado:

-Sir Jefe, ¿habéis visto por ventura a sir Lanzarote?

En cambio, si alguna vez se le había ocurrido interesarse por el paradero del rey lo debía de haber hecho cuando yo no estaba, pues a mí no me lo había preguntado nunca.

La escenografía para el asunto de los escrofulosos era bas­tante buena; un montaje cuidadoso y convincente. El rey se sentaba debajo de un lujoso dosel, rodeado por un profuso grupo de clérigos con sus vestiduras ceremoniales. Muy no­table, tanto por la situación como por el atuendo, estaba Ma­rinel, un ermitaño perteneciente a la especie de los curande­ros charlatanes, encargado de introducir a los enfermos. A todo lo largo y ancho del espacioso recinto, e iluminado por una luz poderosa, se amontonaban los escrofulosos, senta­dos o tumbados en el suelo. Parecía que estaban posando para un cuadro, pero no era así. Aquel día se habían presen­tado ochocientos enfermos. La tarea era lenta y carecía de novedad para mí, ya que había asistido otras veces a la cere­monia. Pronto me empezó a invadir el tedio, pero el proto­colo exigía que me quedase hasta el final. El curandero se en­contraba allí para tratar de discernir quiénes no estaban verdaderamente enfermos. Entre la multitud siempre había muchas personas que solamente creían estar enfermas, otras que eran conscientes de encontrarse en perfecto estado de salud, pero que deseaban acceder al honor inmortal de un breve contacto corporal con un rey, y otras más que fingían estar enfermas para recibir la moneda que acompañaba al toque real. Hasta ese momento, la moneda en cuestión había sido una diminuta pieza de oro que valía aproximadamente un tercio de dólar. Si consideramos todo lo que podía com­prarse con ese dinero en aquella época y aquel país, y cuán usual resultaba que las personas que sobrevivían enferma­sen de escrofulosis, salta a la vista que el presupuesto anual para estas sesiones era tan perjudicial para la tesorería y es­quilmaba de tal manera los posibles excedentes como las apropiaciones gubernamentales para ríos y puertos en mis tiempos. Así que tomé la resolución de darle un toque a la te­sorería para sanear el asunto del toque real. Una semana an­tes de partir de Camelot en busca de aventuras había dejado cubiertas seis séptimas partes del presupuesto de tesorería para las sesiones de escrofulosos y había dado órdenes de que la parte restante fuese convertida inflacionariamente en monedas de níquel de cinco centavos, que serían entregadas al escribano en jefe de la Sección del Toque Real, y que cada moneda de níquel reemplazara una pieza de oro y cumpliera su misma función. Podría presentarse un alza desmedida en la cotización del níquel, pero juzgué que aguantaría las pre­siones. Por lo general, no soy partidario de inundar de valo­res un mercado, pero en este caso me pareció que era justifi­cable, ya que, al fin y al cabo, se trataba de un obsequio. Y cuando se trata de regalos, eres libre de hacer que parezcan mucho más valiosos de lo que en realidad son. Por lo menos, yo procedo así casi siempre. Las antiguas monedas de oro y plata que circulaban en el país eran por regla general de ori­gen desconocido, aunque se sabía que algunas de ellas eran romanas. No resultaba difícil distinguirlas, pues estaban mal hechas y pocas veces eran más redondas que una luna en cuarto menguante. En lugar de haber sido acuñadas ha­bían sido fabricadas a martillazos y sus inscripciones no eran más legibles que una ampolla en la mano, a la cual se parecían mucho, por cierto. Estimé que una moneda de ní­quel, nueva y reluciente, con la imagen del rey de extraordi­nario parecido por un lado, y de la reina Ginebra, por el otro, acompañadas por un pomposo lema piadoso, resultaría tan eficaz para curar a los escrofulosos como las monedas de metales más nobles, y además agradaría mucho más a los enfermos. Tenía razón. En esta ocasión se ensayó con la pri­mera de las hornadas, y funcionó maravillosamente. Y el ahorro fue muy notable; podéis comprobarlo con estas ci­fras: de los ochocientos enfermos se atendieron poco más de setecientos. Con la tarifa antigua, esto le hubiese costado al gobierno alrededor de doscientos cincuenta dólares, con la tarifa nueva nos las arreglamos con unos treinta y cinco dó­lares, ahorrando así más de doscientos dólares de un solo golpe. Para comprender la verdadera magnitud de esta juga­da es necesario considerar las siguientes cifras: los gastos anuales de un gobierno nacional equivalen a la suma de los jornales de tres días de trabajo, aplicando un jornal medio, de cada uno de los ciudadanos, esto es, considerando cada individuo como si fuese un adulto. Si tomáis una nación con sesenta millones de habitantes, en la cual el salario medio es de dos dólares diarios, y retiráis a cada individuo los jorna­les de tres días de trabajo obtendréis trescientos sesenta mi­llones de dólares y podréis cubrir los gastos del gobierno. En mi país y en mis tiempos este dinero se conseguía por medio de impuestos; el ciudadano pensaba que eran los importa­dores extranjeros quienes lo pagaban, y esa convicción le de­jaba muy contento, cuando en realidad esta suma era pagada por el mismo pueblo norteamericano, y estaba tan igual y tan exactamente distribuida entre todos los individuos, que el importe anual que debía pagar el multimillonario y el que debía cubrir el niño de pecho de un pobre jornalero era exactamente el mismo: seis dólares. Supongo que no puede existir mayor igualdad. Pues bien, Escocia e Irlanda eran tri­butarias de Arturo, y la población total de las islas Británicas ascendía a algo menos de un millón de personas. El salario medio de un mecánico era de tres centavos diarios, siempre y cuando él pagase sus gastos de manutención. Según esta regla, los gastos anuales del gobierno nacional eran de no­venta millones al año, es decir, unos doscientos cincuenta dólares al día. Así pues, sustituyendo las monedas de oro por las de níquel durante el día de los escrofulosos no solamente no perjudicaba a nadie, ni dejaba a nadie insatisfecho, sino que además complacía a todos los interesados y permitía ahorrar cuatro quintas partes de los gastos nacionales co­rrespondientes a ese día. En la Norteamérica de mis tiempos este ahorro hubiese equivalido a ochocientos mil dólares. Al hacer la sustitución mi sabiduría había derivado de una fuente muy remota: la sabiduría de mi infancia. Estoy con­vencido de que un verdadero hombre de Estado no debe despreciar ningún tipo de sabiduría, por muy bajo que sea su origen. En mi niñez se intentaba inculcar a los niños la costumbre de hacer donaciones a los misioneros en tierras lejanas. Yo siempre donaba botones y guardaba los peni­ques. A los salvajes ignorantes de aquellas tierras un botón les serviría como una moneda; a mí me servía más la mone­da que el botón; todos quedaban tan contentos y nadie salía perjudicado.

Marinel recibía a los pacientes a medida que llegaban. Examinaba a cada candidato, rechazando a los que no reu­nían las condiciones y haciendo pasar a los verdaderos en­fermos. Un clérigo pronunciaba estas palabras:

-Entonces posarán sus manos sobre los enfermos, y los enfermos sanarán…

Acto seguido el rey palpaba las llagas, mientras el clérigo continuaba con la lectura, y al final, cuando el paciente es­taba ya en su punto, recibía su moneda de níquel, que el rey le colgaba del cuello, y se le despachaba. ¿Os parece que eso es suficiente para curar a alguien?… Ciertamente. Cualquier farsa puede ser curativa cuando la fe del paciente es firme. Cerca de Astolat había una capilla en el sitio donde la Vir­gen se había aparecido a una pastorcita de gansos…, según había contado la misma niña. Se construyó entonces la ca­pilla y en su interior se colgó un cuadro que representaba el acontecimiento. Podría pensarse que un cuadro como ése constituía un auténtico riesgo para los enfermos que a él se acercasen, pero el hecho es que miles de enfermos y lisiados venían todos los años, oraban ante él y se marchaban com­pletamente sanos; más aún: las personas que no padecían de nada también podían mirarlo y seguir con vida. Por su­puesto que cuando me contaron estas cosas no les di ningún crédito, pero fui allí en una ocasión y tuve que rendirme a la evidencia. Con mis propios ojos vi cómo se producían las curaciones y constaté que se trataba de curaciones reales e innegables. Lisiados que durante años había visto reco­rriendo Camelot apoyados en muletas llegaban allí, recita­ban una plegaria ante el cuadro y, soltando las muletas, se marchaban sin siquiera cojear. Los montones de muletas que habían sido abandonadas por los ex lisiados servían de testimonio.

En otros sitios había gente capaz de operar la mente de un paciente, sin necesidad de decirle una sola palabra, y dejarlo curado. Y en otros más, unos cuantos expertos reunían en un salón a un grupo de enfermos, rezaban algunas oracio­nes, apelaban a la fe de cada uno, y los enfermos se marcha­ban sanos. Donde quiera que encontréis un rey incapaz de curar a los escrofulosos valiéndose del toque real, podéis es­tar seguros de que también ha dejado de existir aquella va­liosa y lucrativa superstición que respalda el trono: la creen­cia de los súbditos en la designación divina de su soberano. En tiempos de mi juventud, los monarcas de Inglaterra ha­bían abandonado la costumbre de sanar a los escrofulosos, pero no había motivo para tal apocamiento: hubiesen podi­do curarlos cuarenta y nueve veces de cada cincuenta.

Bueno, cuando el sacerdote llevaba ya tres horas recitan­do su letanía, y el rey seguía repitiendo los mismos gestos una y otra vez, y los enfermos seguían apretujándose para tratar de abrirse paso, comencé a sentirme insoportable­mente aburrido. Estaba sentado junto a una ventana abierta, no muy lejos del dosel real; el paciente número quinientos había dado un paso al frente para que fuese palpada su llaga repulsiva, mientras se escuchaban las monótonas palabras de la letanía: «Entonces posarán sus manos sobre los enfer­mos…», cuando resonó en el exterior, tan claro como el can­to del gallo, un acorde que embriagó mi alma y de un solo golpe echó por tierra trece indignos siglos:

-¡Hosanna Semanal y Volcán Literario de Camelot! ¡Últi­ma erupción! Tan sólo dos centavos. ¡Todo sobre el extraor­dinario milagro en el valle de la Santidad!

Había hecho su aparición una figura más grandiosa que la del rey: el voceador de periódicos. Pero yo era el único en­tre toda la multitud que comprendía el significado de este magno acontecimiento y el papel destinado en el mundo a este mago imperial.

Dejé caer por la ventana una moneda de cinco centavos y recibí mi periódico. El Adán de los voceadores fue a buscar cambio a la vuelta de la esquina. Todavía debe de estar bus­cándolo. Era un verdadero placer tener de nuevo un perió­dico entre las manos; sin embargo, sentí un íntimo sobresal­to cuando mis ojos cayeron sobre los titulares de la primera página. Había vivido tanto en esa atmósfera pegajosa de re­verencia, respeto y deferencia, que un escalofrío recorrió todo mi cuerpo al verlos titulares:

 

¡SENSACIONALES ACONTECIMIENTOS

EN EL VALLE DE LA SANTIDAD!

 

¡OSTRUIDOS LOS CONDUCTOS DE AGUA!

 

¡MAESE MERUN REKURRE A SUS ARTES, PERO NO DA PIE CON BOLA!

 

¡Pero sir Jefe se anota un tanto a las primeras de cambo!

 

La fuente milagrosa es liberada

en medio de sobreCogedoras explosiones de

 

¡FUEGO INFERNALY HUMOY TRUENOS!

 

¡ASOMBRO EN EL NIDO DE LOS CUERVOS!

 

¡SINIGUAL REGOCIGO Y CELEBRACIONES!

 

… etcétera. Sí, era demasiado sensacionalista. En cierta época hubiese podido disfrutar de su lectura sin ver en ello nada que estuviese fuera de lugar, pero ahora me parecía una nota discordante.

Era un periodismo con un nivel similar al del Estado de Arkansas, pero no estábamos en Arkansas. Más aún: la penúltima línea parecía hecha aposta para ofender a los ermitaños y hacernos perder su publicidad. De hecho, prevalecía en todo el periódico un tono demasiado frívolo y petulante. Resultaba evidente que, sin notarlo, yo había experimentado un cambio considerable. Me daba cuenta de que me irritaban las pequeñas irreverencias que en un período anterior de mi vida me hubiesen parecido mane­ras de hablar apropiadas y graciosas. Me sentía incómodo y desconcertado por la abundancia de noticias de este tipo:

 

HUMAREDAS Y C3NIZAS LOCALES

 

Sir Lanzarote se enkontró noc el bie­jo rey Vgrivance de irlanda inesperosa­mente la semana posada en el brezal li­geramente al sur del pastizallll donde sir Bahnoral el Maravilloso tiene sus cerdos. La viuda del rey has sido notificada.

 

La ezpedición número 3 tendrá co­miendo a prinsipios del prózimo mes pa­ra buscar a sir Sagramour el Deseosoo­so. Se encuentra al man al mando del famosisisimo Dabafieri de los Berrt Prados, asistido por sir Persant de India, quien es compet9nte. intel gente, cortés y merecedor ed todos los elogios, y también con la a         de sir Pa­lamides el Sarraceno que tampag es nin­gún perico de los palotes. Como podréis suponer, poner, esto no va ser un pic­nic, estos muchachos saven perfectamen­te bien lo que se traen entre manofis.

Los lect%res del Hosanna la menta­rán enterrarse de la noticia de que el apuesto y popular sir Charola¡$ de Gau­la, que durante su estancia de cuatro se­manas en lapo sada El Toro y el Len­guado de esta ciudad se ha ganado ro­dos los corasones con sus modales ga­galantes y su elegante c tiversación, Po­ne ola pies en polvorosa para regresar a cosa. ¡Que vuelvas pronto Charly!

Los detalles práctic9s del funeral del difunto sir Uafance del duque de Coro­weg hijo, quien fue muerto en brutal en­kuentro con el Gigante de la Áspera Po­ira cl pasado wartes en cercanias de la Plánisic Enkantada. estuvieron en manos del siempre affable y efficiente don Mur­mullo, cl prínzipc de la pompas fúnebres, quien tendrá incomparable placer en btin­daros todas esas tristes pero nescsarias onias. Probad sus servicios.

La redacción de El Hosanna presenta sus más cordiales agradoscimientos, des­de el director hasta el último mono, al siempre cortés y esmerado su Gran Al­teza el Camarero Número Cinco del Tercer Auxiliar de Proto cojo de Pala­cio por las numerosax raciones de hela­do de una Kalidad Kal kulada para que los ojos de quienes lo reciben se hume­dezcan de gratitud. 3n el uso nuestro tampoco ha fallado. Cuando la adminis­tración actual esté buscando una perso­na apropipiada para una promoción ade­lantada, el Hossanna estará dispuesto a acer sujercncias.

La D%soncella Irene Qcwlap, de As­tolar Sur. se encuentra de bisita en Ka­sa d su tío, el popular propietario del Mesón de los Gamderos, afición del Hígado. La Ciudad.

Barker el joven, el reparador de fue­lles ha vuelto a casa y tiene mu mu mu­cho mejor aspecto dcsPués de las vaca­ciones entre los herreros circunvccircun­vecinos. Sírvanse consultar su publicidad.

 

Sí, es verdad que para ser el primer periódico no estaba del todo mal, pero me sentía algo decepcionado. El Boletín de la Corte me gustó más. Su redacción simple, justa, digna y respetuosa me resultaba muy refrescante después de todas aquellas deplorables familiaridades: Pero también esta sec­ción podía haber salido mejor…, aunque reconozco que es difícil darle un aire de variedad a un boletín de la corte. La profunda monotonía de sus noticias es un hecho desconcer­tante que frustra los esfuerzos más sinceros por presentarlas de una manera atractiva y chispeante. El mejor método o, mejor dicho, el único método sensato es el de disfrazar la repetición de sucesos con una variedad de formas. Algo así como desplumar la noticia hasta dejarla en su mínima ex­presión y, a partir de este punto, cubrirla cada vez con un plumaje nuevo. Eso engaña la vista, y hace creer que se trata de una nueva noticia y que en la corte están pasando muchas cosas, y entonces el lector se anima y se traga la columna en­tera con enorme apetito, quizá sin darse cuenta de que se trata de un tonel de sopa preparado con una sola habichuela. El estilo de Clarence para el boletín era bueno, sencillo, dig­no, directo e iba al grano. Debo decir, sin embargo, que tal vez no era el mejor:

 

Boletín de la Corte

El        lunes                      El            &y          cabalgó en el parque

»          martez                                   »                                                                             »                                             »             

»                         mier coles                             »                                                                             »                                             »

»          jueves    »                              »                                                                             »                                             »

»          biernes                                   »                                                                             »                                             »

»          sabado   »                              »                                                                             »                                             »

»          domingo                »                                                                             »                                             »

 

De cualquier modo, considerando el periódico en su con­junto me sentí bastante complacido. Es verdad que se po­dían observar unas cuantas imperfecciones de carácter téc­nico, pero no eran tantas como para preocuparse, y de todas formas no era peor que la corrección de pruebas de los pe­riódicos de Arkansas en mis tiempos, y mucho mejor de lo necesario en la época de Arturo. En términos generales, la ortografía tenía fisuras y la construcción de las frases había quedado algo coja, pero no presté demasiada atención a esos detalles. También yo incurro con frecuencia en esos errores, y me parece que un burro no debe hablar de orejas.

Me encontraba tan hambriento de la palabra escrita que hubiese podido tragarme todo el periódico de una sentada. Tuve que contentarme con un par de mordiscos y posponer el resto para otra ocasión, porque los monjes de mi alrede­dor me acosaban con ávidas preguntas: «¿Qué extraño obje­to es éste? ¿Para qué sirve? ¿Es un pañuelo? ¿Una gualdrapa para caballo? ¿Un pedazo de camisa? ¿De qué está hecho? ¡Qué delgado y frágil! ¡Y qué manera de crujir! ¿Creéis que puede desgastarse? ¿No se echará a perder con la lluvia? ¿Lo que aparece en él son letras o sólo adornos?».

Sospechaban que se trataba de escritura porque los que sabían leer latín y tenían nociones de griego reconocían al­gunas de las letras, pero en su conjunto no lograban enten­der nada. Intenté darles información del modo más sencillo posible:

-Esto es un periódico público; ya os explicaré en otro mo­mento qué quiere decir eso. No está hecho de tela, está hecho de papel; algún día os explicaré qué es el papel. Las líneas que veis son material de lectura y no están escritas a mano, sino impresas, poco a poco os explicaré en qué consiste la impresión. Se ha fabricado un millar de estas hojas, todas idénticas, hasta el último detalle. Sería imposible distinguir unas de otras…

En ese punto todos los monjes prorrumpieron en excla­maciones de sorpresa y admiración:

-¡Un millar! Verdaderamente una obra inmensa. ¡Un año entero de trabajo de varios hombres!

-No, no…, sólo una jornada de trabajo para un hombre y un niño.

Se persignaron aterrados, al tiempo que musitaban un par de plegarias que los protegiesen.

-¡Ah, milagro, milagro! ¡Un portento! ¡Una oscura obra de encantamiento!

Desistí de mi empeño en darles explicaciones. Para bene­ficio de cuantos monjes lograsen apiñar sus peladas cabezas alrededor mío, procedí a leer parte de la crónica sobre la mi­lagrosa restauración del pozo. De principio a fin fui acom­pañado por atónitas y reverentes exclamaciones:

-¡Ah, cuán cierto! ¡Prodigioso, prodigioso! ¡Así sucedió exactamente; qué maravillosa precisión! ¿Podemos coger en la mano este objeto tan extraño y palparlo y examinarlo? Lo trataremos con extremo cuidado.

Y así tomaron en sus manos el periódico, manejándolo con tanta cautela y devoción como si fuese un objeto sagrado pro­cedente de alguna región sobrenatural. Palpaban su textura con gran gentileza, acariciaban detenidamente la tersa y agra­dable superficie, escrutaban los misteriosos caracteres con ojos fascinados. ¡Cuán hermoso me resultaba aquel grupo de cabezas inclinadas, aquellos rostros embelesados, aquellos ojos elocuentes. ¿Acaso no eraéste mi vástago bienamado? ¿Acaso todo aquel mudo entusiasmo e interés y homenaje no constituían el mejor de los cumplidos y el más elocuente tribu­to? Comprendí entonces lo que siente una madre cuando otras mujeres, sean amigas o desconocidas, toman en brazos a su recién nacido y, siguiendo un impulso ansioso, se amontonan a su alrededor e inclinan las cabezas sobre él en una especie de trance místico que elimina de sus conciencias el resto del uni­verso, que en ese momento pasa a ser inexistente. Sí, paladea­ba lo que siente una madre, y también comprendía que ni la ambición satisfecha de un rey, ni la de un conquistador, ni la de un poeta, pueden llegar a mitad de camino de aquella sere­na cumbre o proporcionar la mitad de ese placer divino.

Durante todo el resto de la sesión mi periódico viajó de grupo en grupo a todo lo largo y ancho del enorme recinto.

Yo permanecía inmóvil, inmerso en la satisfacción, ebrio de gozo, mirando con ojos dichosos y atentos las evoluciones de mi vástago.

Sí, aquello era el paraíso y, aunque nunca más vuelva a sa­borearlo, puedo decir que ya lo he conocido.

27. El yanqui y el rey viajan de incógnito

Hacia la hora de acostarse llevé al rey hasta mis habita­ciones privadas para cortarle el pelo y ayudarlo a que se fue­se acostumbrando a las humildes ropas que debería vestir. Las clases altas llevaban un flequillo sobre la frente y deja­ban que el resto del cabello cayese suelto sobre los hombros. Los plebeyos llevaban flequillo por delante y por detrás. Los esclavos no tenían flequillo y el pelo les crecía libremente. Coloqué una taza invertida sobre la cabeza del rey y corté todos los rizos que sobraban. También le arreglé las patillas y el bigote, hasta dejarlos de poco más de un centímetro de largo. Me esforcé porque los resultados no fuesen muy artís­ticos, y lo logré: quedó vilmente desfigurado. Una vez que se hubo puesto unas sandalias ordinarias y una túnica de bas­to lino marrón que le cubría desde el cuello hasta los tobi­llos, dejó de ser el hombre más apuesto del reino para con­vertirse en el menos atractivo y más vulgar. íbamos vestidos y afeitados de forma parecida y podíamos pasar por peque­ños granjeros, mayordomos de finca, pastores o carreteros y, si hubiésemos querido, incluso por artesanos, ya que nuestro atuendo era el más corriente entre los pobres, en virtud de su resistencia y su bajo precio. No es que fuese realmente accesible para una persona muy pobre, pero es­taba confeccionado con el material más barato que se utili­zaba para vestiduras masculinas. Material manufacturado, entiéndase.

Partimos subrepticiamente una hora antes del amanecer. Cuando el sol empezaba a calentar ya habíamos cubierto unos diez o quince kilómetros y nos encontrábamos en me­dio de un paraje escasamente habitado. La mochila que lle­vaba yo era bastante pesada, puesto que iba cargada de pro­visiones. Se trataba de provisiones para el rey, mientras se iba acostumbrando poco a poco a la rústica y desabrida co­mida de los vasallos.

Encontré un sitio confortable cerca del camino para que se sentase el rey y le di un par de bocados para que calmase el estómago. Luego le dije que iba a traerle agua, y me alejé. Mi plan era desaparecer de su vista para poder sentarme y des­cansar. Me había habituado a estar de pie en su presencia, in­cluso en las reuniones del consejo, a excepción de las raras ocasiones en las que se prolongaban durante horas, casos en los que me valía de un minúsculo taburete sin respaldo se­mejante a un balde puesto al revés y tan cómodo como un dolor de muelas. No quería imponerle nuevas costumbres de sopetón; prefería hacerlo de forma gradual. A partir de aho­ra ambos deberíamos sentarnos cuando estuviésemos en compañía de otras personas, para evitar que sospechasen algo. Pero no era apropiado por mi parte tratarlo como a un igual cuando no era necesario.

Había encontrado agua a unos trescientos metros y lleva­ba descansando cosa de veinte minutos cuando oí voces. No pasa nada, pensé: campesinos que se dirigen al trabajo; na­die más estaría de pie a esas horas. Pero en seguida apareció entre tintineos en un recodo del camino un grupo de gente de alcurnia, elegantemente vestida, con mulas que transpor­taban el equipaje y un séquito de sirvientes. Al instante de­saparecí a través de los arbustos, buscando el más corto de los atajos para volver al lado del rey. Pensé por un segundo que llegarían al sitio donde estaba él antes que yo, pero, como es bien sabido, la desesperación te da alas, así que in­cliné el cuerpo hacia adelante, llené de aire los pulmones, contuve la respiración y salí volando. Conseguí llegar apenas a tiempo.

-Perdonad, mi rey, pero no hay tiempo para ceremonias. ¡Saltad! ¡Poneos de pie! ¡Se acerca gente de calidad!

-¿Y ello os asombra? Que se acerquen.

-Pero, alteza, no os pueden ver sentado. Levantaos y adop­tad una postura humilde mientras pasan. Recordad que sois un campesino.

-Es cierto. Lo había olvidado, absorto como estaba en planear una terrible guerra contra los galos…

En ese momento se ponía de pie, pero más rápidamente hubiese subido una granja con un aumento de precios en los bienes raíces.

-En aquel instante, un pensamiento se interpuso farrago­samente en mi majestuoso sueño de…

-Una actitud más humilde, milord gentil rey, y deprisa. ¡Bajad la cabeza! ¡Más!… ¡Aún más! Tiene que estar muy gacha…

Lo hizo como mejor pudo, pero sabe Dios que no era sufi­ciente. Parecía tan humilde como la Torre Inclinada de Pisa. Era lo más que se podía decir. De hecho, tuvo un éxito tan estrepitosamente escaso que provocó ceños de perplejidad en toda la comitiva e incitó a un airoso lacayo que caminaba a la zaga a levantar el látigo contra él. Tuve el tiempo justo de saltar y colocarme debajo cuando éste cayó. Escudándome en las sonoras carcajadas que siguieron le recomendé al rey con firmeza que no lo tuviese en cuenta. De momento con­seguí calmarlo, aunque no fue tarea fácil, pues hubiera que­rido tragarse a la comitiva entera.

-Pondría fin a nuestras aventuras cuando apenas han comenzado -dije-. Además, completamente desarmados nada podríamos hacer contra una banda armada. Si quere­mos que nuestra empresa prospere no sólo tenemos que parecer campesinos, sino también actuar como silo fuéra­mos.

-Sabiamente has hablado, sir jefe; nadie podría negarlo. Prosigamos. Observaré y aprenderé mejor y haré lo mejor que pueda.

Cumplió su palabra e hizo las cosas como mejor pudo, pero los he visto mejores. Como un chiquillo inquieto, des­cuidado y emprendedor, que pasa el día saltando de una tra­vesura a otra mientras la preocupada madre tiene que estar siempre pendiente de él, salvándole por los pelos de ahogar­se o romperse la crisma con cada nuevo experimento, así es­tábamos el rey y yo.

Si hubiera imaginado que las cosas iban a tomar este ca­riz, lo hubiese pensado antes de comprometerme a acompa­ñarlo. Si a alguien le apetece ganarse la vida paseando a un rey disfrazado de campesino que lo haga. Más a gusto me sentiría adiestrando fieras salvajes, y seguramente sobrevi­viría más tiempo. Así, pues, durante los tres primeros días no le permití entrar en choza o cobijo alguno. Nos vimos confinados a pequeñas posadas y a caminos menores, luga­res donde correríamos menos riesgo de que el rey fuese des­cubierto durante los comienzos de su noviciado. Sí, es cier­to que hizo todo lo que pudo, pero ¿y qué? A mí no me pareció que mejorase lo más mínimo.

Me ponía nervioso constantemente, pues irrumpía con las ideas más disparatadas en los sitios y ocasiones más ines­perados. El segundo día, al atardecer, ¡qué otra cosa se le ocurre hacer sino sacar un puñal de entre sus vestiduras!

-¡Rayos y centellas, mi señor! ¿Dónde lo habéis conse­guido?

-De un contrabandista que se encontraba anoche en la posada.

-Pero, ¡por vida mía! ¿Qué os impulsó a comprarlo?

-Hemos escapado de varios peligros con astucia… con tu astucia, pero he pensado que sería prudente que yo también lleve un arma. Por si la tuya fallase en un apuro.

-Pero a las gentes de nuestra condición no les está permi­tido llevar armas. ¿Qué diría un señor o cualquier otra per­sona de diferente condición si sorprendiese a un insolente campesino en posesión de un puñal?

Fue una suerte que no pasase nadie por allí en ese mo­mento. Al final le convencí de que se deshiciese del puñal, pero no fue más fácil que convencer a un niño de que desista de ensayar una brillante y novedosa manera de matarse. Ca­minamos un rato en silencio, cavilando, hasta que dijo el rey:

-Cuando veis que estoy pensando algo que resulta incon­veniente o que encierra algún peligro, ¿por qué no me lo ad­vertís para que ceje en el empeño?

Era una pregunta sorprendente y me quedé estupefacto. No supe cómo tomarla ni qué contestar, así que terminé por soltar un comentario bastante obvio:

-Pero, majestad, ¿cómo podría saber cuáles son vuestros pensamientos?

Esta vez fue el rey quien se quedó atónito, y se detuvo para mirarme fijamente.

-Creía que erais más poderoso que Merlín, y verdadera­mente lo sois en la magia. Pero la profecía es aún más impor­tante que la magia, y Merlín es un profeta.

Me di cuenta de que había dado un patinazo y que debía recuperar el terreno perdido. Después de una profunda re­flexión y un meticuloso planteamiento dije:

-Alteza, me habéis malinterpretado. Me explicaré. Exis­ten dos clases de profecía. Por un lado, hay quien posee el don de predecir cosas que están a punto de ocurrir, pero, por otro, hay quien posee el don de anticipar cosas cuando van a suceder en las futuras eras y siglos. ¿Cuál de las dos clases creéis que requiere mayor talento?

-La última, sin lugar a dudas.

-Muy cierto. ¿La posee Merlín?

-En parte, sí; predijo misterios sobre mi nacimiento y fu­turo reinado con veinte años de antelación.

-¿Pero alguna vez ha ido más lejos? -No creo que lo pretendiese.

-Probablemente sea su límite. Todos los profetas tienen su límite. El de algunos de los grandes profetas ha sido de cien años.

-Éstos deben de ser pocos, supongo.

-Ha habido dos más brillantes aún, cuyos límites eran de cuatrocientos y de seiscientos años, y uno solo que alcanzó los setecientos veinte años.

-¡Dios bendito, qué prodigio!

-Sí, ¿pero qué son ellos en comparación conmigo? No son nada.

-¿Qué? ¿Pero podéis realmente ver más allá de un perío­do de tiempo tan dilatado como…?

-¿Setecientos años? Majestad, tan clara como la visión del águila es la de mi ojo profético, que penetra y desentraña lo que sucederá durante los próximos trece siglos y medio.

Al oír esto el rey fue abriendo lentamente los ojos, hasta ponerlos tan grandes que desplazaban la atmósfera a su al­rededor unos cuantos milímetros. Con esta revelación me deshacía de la posible competencia del colega Merlín. En este país uno nunca tenía la oportunidad de probar lo que decía. Bastaba con formularlo. A nadie se le ocurría nunca poner una afirmación en tela de juicio.

-Ciertamente -proseguí-, podría hacer las dos clases de profecía, la larga y la corta, si me tomase la molestia de se­guir practicando ambas, pero generalmente ejercito la larga, por considerar que la otra está por debajo de mi dignidad. Es más apropiada para los magos del tipo de Merlín…, profe­tas de corto vuelo, como los llamamos los de la profesión. Por supuesto que de vez en cuando me pica la curiosidad y jugueteo con alguna profecía de corto alcance, pero es algo que no ocurre muy a menudo. De hecho, casi nunca. Recor­daréis que a vuestra llegada al valle de la Santidad se hablaba mucho de cómo yo había profetizado el viaje e incluso la hora exacta en que llegaríais, con dos o tres días de anticipa­ción.

-Desde luego que sí. Ahora lo recuerdo.

-Pues bien, me hubiera resultado cuarenta veces más fá­cil y hubiese podido añadir miles de detalles más si estuviese pronosticando un suceso que distase quinientos años en lu­gar de dos días.

-¡Es increíble que pueda ser así!

-Sí; un verdadero experto siempre puede predecir con mayor facilidad un hecho que ocurrirá dentro de quinientos años que algo que se va a producir quinientos segundos más tarde.

-Sin embargo, la razón diría que ha de ser al contrario. Debería ser quinientas veces más fácil predecir los hechos más cercanos que los lejanos, ya que por su proximidad in­cluso alguien sin talento puede casi verlos. En verdad que las leyes de la profecía se contradicen con las de la probabilidad de la forma más extraña, convirtiendo en fácil lo difícil y en difícil lo fácil.

¡Cuánta sabiduría albergaba aquella real cabeza! El gorro de un campesino no resultaba un disfraz muy seguro. Basta­ría con escuchar su inteligencia en funcionamiento para des­cubrir que se trataba de un rey, así tuviese la cabeza parapeta­da bajo un casco de buzo.

Había adquirido un nuevo oficio, que por cierto tendría ocasión de practicar con frecuencia. El rey estaba tan ansio­so por enterarse de lo que iba a suceder en los próximos tre­ce siglos como si fuese a vivirlos. A partir de ese momento hice tantas profecías para satisfacer la demanda que por poco dejo mi pelo en prenda. En mis tiempos había hecho cosas indiscretas, pero este asunto de fingirme profeta era peor que cualquier otra. Fuera como fuese, tenía sus com­pensaciones. Un profeta no necesita tener cerebro. Por su­puesto que es bueno tenerlo para las exigencias cotidianas de la vida, pero a la hora de trabajar carece de utilidad. Es una de las vocaciones más descansadas que existen. Cuando te invade el espíritu de la profecía, sencillamente tienes que desembarazarte de tu intelecto y dejarlo reposar en un sitio fresco, y en seguida liberar tu mandíbula y dejarla a su aire, dado que es autosuficiente. El resultado será una profecía.

Todos los días nos cruzábamos con algún caballero an­dante y su sola visión inflamaba al rey de espíritu marcial. Estoy seguro de que, si yo no lo hubiese apartado a tiempo del camino, cada vez se habría dejado llevar por su entusias­mo, dirigiéndose a ellos en un estilo que habría traicionado su verdadera identidad. Desde el momento en que se planta­ba muy firme, fijaba en ellos su mirada con un destello de orgullo y se le hinchaban los agujeros de la nariz como los – de un caballo de guerra, yo sabía perfectamente que estaba deseando batirse con ellos.

Hacia las doce del tercer día hice un alto en el camino para tomar una precaución que resultaba muy oportuna, tenien­do en cuenta el latigazo que había recibido dos días antes, y una precaución que no había vuelto a tomar, reacio a sentar un precedente, pero que ahora me acababa de venir a la ca­beza. Caminaba en ese momento descuidadamente, con las mandíbulas batientes y el intelecto en descanso, pues estaba profetizando, cuando tropecé y caí al suelo. Me llevé tal sus­to que por un momento fui incapaz de pensar. Con mucha suavidad y cuidado me levanté y me quité la mochila. Tenía guardada allí la bomba de dinamita, envuelta en lana y den­tro de una caja. Había pensado que podía ser conveniente llevarla, que podría darse el caso de que me fuese útil para obrar un milagro espectacular. Es posible, pero me ponía nervioso llevarla encima, y no me hacía mucha gracia pedir­le al rey que la llevara él. Pues bien, o me deshacía de ella o pensaba en una forma segura de conservarla. La saqué de la mochila y cuando la estaba colocando sobre un papel apare­cieron dos caballeros. El rey, erguido e imponente, los con­templaba sin pestañear. De nuevo se había olvidado de las precauciones necesarias, y antes de que yo tuviera tiempo de advertírselo tuvo que dar un buen salto para eludir a los ji­netes. El rey había pensado que pasarían a un lado. ¿Cuándo había obrado así él? Eso, en el caso de que se hubiera presen­tado la ocasión, pues un campesino siempre estaba dispues­to a ahorrarle a él o a cualquier otro noble la molestia. Estos caballeros ni siquiera le prestaron atención; era él quien de­bía tener cuidado, y de no haber saltado lo hubiesen arrolla­do tranquilamente y además se hubiesen burlado de él.

Enardecido de furia, el rey lanzó a los caballeros una an­danada de desafíos y diatribas con el más real de los vigores. Los caballeros, que ya se habían alejado un buen trecho, se detuvieron, enormemente sorprendidos, como preguntán­dose si valía la pena molestarse con una basura como noso­tros. El caso es que se dieron la vuelta y picaron espuelas en nuestra dirección. No había tiempo que perder. Ahora me tocaba a mí. Corrí hacia ellos a la velocidad del rayo, y cuan­do estuve a su altura solté una de esas sartas de insultos que ponen los pelos de punta y la carne de gallina. En compara­ción, los del rey habían sido inocuos. Yo había sacado mis insultos del siglo xix, en el que abundan los expertos en la materia. Los caballeros ya habían recorrido buena parte de la distancia que los separaba del rey, pero al escuchar mi re­tahíla frenaron en seco los caballos y, ciegos de ira, los arro­jaron contra mí. Yo estaba a unos setenta metros de ellos, trepando por una inmensa piedra que había al lado del ca­mino. Cuando estuvieron a unos treinta metros pusieron sus largas lanzas en posición horizontal, inclinaron los yel­mos y así, con los penachos de los caballos ondeando hacia atrás y ofreciendo una imagen de lo más gallarda, se abalan­zaron sobre mí con la impetuosidad de un tren expreso.

Cuando ya los tenía a unos quince metros lancé la bomba, con tal destreza que fue a caer bajo los mismos hocicos de los caballos.

Sí, fue una actuación perfecta, inmaculada. Y digna de verse. Podría compararse con la explosión de uno de los va­pores que navegan por el Mississippi. Durante los quince minutos siguientes recibimos una lluvia de partículas de ca­balleros, armaduras y carne de caballo. Hablo en plural por­que el rey, una vez recobrado el aliento, pasó a formar parte de la audiencia.

En el sitio quedó un agujero que durante los años siguien­tes tendría ocupada a toda la gente de la región…, tratando de explicar cómo se había producido, se sobreentiende en cuanto al trabajo de rellenarlo, sería comparativamente rá­pido y recaería sobre unos cuantos campesinos elegidos de ese feudo, que además no recibirían nada a cambio.

Pero al rey se lo expliqué yo mismo. Le dije que lo había hecho con una bomba de dinamita. Esta información no le afectó en absoluto… En realidad, no aportaba nada a su cau­dal de conocimientos. De cualquier forma, aparecía a sus ojos como un grandioso milagro, y yo me apuntaba otro tanto ante Merlín. Me pareció oportuno explicarle que éste era un milagro de tal singularidad que sólo podía realizarse bajo unas condiciones atmosféricas determinadas. De no ser así habría pedido repeticiones cada vez que hubiese ha­bido un buen motivo, lo cual no era posible porque no había traído más bombas.

28. Adiestrando al rey

Al amanecer del cuarto día, y cuando llevábamos una hora deambulando entre el frío mañanero, tomé una impor­tante resolución: había que instruir al rey. Las cosas no po­dían seguir así; tenía que tomar cartas en el asunto y adies­trarlo deliberada y concienzudamente, o de lo contrario no podríamos arriesgarnos a entrar en ninguna morada. Hasta los gatos se darían cuenta de que no tenían ante sí a un cam­pesino, sino a un impostor. Me detuve y dije:

-Señor, en lo referente a vestimenta y apariencia, estáis bien, no hay discrepancia notable, pero entre vuestras ropas y vuestro comportamiento hay algo que falla. Sí; la contra­dicción no podría ser más manifiesta. Vuestro paso marcial y vuestro porte señorial… no resultan en absoluto apropia­dos. Andáis demasiado erguido y vuestra mirada es dema­siado altiva y segura. Las dificultades que conllevan el reinar no encorvan las espaldas, no inclinan la barbilla, no apagan el resplandor de los ojos, no inundan de dudas y de miedo el corazón y no obligan a su posesor a exhibir un cuerpo des­garbado o un paso inseguro. Son las preocupaciones sórdi­das de quienes nacen de baja cuna las que producen estas cosas. Debéis aprender el truco; tenéis que imitar las señas de identidad de la pobreza, la miseria, la opresión, el insulto y otras muchas degradaciones comunes que van socavando la dignidad del hombre hasta reducirlo a un súbdito leal, co­rrecto y condescendiente y, por tanto, motivo de satisfacción para sus señores. De no aprender esto, hasta los niños os to­marán por un farsante y el montaje se vendrá abajo en la pri­mera choza donde nos detengamos. Ruego a vuestra merced que trate de caminar así.

El rey prestó mucha atención y luego trató de imitarme. -Bastante bien…, bastante bien. La barbilla un poco más baja, por favor… Así está bien. Pero la mirada está demasiado alta; os ruego que no miréis al horizonte, sino al suelo, a unos diez pasos delante de vuestra merced. Ah, así está mejor, mu­cho mejor… Un momento, por favor, dejáis traslucir dema­siado vigor, demasiada decisión. Tenéis que arrastrar más los pies. Miradme a mí, os lo ruego… Esto es lo que quiero decir… Ésa es la idea; ya casi lo estáis consiguiendo o, por lo menos, os estáis aproximando… Sí, así está bastante bien. Pero hay algo importante que falla y no acabo de dar con ello. Haced el favor de caminar una treintena de metros para que pueda ob­servaros en perspectiva… Vamos a ver. La cabeza está correc­ta, la velocidad también, hombros correctos, la barbilla tam­bién está bien, y la forma de andar, compostura, el estilo en general es correcto… ¡Todo está bien! Y, sin embargo, hay algo en el conjunto que no funciona, algo que falla, que no cuadra. Tened la bondad de hacerlo de nuevo. Creo que ahora co­mienzo a ver de qué se trata. Sí; he dado con ello. Veréis, lo que os falta es un desaliento auténtico; ése es el problema. Todo re­sulta un poco amateur… Los detalles técnicos están bien, son casi intachables, el engaño es casi perfecto, pero no engaña.

-¿Qué debo hacer entonces para salir airoso de la prueba?

-Dejadme pensar… No consigo dar en el clavo. En reali­dad, la única manera de corregirlo es practicando…, y éste es el lugar apropiado. Os resultará más difícil mantener ese porte real en este terreno lleno de piedras y raíces. Además, aquí no nos interrumpirán; sólo se divisan un campo y una cabaña tan alejados que nadie podría vernos desde allí. Así que creo que sería conveniente alejarse un poco del camino y pasar el día entero haciendo prácticas, señor.

Después de que hubo practicado durante un rato, dije:

-Ahora, señor, imaginad que os encontráis a la puerta de aquella choza y tenéis delante a la familia. Sed tan amable de proseguir; dirigíos al cabeza de familia.

El rey, inconscientemente, se puso tieso como un palo y dijo con helada severidad:

-Vasallo, traedme un asiento y servidme lo que tengáis.

-No, majestad, eso no está bien.

-¿En qué he fallado?

-Estas gentes no se llaman entre sí vasallos.

-No puede ser. ¿Es eso cierto?

-Sí; sólo los tratan así los que están por encima de ellos.

-En ese caso lo intentaré de nuevo. Lo llamaré villano.

-Eso tampoco, porque quizá sea un hombre libre.

-Pues bien, ¿y si lo llamase buen hombre?

-Podría valer, majestad, pero sería mejor que lo llamaseis amigo, o hermano.

-¡Hermano! ¿A esa basura?

-Ah, pero lo que pretendemos es ser como esa basura.

-Debo reconocer que eso es cierto. Hermano, trae un asiento y luego dame lo que tengas para comer… Ahora está bien.

-No del todo. Habéis pedido para vos, y no para ambos… Para uno, no para dos. Asiento para uno y comida para uno. El rey pareció sorprendido. No era precisamente un peso pesado en lo que se refiere al intelecto. Su cabeza era como un reloj de arena; podía absorber una idea, pero tenía que ser grano a grano, no toda de una vez.

-¿También vos queréis un asiento? ¿Y queréis sentaros? -Si no me sentase, el hombre se daría cuenta de que tan sólo simulamos ser iguales, y de que ni siquiera lo hacemos bien.

-Habéis hablado certera y verazmente. ¡Qué maravilla es la verdad, por más que adopte muy sorprendentes formas! Sí, deberá sacar asiento y comida para ambos y no mostrar por uno mayor respeto que por el otro al traernos el agua­manil y la servilleta.

-Aún queda un pequeño detalle por corregir. Él no debe sacar nada. Nosotros entraremos en la choza, y entre el pol­vo, la basura y cualquier otra cosa repulsiva comeremos con los miembros de la familia, siguiendo sus costumbres, y en términos de igualdad, a no ser que el cabeza de familia per­tenezca a la clase de siervos. Por último, no habrá servilleta ni aguamanil, bien se trate de un siervo o de un hombre li­bre… Caminad de nuevo, alteza… Eso es; así está mucho me­jor…, pero aún no es perfecto. Vuestros hombros no han so­portado peso más innoble que el de la cota de malla, por lo cual se niegan a encorvarse.

-En ese caso, dadme la mochila. Intentaré descubrir la esencia de soportar cargas innobles. Presiento que es esa esen­cia la que encorva las espaldas, y no el peso en sí, pues, aunque la armadura sea pesada es digna, y el hombre que la lleva la so­porta erguido… No, no me pongáis peros, no me hagáis repa­ros. Llevaré la mochila. Atadla a mi espalda.

Ahora sí que estaba completo. Con la adición de la mochi­la no tenía más aspecto de rey que cualquier paisano. Pero sus hombros eran obstinados y no lograban aprender el tru­co de encorvarse con fingida naturalidad. Continuamos con las prácticas: el rey, haciendo todo lo que podía, y yo preci­sando y corrigiendo sin cesar.

-Para el ejercicio siguiente debéis hacer creer que estáis endeudado y que os acorralan acreedores sin piedad. Habéis perdido vuestro trabajo, digamos que sois herrero, y no en­contráis otro. Vuestra mujer está enferma y vuestros hijos lloran de hambre…

Seguimos así, haciendo que representase una y otra vez el papel de todos aquellos desafortunados que sufren terribles privaciones y desgracias. Pero, ¡por vida mía!, para él no eran más que palabras, sonidos sin ningún significado que escuchaba como quien oye llover. Las palabras no revelan nada, no representan nada para una persona, a no ser que esa persona haya sufrido en su propia carne lo que esas palabras tratan de describir. Hay mucha gente culta que se complace en hablar como si lo supiese todo acerca de las cla­ses trabajadoras, y que proclama complacidamente que un día de trabajo intelectual es mucho más duro que un día de trabajo manual y, en consecuencia, ha de estar mucho mejor pagado. Es más, realmente está convencido, porque segura­mente conoce todo sobre el primero, pero nada sobre el se­gundo. Yo he conocido ambos y, en lo que a mí concierne, no existe en el universo dinero suficiente para convencerme de que trabaje treinta días seguidos blandiendo un pico, mien­tras que estaría dispuesto a realizar el más duro trabajo inte­lectual por lo mínimo que pueda imaginarse, y además me daría por satisfecho.

No es correcto llamar «trabajo» a la labor intelectual. Se trata de un placer, de una disipación que encierra en sí mis­ma una recompensa. El peor pagado de los arquitectos, ingenieros, generales, autores, escultores, pintores, confe­renciantes, abogados, legisladores, actores, predicadores o cantantes está literalmente en la gloria cuando trabaja. Y en cuanto al mago del violín, que se sienta en medio de una gran orquesta y se deja arrastrar por corrientes de música divina, pues, ¡vaya!, ciertamente está trabajando si queréis llamarlo así, pero, ¡santo cielo!, no deja de ser una ironía. Las leyes que rigen el trabajo son tremendamente injustas, pero están ahí, y nada puede cambiarlas. Cuanto más placer con­sigue de su labor el trabajador, mayor es el pago que recibe en dinero contante. Y ésa es también la ley a la cual se acogen esos ostentosos estafadores que conforman la nobleza here­ditaria y la monarquía.

29. La choza de la viruela

Cuando llegamos a la choza aquella era pasado el medio­día, pero no se veían señales de vida. La cosecha del campo contiguo había sido recogida hacía ya un buen tiempo, y pro­bablemente lo habían labrado y segado de manera muy ex­haustiva, pues ofrecía un aspecto pelado, desolado. Cerca­dos, cobertizos, todo se encontraba en un estado de ruina que delataba una gran pobreza. En las inmediaciones no ha­bía ningún animal, ni se veía criatura viviente alguna. Reina­ba una terrible quietud que parecía un presagio de muerte. La choza era de una sola planta, con un techo de paja deshila­chado por falta de cuidado y ennegrecido por el paso del tiempo. La puerta estaba ligeramente entreabierta. Nos apro­ximamos con cautela, de puntillas y conteniendo la respira­ción, pues uno se ve impulsado a actuar así en estos casos. El rey llamó a la puerta. No hubo respuesta. Volvió a llamar. No hubo respuesta. Empujé la puerta suavemente y eché un vis­tazo en el interior. Sólo pude distinguir algunas formas vagas y una mujer que se levantaba del suelo y me miraba como al­guien que se despierta bruscamente de un sueño.

-¡Tened piedad! -imploró-. Se lo han llevado todo. No queda nada.

-No he venido a llevarme nada, buena mujer.

-¿No sois cura?

-No.

-¿Ni venís de parte del señor feudal?

-No; soy forastero.

-En ese caso, y por temor de Dios, que envía miseria y muerte a los inocentes, no os entretengáis aquí, ¡marchad! Este lugar está bajo la maldición de Dios… y bajo la maldi­ción de su Iglesia.

-Permitidme que entre y os ayude… Estáis enferma y en apuros.

Empezaba a acostumbrarme a la penumbra. Pude ver que sus ojos hundidos se clavaban en mí. También pude ver cuán demacrada estaba.

-Os repito que este lugar ha sido proscrito por la Iglesia. Salvaos y marchad antes de que algún caminante os vea y dé cuenta de ello.

-No os preocupéis por mí; me traen sin cuidado las mal­diciones de la Iglesia. Dejad que os ayude.

-Que todos los buenos espíritus, si es que existen, os ben­digan por esas palabras. Pluguiera a Dios que bebiese un sorbo de agua… Pero, esperad, deteneos, olvidad lo que he dicho y marchaos, porque hay algo aquí que debe amedren­tar incluso a quienes no temen a la Iglesia: esta enfermedad que nos está matando. Dejadnos, forastero bueno y valiente, y aceptad la más sincera y cabal bendición que pueda salir de labios de quienes estamos malditos.

Pero yo ya había cogido un cuenco de madera y, dejando atrás al rey, corrí hacia un arroyo que se hallaba a pocos me­tros de la choza. Cuando regresé, el rey estaba adentro y se disponía a abrirlos postigos de la ventana para que entrasen el aire y la luz. Había en la choza un olor nauseabundo. Acer­qué el cuenco a los labios de la mujer y, justo cuando lo apri­sionaba con dedos que parecían garras, se abrió la ventana por completo y una luz intensa inundó su rostro. ¡Viruela!

Salté hasta donde estaba el rey y le dije al oído:

-¡Fuera de aquí inmediatamente, señor! Esta mujer está muriendo de la misma enfermedad que asoló las inmedia­ciones de Camelot hace dos años.

No se inmutó.

-En verdad que aquí me quedaré… y ayudaré en lo que pueda.

Susurré de nuevo:

-Majestad, no puede ser. ¡Debéis marcharos!

-Vuestras intenciones son loables y vuestras palabras ciertas. Pero sería vergüenza que un rey conociese el miedo y que un caballero armado negase su mano a quien necesita auxilio. Cejad; no partiré. Sois vos quien debe marchar. La condena de la Iglesia no me alcanza a mí, pero a vos os pro­hibe que os quedéis aquí, y si a sus oídos llegase vuestra transgresión lo pagaríais caro.

Permanecer en ese sitio era un riesgo enorme para él y po­día costarle la vida, pero no habría servido de nada tratar de disuadirlo. Si consideraba que su honor de caballero estaba en juego, no había argumentos posibles; se quedaría allí sin que nadie pudiese impedirlo. Abandoné entonces el tema. Fue la mujer quien habló:

-Noble caballero, ¿seréis tan amable de subir esa escalera y darme noticia de lo que encontréis? No tengáis miedo de informarme, pues cuando una madre ha sufrido tanto, su corazón está más allá del dolor.

-Esperad -dijo el rey-. Dad de comer a la mujer. Subiré yo.

Cuando me di la vuelta el rey había dejado la mochila y es­taba en camino. Se detuvo al reparar en un hombre que ya­cía en la penumbra y que hasta entonces no se había movido ni había dicho una palabra.

-¿Es vuestro marido? -preguntó el rey.

-Sí.

-¿Duerme?

-Alabado sea Dios por habernos concedido esa merced. Sí, hace tres horas que duerme. ¡No tendría yo manera de pagar tanta merced! Mi corazón rebosa de gratitud por ese sueño que él duerme ahora.

-Tendremos cuidado para no despertarlo -dije.

-Ah, no, ya no es necesario. Está muerto.

-¿Muerto?

-Sí, ¡qué gloria es saberlo! Ya nadie podrá hacerle daño, nadie podrá injuriarlo. Ahora está en el cielo y es dichoso, y si no es así, residirá en el infierno, pero allí estará contento, pues no encontrará abades ni obispos. Éramos amigos desde niños, crecimos juntos y hemos sido marido y mujer duran­te veinticinco años, sin separarnos hasta el día de hoy. ¡Cuánto tiempo de amor y sufrimiento! Esta mañana estaba fuera de sus cabales, y en sus fantasías éramos de nuevo ni­ños retozando por los campos floridos, y mientras hablaba, inocente, alegremente, iba alejándose más y más, todavía murmurando de vez en cuando, hasta que se adentró en esos otros campos de los cuales nada sabemos, poniéndose fuera del alcance del resto de los mortales. De esta manera no hubo despedidas, pues en su fantasía creía que yo lo acom­pañaba… Él no lo sabía, pero yo estaba con él, mi mano en la suya, pero mi mano suave de cuando era joven, y no esta ga­rra marchita. Ah, sí, irse sin uno saberlo. Separarse sin sa­berlo. ¿Se puede morir de una forma más pacífica? ¡Ése ha sido su premio por haber soportado una vida tan cruel!

En aquel momento se escuchó un rumor procedente del rincón oscuro donde estaba la escalera. Era el rey, que baja­ba. Vi que sostenía algo en un brazo, y con el otro se ayudaba para descender. Entró en la zona iluminada. Una frágil y del­gada muchachita de unos quince años se recostaba en su pe­cho. Estaba semiinconsciente, moría de viruela. Esto sí que era heroísmo, en sus últimas y más nobles posibilidades, hasta sus cotas más altas. Equivalía a enfrentarse a la muerte en campo abierto, desarmado, con todas las probabilidades en contra, en una batalla sin recompensa, sin la presencia de un admirado público vestido con sedas e hilos de oro, dis­puesto a vitorear y aplaudir y, sin embargo, el rey lo hacía con la misma serena valentía que mostraba en esas otras ba­tallas de menos importancia en las que se enfrentan los ca­balleros en igualdad de condiciones y cubiertos por el acero protector. En aquel momento el rey era grande, sublime­mente grande. A las toscas estatuas de sus antepasados que se encontraban en el palacio se les debería añadir una esta­tua más; yo mismo me ocuparía de ello…, pero no sería, como el resto, la de un rey revestido con su armadura ma­tando a un gigante o a un dragón, sino la de un rey vestido humildemente y llevando a la muerte en sus brazos para que una madre campesina tuviera el consuelo de mirar a su hija por última vez.

El rey depositó a la muchacha al lado de su madre, quien la acogió con prolijos abrazos y con las expresiones de ter­nura de un corazón desbordado, todo esto provocaba un le­jano destello de luz en los ojos de la criatura, pero nada más. La madre se aferraba a ella, besándola, acariciándola y supli­cándole que dijese algo, pero aquellos labios se movían sin que de ellos brotase sonido alguno. Saqué de la mochila mi frasco de licor para ofrecerle de beber, pero la madre me lo prohibió, diciendo:

-No…, ahora no sufre, y es mejor así. Esa bebida podría traerla de regreso a la vida, y alguien tan bondadoso y tan amable como vos no querría causarle tan cruel daño. Pues decidme, ¿para qué habría de vivir? Sus hermanos ya no es­tán, su padre ya no está, a su madre no le queda mucho, y en­tonces recaería sobre ella todo el peso de la maldición de la Iglesia. Nadie podría darle cobijo ni ayuda, aunque se hallase agonizante en medio del camino. Está desamparada. No os he preguntado, buen hombre, si su hermana, la que yace ahí arriba, aún vive. No ha hecho falta, pues de seguir con vida hubieseis regresado por ella para no dejarla abandonada…

-Descansa en paz -interrumpió el rey con un murmullo. -Es preferible que así sea. ¡Qué rico en felicidad es este día! Ay, mi Annis, no tardarás en reunirte con tu hermana…, ya estás en camino y estos amigos caritativos no habrán de impedirlo.

Y diciendo esto reanudó sus susurros y arrullos, acari­ciando suavemente la cara y el cabello de la joven, besándola y llamándola por los nombres más cariñosos, pero apenas se percibía respuesta alguna en aquellos ojos vidriosos. Vi que en los ojos del rey había lágrimas y que algunas comenzaban a resbalar por sus mejillas. También la mujer se dio cuenta y dijo:

-Ah, conozco bien esa señal: tenéis una mujer en casa, alma desdichada, y muchas veces os habéis acostado ham­brientos para que los pequeños pudiesen comer un mendru­go de pan. Sabéis bien lo que es la pobreza, las injurias coti­dianas de vuestros superiores y la mano dura tanto de la Iglesia como del rey.

El rey se estremeció al recibir aquella certera, aunque in­voluntaria, descarga, pero no dijo nada; estaba aprendiendo su papel y no lo interpretaba del todo mal, si se tiene en cuenta que era un principiante algo obtuso. Con el fin de cambiar de conversación le ofrecí a la mujer comida y licor, pero rechazó ambas cosas. No permitiría que nada se inter­pusiese entre ella y el alivio que la muerte le concedería. En­tonces desaparecí un momento, bajé del desván a la criatura muerta y la coloqué junto a su madre. De nuevo la mujer perdió el control de sí misma y se produjo una escena desga­rradora. Al cabo de un rato, y con la intención de que se cal­mara un poco, la persuadí de que nos relatara algo de su his­toria.

-Mi historia no es diferente de la vuestra; también la ha­bréis sufrido, pues ciertamente nadie de nuestra condición se libra de ella en Inglaterra. Es el mismo y viejo cuento de siempre. Mi marido yyo luchamos, nos esforzamos y triun­famos, entendiendo por triunfo que fuimos capaces de so­brevivir, pues no se puede pedir más. Ninguno de los pro­blemas que habíamos tenido que enfrentar consiguió hun­dirnos, pero este año nos trajo todas las desventuras; nos cayeron todas encima al mismo tiempo, por así decirlo, y nos aplastaron. Veréis, hace unos años el señor del feudo mandó plantar ciertos árboles frutales en nuestras tierras, y en la mejor parte, además, una injusticia atroz, una ver­güenza…

-¡Pero estaba en su derecho! -prorrumpió el rey.

-Nadie lo niega, claro está, pues lo que implica la ley es que lo del señor es suyo y lo mío también es suyo. Teníamos las tierras en arriendo, por lo que en realidad era como si le perteneciesen, y podía disponer de ellas a su antojo. Hace poco sucedió que tres de esos árboles aparecieron talados. Nuestros tres hijos mayores, despavoridos, corrieron a dar cuenta del crimen. Pues bien, en las mazmorras de su seño­ría se hallan y ha dicho que allí se quedarán hasta que confie­sen o se pudran. Nada tienen que confesar, siendo como son inocentes, así que allí permanecerán hasta la muerte. Sabéis bien cómo suele ocurrir, supongo. Imaginad el estado en el que quedamos: un hombre, una mujer y dos criaturas para recoger una cosecha que había sido pateada por un grupo mayor y más vigoroso, sí, y además protegerla día y noche de las palomas y de los animales depredadores, a los que no po­demos hacer daño alguno, pues se consideran sagrados para gente de nuestra condición. Cuando la cosecha de su señoría estaba casi a punto para la recolección, también lo estaba la nuestra. Y cuando hizo sonar la campana para que acudié­semos a sus campos a segar sin recibir nada a cambio no per­mitió que las dos niñas y yo reemplazáramos a mis tres hijos cautivos; sólo contábamos por dos de ellos y debíamos pa­gar una multa diaria por el que faltaba. Mientras tanto, nues­tra cosecha se echaba a perder, pues no había quien se pu­diese hacer cargo de ella. Entonces tanto el cura como su señoría nos multaron por el perjuicio que estábamos ocasio­nando a las partes que les correspondían. Cuando llegó el momento en que las multas eran superiores al valor de la co­secha… se la quedaron toda. Se la quedaron toda y nos obli­garon a recogerla, sin pagarnos nada y sin darnos de comer, aunque nos moríamos de hambre. Luego vino lo peor: fuera de mis cabales por el hambre, la pérdida de mis hijos, el do­lor de ver vestidos con andrajos a mi marido y a mis peque­ñas hijas, miserables, desesperados, proferí una grave blasfe­mia, ¡ah, una y mili, contra la Iglesia y sus métodos. Ocurrió hace diez días. Ya había contraído este mal y dije las terribles palabras en presencia del cura, pues había venido a repren­derme por no exhibir la debida humildad ante la mano justi­ciera de Dios. Informó a sus superiores de mi transgresión. Me negué a retirar mis palabras, y al poco tiempo cayó sobre mí y sobre los míos la maldición de Roma. Desde ese día, la gente nos evita y nos da la espalda con horror. Nadie se ha acercado a esta choza para saber si seguíamos con vida o no. Todos los otros cayeron enfermos con el mismo mal; enton­ces yo, como esposa y como madre, hice acopio de fuerzas y me levanté. Muy poco hubiesen podido comer de cualquier modo; ahora no había nada. Pero podía darles agua. ¡Cómo la imploraban! ¡Cómo la bendecían! Hasta que llegó el final; las fuerzas me abandonaron. Fue ayer cuando, por última vez, vi con vida a mi marido y a ésta, la menor de las niñas. Aquí he permanecido tumbada todas estas horas, que me han parecido siglos, escuchando, escuchando, atenta a cual­quier sonido allá arriba que…

Lanzó una mirada rápida, intensa, a su hija mayor y gritó:

-¡Ay, pequeña mía!

Estrechó levemente entre sus brazos protectores a aquella forma que empezaba a ponerse rígida. Había reconocido el estertor de la muerte.

30. La tragedia de la casa señorial

A medianoche todo había terminado y nos encontrába­mos en presencia de cuatro cadáveres. Los cubrimos con los harapos que encontramos en la choza y, después de cerrar la puerta, nos alejamos de allí. La tumba de aquella gente sería su propia casa, ya que no podrían tener sepultura cristiana ni se­rían admitidos en un camposanto. Eran como perros, bestias salvajes, leprosos, y ninguna persona que valorase su esperan­za en la vida eterna se arriesgaría a perderla mezclándose del modo que fuese con aquellos parias desgraciados y malditos.

Sólo habíamos dado unos pasos cuando escuché un ru­mor como de pisadas sobre la arena. Por poco se me sale el corazón. Nadie debía vernos salir de aquel sitio. Tiré de la túnica del rey y retrocedimos para ocultarnos detrás de una esquina de la choza.

-Estamos a salvo -dije-, pero nos hemos escapado por los pelos, por así decirlo. Si la noche estuviese más clara, sin duda nos habría visto, pues parecía estar muy cerca.

-Por fortuna, se trataba de un animal, y no de un hombre.

-Cierto. Pero sea un hombre o una bestia, lo más pruden­te es quedarnos aquí un minuto y dejar que pase y siga su ca­mino.

-¡Escuchad! Ahora viene hacia aquí.

Otra vez cierto. Las pisadas se acercaban a nosotros… Sí, se dirigían directamente a la cabaña. En ese caso tenía que tratarse de un animal, así que hubiésemos podido ahorrar­nos el susto. Estaba a punto de apartarme, pero el rey me de­tuvo tomándome por el brazo. Hubo un momento de silen­cio y luego escuchamos un golpe suave en la puerta de la choza. Me estremecí. Se repitió la llamada y en seguida escu­chamos estas palabras pronunciadas con voz cautelosa:

-¡Madre! ¡Padre! Abrid… Estamos libres y traemos noti­cias que harán palidecer vuestros rostros, pero que alegra­rán vuestros corazones. ¡No hay tiempo que perder, tene­mos que huir! Y… Pero ¿por qué no contestáis? ¡Madre! ¡Padre!

Conduje al rey al otro extremo de la choza y susurré:

-Venid, ahora podemos volver al camino.

El rey vaciló, se disponía a objetar algo, pero en ese mo­mento escuchamos que la puerta cedía y supimos que aque­llos desdichados se encontrarían en presencia de sus muer­tos.

-Venid, majestad, en un instante van a encender una luz y entonces escucharíais cosas que os desgarrarían el corazón. Esta vez no vaciló. En cuanto estuvimos en el camino eché a correr y, dejando a un lado su dignidad, el rey hizo lo mis­mo después de un momento. Yo no quería pensar en lo que estaría ocurriendo en la choza, no podría soportarlo, nece­sitaba apartarlo de mi mente y por ello comencé a hablar de lo primero que me vino a la cabeza.

-Yo he padecido ya la enfermedad de la cual ha muerto aquella gente, así que no tengo nada que temer, pero si vos no la habéis tenido…

Me interrumpió para decirme que estaba preocupado y que era su conciencia la que le acuciaba:

-Esos jóvenes han dicho que están en libertad… ¿Pero, cómo? No es probable que su señor los haya liberado.

-Ah, no, no me cabe la menor duda de que se han esca­pado.

-Eso es lo que me preocupa; me temo que haya sido así, y ahora me lo confirma el hecho de que también vos lo temáis.

-Yo no utilizaría ese término, sin embargo. Sospecho que se han escapado, pero si ha sido así no lo lamento en absoluto.

-Tampoco yo lo lamento, creo, pero…

-¿Entonces qué os ocurre? ¿Qué motivo de preocupación puede existir?

-Si, en efecto, se han escapado, estamos obligados por la ley a aprehenderlos y llevarlos de nuevo ante su señor, pues no está bien que alguien de su rango sufra tan insolente ul­traje y vilipendio por parte de personas de tan baja condi­ción.

Ya estábamos de nuevo con las mismas. Sólo podía ver las cosas desde su punto de vista. Así había nacido, así había sido educado, por sus venas corría una sangre ancestral en­venenada con ese género de brutalidad inconsciente que ha­bía ido pasando hereditariamente a través de una larga pro­cesión de corazones, cada uno de los cuales había aportado algo para contaminar el flujo. Para él resultaba normal e ino­fensivo encarcelar a aquellos hombres sin prueba alguna, dejando que los suyos muriesen de hambre, pues no eran más que unos campesinos sujetos a la voluntad o al capricho de su señor feudal, por más terribles que esa voluntad o los muchos caprichos pudiesen ser. Pero que estos hombres se evadiesen de su injusto cautiverio constituía un insulto y un gran atropello, algo que desde luego no podía ser tolerado por una persona íntegra, consciente de sus deberes para con su sagrada casta.

Me costó más de media hora lograr que cambiase de tema y probablemente no lo hubiese conseguido de no ser por un acontecimiento imprevisto: al llegar a la cumbre de una pe­queña colina algo atrajo nuestras miradas… Se trataba de un resplandor rojo en la distancia.

-Eso es un incendio -dije.

Los incendios me interesaban considerablemente, pues ya había dado los primeros y decididos pasos para poner en marcha una compañía de seguros, y además había empeza­do a adiestrar a algunos caballeros y a construir máquinas de vapor con vistas a la creación eventual de una brigada de bomberos subvencionados. Los curas se oponían a mis se­guros contra incendio y a mis seguros de vida, aduciendo que se trataba de un intento insolente de entorpecer los de­signios de Dios. Si les señalabas que estas iniciativas no en­torpecían en lo más mínimo esos designios, sino que sólo modificaban sus terribles consecuencias cuando te hacías una póliza y tenías suerte, te respondían que aquello equiva­lía a especular con los designios divinos, lo cual era igual­mente pernicioso. Se las arreglaron para perjudicar dichas empresas en mayor o menor grado, pero logré compensar el desaguisado con el seguro contra accidentes. Por regla gene­ral, un caballero andante es un bobalicón, a veces incluso un imbécil y, por lo tanto, terreno abonado para los locuaces propagadores de supersticiones, pero hasta un caballero po­día darse cuenta de vez en cuando del aspecto práctico de al­gún asunto por lo que en los últimos tiempos era difícil ha­cer la limpieza después de un torneo y reunir los despojos para dilucidar los resultados, sin encontrar dentro de cada yelmo una de mis pólizas contra accidentes.

Nos quedamos allí un buen rato, en medio de la quietud y la espesa oscuridad, observando el destello rojo en la distan­cia e intentando interpretar el significado de un lejano mur­mullo que aparecía a intervalos y volvía a extinguirse en la noche. A veces se hacía más fuerte y por un momento pare­cía menos remoto, pero cuando esperábamos ansiosamente que iba a revelarnos su causa y naturaleza, se apagaba y se perdía, llevándose su misterio. Comenzamos a descender la colina en esa dirección, pero el camino serpenteante nos su­mergió inmediatamente en una densa oscuridad, una oscu­ridad apretadamente encajonada entre dos paredes de altos árboles. Recorrimos a tientas poco más de medio kilómetro, mientras el murmullo se hacía cada vez más claro y la tor­menta que amenazaba se hacía cada vez más inminente, anunciándose con esporádicas ráfagas de viento frío, relám­pagos incipientes y algún trueno distante y amortiguado. Yo caminaba delante. Tropecé con algo…, algo suave y pesado que cedió levemente ante el empuje de mi peso. En ese pre­ciso momento un relámpago nos iluminó y pude ver a unos centímetros de donde yo estaba el rostro contorsionado, atormentado, de un hombre que colgaba de un árbol. ¡Era una escena horripilante! Seguidamente se oyó un trueno ensordecedor, se abrió la bóveda celeste y comenzó a caer un diluvio. De todos modos, me parecía que debíamos cortar la soga de la que pendía el hombre, por si aún quedaba un aliento de vida, ¿no creéis? Ahora los rayos eran intermiten­tes, alternando con frecuencia inusitada el mediodía y la medianoche.

Por un instante la imagen del hombre ahorcado aparecía ante mí nítida, deslumbrante, y al instante siguiente de nue­vo desaparecía en las tinieblas. Le dije al rey que debíamos cortar la soga, pero al punto se opuso.

-Si él mismo se colgó es porque estaba deseoso de ceder sus bienes a su señor, así que dejémosle como está. Si fueron otros los que le colgaron seguramente tendrían derecho a hacerlo. Que siga colgado entonces.

-Pero…

-No me pongáis peros; dejadlo como está. Y hay otra ra­zón. Echad un vistazo a vuestro alrededor cuando haya otro relámpago.

¡Otros dos ahorcados muy cerca de donde estábamos!

-No hace un tiempo muy apropiado para mostrarse inú­tilmente cortés con los difuntos. Demasiado tarde para que os lo agradezcan. Venid; no es conveniente que perdamos aquí más tiempo.

No le faltaba razón en lo que decía, de modo que conti­nuamos nuestro camino. En un trayecto de poco más de un kilómetro pudimos contar a la luz de los relámpagos otras seis figuras que colgaban de los árboles. ¡Una excursión francamente siniestra! El murmullo indistinto ya no era un murmullo, ahora era un rugido, el rugido de voces huma­nas. De improviso, una sombra surgió de las tinieblas y un hombre pasó a nuestro lado como una exhalación, seguido de cerca por otras sombras humanas en pos de él. Desapare­cieron. Después de un momento se presentó una escena si­milar, y luego otra, y otra más. Luego, después de un brusco recodo del camino, el incendio apareció ante nuestra vista… Se trataba de una enorme casa señorial, de la cual ya que­daba poco, o apenas nada. Por todas partes se veían hom­bres que huían a todo correr y otros que los perseguían ira­cundos.

Le advertí al rey que éste no era sitio seguro para unos fo­rasteros. Sería conveniente que nos apartásemos de la luz hasta que las cosas mejorasen un poco. Retrocedimos unos pasos y nos ocultamos en el lindero del bosque. Desde nues­tro escondrijo alcanzábamos a ver hombres y mujeres per­seguidos por una turba. Tan espantosa actividad se prolon­gó hasta poco antes de la madrugada. Sólo entonces, cuando ya el fuego se había extinguido y la tormenta había pasado, cesaron las voces y los pasos precipitados, y volvieron a rei­nar la oscuridad y el silencio.

Nos aventuramos a salir y cautelosamente empezamos a alejarnos. Aunque estábamos cansados y soñolientos, no nos detuvimos hasta poner varios kilómetros de por medio. Entonces pedimos hospitalidad en la choza de un carbone­ro y se nos brindó lo poco que había para ofrecer. La mujer estaba ya en pie y dedicada a sus quehaceres, mientras el hombre dormía entre un montón de paja sobre el suelo de arcilla. No se tranquilizó hasta que le expliqué que éramos viajeros que habíamos perdido el camino y que habíamos pasado toda la noche deambulando por los bosques. Al es­cuchar esto se mostró locuaz y nos preguntó si sabíamos algo acerca de los terribles sucesos ocurridos en la casa feu­dal de Abblasoure. Sí, algo sabíamos, pero lo que ahora de­seábamos era dormir y descansar. El rey interrumpió y dijo:

-Vendednos la casa y marchaos de aquí, pues nuestra vi­sita es peligrosa, ya que estuvimos hace poco tiempo con gente que ha perecido por la Muerte Granujienta.

Era un gesto amable de su parte, pero innecesario. Uno de los adornos más corrientes del país era la cara de piña. Ya me había dado cuenta de que la mujer y su marido hacían gala de dicha decoración. A ella no le asustó en absoluto y nos acogió calurosamente. Más aún: la propuesta del rey la había impresionado muchísimo, por supuesto, era un gran acon­tecimiento en su vida encontrar a alguien de apariencia tan humilde como la del rey que estuviese dispuesto a comprar la casa de un hombre con el solo propósito de permanecer en ella una noche. Esto le inspiraba un gran respeto y hacía que extendiese al máximo las magras posibilidades de su ca­sucha para que estuviésemos cómodos.

Dormimos hasta bien entrada la tarde y nos levantamos con apetito suficiente como para que el rey encontrase bas­tante aceptable el menú de un vasallo, aunque fuese escaso en cantidad. Y también en variedad, pues consistía exclusi­vamente en cebollas, sal y el tradicional pan negro del país, elaborado con el forraje de los caballos. La mujer nos relató lo sucedido durante la víspera. Hacia las diez u once de la noche, cuando todos dormían, había ardido la casa señorial. El condado entero acudió al rescate y consiguió salvar a toda la familia con una sola excepción: el amo. A éste no lo habían podido encontrar. La gente estaba convulsionada por la pér­dida, y dos valerosos labradores sacrificaron sus vidas reco­rriendo la mansión en llamas en busca de tan valioso perso­naje. Después de un rato se le encontró, o sea, lo que de él quedaba, que era su cadáver. Yacía entre unos arbustos a trescientos metros de distancia, atado, amordazado y acribi­llado por una docena de puñaladas.

¿Quién lo había hecho? Las sospechas recayeron en una humilde familia de los alrededores, a quien el barón había tratado con particular dureza en los últimos tiempos, y rápi­damente se extendieron también sobre sus parientes y alle­gados. Una sospecha era suficiente. Los lacayos de su seño­ría promulgaron inmediatamente una cruzada contra esa gente, a la cual se sumó muy pronto el resto de la comuni­dad. El marido de la mujer se había unido a la turba y no ha­bía vuelto a casa hasta poco antes del amanecer. Ahora había salido para averiguar en qué había terminado aquello.

Seguíamos hablando cuando regresó. El informe que nos dio era bastante repulsivo. Dieciocho personas habían sido colgadas o masacradas, y en el incendio habían muerto dos labradores y trece prisioneros.

-¿Y cuántos prisioneros en total había en los sótanos?

-Trece.

-¿Entonces, perecieron todos?

-Sí, todos.

-Pero, si la muchedumbre llegó a tiempo de salvar a la fa­milia, ¿cómo es posible que no haya salvado a ninguno de los prisioneros?

El hombre pareció perplejo y preguntó a su vez:

-¿A quién se le ocurriría abrir las mazmorras en un mo­mento así? ¡Pardiez! Algunos hubiesen podido escapar. -¿Entonces, nadie les abrió?

-Nadie se acercó a donde ellos estaban, ni para abrir ni para cerrar. Era razonable suponer que los pestillos estaban bien trancados, de modo que sólo era necesario establecer una vigilancia para asegurarse de que ninguno huyera por más que lograse romper sus cadenas. No fue preciso apresar a nadie.

-A pesar de todo, se fugaron tres -dijo el rey-. Y haríais bien en proclamarlo y en poner a la justicia tras sus huellas, pues fueron ellos quienes asesinaron al barón y prendieron fuego a la mansión.

Me temía que iba a salir con algo por el estilo. En el primer momento la pareja demostró gran interés por las noticias e impaciencia por salir a propagarlas, pero luego una expre­sión diferente en sus rostros delató algún cambio, y comen­zaron a hacer preguntas. Preferí contestarlas yo mismo, ob­servando con sumo cuidado el efecto que producían. Pronto me di cabal cuenta de que el conocimiento de la fuga de los tres prisioneros, de alguna manera, había cambiado el am­biente, y que la impaciencia de nuestro anfitrión por salir a difundir la noticia era sólo una pretensión. El rey no perci­bió el cambio, de lo cual me alegré. Desvié la conversación hacia otros detalles de lo acontecido durante la noche y constaté que aquella gente sentía gran alivio.

Lo más doloroso de todo el asunto era la presteza con que la gente de aquella comunidad oprimida se había vuelto cruelmente contra personas de su propia clase para favore­cer al opresor común. El carbonero y su esposa parecían ser de la opinión de que, en una disputa entre alguien de su mis­ma clase y el señor feudal, lo natural y lo correcto y lo justo era que toda la casta a la cual pertenecía el pobre diablo se pusiese de parte del señor y librase por él la batalla sin dete­nerse siquiera a considerar quién tenía la razón. El hombre había pasado buena parte de la noche ayudando a colgar a sus vecinos y había realizado su trabajo con esmero, aun sa­biendo que en contra de esa pobre gente sólo existía una mera sospecha sin ninguna evidencia que pudiese respal­darla. Pese a todo, ni él ni ella parecían ver nada horrible en el asunto.

Resultaba deprimente para un hombre que albergaba el sueño de una república. Me trajo a la mente una época, trece siglos más tarde, cuando los «blancos pobres» del Sur, siem­pre despreciados y frecuentemente insultados por los due­ños de esclavos de los alrededores, y aun debiendo su miserable condición a la existencia de la esclavitud en el seno de la sociedad, siempre estuvieron pusilánimemente dispues­tos a apoyar a los señores en todas la maniobras políticas para defender y perpetuar la esclavitud, y llegado el momen­to fueron quienes se echaron al hombro los mosquetes y sacrificaron sus vidas para impedir la destrucción de la mismísima institución que los degradaba. Sólo había una circunstancia atenuante en ese lamentable eslabón de la his­toria: el hecho de que, en secreto, los «blancos pobres» de­testaban a los dueños de esclavos y se sentían avergonzados de ellos. Este sentimiento nunca llegó a manifestarse abier­tamente, pero el hecho de que existiese y de que en circuns­tancias favorables hubiera podido salir a la superficie ya era algo; de hecho, era suficiente, pues demostraba que un hom­bre es en el fondo un hombre a pesar de todo, aunque exte­riormente no lo parezca.

Pues bien, como habrá de verse, nuestro carbonero era el hermano gemelo del «blanco pobre» sureño de un futuro le­jano. El rey perdió la paciencia y dijo:

-Si seguís parloteando el día entero, la justicia se verá frustrada. ¿Creéis acaso que los criminales regresarán a la morada de sus padres? No, ahora mismo escapan, se alejan. Deberíais encargaros de que una partida a caballo siguiese sus huellas.

Advertí que la mujer palidecía, leve, pero perceptible­mente, y que el hombre parecía confundido e indeciso. Dije entonces:

-Vamos, amigo; caminaré contigo un trecho y te diré qué dirección pienso que pueden haber tomado. Si se tratase sim­plemente de gente que huye para no pagar sus tributos o al­guna nimiedad semejante, procuraría evitar su captura, pero cuando unos hombres asesinan a una persona de alto rango y además queman su casa ya es un asunto bien diferente.

Este último comentario iba dirigido al rey… para que se tranquilizara. Una vez en el camino, el hombre echó mano de toda su determinación y comenzó a andar con paso deci­dido: aunque carente de entusiasmo. Después de un rato le pregunté:

-¿Qué parentesco tienes con esos hombres? ¿Son primos tuyos?

Se puso tan blanco como se lo permitía su costra de car­bón y se detuvo temblando.

-¡Dios mío! ¿Cómo lo sabíais?

-No lo sabía. No era más que un disparo a ciegas.

-Pobres muchachos. Están perdidos. Y eran tan buenos chicos.

-¿De verdad que te encaminabas ahora a acusarlos?

No sabía muy bien cómo interpretar estas palabras, pero después de un momento dijo dubitativamente:

-Ss… sí.

-Entonces opino que eres un condenado canalla.

Se alegró tanto como si le hubiese dicho que era un ángel.

-Repetid esas hermosas palabras, hermano. ¿Queréis de­cir que no me delataréis si no cumplo con mi deber?

-¿Deber? Aquí no hay más deber que el de mantener la boca cerrada y dejar que esos hombres escapen. Han hecho lo que tenían que hacer.

Pareció satisfecho; satisfecho, pero en su semblante se leía una tenue aprensión. Miró hacia ambos lados del camino para cerciorarse de que no venía nadie y luego dijo en un tono cauteloso:

-¿De qué tierra venís, hermano, que pronunciáis palabras tan arriesgadas y no parecéis tener miedo?

-No son palabras arriesgadas si se dirigen a alguien de la misma condición. Me parece. ¡Porque no se te ocurrirá con­tar lo que te he dicho!

-¿Yo? Antes me dejaría descuartizar por cuatro caballos salvajes.

-Bien, entonces diré lo que pienso y no tendré temor de que lo repitas. Creo que anoche se cometió una injusticia diabólica con esa pobre gente. El viejo barón recibió senci­llamente lo que merecía. Si de mí dependiese, correrían la misma suerte todos los de su clase.

El miedo y el abatimiento desaparecieron del rostro del hombre, cediendo el paso a una expresión de gratitud y ani­mación.

-Aunque fueseis un espía y lo que decís sea solamente una trampa para perderme, iría feliz a la horca con tal de volver a oír palabras tan refrescantes, que son como un banquete para alguien que ha pasado hambre toda su vida. Y ahora seré yo quien diga lo que pienso, y podéis delatarme si así os place. Ayudé a colgar a mis vecinos porque peligraba mi propia vida si no mostraba fervor en la causa de mi señor, y ésa es también la razón por la que ayudaron los demás. Aun­que hoy todos se alegran de que haya muerto, simulan estar apenados y lloran con lágrimas de hipocresía, ¡porque en ello reside su seguridad! ¡He pronunciado las palabras! He pronunciado las únicas palabras que han dejado en mi boca un buen sabor, y gozar de ese sabor es recompensa suficien­te. Ahora podéis conducirme adonde queráis, aunque fuese al patíbulo, pues estoy presto.

He aquí la prueba. En el fondo, está claro: un hombre es un hombre. Siglos enteros de abuso y opresión no han con­seguido aplastar totalmente el espíritu humano que alberga en su interior. Y quien piense que me equivoco estará incu­rriendo en una gran equivocación. Sí; hay suficiente mate­rial apropiado para la construcción de una república entre la gente más degradada que jamás haya existido… incluso en­tre los rusos, y en abundancia…. y entre los alemanes. Basta­ría con hacer que aflorase ese espíritu humano de la timidez y suspicacia del común de la gente para derrocar y arrastrar por el lodo cualquiera de los tronos que jamás hayan sido instaurados, junto con la nobleza que los apoya y salvaguar­da. Todavía habríamos de ver ciertas cosas. Al menos, eso esperaba y en ello confiaba. En primer lugar, una monarquía modificada mientras reinase Arturo, y luego, después de su muerte, la destrucción del trono, la abolición de la nobleza y la asignación de tareas útiles a cada uno de sus miembros, la instauración del sufragio universal y la determinación de que el gobierno nacional pasase a manos de los hombres y mujeres del país, y allí permaneciese para siempre. Sí, toda­vía no tenía motivos para renunciar a mi sueño.

31. Marco

Caminábamos de manera indolente y seguíamos ha­blando. Debíamos tardar más o menos el mismo tiempo que nos hubiese costado llegar hasta la aldea de Abblasou­re, poner a la justicia tras la pista de los asesinos, y regresar a casa. Mientras tanto, tenía un interés adicional que no ha­bía disminuido ni había perdido novedad durante toda mi estancia en la corte del rey Arturo: la forma de tratarse en­tre sí los caminantes que casualmente se cruzaban por el camino, un comportamiento que correspondía a una clara y exacta subdivisión en castas. Con el monje de afeitada ca­beza, que caminaba con paso pesado, la capucha sobre los hombros y el sudor resbalándole por la gruesa papada, el carbonero se mostraba profundamente reverente; con el caballero era servil; con el pequeño granjero y el mecáni­co independiente se volvía cordial y charlatán; y cuando nos cruzábamos con un esclavo, inclinado, con su cabeza respetuosamente gacha, entonces la nariz del carbonero se elevaba hacia los cielos y, por supuesto, ni siquiera se dig­naba verlo. En fin, hay ocasiones en que a uno le gustaría colgar a toda la raza humana y terminar con la farsa de una vez por todas.

En el camino nos vimos envueltos en un incidente. De uno de los bosques cercanos salió corriendo una pandilla de niños y niñas semidesnudos, gritando y chillando asusta­dos. El mayor no tendría más de doce o catorce años. Implo­raban nuestra ayuda, pero estaban tan fuera de sí que no lo­grábamos entender lo que pasaba. De cualquier manera, descubrimos de qué se trataba: utilizando una corteza como improvisada soga habían colgado de un árbol a un peque­ñín, que ahora forcejeaba y pataleaba, a punto de morir asfi­xiado. Lo rescatamos y lo reanimamos. Un nuevo ejemplo de la naturaleza humana: aquella gente menuda, que había observado a sus mayores con ojos llenos de admiración, tra­taba ahora de imitarlos. Jugando a comportarse como una turba habían conseguido un éxito mucho más importante de lo que hubiesen podido suponer.

La excursión no resultó nada aburrida para mí. Me las arreglé para aprovechar lo mejor posible el tiempo. Trabé conocimiento con varias personas y, dada mi condición de extranjero, pude hacer cuantas preguntas quise. Algo que por supuesto me interesaba como estadista era el asunto de los salarios. A lo largo de aquella tarde reuní toda la infor­mación que me fue posible sobre el tema. Una persona que no ha tenido mucha experiencia y que nó piensa demasiado será propensa a juzgar la prosperidad de una nación, o la au­sencia de prosperidad, teniendo en cuenta únicamente la cuantía de los sueldos. Estimará entonces que, si los sueldos son altos, la nación es próspera, y que, si son bajos, no lo es. Lo cual es un error. Lo importante no es la suma que recibes, sino lo que puedes comprar con ella, es eso lo que te indica si tu sueldo es alto en realidad, o sólo lo es de palabra. Recuer­do lo que ocurría en tiempos de nuestra gran Guerra Civil en el siglo xix. En el Norte un carpintero ganaba tres dólares diarios, respaldados por una reserva de oro; en el Sur recibía cincuenta dólares… pagaderos en dinero de la Confedera­ción cuyo valor apenas llegaba a un dólar la fanega. En el Norte unos pantalones de trabajo costaban tres dólares, el jornal de un día; en el Sur costaban setenta y cinco dólares, dos días de jornal allí. El resto de las cosas seguía la misma proporción. Por tanto, los salarios eran dos veces más altos en el Norte que en el Sur, dado que el primero tenía el doble de poder adquisitivo que el segundo.

Pues sí, conocí a varias personas en la aldea, y algo que me agradó muchísimo fue encontrar que ya estaban en cir­culación nuestras nuevas monedas: cantidades de milréis, de monedas de un décimo de centavo, de un centavo, nume­rosas monedas de níquel de cinco centavos, y unas cuantas, de plata, todo ello en poder de los artesanos y de la gente co­mún. E incluso algunas de oro…, pero éstas estaban en el banco, o sea en casa del orfebre. Me dejé caer por allí mien­tras Marco, hijo de Marco, estaba regateando con un tende­ro el precio de cien gramos de sal, y pedí que me cambiaran una moneda de oro de veinte dólares. Me la cambiaron, es decir, después de haberle hincado el diente, de haberle echado ácido, y de preguntarme de dónde la había sacado, quién era yo, de dónde venía, hacia dónde me dirigía, cuán­do pensaba llegar y por lo menos otras doscientas pregun­tas; y al final, cuando ya no tenían nada más que preguntar, de manera espontánea les proporcioné abundante informa­ción sobre mi persona: les conté que tenía un perro llamado Guardián, que mi primera mujer era miembro de la Iglesia Baptista y su abuelo había sido prohibicionista, y que yo había conocido a un hombre que tenía dos pulgares en cada mano y una verruga en el interior del labio superior y que había muerto con la esperanza de una resurrección glorio­sa, etcétera, etcétera, etcétera, hasta el punto de que aquel hambriento inquisidor de aldea empezó a mostrarse satis­fecho, y también un poco desconcertado; de cualquier for­ma no le quedaba más remedio que respetar a un hombre con mi poder económico, de manera que ni rechistó, pero me di cuenta de que se desquitaba con sus subordinados, cosa muy natural por otra parte. Sí, me cambiaron la mone­da de veinte dólares, pero me parece que tuvieron que for­zar un poco las reservas del banco, lo cual era lógico, pues equivalía a entrar en una insignificante tiendecilla de pue­blo en el siglo xix y pedir de buenas a primeras que te cam­biaran un billete de dos mil dólares. Es posible que el tende­ro tuviese cambio, pero no dejaría de preguntarse qué hacía un humilde campesino con tanto dinero en el bolsillo. Y eso debía de pensar el orfebre, pues me acompañó hasta la puerta y desde allí me siguió con una mirada de reverente admiración.

Nuestro dinero no sólo circulaba sin problemas, sino que su nomenclatura se utilizaba fluidamente, es decir, las gen­tes habían desechado los nombres de anteriores formas de pago y ahora se referían al valor de las cosas en dólares o centavos, o décimos de centavo o milréis. Era realmente sa­tisfactorio. Progresábamos, no cabía la menor duda.

Conocí a varios maestros artesanos, pero de todos ellos tal vez el más interesante era Dowley, el herrero, un hombre vivaz y un conversador entusiasta. Dowley tenía dos oficia­les, tres aprendices, y su negocio iba viento en popa. De he­cho, se estaba haciendo rico a pasos agigantados y era muy respetado en el lugar. Marco se sentía muy orgulloso de ser amigo de un hombre así. Supuestamente me había llevado allí para que viese el gran establecimiento que le compraba buena parte de su carbón pero en realidad quería demos­trarme que tenía un trato amistoso, casi familiar, con tan importante hombre. Dowley y yo congeniamos en seguida; era de ese tipo de hombres escogidos, espléndidos, que ha­bía tenido a mi cargo en la Fábrica de Armas Colt. Quería volverlo a ver, así que lo invité a comer con nosotros el do­mingo en casa de Marco. Marco estaba abrumado, y apenas podía respirar; y cuando el gran personaje aceptó, se sintió tan agradecido que por poco se olvida de asombrarse ante semejante condescendencia.

La alegría de Marco no tenía límites…, pero sólo duró un momento; en seguida se tornó pensativo, luego triste, y cuando oyó que le decía a Dowley que también invitaría a Dickson, el maestro albañil, y a Smug, el maestro carretero, la capa de carbón que cubría su cara se volvió tan blanca como la tiza, y perdió el control. Yo sabía cuál era el proble­ma: los gastos. Se veía condenado ya a la ruina, y seguro de que sus días estaban contados, financieramente hablando. Sin embargo, cuando nos dirigíamos a casa de los otros para invitarlos, le dije:

-Espero que me permitas que invite a estos amigos y que sea yo quien corra con los gastos.

Su semblante pareció despejarse y replicó con viveza:

-Pero no con todos los gastos, no con todos. No podéis llevar semejante carga vos solo.

Lo detuve, y le dije:

-Ya es hora de que pongamos las cosas en claro, querido amigo. Es cierto que sólo soy el administrador de una gran­ja, pero no se puede decir que sea pobre. Este año he tenido mucha suerte… Te asombraría saber cuánto he medrado. La verdad monda y lironda es que podría correr con los gastos de una docena de convites como éste sin siquiera parar mientes en los costes.

Hice un chasquido con los dedos y lo miré. Era evidente que a los ojos de Marco mi importancia crecía a razón de va­rios metros por minuto, y cuando pronuncié estas últimas palabras me había convertido en una verdadera torre, tanto por la magnitud como por el estilo:

-Así que ya lo ves; me vas a dejar que lo haga a mi manera. No vas a contribuir ni con un solo centavo a esta orgía, y no hay más que hablar.

-Es magnífico y muy amable de tu parte…

-No; no lo es. Nos habéis acogido a Jones y a mí en vues­tra casa con la mayor generosidad. Jones me lo comentaba hace un rato, antes de que regresaras. Claro que no es proba­ble que te lo diga él mismo…, porque Jones es reservado y tí­mido en presencia de otras personas, pero posee un corazón agradecido y sabe apreciar cuando es bien tratado; sí, y tú y tu mujer habéis sido muy hospitalarios con nosotros.

-Ah, hermano pero tenemos tan poco que ofrecer… Si no es nada. ¡Valiente hospitalidad!

-Pues claro que es algo. Que un hombre ofrezca libre­mente lo mejor que tiene siempre significa algo, y es tan bue­no como lo que podría hacer un príncipe, y tiene el mismo valor, pues incluso un príncipe no puede hacer más que ofrecer lo mejor que tiene. Así que vamos a hacer unas cuan­tas compras y a proseguir con el plan que hemos trazado, y no te preocupes por los gastos. Soy uno de los peores derro­chadores que ha existido en el mundo. Hombre, ¿sabes que a veces gasto en una sola semana…? Pero eso no importa aho­ra; de todos modos no me creerías.

Así que recorrimos muchos sitios, entramos en varias tiendas, miramos precios, comentamos con los tenderos los disturbios de la víspera, y nos topamos también con al­gún que otro patético recordatorio de aquellos sucesos en la persona de algún desgraciado y lloroso superviviente de la cacería humana, que ahora se había quedado sin casa y sin familia, y cuyos parientes habían sido masacrados o colgados.

Las ropas de Marco eran de burda estopa y las de su mujer de una especie de lino basto, y se parecían al mapa de un municipio, ya que estaban confeccionadas casi exclusiva­mente con parches que se habían ido añadiendo, poco a poco, barrio a barrio, en el transcurso de unos cinco o seis años, hasta el punto de que apenas podía encontrarse un re­tazo de la tela original. Yo deseaba regalar a la pareja ropas nuevas, de forma que no desentonaran con los elegantes personajes que íbamos a recibir pero no sabía cómo abordar el tema sin que se sintiesen ofendidos, hasta que de repente pensé que, ya que había sido tan prolijo inventando la grati­tud oral del rey, bien podría respaldarla con una evidencia más sustancial y práctica de su carácter. Dije entonces:

-Ah, y otra cosa, Marco; hay algo más que tendrás que permitirme por deferencia hacia Jones…, pues estoy seguro de que no te gustaría ofenderle. Él está ansioso por manifes­tar su agradecimiento de alguna manera, pero para estas cosas es tan apocado que no se atreve a hacerlo por sí mis­mo, de modo que me suplicó que comprase alguna cosilla para la señora Phyllis y para ti sin que os enteraseis de que es él quien paga… Ya sabes cómo se siente una persona deli­cada en casos como éste… Así que le dije que lo haría, y que no diría una palabra al respecto. Pues bien, a él se le había ocurrido que podríamos comprar nuevas vestimentas para ambos.

-¡Ah, pero eso sería un despilfarro! No puede ser, herma­no, no puede ser. ¡Considerad la magnitud de la suma!

-¡Al diablo con la magnitud de la suma! Intenta permane­cer callado un momento, a ver cómo te sientes. Cuando em­piezas a hablar no hay manera de meter baza, ni siquiera acercándose de perfil. Tienes que tener cuidado, Marco; como sabes, no son buenos modales, y si no tratas de evitar­lo, podrías incluso salir perdiendo. Bueno, ahora vamos a entrar a esa tienda a mirar precios. Y no te olvides de tener siempre presente que Jones no debe sospechar que sabes que él ha tenido algo que ver en esto. No podrías imaginar lo sen­sible y orgulloso que es. Sí, es granjero, en realidad un gran­jero bastante rico, y yo soy su administrador. ¡Y qué imagi­nación tiene este hombre! ¡Caracoles! A veces parece olvidar quién es y empieza a alardear de tal manera que cualquiera podría pensar que es uno de los hombres más importantes de la tierra. Por otra parte, podrías escucharle hablar duran­te cien años y no pensarías que es granjero…, sobre todo si se le ocurre hablar de agricultura. Se cree el emperador de los granjeros, un Salomón o un Matusalén de la Agricultura, pero confidencialmente, y aquí entre nosotros, te diré que entiende de agricultura tanto como del gobierno de un rei­no… pero, sea lo que sea, hable de lo que hable, trata de per­manecer con la boca abierta, como si nunca antes hubieses escuchado una sabiduría tan pasmosa y temieses morir sin haber escuchado lo suficiente. A Jones le encantará.

A Marco le divertía mucho oír hablar de un personaje tan peculiar, y al mismo tiempo yo quería que estuviese prepa­rado ante cualquier eventualidad, pues sé por experiencia que cuando se viaja con un rey que finge ser otra cosa y se ol­vida de su papel la mitad de las veces, todas las precauciones son pocas.

Aquélla era la mejor de las tiendas que habíamos visitado hasta el momento. Había de todo, en pequeñas cantidades, desde yunques y tejidos hasta pescado y bisutería. Decidí hacer todas las compras en aquel sitio, y desistí de seguir comparando precios. Me deshice de Marco enviándolo a in­vitar al albañil y al carretero, pues quería quedarme con el campo despejado. Nunca me ha gustado hacer cosas que pa­sen desapercibidas; cuando algo me interesa, tengo que po­ner en práctica el elemento teatral. De forma aparentemente despreocupada dejé ver una cantidad de dinero suficiente para asegurarme el respeto del tendero, y luego hice una lista de las cosas que quería y se la pasé para ver si era capaz de leerla. Sabía leer y se mostraba orgulloso de ello. Me dijo que lo había educado un cura, que le había enseñado a leer y es­cribir. Le echó un vistazo y comentó con aire satisfecho que se trataba de un pedido bastante considerable. Y, desde lue­go, lo era para un negocio tan pequeño como aquél. No sólo quería ofrecer una cena estupenda sino que quería disponer de algunos detalles adicionales. Ordené que llevasen el pedi­do a casa de Marco, hijo de Marco, el sábado por la tarde y que se me enviase la cuenta el domingo a la hora de la cena. Dijo que podía confiar en su rapidez y puntualidad, pues ésa era la regla de oro de la casa. Añadió que incluiría un par de pistolas de aire comprimido gratis para los Marco, ya que ahora todo el mundo las usaba. Tenía una opinión excelente de un utensilio tan práctico. Dije:

-Por favor, quiero que sean cargadas hasta la mitad y que se agregue el importe a la cuenta.

Así lo haría, y con mucho gusto. Las llenó y me las llevé. No podía arriesgarme a revelar que la pistola de aire compri­mido era uno de mis pequeños inventos, y que yo mismo ha­bía ordenado oficialmente que todos los tenderos del reino las tuvieran a mano para venderlas al precio estipulado por el gobierno, que era una fruslería, y que el tendero se queda­ra con todo pues las distribuíamos gratuitamente.

Regresamos al anochecer, pero el rey apenas había nota­do nuestra ausencia. De nuevo había estado soñando en la grandiosa invasión de la Galia, respaldado por todo el poder de su reino, y así, alejado de la realidad, se había ido consu­miendo su tarde.

32. La humillación de Dowley

Caía la tarde del sábado cuando llegó el pedido. Tuve que echar mano de todos mis recursos para evitar que los Marco se desmayasen. Estaban convencidos de que tanto Jones como yo nos habíamos arruinado irremisiblemente y se re­prochaban su complicidad en semejante bancarrota. Aparte de lo necesario para la cena, que de por sí ya suponía una suma bastante elevada, había adquirido una serie de extras pensando en un futuro más cómodo para la familia. Por ejemplo, una gran cantidad de trigo, que era un manjar tan poco frecuente en las mesas de las gentes de su clase como podría serlo un helado en la de un ermitaño. También una mesa de comedor de buen tamaño y dos libras de sal, otro artículo inusual a los ojos de aquella gente. Además, algunas piezas de vajilla, taburetes, ropas, un barrilete de cerveza, et­cétera. Pedí a los Marco que no hablaran con nadie acerca de estos artículos suntuosos, pues quería tener la oportunidad de sorprender a nuestros invitados y de presumir un poco. Por lo que respecta al nuevo vestuario, aquella ingenua pa­reja se comportaba como un par de niños: se pasaron buena parte de la noche levantándose para ver si ya llegaba el ama­necer y volviéndose a acostar, y al final estrenaron sus ropas casi una hora antes de que amaneciese. Experimentaban un placer -por no decir delirio- tan inocente, insólito y conmo­vedor, que con sólo verlos me sentía compensado por las in­terrupciones que mi sueño había sufrido. El rey había dor­mido como de costumbre: como un tronco. Los Marco no podían darle las gracias por las ropas, ya que se lo había prohibido, pero intentaron mostrarle su agradecimiento de todas las formas posibles. Lo cual no sirvió de nada, pues él no notó ningún cambio.

Resultó ser uno de esos días, tan poco frecuentes en oto­ño que parece más bien un templado día del mes de junio y es una gloria estar al aire libre. Los invitados llegaron hacia el mediodía, nos reunimos bajo un inmenso árbol y pronto se creó un clima tan amistoso como si fuéramos viejos ami­gos. Incluso el rey parecía tener menos reservas, aunque al principio le costó algún trabajo acostumbrarse al nombre de Jones. Le había pedido que procurara no olvidar que era granjero, pero también creí prudente recomendarle que no tocase mucho el tema. Era de ese tipo de personas que, de no ser advertido, tiende a meter la pata en esta clase de detalles, con la ayuda de su lengua siempre pronta, su disposición de espíritu y su información poco fiable.

Dowley se encontraba de un humor excelente, en seguida conseguí que se sintiese locuaz y hábilmente fui encaminán­dole al relato de una historia de la que él era protagonista, su propia historia. Daba gusto quedarse allí sentado escuchan­do el incesante zumbido de sus palabras. Era uno de esos hombres que han llegado a su posición por su propio esfuer­zo. Saben cómo hablar. Son dignos de mayor alabanza que cualquier otra clase de hombres, cosa que además son los primeros en descubrir. Nos contó que de niño se había que­dado huérfano, sin dinero y sin un amigo que pudiese echar­le una mano. Había vivido como el esclavo del amo más mi­serable; su jornada de trabajo era de dieciséis a dieciocho horas diarias, y sólo le reportaba el pan de centeno suficiente

para mantenerse medio alimentado; sus constantes esfuer­zos atrajeron finalmente la atención de un bondadoso herre­ro, que le dio un susto de muerte al tener la amabilidad de ofrecerle, a pesar de su falta de preparación, la oportunidad de ser su aprendiz durante nueve años, y que le proporcionó alojamiento, vestiduras y le enseñó el oficio o «el misterio», como lo llamaba Dowley. Ése fue su primer gran ascenso, un magnífico golpe de suerte, y era patente que aún no podía hablar de ello sin que le produjese una especie de fascinada admiración, y un gran deleite por el hecho de que un hom­bre corriente hubiese conseguido encumbrarse de tal mane­ra. Durante su aprendizaje no recibió nuevos vestidos, pero el día de su graduación su jefe le regaló una túnica de estopa totalmente nueva que le hizo sentirse indescriptiblemente rico y refinado.

-Recuerdo ese día -interrumpió el carretero con entu­siasmo.

-¡Yo también! -dijo a grandes voces el albañil-. No podía creer que esas ropas te perteneciesen; a fe que no podía. -¡Tampoco los demás! -exclamó Dowley con ojos brillan­tes-. Estuve a punto de perder mi honra, ya que los vecinos podían pensar que las había robado. Fue un día grandioso, grandioso, uno de esos días que no se olvidan nunca.

Sí; y su jefe era un hombre muy bueno y afortunado, y dos veces al año ofrecía grandes festines de carne, en los que también había pan blanco, auténtico pan de trigo; de hecho, vivía como un señor, por así decirlo. Y con el tiem­po, Dowley tuvo éxito en los negocios y se casó con la hija del jefe.

-¡Y ahora fijaos hasta dónde he llegado! -dijo Dowley en un tono ostentoso-. ¡En mi mesa hay carne fresca dos veces al mes!

Aquí hizo una pausa para que esas palabras cobrasen toda su fuerza, y al cabo agregó:

-Y otras ocho veces carne salada.

-Lo cual es muy cierto -dijo el carretero con la respira­ción agitada.

-Lo he visto con mis propios ojos -corroboró el albañil con la misma veneración.

-En mi mesa hay pan blanco todos los domingos del año -añadió el herrero con solemnidad-. Dejo a vuestra con­ciencia, amigos míos, reconocer que esto que digo es cierto.

-¡Por mi cabeza que sí! -exclamó el albañil.

-Yo podría dar testimonio, y lo doy-dijo el carretero.

-Y en cuanto al mobiliario, vosotros mismos podéis dar fe de lo que poseo.

Hizo con su mano un ademán como si garantizara una to­tal libertad de palabra y añadió:

-Podéis hablar como os plazca; como si yo no estuviese aquí.

-Poseéis cinco taburetes trabajados con el más depurado esmero, aunque en vuestra familia sólo seáis tres -dijo el ca­rretero con profundo respeto.

-Y seis copas de madera, seis fuentes de madera y dos de peltre para comer y beber -dijo el albañil, impresionado-. Y lo digo a sabiendas de que Dios me juzga y de que no hemos de vivir aquí por siempre, sino que en el último día tendre­mos que rendir cuentas de todo lo que hemos dicho, de lo falso como de lo verdadero.

-Ahora ya sabéis qué clase de hombre soy, hermano Jones -dijo el herrero con amistosa condescendencia-, y descu­briréis sin duda cuán celoso soy del respeto que merezco y qué poco amigo de gastarme el dinero con extraños hasta no estar seguro de su valor y calidad, pero, a ese respecto, no te­néis de qué preocuparos, porque con vosotros no daré im­portancia a estas cuestiones; al contrario, estoy dispuesto a confraternizar con todo el que tenga un buen corazón como si de un igual se tratase sin importarme su situación social. Y, como prueba de ello, aquí está mi mano; y afirmo con mis propios labios que somos iguales… Sí, iguales.

Así diciendo, sonrió a los presentes con la satisfacción de un dios benevolente que está haciendo una buena obra y es consciente de ello.

El rey cogió la mano que se le tendía con mal disimulada desgana y se deshizo de ella con el mismo gusto con que una mujer se deshace de un pescado; gesto que causó un efecto positivo al ser interpretado como el lógico azoramiento de quien se siente deslumbrado ante tanta grandeza.

En este momento, la dama sacó la mesa y la colocó debajo del árbol. Causó una visible sorpresa, ya que no cabía duda de que la suntuosa adquisición era completamente nueva. Pero la sorpresa fue aún mayor cuando la dama, rezumando una indiferencia que traicionaban sus ojos iluminados por la vanidad, desdobló lentamente un auténtico, irrefutable mantel, y lo extendió. Esto sobrepasaba incluso las grande­zas domésticas que podía permitirse un herrero, y fue un duro golpe para él; era obvio. Pero lo que también resultaba claro era que Marco estaba en el paraíso. Seguidamente la mujer sacó dos flamantes taburetes nuevos. ¡Vaya, eso sí que causó sensación! Se notaba en los ojos de todos los invita­dos. Entonces sacó otros dos, con toda la calma de que fue capaz. Nueva sensación, acompañada esta vez de murmu­llos de incredulidad. La mujer se sentía tan orgullosa cuando apareció con dos más, que en lugar de caminar parecía estar volando. Los invitados se habían quedado petrificados. Por fin habló el albañil:

-No sé qué tienen las pompas mundanas, que le mueven a uno a reverencia.

Cuando la mujer se retiró, Marco no pudo resistir dar el golpe de gracia, ahora que los tenía postrados de admira­ción, y con lo que pretendía ser una compostura lánguida, pero que en realidad era sólo una pobre imitación, dijo:

-Con eso es suficiente: no hace falta que saques el resto. ¡Conque aún quedaban más! El efecto fue soberbio. Yo mismo no hubiera podido hacerlo mejor.

A partir de aquel momento, la mujer fue acumulando sor­presa tras sorpresa con una velocidad tal, que el asombro ge­neral alcanzaba los sesenta grados a la sombra, a la vez que su expresión oral se iba reduciendo a «Ohs» y «Ahs» entre­cortados y a una muda elevación de ojos y manos. Aparecie­ron con la vajilla, nueva y abundante, las no menos nue­vas copas de madera, así como otros utensilios de mesa; también cerveza, pescado, pollo, un ganso, huevos, ternera asada, cordero asado, un jamón, un cochinillo asado y au­téntico pan de trigo en cantidad. No es exagerado decir que aquella gente no había contemplado un despliegue semejan­te en sus vidas. Y mientras permanecían allí sentados, como idiotizados por la admiración y el respeto, ejecuté con la mano un movimiento pretendidamente accidental, que pro­vocó que el hijo del tendero apareciese como caído del cielo y dijese que venía a cobrar.

-De acuerdo -dije con indiferencia-. ¿Cuánto es todo? Léeme la lista.

Entonces se dispuso a leerla, mientras los tres hombres lo escuchaban sin salir de su asombro. Cálidas olas de satisfac­ción envolvían mi alma, mientras olas de terror y admira­ción se apoderaban de Marco.

 

«2 libras de sal                                                                                                                                               200

4 docenas de litros de cerveza de barril                                                       800

3 fanegas de trigo                                                                                                                             2.700

2 libras de pescado                                                                                                                                        100

3 gallinas                                                                                                                                                                        400

l           ganso                                                                                                                                                                                  400

3 docenas de huevos                                                                                                                     150

1 porción de ternera asada                                                                                                            450

1 porción de cordero asado                                                                                                          400

1 jamón                                                                                                                                                                                          800

1 lechoncillo                                                                                                                                                   500

2 vajillas                                                                                                                                                           6.000

2 trajes de hombre y ropa interior                                                   2.800

1 pieza de tela, 1 túnica de lana y ropa interior             1.600

8 copas de madera                                                                                                                                        800

Varios utensilios de mesa                                                                                             10.000

1 mesa de comedor                                                                                                                         3.000

8 taburetes                                                                                                                                                       4.000

2 pistolas de aire comprimido, cargadas                        3.000»

 

Entonces se detuvo. Se produjo un terrible silencio. Nadie movió ni un músculo. Parecía como si ni siquiera respira­sen.

-¿Eso es todo? -pregunté en un tono de voz perfectamen­te calmo.

-Todo, señor, salvo que ciertos artículos de poca monta están incluidos dentro de la misma denominación genérica. Pero si es vuestro deseo saber…

-Carece de importancia -dije, acompañando mis pala­bras con un gesto que denotaba la más profunda indiferen­cia-; dame la suma total, por favor.

El dependiente trató de mantenerla compostura apoyán­dose en el árbol y dijo:

-Treinta y ocho mil cien milréis.

El carretero se cayó de su taburete; los demás se sujetaron a la mesa para no correr la misma suerte y se oyó una pro­funda exclamación general:

-¡Que Dios nos asista en el día del desastre! El dependiente se apresuró a decir:

-Mi padre me ha encargado que os haga saber que, ho­nestamente, no espera que le paguéis todo de una vez, por lo que sólo os suplica…

Le presté la misma atención que hubiera dedicado a una ligera brisa y, con un aire tan indiferente que rozaba la des­gana, saqué mi dinero y coloqué cuatro dólares sobre la mesa. ¡Con qué cara se quedaron mirando!

El dependiente estaba tan atónito como encantado. Me pidió que retuviera uno de los dólares como depósito hasta que pudiera ir a la ciudad y… Le interrumpí:

-¡Cómo! ¿Para devolverme nueve centavos? Tonterías. Llévatelo todo y quédate con el cambio.

Pudo percibirse un murmullo de estupor que equivalía a algo así:

-¡Verdaderamente, este hombre está forrado de dinero! Lo tira como si fuera basura.

El herrero estaba totalmente abatido.

El dependiente cogió su dinero y desapareció borracho de felicidad. Les dije a Marco y a su mujer:

-Buena gente, este pequeño detalle es para vosotros -y ex­tendí las pistolas de aire comprimido, como si no tuviesen la menor importancia, a pesar de que cada una contenía quince centavos en metálico; y mientras las pobres criaturas se deba­tían entre el aturdimiento y la gratitud, me volví hacia los otros y les dije con la tranquilidad de quien pregunta la hora:

-Espero que todos estemos listos, porque la cena lo está. Manos a la obra.

¡Ah! Fue sencillamente perfecto. Nunca he preparado me­jor la situación ni he sacado un partido tan espectacular de los materiales existentes. En fin; el herrero estaba totalmente apabullado. ¡Cielos! No me hubiera gustado estar en su pe­llejo por nada de este mundo. Había fanfarroneado y se ha­bía jactado del gran festín de carne que organizaba dos veces al año, de que comía carne fresca dos veces al mes, carne sa­lada dos veces por semana y pan blanco todos los domingos del año, para una familia de tres personas, por un importe anual que no superaría los sesenta y nueve centavos, dos dé­cimos de centavo y seis milréis, cuando de repente aparece un hombre que desembolsa de golpe cuatro dólares y al que además parece fastidiarle tener que andar con cantidades tan despreciables. Sí; Dowley parecía bastante contrariado, encogido y postrado. Tenía un aspecto semejante al de un balón de goma tras ser pisoteado por una vaca.

33. La economía política en el siglo VI

Sea como fuere, hice un esfuerzo por ponerlo de mi parte y, antes de que hubiésemos consumido una tercera parte de la comida, había logrado contentarlo de nuevo. No era una tarea difícil en un país organizado en categorías y castas. Lo que pasa en un país con semejante organización es que el hombre nunca llega a ser hombre, lo es tan sólo en parte, no se desarrolla del todo. Le demuestras a un hombre que eres superior a él por tu situación social, linaje o fortuna, y se rin­de a tus pies. Después de eso, ya no podrás insultarlo. No, no es eso exactamente lo que quería decir; por supuesto que puedes insultarlo; pero quería señalar que es difícil, de modo que, a no ser que dispongas de mucho tiempo ocioso, no vale la pena intentarlo. Ahora contaba con el respeto incondicional del herrero, pues aparentemente yo era in­mensamente afortunado y rico. Y hubiese conseguido su adoración de haber estado en posesión de cualquier titulillo nobiliario. No sólo la suya, sino la de cualquier habitante del país aunque él fuese el mayor portento que habían conocido los siglos en cuanto a inteligencia, carácter y valores perso­nales, y yo fuese una verdadera ruina a todos esos niveles. Pero las cosas serían así mientras Inglaterra existiese sobre la faz de la tierra. Imbuido del espíritu de la profecía, podía adentrarme en el futuro y ver cómo este país erigiría esta­tuas y monumentos a sus execrables Jorges y a una serie de nobles allegados a la corte y no rendiría honores a quienes, después de Dios, han creado este mundo: Gutenberg, Watt, Arkwright, Whitney, Morse, Stephenson, Bell.

El rey dio buena cuenta de sus raciones y luego, como la conversación no abordaba conquistas o temibles duelos, fue adormeciéndose hasta que por fin se retiró a echar una cabe­zada. La señora Marco despejó la mesa, situó el barril de cer­veza de tal forma que lo tuviéramos a mano y se fue a cenar las sobras en humilde intimidad; el resto de nosotros pronto estuvimos enfrascados en aquellos asuntos que más atañen a la gente de nuestra condición: negocios y salarios, por supuesto. A primera vista, aquel pequeño reino tributario, cuyo soberano era el rey Bagdemagus, parecía increíblemen­te próspero en comparación con mi propia región. Aquí el «proteccionismo» estaba totalmente arraigado, mientras que nosotros avanzábamos poco a poco hacia el mercado libre, y ya nos encontrábamos a mitad de camino. Al poco rato, Dowley y yo llevábamos la conversación, mientras los demás escuchaban con avidez. Dowley se fue entusiasmando a me­dida que hablábamos, creyó percibir que se encontraba en una situación ventajosa, y empezó a hacerme preguntas que pensó me parecerían extrañas y que, en efecto, lo eran.

-Hermano, ¿cuál es en vuestro país el salario de un ad­ministrador de tierras, de un carretero, un pastor o un por­quero?

-Veinticinco milréis al día, o lo que es lo mismo, un cuar­to de centavo.

La cara del herrero se iluminó de alegría. Dijo:

-¡Aquí cobra el doble! ¿Y cuál es el sueldo de un mecáni­co, de un carpintero, de un pintor de brocha gorda, de un al­bañil, de un herrero, de un constructor de ruedas o cual­quier otro oficio similar?

-Unos cincuenta milréis por término medio, la mitad de un centavo al día.

-¡Ja, ja! Aquí cobran cien. Entre nosotros un buen mecá­nico cobra un centavo al día. A excepción del sastre, los de­más cobran un centavo al día y en las épocas de prosperi­dad incluso más. Hasta ciento diez y ciento quince milréis diarios. Yo mismo he llegado a pagar los ciento quince dia­rios. ¡Hurra por el proteccionismo y al diablo el libre mer­cado!

Y su rostro brilló en medio de la compañía como un rayo de sol entre las nubes. Pero no por ello me amedrenté. Pre­paré mi contundente martillo, por así decir, y me concedí un plazo de quince minutos para hundirlo en la tierra, hundirlo por completo, hasta que no sobresaliese ni la curva de su cráneo. Comencé por preguntarle:

-¿Cuánto pagáis por una libra de sal?

-Cien milréis.

-Nosotros pagamos cuarenta. ¿Cuánto os cuesta la terne­ra y el cordero, si es que lo compráis?

Fue un golpe certero que hizo que se ruborizase ligera­mente.

-Suele variar, pero no mucho: se puede decir que unos se­tenta y cinco milréis la libra.

A nosotros nos cuesta treinta y tres. ¿Cuánto pagáis por una docena de huevos?

-Cincuenta milréis.

-En mi tierra están a veinte. ¿A cómo está la cerveza?

-A ocho milréis y medio el medio litro.

-Nosotros pagamos cuatro. Veinticinco botellas por un centavo. ¿A cómo está el grano?

-A unos novecientos milréis la fanega.

-Nosotros la pagamos a cuatrocientos. ¿Cuánto os cuesta un traje de estopa para hombre?

-Trece centavos.

-A nosotros nos cuesta seis. ¿Cuánto cuestan las túnicas de estopa que suelen usar las mujeres de los jornaleros o de los mecánicos?

-Ocho centavos y cuatro décimos de centavo.

-Pues bien, podéis observar la diferencia. Mientras voso­tros pagáis ocho centavos y cuatro décimos, nosotros sólo pagamos cuatro centavos.

Me dispuse entonces a dejarlo fuera de combate, y dije:

-Ahí lo tienes, querido amigo, ya ves en qué se han queda­do los altos salarios de los que alardeabas hace apenas unos minutos.

Eché una mirada de plácida satisfacción a mi alrededor, pues había ido cercándolo gradualmente hasta tenerlo atado de pies y manos, y sin que se diese cuenta en ningún mo­mento de lo que estaba ocurriendo. Insistí:

-¿Qué ha pasado con esos sueldos tan altos de los que ha­blabas? Me da la impresión de que los he dejado bastante de­sinflados.

Pero, aunque no os lo creáis, parecía sorprendido y nada más. No había comprendido la situación en absoluto, no se había dado cuenta de que se le había tendido una trampa y que había caído en ella. En ese momento hubiese sido capaz de dispararle de la irritación que me invadía. Con los ojos nublados y realizando un gran esfuerzo intelectual, declaró:

-A fe que no llego a entenderlo. Se ha demostrado que nuestros sueldos son el doble que los vuestros: ¿cómo podéis decir, entonces, que se han desinflado? Y no creo haber ma­linterpretado tan portentosa palabra, que por la gracia y la providencia divina he escuchado por vez primera.

Bueno, me encontraba sencillamente apabullado, por una parte, debido a su estupidez manifiesta, y por otra, a causa de que era evidente que sus compañeros estaban de acuerdo con él y le daban la razón, en caso de que a eso se le pueda llamar razón. Mi argumentación no podía ser más clara, era imposible simplificarla más; de cualquier manera, lo intenté:

-Pero, vamos a ver, hermano Dowley, ¿no lo comprendes? Vuestros salarios son superiores a los nuestros tan sólo en apariencia, pero no en realidad.

-¡Escuchadle! Son el doble que los vuestros…, lo acabáis de confesar.

-De acuerdo, no lo niego, pero eso no tiene nada que ver. El importe del salario en monedas, sea cual sea el nombre de éstas, que sólo sirve para distinguirlas, no tiene nada que ver con nuestro asunto. La cuestión es cuánto se puede comprar con ese salario, eso es lo que importa. Si bien es cierto que aquí un buen mecánico cobra tres dólares y me­dio al año mientras que en mi tierra cobra un dólar y seten­ta y cinco…

-Ahí lo tenéis, ¡lo estáis confesando de nuevo, lo estáis confesando!

-¡Maldición! ¡Te digo que no lo he negado nunca! Lo que pretendo que comprendas es que nosotros podemos com­prar más con medio dólar que vosotros con uno. Por tanto, es elemental y casi de sentido común que nuestros salarios son más altos que los vuestros.

Parecía aturdido y dijo con voz angustiada: -Verdaderamente, no acabo de comprenderlo. Decís que nuestros salarios son más altos y al minuto siguiente afir­máis lo contrario.

-Pero, válgame el cielo, ¿no es posible que algo tan senci­llo se te meta en la cabeza? Ahora vas a escucharme y a dejar que te lo explique. A nosotros nos cuesta cuatro centavos una túnica de estopa de mujer y a vosotros, ocho centavos y cuatro décimos de centavo, lo cual quiere decir que pagáis el doble y cuatro décimos de centavo más. ¿Cuánto cobra una mujer que trabaja en una granja?

-Dos décimos de centavo al día.

-Muy bien; con nosotros cobra la mitad; tan sólo la déci­ma parte de un centavo al día…

-De nuevo con fe…

-Espera, vas a ver qué sencilla es la cuestión y con qué fa­cilidad lo comprendes esta vez. Por ejemplo, si una mujer aquí cobra dos décimos de centavo al día, tendrá que traba­jar cuarenta y dos días para poder comprar la túnica, es de­cir, siete semanas, pero en mi tierra sólo tiene que trabajar cuarenta días siete semanas menos dos días. Cuando la mu­jer de aquí se compra la túnica se gasta el sueldo entero de las siete semanas, mientras que a la mujer de mi tierra aún le queda el sueldo de dos días para gastarlo en otra cosa. ¿Lo ves? Ahora sí que lo has entendido.

En fin, lo más que se puede decir de él es que parecía du­doso, lo mismo que los demás. Esperé un tiempo para dejar que asimilaran. Al cabo de un rato fue Dowley quien se de­cidió a hablar poniendo de manifiesto que seguía aferrado a sus arraigadas supersticiones:

-Pero… pero no podéis negar que dos décimos de centa­vo al día es mejor que uno solo.

¡Recórcholis! Por supuesto que detestaría darme por ven­cido, así que ensayé una nueva vertiente:

-Vamos a poner otro caso. Supongamos que uno de vues­tros jornaleros sale a comprarlos siguientes artículos:

 

» 1 libra de sal

1 docena de huevos

6 litros de cerveza

1 fanega de trigo

1 traje de estopa

5 libras de carne

5 libras de cordero

 

»Todo junto le costará treinta y dos centavos, por lo que tendrá que trabajar treinta y dos días para ganarlos, o lo que es lo mismo, cinco semanas y dos días. Ahora bien, si trabaja en mi tierra los mismos días cobrando la mitad de ese salario pagará por los mismos artículos un poco menos de catorce centavos y medio, que habrá ganado en poco me­nos de veintinueve días y aún le sobrará el salario de una se­mana. De seguir así, cada dos meses le quedaría libre el suel­do de una semana, mientras que a un trabajador de aquí no le sobraría nada. Al cabo del año el hombre de mi tierra dis­pondría del sueldo de cinco o seis semanas mientras que a vuestro hombre no le quedaría libre ni un centavo. Habréis comprendido ahora que «salarios altos» o «salarios bajos» son frases que carecen de significado hasta que no se de­muestra con cuál de ellos se puede adquirir un mayor núme­ro de cosas.

Había sido un planteamiento demoledor.

Pero, caray, no demolió nada. Decididamente, tenía que darme por vencido. Lo que a esta gente le importaba eran los «salarios altos». Que con ellos se pudiesen comprar cosas o no, parecía ser irrelevante. Ellos defendían a toda costa el «proteccionismo», lo cual no era de extrañar, ya que los gru­pos que tenían interés en que las cosas siguieran igual les habían engañado inculcándoles la falsa idea de que era el «proteccionismo» lo que generaba sus elevados salarios. Les demostré cómo en un cuarto de siglo sus sueldos no habían aumentado más de un treinta por ciento mientras que el cos­te de la vida había subido un ciento por ciento. En nuestra tierra, en un período de tiempo más corto, los sueldos ha­bían subido un cuarenta por ciento, pero el coste de la vida había ido disminuyendo de forma constante. Tampoco esto dio resultado. No había modo de desbancar sus extrañas creencias.

Me invadía un irritante sentimiento de derrota. Derrota inmerecida, pero ¿qué importaba? No por ello escocía me­nos. ¡Y pensar en las circunstancias! El primer estadista de la época, el hombre mejor capacitado, el mejor informado del mundo, la más excelsa cabeza sin corona que se hubiese abierto paso entre las nubes del firmamento político duran­te siglos, parecía haber sido derrotado por los argumentos de un ignorante herrero del campo. Y para colmo a los de­más parecía darles lástima, lo cual me causaba tanta ver­güenza que me ardían hasta las orejas. Poneos en mi lugar y decidme si, en caso de sentiros tan miserables y avergonza­dos como yo me sentía, no le hubierais dado un buen golpe, donde duele para desquitaros. Pues sí que lo haríais, porque así es la naturaleza humana. Eso es ni más ni menos lo que hice. Y no es que trate de justificarme. Lo que afirmo es sen­cillamente que estaba furioso y que en mi lugar cualquiera hubiese hecho lo mismo.

Pues bien, cuando me decido a golpear a alguien no me ando con pamplinas, ése no es mi estilo; cuando me decido, lo hago como es debido. No me abalanzo sobre él arriesgán­dome a echarlo todo a perder con una chapuza, ni hablar, me hago a un lado y lo voy trabajando poco a poco sin que sos­peche lo que se le viene encima, y de repente ataco como un rayo y lo dejo tendido en el suelo sin que tenga ni la más re­mota idea de cómo ha ocurrido. Así es como pensaba pillar al hermano Dowley. Empecé a charlar como quien no quiere la cosa, como si estuviese hablando por pasar el tiempo. Ni el hombre más sabio del mundo hubiera podido adivinar por qué elegía un punto de partida tal, y hasta dónde pretendía llegar.

-Pues sí, muchachos, hay muchas cosas curiosas acerca de la ley, de la tradición y la costumbre cuando uno se detie­ne a pensarlo, y también en cuanto al rumbo, progreso y movimiento que toma la opinión pública. Existen leyes es­critas que acaban por caer en desuso, pero hay otra clase de leyes no escritas que nunca pierden vigencia. Tomemos por ejemplo la ley no escrita que regula los salarios; ésta dice que tienen que aumentar poco a poco a través de los siglos. No hay más que ver cómo funciona. Nosotros conocemos cuá­les son los sueldos de aquí, de allí y del otro lado; sacamos un promedio y entonces podemos afirmar que ése es el sueldo de hoy en día. Sabemos también cuáles eran los sueldos de hace cien y de hace doscientos años. Nuestro conocimiento sólo llega hasta allí, pero ello es suficiente para hacernos una idea de cuáles son las leyes, medida y proporción de los au­mentos periódicos; de esta forma, y sin la ayuda de docu­mentos escritos podemos llegar a determinar con bastante fidelidad cuáles eran los sueldos hace quinientos años. Hasta ahora todo va bien. ¿Nos detenemos aquí? Pues no. Dejamos de mirar hacia atrás, damos media vuelta y aplicamos la misma ley al futuro. Amigos míos, yo puedo deciros cuáles serán los sueldos de la gente en cualquier fecha futura du­rante siglos y siglos.

-¡Decidnos, buen hombre, decidnos!

-Está bien. Dentro de setecientos años los sueldos serán seis veces más altos que ahora, aquí, en vuestra región; los mozos de labranza cobrarán tres centavos al día y los mecá­nicos cobrarán seis.

-¡Ojalá pudiese morir ahora y vivir entonces! -interrum­pió Smug, el albañil, con el destello de la avaricia brillándole en los ojos.

-Pero eso no es todo; también se les facilitará el hospeda­je, y no creáis que por ello van a reventar. Ahora bien, den­tro de doscientos cincuenta años, y prestad atención, el sueldo de un mecánico, y esto es verídico, no son suposicio­nes, ¡será de veinte centavos al día!

Se oyeron las respiraciones entrecortadas por el asombro. Dickson, el carretero, murmuró alzando ojos y manos: -¡El salario de más de tres semanas por un solo día de tra­bajo!

-¡Riqueza, eso es auténtica riqueza! -farfulló Marco, con la voz sofocada por la excitación.

-Los salarios irán en aumento poco a poco, poco a poco, pero con la misma constancia con que crece un árbol y en unos trescientos cuarenta años existirá al menos un país en el que el sueldo medio de un mecánico será de doscientos centavos diarios.

¡Esto los dejó mudos! No pudieron respirar durante los dos minutos siguientes. Entonces el carbonero dijo con tono anhelante:

-¡Dios quiera que viva para verlo!

-¡Pero si son los honorarios de un conde! -dijo Smug. -¿De un conde dices? -dijo Dowley-. Puedes apuntar aún más alto sin miedo a mentir. No hay un solo conde en todo el reino de Bagdemagus cuyos honorarios sean ésos. ¿Honora­rios de un conde? ¡Son los honorarios de un ángel!

-Pues bien, eso es lo que sucederá en cuanto a salarios se refiere. En aquellos lejanos días, un hombre ganará en una sola semana lo necesario para pagar esa larga lista de artícu­los que ahora os supone cinco semanas de trabajo. Y ocurri­rán otras muchas cosas curiosas. Hermano Dowley, ¿quién determina cada primavera cuál será el sueldo que ese año habrá de recibir un mecánico, un peón o un sirviente?

-Unas veces son los tribunales, otras los ayuntamientos, pero casi siempre son los jueces. En términos generales pue­de decirse que es el juez quien fija las leyes.

-Pero casi seguro que nunca se le ocurre pedirles ayuda a esos pobres diablos a la hora de fijar sus sueldos, ¿verdad? -¡Pues sí que estaríamos buenos! Comprenderás que es al amo a quien le concierne el asunto, pues es él quien paga. -Sí, pero tengo la impresión de que el trabajador también tiene algo que decir sobre este asunto; incluso su mujer y sus niños, pobres criaturas. Los amos suelen ser los nobles, los ricos en general, aquellos a quienes les van bien las cosas. Y son estos pocos que no trabajan los que determinan los sala­rios de ese vasto enjambre de trabajadores. ¿No te das cuen­ta? Es como una «confabulación», un sindicato, por acuñar una nueva palabra, que se alían entre sí para obligar a su her­mano de humilde condición a aceptar lo que ellos deciden ofrecer. Dentro de trescientos años, así lo estipulan las leyes no escritas, la «confabulación» se formará en el otro bando, y serán los descendientes de los amos quienes echen pestes, rabien y rechinen sus dientes contra la insolente tiranía de los nuevos sindicatos. Y por supuesto que los jueces segui­rán fijando tranquilamente los salarios hasta el siglo XIX, pero entonces, de repente, el asalariado llegará a la conclu­sión de que con dos mil años de unilateralidad ha tenido su­ficiente, se rebelará y hará valer su opinión a la hora de fijar su sueldo. ¡Ah, y se encargará de ajustar las cuentas por la larga serie de injurias y humillaciones sufridas!

-¿Creéis de verdad que…?

-¿Que se tendrá en cuenta su opinión a la hora de fijar su sueldo? Sí, claro que sí. Para entonces él estará totalmente capacitado.

-En verdad que serán unos tiempos increíbles -comentó despectivamente el próspero herrero.

-Ah y se me olvidaba otro detalle. En esa época el amo podrá solicitar los servicios de una persona por un solo día, una semana o un mes si así lo desea.

-¿Qué?

-Así es. Y lo que es más, el juez no podrá obligar a un hombre a trabajar para un determinado amo un año entero, seguido, en contra de su voluntad.

-¿Pero es que no habrá ley ni sentido común en ese enton­ces?

-Habrá ambas cosas, Dowley. En ese día un hombre será dueño de sí mismo, no pertenecerá ni al amo ni al juez. ¡Y será libre de abandonar una ciudad cuando le apetezca si los salarios no le convencen! Y nadie podrá ponerle por ello en la picota.

-¡Que la perdición se apodere de época semejante! -espe­tó Dowley lleno de indignación-. ¡Época de perros, despro­vista de reverencia hacia los superiores y respeto a la autori­dad! La picota…

-Un momento, hermano, deja de alabar tanto a esa insti­tución. A mi juicio, la picota debería ser abolida.

-¡Qué idea tan extraña! ¿Porqué?

-Pues te diré por qué. ¿Se ha llevado alguna vez a la picota a un hombre por un crimen capital?

-No.

-¿Es a tu juicio justo condenar a un hombre que ha come­tido una pequeña ofensa a un pequeño castigo y luego ma­tarle?

No hubo respuesta. Me había anotado mi primer punto. Era la primera vez que el herrero no conseguía responder in­mediatamente. También los otros se dieron cuenta de ello. Había causado un buen efecto.

-No me has contestado, hermano. Hace tan sólo un se­gundo ensalzabas la picota y te apenaba que fuese a caer en desuso en épocas futuras. Soy de la opinión de que debiera ser abolida. ¿Qué es lo que suele ocurrirle a un desgraciado que es conducido a la picota por haber cometido cualquier pequeña ofensa? Que la muchedumbre intenta divertirse a costa suya, ¿no es así?

-Así es.

-Comienzan por arrojarle terrones, y se mueren de risa al ver cómo en cuanto consigue librarse de uno es alcanzado por otro, ¿verdad?

-Sí.

-Entonces es cuando le arrojan gatos muertos, ¿no es así? -Sí.

-Bien, imaginemos que entre la turba tiene un par de ene­migos personales y algún hombre o mujer que le guarde ren­cor; o que no goza de demasiada popularidad entre la comu­nidad, bien sea por su orgullo, su riqueza o cualquier otro motivo. En ese caso piedras y ladrillos reemplazan rápida­mente a los terrones y a los gatos, ¿es así o no?

-Sin lugar a dudas.

-Y por regla general, suele acabar lisiado de por vida, ¿no?… Mandíbulas partidas, dientes rotos, piernas mutila­das que han de ser amputadas a toda prisa a causa de la gan­grena, un ojo menos o quizá los dos.

-Es cierto. Bien sabe Dios que lo es.

-Y, si además no es demasiado popular, puede estar segu­ro de morir allí mismo, ¿no es así?

-¡Por supuesto que sí! Eso no se puede negar.

-Vamos a suponer que alguno de vosotros no es muy po­pular, a causa de su orgullo, de su insolencia, de su notable riqueza o cualquier otro motivo de los que suelen provocar la envidia y la malicia entre la escoria de un pueblo. ¿No co­rreríais un gran riesgo en caso de tener que pasar por la pi­cota?

Dowley retrocedió visiblemente. Esta vez mi impacto ha­bía sido certero, aunque no dijo nada que lo pudiese delatar, pero los demás emitieron juicios llanos y cargados de senti­miento. Afirmaron conocer bien lo que ocurría en esos ca­sos como para saber cuáles eran los riesgos. Llegados a ese caso, tratarían de lograr un arreglo para ser ahorcados rápi­damente.

-Bien, cambiemos de tema puesto que creo haber dejado claro mi punto de vista acerca de la abolición de la picota. Creo también que algunas de nuestras leyes son bastante in­justas. Pongamos por caso que yo hiciese algo por lo que se me pudiese condenar a la picota, y vosotros lo supieseis pero no me denunciaseis. Seríais vosotros los castigados allí si al­guien os delatase.

-Ah, pero eso sería lo justo -dijo Dowley-, ya que es nues­tro deber el de informar. Así lo manda la ley.

Los demás estaban de acuerdo.

-Está bien, prosigamos ya que no me dais la razón. Pero hay algo que no es justo de ninguna manera. El juez estipula, por ejemplo, que los honorarios de un mecánico han de ser de un centavo diario. La ley dice que si un amo se atreve a pa­gar una cantidad superior a aquélla, incluso por un solo día, independientemente de la necesidad o presión a que se viese sometido, será multado y castigado con la picota; y la misma suerte correrán aquellos que estando en conocimiento del delito no lo denuncien. Ahora bien, me parece terriblemente injusto, Dowley, y un tremendo peligro para todos nosotros, que porque hace apenas unos minutos hayas confesado por descuido que durante una semana estuviste pagando un centavo y quince…

¡Oh, esto sí que los dejó helados! Teníais que haber visto cómo se desmoronaron todos. Había estado trabajándome al sonriente y complaciente Dowley de una forma tan sutil que no había sospechado nada hasta que le di el golpe maes­tro y lo dejé fuera de combate.

Un gran efecto. De hecho, nunca en mi vida había conse­guido resultados tan sorprendentes en tan poco tiempo.

De cualquier manera, en seguida me di cuenta de que me había pasado un poco de rosca. Yo pretendía asustarlos, pero no darles un susto de muerte, que es lo que había consegui­do. Veréis, se habían pasado la vida aprendiendo a apreciar las ventajas de la picota, pero de ahí a darse de narices con ella, solamente porque yo, un forastero, podría decidirme a denunciar los hechos, en fin, era algo tan terrible que no pa­recían capaces de recuperarse del susto y recobrar la com­postura. Se habían quedado pálidos, temblorosos, mudos, lastimosos. No tenían mejor aspecto que un grupo de cadá­veres. Resultaba bastante desagradable. Yo había confiado en que me rogarían que guardase silencio, con lo que nos daría­mos un apretón de manos, nos serviríamos una ronda, rei­ríamos de lo ocurrido y punto final. Pero no fue así; lo cierto es que yo era un desconocido entre unas gentes cruelmente oprimidas y desconfiadas, gentes que estaban acostumbra­das a que los demás se aprovechasen de su debilidad y que sólo esperaban ser bien tratados por sus familiares y amigos íntimos. ¿Suplicar que fuese amable, justo y generoso? Claro que lo estaban deseando, pero sencillamente no se atrevían.

34. El yanqui y el rey vendidos como esclavos

Bueno, ¿y ahora qué podía hacer? Sobre todo no debía apresurarme. Tenía que ganar tiempo; distraerme con algo, mientras se aclaraban mis pensamientos y mientras aquella pobre gente volvía a la vida. Allí estaba Marco, convertido en piedra en el acto de examinar el funcionamiento de la pistola de aire comprimido, petrificado en la postura que guardaba en el instante preciso en que había caído mi mazo mecánico, el juguete todavía asido entre sus dedos inconscientes. Lo cogí entonces y me ofrecí para explicar su misterio. ¡Miste­rio! Una cosa tan sencilla, y sin embargo era un verdadero misterio para aquella gente y aquella época.

Nunca en mi vida había visto gente tan torpe manejando la maquinaria. Claro, no tenían ninguna experiencia al res­pecto. La pistola de aire comprimido era un pequeño tubo de vidrio endurecido, con un cañón doble, dotado de un re­sorte diminuto que, sometido a una presión, dejaba escapar un disparo. Pero el proyectil no podía hacer daño a nadie; caía dócilmente en la mano de quien disparaba. La pistola tenía proyectiles de dos tamaños, el minisemilla de mostaza, y otro que era varias veces más grande. Se utilizaban como dinero: el semilla de mostaza representaba los milréis, y el proyectil mayor, los décimos de centavo. Así que la pistola era un monedero, y por cierto muy conveniente; podías efectuar pagos en la oscuridad, sin temor a equivocarte; y podías llevarla en la boca, o en el bolsillo de tu chaleco, si es que tenías uno. Yo había dispuesto que se fabricaran pistolas de distintos tamaños, incluyendo una enorme que podía dar cabida al equivalente de un dólar. Utilizar proyectiles como dinero era ventajoso para el gobierno; el metal no nos costa­ba nada, y las unidades monetarias no podían ser falsifica­das pues yo era la única persona en el reino que sabía poner en funcionamiento la máquina para acuñar. La expresión «pagar los disparos»  pronto se convirtió en una frase de uso corriente. Sí, y yo sabía que continuaría en circulación en el siglo xix, sin que nadie sospechase cómo y cuándo se había originado.

El rey se reunió entonces con nosotros, enormemente re­cuperado después de la siesta, y en un estado de ánimo exce­lente. Yo estaba inquieto; sabía que nuestras vidas corrían peligro y cualquier cosa me ponía nervioso, así que no es de extrañar que me sintiese muy preocupado al notar en el semblante del rey una expresión de complacencia que bien podía indicar que se había estado preparando para alguna de sus dichosas actuaciones. ¡Maldición! ¿Por qué tenía que elegir precisamente un momento como éste?

No me equivocaba. Sin perder tiempo, y de la manera más incauta, transparente e inepta comenzó a guiar la conversa­ción hacia el tema de la agricultura. Sentí que un sudor frío me cubría todo el cuerpo. Hubiese querido susurrarle al oído: «¡Hombre, pero si estamos en un peligro espantoso! Hasta que no recobremos la confianza de esta gente, cada ins­tante vale tanto como un principado. No se pueden desperdi­ciar segundos tan preciosos». Pero obviamente no podía ha­cerlo. ¿Susurrarle al oído? Parecería que estábamos fraguan­do una conspiración. No tuve más remedio que permanecer en silencio, aparentando gran calma y placidez, mientras el rey continuaba removiendo aquella mina de dinamita y di­ciendo sus consabidos disparates sobre sus condenadas ce­bollas y demás cosas. Al principio, el tumulto de mis propios pensamientos y la multitud de señales de peligro que se arre­molinaban en todos los puntos de mi cerebro, crearon una tal confusión de aclamaciones, pífanos y tambores que no logra­ba captar una sola palabra, pero después de un momento, cuando la muchedumbre de pensamientos comenzó a crista­lizarse y a tomar la posición adecuada y formar en línea de combate sobrevino una especie de orden y silencio, que me permitió distinguir el fragor de la artillería del rey, como si me llegase desde una gran distancia:

-… no sería lo más apropiado, paréceme, si bien no se puede negar que las autoridades discrepan en lo referente a este punto, y mientras algunos postulan que la cebolla no es más que un fruto insalubre cuando se desgaja del árbol pre­maturamente…

La audiencia volvió a dar señales de vida, intercambiando miradas de sorpresa y turbación.

-… otros afirman, sin que les falte razón, que no es éste el caso necesariamente, y citan como ejemplo las ciruelas y otros cereales, que siempre son desenterrados antes de su maduración…

Ahora la audiencia daba muestras de desconcierto; sí, y también de temor.

-… y no obstante son patentemente saludables, sobre todo si se atenúa su natural aspereza mezclándoles el jugo tranquilizante de una col díscola…

Una luz de terror desenfrenado comenzó a brillar en los ojos de aquellos hombres, y uno de ellos musitó:

-Errores. Ha errado en todo lo que ha dicho. Sin duda, Dios ha devastado la mente de este agricultor.

Yo sentía una ansiedad extrema; como si estuviese senta­do sobre espinas.

-… citando además la reconocida verdad de que, en el caso de los animales, el joven, que bien podría definirse como el fruto verde de la criatura, es superior en calidad, ya que todos admiten que cuando una cabra está madura, su pelambre se calienta y le salen llagas en toda la piel, defecto que, conside­rado conjuntamente con sus múltiples costumbres rancias, sus apetitos serviles, sus actitudes mentales impías, y el ca­rácter bilioso de sus costumbres…

Se levantaron y se abalanzaron sobre nosotros, gritando con fiereza:

-¡Uno se propone denunciarnos y el otro está loco! ¡Ma­témoslos! ¡Matémoslos!

¡Qué gozo inflamó los ojos del rey!

Podría ser incompetente en agricultura, pero este tipo de acciones era el pan suyo de cada día. Y después de tanto tiempo de ayuno estaba ansioso de una buena pelea. Le pro­pinó al herrero un directo a la mandíbula que lo levantó del suelo y lo dejó tendido cuan largo era.

-¡Que San Jorge salve a Inglaterra! -gritó el rey, derriban­do al carretero.

El albañil era un hombre macizo, pero lo eché por tierra como si nada. Los tres se pusieron en pie, arremetieron de nuevo, y de nuevo fueron a dar al suelo; cargaron una vez más. Y otra. Y así siguieron intentándolo, con típica obstina­ción británica, hasta quedar exhaustos, molidos a golpes, y tan obnubilados que apenas podían distinguir nuestros bul­tos en el espacio, y sin embargo seguían insistiendo, dando golpes con las pocas fuerzas que les quedaban. Es decir, dán­dose golpes entre ellos, porque nosotros nos hicimos a un lado para contemplar el espectáculo que ofrecían revolcán­dose por el suelo, luchando, braceando, forcejeando, mor­diéndose, con la aplicación decidida y silenciosa con que unos mastines se enfrentarían entre sí. Mirábamos sin nin­gún recelo, pues rápidamente estaban quedando reducidos a una tal condición de endeblez que ni siquiera serían capa­ces de ir a buscar ayuda, y el ruedo estaba lo suficientemente apartado del camino para que no alcanzase a vernos ningún viandante.

Bueno, mientras los tres quemaban sus últimos cartu­chos, se me ocurrió preguntarme qué habría sido de Marco. Miré a mi alrededor, pero no lo encontré. ¡Sin duda un mal presagio! Tiré al rey de la manga y alejándonos de allí nos deslizamos hacia la cabaña. Ni rastro de Marco. Tampoco de Phyllis. Seguramente habían salido al camino a pedir ayuda. Le dije al rey que teníamos que salir pitando y que ya le explicaría más adelante. Atravesamos velozmente el cam­po abierto y, cuando ya alcanzábamos el refugio del bosque, miré hacia atrás y vi a una enfurecida turba de campesinos, encabezada por Marco y su esposa. Hacían un ruido atro­nador, pero el ruido no hace daño a nadie; el bosque era es­peso, y en cuanto nos hubiésemos adentrado un buen tra­mo, subiríamos a un árbol y desde allí los veríamos pasar como una exhalación. Ay, pero en ese momento llegó hasta nosotros un sonido diferente… ¡perros! Bueno, eso ya era otro cantar, y aumentaba la dificultad de nuestra empresa. Teníamos que encontrar -un arroyo para despistar a los perros.

Continuamos avanzando a buen paso y pronto los soni­dos se hicieron más y más distantes, hasta convertirse en un murmullo. Encontramos un arroyo y nos precipitamos en él. Seguimos la corriente unos trescientos metros, alumbra­dos por la tenue luz que dejaba pasar el bosque, hasta dar con un roble que desde la orilla opuesta proyectaba sobre el agua una gruesa rama. Subimos a la rama y empezamos aproximarnos al tronco del árbol. En ese punto ya se escu­chaban con mayor claridad los sonidos que habíamos deja­do atrás, lo cual indicaba que la turba había encontrado nuestro rastro. Por un momento los sonidos se acercaron raudamente. Luego dejaron de acercarse. Sin duda los pe­rros habían encontrado el sitio por donde habíamos entra­do al arroyo, y ahora bailoteaban corriente arriba y corriente abajo tratando de recuperarla pista.

Cuando nos encontrábamos confortablemente instalados en el árbol, y ocultos por el follaje, el rey se dio por satisfe­cho; yo, sin embargo, seguía teniendo ciertas dudas. Juzgué que si nos arrastrábamos por una de las ramas, podríamos alcanzar el árbol vecino, y que valía la pena intentarlo. Lo in­tentamos, y nuestra empresa fue coronada por el éxito, aun­que al llegar al empalme el rey se resbaló y estuvo a punto de caer al suelo. De nuevo nos acomodamos muy a gusto, con­venientemente ocultos, y, no teniendo nada más que hacer, nos dedicamos a escuchar el ruido que hacía el grupo que pretendía darnos caza.

Después de un rato oímos que se acercaban, que se acer­caban aceleradamente, y que además lo hacían desde ambas orillas del arroyo. El ruido crecía y crecía, y en cuestión de minutos se convirtió en un estrépito de gritos, ladridos y pi­sadas que con la fuerza de un ciclón pasó junto a nosotros y siguió de largo.

-Estaba casi seguro de que sospecharían algo al ver la rama que cuelga sobre el arroyo -dije-, pero esta vez no lamento haberme equivocado. Vamos, majestad, sería acon­sejable aprovechar bien el tiempo. Los hemos despistado. Pronto la oscuridad será completa, Si cruzáramos el arroyo y les tomásemos una buena ventaja, y luego cogiéramos pres­tados un par de caballos por unas cuantas horas, lograríamos un buen margen de seguridad.

Comenzamos a descender y ya llegábamos a la rama más baja, cuando nos pareció distinguir que regresaban los caza­dores. Nos detuvimos a escuchar.

-Sí -dije-, se encuentran desconcertados y han desistido, de modo que regresan a casa. Volveremos a subir a nuestro gallinero y los veremos pasar desde allí.

De nuevo trepamos hasta lo alto. El rey escuchó cuidado­samente durante un momento y afirmó:

-Aún nos buscan, reconozco la señal. Hemos hecho bien en permanecer aquí.

No se equivocaba. Sus conocimientos sobre la caza eran bastante más amplios que los míos. El ruido se aproximaba ineluctablemente, pero esta vez sin prisas. Dijo el rey:

-Habrán deducido que, como la ventaja que les llevába­mos en un principio no era excesiva y estamos a pie, no po­demos encontrarnos muy lejos del lugar por donde entra­mos al agua.

-Sí, majestad, me temo que es así, aunque yo esperaba que tuviésemos más suerte.

El ruido se hacía más y más cercano, y pronto la vanguar­dia se encontró debajo de nosotros. Alguien dio la voz de alto desde la otra orilla y aventuró:

-De haberlo deseado, habrían podido llegar hasta aquel árbol, valiéndose de esa rama que sobresale, y sin necesidad de tocar el suelo. Haríamos bien en enviar un hombre a com­probarlo.

-¡Así lo haremos, pardiez!

No pude menos de admirar mi astucia al anticipar que ocurriría exactamente esto y al haber efectuado un cambio de árboles para tratar de evitarlo. Pero ¿no es bien sabido que hay cosas que pueden derrotar la astucia y la previsión? La torpeza y la estupidez, por ejemplo. El mejor espadachín del mundo no debe tener miedo del segundo mejor espada­chín; no, a quien debe temer es a algún adversario ignorante que nunca antes ha tenido una espada entre sus manos, pre­cisamente porque no actúa como debería hacerlo, y enton­ces el experto no está preparado contra él. Y al actuar como no debería, con frecuencia sorprende inadvertido al exper­to, y le pone fuera de combate en un dos por tres. Pues bien, ¿cómo hubiese podido yo, con todas mis dotes, prepararme adecuadamente contra un mamarracho estúpido, miope y bizco, que al intentar llegar al árbol equivocado se dirigiría al correcto? Y eso fue justamente lo que hizo. Por equivoca­ción se encaminó a un árbol diferente al que le habían indi­cado, que por supuesto era aquél en el que nos hallábamos, y comenzó a trepar.

Las cosas se estaban poniendo serias. Nos quedamos in­móviles, esperando el rumbo que tomaban los aconteci­mientos. El campesino trepaba con dificultad por el tronco del árbol. El rey se puso de pie, y quedó a la espera con una pierna lista, y cuando la cabeza del recién llegado estuvo a su alcance, le atizó un sonoro puntapié que envió al sujeto al suelo dando trompicones. Abajo se produjo una violenta explosión de cólera, y la turba se amontonó alrededor del árbol, cercándonos por completo. Comenzó a trepar otro hombre; la rama que nos había servido de puente fue descu­bierta, y un voluntario se encaramó al árbol correspondien­te. El rey me ordenó que hiciese el papel de Horacio y defen­diese el puente. Durante un rato las cargas del enemigo fueron densas y rápidas, pero de nada sirvieron, el resultado era siempre el mismo, pues, en cuanto se ponía a mi alcance, el que viniese a la cabeza recibía una bofetada que lo enviaba por tierra trastrabillando. Los ánimos del rey seguían en au­mento, y su entusiasmo no tenía límites. Afirmaba que si no ocurría nada que echase a perder la situación existente, ten­dríamos una noche estupenda, pues siguiendo la táctica que empleábamos, podríamos defender el árbol de un ataque de la comarca entera si fuese necesario.

Por desgracia, la turba llegó pronto a la misma conclu­sión, y, en ese punto suspendieron el asalto y comenzaron a discutir otros planes. No contaban con armas, pero podían hacerse con una buena provisión de piedras, y las piedras podrían resultar eficaces. No teníamos dónde resguardar­nos. Era posible que una piedra nos alcanzara de vez en cuando, aunque no era muy probable. Estábamos bien pro­tegidos por las ramas y el follaje, y no éramos visibles desde ningún punto desde el cual pudiesen apuntarnos certera­mente. Y con que perdiesen media hora arrojándonos pie­dras sería suficiente, pues la oscuridad vendría en nuestro auxilio. Nos sentíamos tranquilos y a gusto; empezábamos a sonreír, y por poco nos echamos a reír.

Pero no nos reímos, y fue mejor no hacerlo, ya que habría­mos sido interrumpidos. Llevábamos apenas quince minu­tos viendo cómo las piedras pasaban silbando por entre las hojas o rebotaban contra las ramas, cuando notamos un olor que llegaba hasta nosotros. Bastó con olfatear un par de veces para encontrar una explicación contundente: ¡Humo! Finalmente, la suerte nos abandonaba. No había vuelta de hoja. Cuando el humo te invita a descender, no te puedes ne­gar. Nuestros perseguidores seguían amontonando hojaras­ca y maleza al pie del árbol y, cuando vieron que una densa nube de humo ascendía hasta cubrir todo el árbol, prorrum­pieron en una tormentosa ovación. Conseguí reunir el alien­to necesario para decir:

-Proceded, majestad. Vos primero para no faltar a la eti­queta.

El rey se las arregló para decir con voz entrecortada por el sofoco:

-Seguidme, y al llegar abajo tomad posesión de un lado del tronco y dejadme el otro. Entonces daremos comienzo al combate. Y que cada uno amontone sus muertos según sus costumbres y preferencias.

Y comenzó a descender, gruñendo y tosiendo, seguido de cerca por este servidor. Toqué tierra un instante después de que lo hiciese él; nos apresuramos hacia nuestros sitios designados, y comenzamos a dar y recibir golpes con todo vigor. La barahúnda y el estrépito eran fenomenales; una verdadera tempestad de alaridos, golpes y caídas. De repen­te un hombre a caballo se abrió paso hasta quedar en medio de la multitud, y gritó:

-Deteneos, o sois hombres muertos.

¡Qué bien sonó aquello! El dueño de la voz poseía todas las marcas distintivas del caballero: vestimentas pintorescas y costosas, aspecto autoritario, semblante severo, y los ras­gos marcados por una vida disipada. La turba retrocedió humildemente como perrillos mansos. El caballero nos exa­minó con ojo crítico y acto seguido increpó a los campe­sinos:

-¿Pero qué estáis haciendo a esta gente?

-Son unos locos, venerable señor, que han aparecido no se sabe de dónde y

-¿Que no sabéis de dónde? ¿Pretendéis afirmar que no los conocéis?

-Muy honorable señor, solamente decimos la verdad. Son forasteros y nadie de la región los conoce. Y son los locos más violentos y sanguinarios que jamás…

-Callad. No sabéis lo que decís. No están locos. ¿Quiénes sois? ¿Y de dónde venís? Exijo una explicación.

-Sólo somos dos forasteros pacíficos -respondí-, y nos encontramos en un viaje de negocios. Procedemos de un país lejano, y de ninguno somos conocidos aquí. No preten­díamos hacer daño a nadie, y sin embargo, de no haber sido por vuestra valiente interferencia y protección, esta gente nos hubiese dado muerte. Como ya habéis columbrado, se­ñor, no estamos locos. Tampoco somos violentos ni sangui­narios.

El caballero se volvió hacia su séquito y dijo con voz calma:

-Devolved a estos animales a sus perreras a punta de lá­tigo.

En un instante se desvaneció la turba, y tras ellos se aba­lanzaron los jinetes, fustigándolos con los látigos y atrope­llando despiadadamente a quienes habían tenido la torpeza de huir por el camino en lugar de adentrarse en la espesura. Poco después los quejidos y las súplicas se perdieron en la distancia, y pronto comenzaron a regresar los jinetes. Entre­ tanto el caballero nos había estado interrogando más dete­nidamente, aunque sin conseguir sonsacarnos los detalles. No escatimábamos agradecimientos por el servicio que nos había prestado, pero solamente le revelamos que éramos fo­rasteros sin amigos procedentes de un lejano país. Cuando todos los miembros de su escolta hubieron regresado, el ca­ballero ordenó a uno de sus sirvientes:

-Traed los caballos de la avanzada y montad a esta gente.

-Sí, milord.

Nos colocaron cerca de la retaguardia, entre los sirvientes. Viajamos a buen ritmo y nos detuvimos poco después del anochecer en una posada al lado del camino, a unos quince o veinte kilómetros del escenario de nuestras dificultades. Mi­lord ordenó su cena, se retiró inmediatamente a su aposento y ya no volvimos a verle. Al amanecer tomamos el desayu­no y nos dispusimos a partir.

En ese momento el ayudante principal del caballero se acercó perezosamente y dijo con gracia indolente:

-Habéis dicho que seguiríais este camino, y nosotros lle­vamos la misma dirección, por lo cual mi señor, el conde Grip, ha dado instrucciones de que conservéis los caballos y cabalguéis en ellos, y que algunos de nosotros cabalgue­mos a vuestra vera una treintena de kilómetros hasta llegar a una bella ciudad que lleva por nombre Cambenet, donde os hallaréis fuera de peligro.

No pudimos menos de expresar nuestro agradecimiento y aceptar la oferta. Cubrimos el trayecto a trote corto, un paso moderado y agradable. En nuestro grupo éramos seis y, charlando con aquella gente, nos enteramos de que milord Grip era un gran personaje en su propia región, que se en­contraba a una jornada más allá de Cambenet. Nuestro paso era tan holgado que sólo mediada la tarde llegamos a la plaza del mercado de la ciudad. Descabalgamos, encomendamos de nuevo a nuestros acompañantes que transmitiesen nues­tro más sincero agradecimiento a milord, y nos acercamos a una multitud reunida en el centro de la plaza para investigar cuál era el motivo de su interés. Eran los restos de aquella desdichada caravana de esclavos con que nos habíamos to­pado antes. Así que durante todo el largo y penoso tiempo habían estado arrastrando sus cadenas. Aquel pobre esposo ya no formaba parte del grupo; faltaban también otros mu­chos, pero ya habían sido reemplazados por nuevas adquisi­ciones. El rey no sentía ningún interés, y quería seguir cami­no, pero yo contemplaba la escena absorto y lleno de lástima. No podía apartar los ojos de aquellos agotados y maltrechos desperdicios humanos. Estaban sentados en el suelo, apiña­dos, silenciosos, sin quejarse, con las cabezas gachas… Una imagen patética. Y por un odioso contraste, un rimbomban­te orador se dirigía a un grupo que se encontraba a menos de treinta pasos, alabando abyectamente «las gloriosas liberta­des de que gozamos en Inglaterra».

La sangre me hervía. Había olvidado que era un plebeyo y solamente recordaba que era un hombre. Costase lo que cos­tase subiría a la plataforma y

¡Clic! ¡El rey y yo nos encontramos maniatados con unas mismas esposas! Eran los mismos sirvientes de lord Grip que nos habían acompañado, y en presencia de milord, que observaba atentamente. El rey montó en cólera y espetó: -¿Qué significa esta desdichada broma?

Milord se limitó a instruir fríamente al jefe de sus ma­leantes:

-Poned a la venta estos esclavos.

¡Esclavos! La palabra tenía una nueva resonancia…, una resonancia indescriptiblemente horrible. El rey levantó sus manos esposadas, y las descargó con una fuerza mortífera; milord ya se había apartado de su trayectoria. Una docena de criados de aquel redomado bribón saltaron sobre noso­tros y en un instante nos inmovilizaron, atándonos las ma­nos a la espalda. Proclamamos que éramos hombres libres con gritos tan altos y tan vigorosos, que atrajimos la aten­ción del orador que ensalzaba la libertad, y la de su patrióti­ca audiencia, de modo que se reunieron a nuestro alrededor, adoptando una actitud muy decidida. Dijo entonces el orador:

-Si de veras sois hombres libres, nada debéis temer. Las li­bertades que Dios ha concedido a Inglaterra os circundan como escudo y refugio. (Aplausos.) Pronto lo comprobaréis. Enseñad vuestras pruebas.

¿Qué pruebas?

-Las pruebas de que sois hombres libres.

Ah… Ahora recordaba. Recobré la lucidez y guardé silen­cio. Pero el rey exclamó con voz atronadora:

-Desvariáis, insensato. Sería mejor y más razonable que este ladrón y desvergonzado granuja probase que no somos hombres libres.

Evidentemente, era una de esas personas que conocen sus propias leyes de la misma forma que la mayoría de la gente conoce las leyes en general: de palabra, no de hecho. Las leyes sólo adquieren significado y llegan a ser muy rea­les cuando llega el momento en que te las aplican a ti mis­mo.

Los presentes, decepcionados, sacudían la cabeza indi­cando su desaprobación. Algunos incluso se marchaban, habiendo perdido todo interés. El orador volvió a hablar, y esta vez su tono era firme, sin concesiones sentimentales.

-Si no conocéis las leyes de nuestro país, ya va siendo hora de que las aprendáis. Para nosotros sois un par de des­conocidos; eso no lo podéis negar. Es posible que seáis hom­bres libres, no lo negamos; pero también es posible que seáis esclavos. La ley es clara al respecto: no requiere que el recla­mante demuestre que sois esclavos. Exige que vosotros de­mostréis que no lo sois.

-Querido señor -interrumpí-, concedednos tan sólo el tiempo suficiente para enviar a alguien a Astolat o al Valle de la Santidad…

-Callad, buen hombre, pedís cosas extraordinarias, im­posibles de conceder. Perderíamos demasiado tiempo y cau­saríamos a vuestro amo inconvenientes injustificados…

-¿Amo? ¡Idiota! -vociferó el rey-. No tengo ningún amo. Soy yo el a…

-Silencio, por amor de Dios.

A duras penas había alcanzado a hacer callar al rey antes de que fuese demasiado lejos. La situación era ya suficiente­mente problemática, y nos iba a servir de gran ayuda que aquella gente creyera que éramos dos lunáticos.

No viene al caso relatar minuciosamente los detalles. El conde nos hizo subir a una tarima y fuimos vendidos en su­basta. La misma ley infernal había existido en el Sur de los Estados Unidos en mis propios tiempos, más de mil tres­cientos años más tarde, y debido a ella centenares de hom­bres libres que no conseguían demostrar que lo eran se veían reducidos a una condición de esclavitud perpetua, una cir­cunstancia que, sin embargo, no me había impresionado particularmente. Pero en el momento en que dicha ley y la tarima de subastas pasaron a formar parte de mi experien­cia personal, una situación que antes me había parecido simplemente indebida de repente me parecía monstruosa. Vaya, así es nuestra naturaleza.

Sí, fuimos vendidos en una subasta, como si fuésemos cerdos. En una ciudad grande, con un mercado animado, hubiéramos alcanzado un buen precio, pero ésta era una plaza completamente muerta y fuimos vendidos por una suma que me llena de vergüenza cada vez que pienso en ello. El rey de Inglaterra mereció un precio de siete dó­lares, y su primer ministro nueve, cuando el rey fácil­mente podría valer doce, y yo por lo menos quince. Pero así ocurre siempre; en un mercado tan apagado es impo­sible hacer un buen negocio, sea cual sea la propiedad que tienes a la venta. Si el conde hubiese tenido el sufi­ciente sentido comercial para…

De cualquier manera, no voy a compadecerme de él. Deje­mos que siga su camino, al menos por el momento. Yo ya te­nía sus señas, por así decir.

El traficante de esclavos nos compró a los dos, y nos en­ganchó a su ya extensa cadena. Pasamos a formar la reta­guardia de su procesión. Y me parece inexplicablemente ex­traño que el rey de Inglaterra y su primer ministro, maniatados y uncidos a una cadena, en la retaguardia de una caravana de esclavos, pudiesen cruzarse en su camino con toda clase de hombres y mujeres y pudiesen ser vistos desde ventanas donde se hallaban apestados personas amables, personas encantadoras, y que, sin embargo, nadie, ni un solo individuo, hubiese sentido la curiosidad suficiente para volverse a mirarnos o para hacer un comentario. Vaya, vaya, vaya, esto demuestra que a fin de cuentas no existe mayor di­vinidad en la esencia de un rey que en la de un vagabundo. Si no sabes que se trata de un rey, no ves en él más que una arti­ficialidad hueca y ordinaria. Pero en cuanto te enteras de su condición, ¡por vida mía!, casi te quedas sin aliento de sólo mirarle. En suma, somos todos unos tontos. De nacimiento, no cabe duda.

35- Un episodio lamentable

El mundo está lleno de sorpresas. Ahora el rey estaba me­ditando. ¿Pero sobre qué meditaba?, podríais preguntaros. Claro; sobre su asombrosa caída: de la posición más encum­brada del mundo a la más baja, de la condición más ilustre a la más oscura, de la ocupación más grandiosa a la más vil… Pues no, os juro que lo que más le atormentaba no era nada de eso, sino el precio por el que había sido vendido. No con­seguía recobrarse de lo de los siete dólares. Bueno, en un pri­mer momento me sentí tan atónito al enterarme de ello que no podía creerlo, no me parecía natural. Pero en cuanto se aclaró mi perspectiva mental y logré enfocar el asunto de forma apropiada, comprendí que me había equivocado, que sí era algo natural. Y la razón es simple: un rey no es más que una creación artificial, de modo que sus sentimientos, como los impulsos de una muñeca automática, son también artificiales; pero como ser humano es una realidad, y sus sentimientos humanos son reales, no artificiales. A un hom­bre cualquiera le avergüenza que se le valore por debajo de lo que él cree valer; y por supuesto que el rey no estaba por encima de un hombre cualquiera, si es que acaso llegaba a tanto.

Maldición, me repitió hasta la saciedad sus argumentos para demostrarme que en cualquier mercado decente con toda seguridad habría alcanzado una cotización de veinti­cinco dólares, lo cual era desde luego un desatino, y la más atrevida e implícita de las presunciones. Ni siquiera yo valía tanto. Pero era un tema de discusión delicado, y me vi obli­gado a eludirlo y a actuar diplomáticamente. Haciendo caso omiso de mis escrúpulos de conciencia, cínicamente acepta­ba que hubiese podido ser tasado en veinticinco dólares, cuando sabía muy bien que en toda su historia el mundo no había producido un rey que valiese la mitad de ese dinero, y que en los próximos trece siglos no existiría uno solo que va­liese la cuarta parte. Sí, el rey me aburría muchísimo. Si co­menzaba a hablar de las cosechas, o del estado del tiempo en los últimos días, de las condiciones políticas, o de perros, gatos, moral o teología, fuese lo que fuese, yo tenía que suspirar hondamente, pues sabía lo que se aproximaba: en­contraría la manera de regresar al fatigoso asunto de los siete dólares. Cada vez que nos deteníamos en un sitio donde hu­biese un grupo de gente reunida, me lanzaba una mirada inequívoca que quería decir: «Si nos pusieran de nuevo a la venta ahora, ante esta gente, el resultado sería muy diferen­te». Lo cierto es que, si al principio me había regocijado se­cretamente ver que era vendido por siete dólares, al cabo de un tiempo de cargantes y agotadores comentarios sobre el asunto, llegué a desear que hubiera sido tasado en cien. Y no había esperanza de que abandonase el tema, porque cada día, en uno u otro sitio, siempre aparecía algún posible com­prador que nos examinaba y al llegar al rey hacía un comen­tario de este tipo:

-He aquí un tarugo de dos dólares y medio con un estilo de treinta. Lástima que el estilo no sea comerciable.

Al final este tipo de comentarios nos acarreó gran perjui­cio. Nuestro amo era una persona práctica y se dio cuenta de que este defecto debía ser enmendado si quería encontrar un comprador para el rey. Así que puso manos a la obra para despojar del estilo a su majestad. Yo hubiese podido darle al­gunos consejos valiosos, pero no lo hice. A un traficante de esclavos no se le deben brindar consejos de manera volunta­ria, a no ser que quieras perjudicar la causa que apoyas. Yo ya había tenido suficientes dificultades para reducir el estilo del rey al estilo de un campesino, a pesar de que entonces era un pupilo aplicado y deseoso de aprender, así que ya podréis imaginaros lo que costaría tratar de reducir el estilo del rey al estilo de un esclavo… ¡y por la fuerza! ¡Voto a tal! ¡Eso sí que sería una empresa majestuosa! No voy a entrar en deta­lles; bien puedo ahorrarme el trabajo dejándoos la tarea de imaginarlos. Me limitaré a comentar que al cabo de una se­mana existía evidencia más que suficiente de que el látigo, la porra y el puño habían cumplido su trabajo a conciencia: el cuerpo del rey era un verdadero espectáculo; un espectáculo que arrancaba penosas lágrimas. ¿Pero, y su espíritu? Pues bien, no había cambiado lo más mínimo. Incluso aquel pa­panatas de traficante de esclavos llegó a comprender que hay esclavos que seguirán siendo hombres hasta la muerte y que puedes romper sus huesos pero no su hombría. Aquel hom­bre pudo comprobar el hecho desde el primero hasta el últi­mo de sus intentos; bastaba con que tratara de acercarse al rey para que éste quisiera echársele encima… y lo hacía. Así que a la postre desistió y dejó que el rey conservara intacto su espíritu. Lo cierto es que el rey era mucho más que un rey, era un hombre. Y a un hombre que lo es verdaderamente, no lograrás despojarlo de su hombría.

Las pasamos canutas durante el mes siguiente, recorrien­do penosamente la tierra de arriba a abajo. ¿Y quién era en aquel entonces el inglés que sentía el mayor interés por la cuestión de la esclavitud? Su majestad el rey. Sí, de ser el más indiferente de todos, había pasado a ser el más interesado. Y se había convertido en el más encarnizado detractor de esa institución que yo hubiese escuchado jamás. Por tanto, me aventuré a repetir la pregunta que le había hecho años antes y a la cual había respondido de forma tan brusca que desde entonces no había considerado prudente volver a inmiscuir­me en el asunto: ¿Aboliría la esclavitud?

Su respuesta fue tan brusca como en aquella ocasión, pero esta vez me sonó a música. No espero escuchar otras palabras más agradables, aunque la expresión soez que profirió no es­taba bien, ya que empleó una construcción torpe, colocando el improperio casi en medio, en lugar de hacerlo al final, don­de naturalmente debería estar.

Ahora yo estaba dispuesto y deseoso de recobrar la liber­tad. No hubiese querido hacerlo antes de que llegase este momento. No; no podría afirmar tal cosa. Es decir, lo había querido, pero no había estado dispuesto a correr riesgos de­sesperados, y siempre había disuadido al rey. Pero ahora… ¡Ah, la situación era muy distinta! Valdría la pena pagar el precio que fuese con tal de obtener la libertad. Tracé un plan de fuga, y en seguida me sentí encantado con él. Requería tiempo y paciencia; sí, mucho tiempo y mucha paciencia. Es posible encontrar maneras más rápidas, y por lo menos igual de seguras, pero ninguna que fuese tan pintoresca como la mía, ninguna que pudiese adquirir tintes tan dramáticos. Así pues, no pensaba abandonarlo. Podría tardar meses, pero no importaba. Lo llevaría a cabo a toda costa.

De vez en cuando nos sucedía alguna aventura. Una no- . che fuimos sorprendidos por una tormenta de nieve cuando todavía estábamos a más de un kilómetro del pueblo al que nos dirigíamos. La nevada era tan densa que casi de inme­diato nos rodeó una pesada cortina de niebla. No se podía ver nada, y muy pronto nos perdimos. El traficante de escla­vos, temeroso de la ruina que sobre él se cernía, nos fustiga­ba desesperadamente con su látigo, pero sus latigazos sólo conseguían empeorar las cosas, pues nos alejaban aún más del camino y de cualquier posibilidad de recibir socorro. Fi­nalmente tuvimos que detenernos, y al punto nos desplomamos sobre la nieve. La tormenta continuó un buen rato, y sólo cesó alrededor de la medianoche. Para entonces habían muerto dos de los hombres más débiles y tres mujeres, y al­gunos más ya no podían moverse y estaban a punto de expi­rar. Nuestro amo estaba casi fuera de sí. Se paseaba entre los supervivientes, y para reavivar la circulación de la sangre nos obligaba a ponernos en pie, a saltar, a darnos palmadas. Él nos ayudaba como mejor podía con el látigo.

En aquel momento ocurrió algo que desvió nuestra aten­ción. Escuchamos gritos y gemidos, y poco después vimos a una mujer que corría, bañada en lágrimas, y que al ver nues­tro grupo se arrojó en medio, suplicando protección. Al mo­mento llegó una turba furibunda que la perseguía, algunos de sus integrantes provistos de antorchas. Decían que era una bruja que había causado la muerte de un gran número de vacas por una extraña enfermedad, y que practicaba sus artes malignas valiéndose de un diablo que adoptaba la for­ma de un gato negro. La pobre mujer había sido apedreada sin piedad y estaba tan magullada y ensangrentada que ape­nas parecía un ser humano. Ahora la multitud quería que­marla.

Pues bien, ¿qué creéis que hizo nuestro amo? Cuando nos amontonamos alrededor de la pobre criatura para proteger­la, vio en ello una buena oportunidad y les dijo:

-Tendréis que quemarla aquí mismo, o de otro modo no os la entregaré.

¡Imaginaos! Y la turba no tenía inconveniente. La amarra­ron a un poste, trajeron un buen montón de leña, la apilaron a su alrededor, y le prendieron fuego; y así, mientras la des­dichada daba alaridos, suplicaba piedad y apretaba contra el pecho a sus dos hijitas, nuestro bruto, que no tenía corazón para otra cosa que no fuesen los negocios, a latigazos nos distribuyó alrededor del poste, de manera que recuperamos el calor de la vida y por ende el valor comercial, con el mis­mo fuego que segaba la vida inocente de una pobre madre inofensiva. Esto os dará una idea de la clase de amo que te­níamos. También tomé sus señas. La tormenta de nieve le había costado nueve cabezas de su rebaño, y durante los días que siguieron se mostró incluso más brutal con nosotros, enfurecido como estaba por sus pérdidas.

Tuvimos aventuras durante todo el viaje. Un día nos en­contramos con una procesión. ¡Y qué procesión! Parecía que toda la gentuza del reino se hubiese reunido en ella, y para colmo todos estaban borrachos. A la cabeza marcha­ba una carreta en la que había un féretro, y sobre el féretro estaba sentada una joven y bella muchacha de unos diecio­cho años que amamantaba a un bebé, al cual apretujaba contra su pecho a cada momento como en un arrebato de amor, y en seguida se detenía para secarle el rostro, bañado por las lágrimas que ella misma derramaba; la inocente criatura no dejaba de sonreír, feliz y satisfecha y con su mano regordeta repasaba el seno de la madre, quien a su vez acariciaba la tierna mano y la afirmaba contra su corazón desgarrado.

A ambos lados de la carreta, o detrás de ella, trotaban hombres y mujeres, niños y niñas, silbando, profiriendo a gritos comentarios irreverentes y soeces, cantando trozos de canciones vulgares, saltando, bailando…, un verdadero car­naval de endemoniados, una escena repulsiva. Habíamos al­canzado uno de los suburbios de Londres, más allá de los muros que rodean la ciudad, y el grupo era un ejemplo del tipo de sociedad londinense. Nuestro amo obtuvo para no­sotros un buen puesto, cerca de la horca. Un sacerdote espe­raba a la joven en el patíbulo, y la ayudó a subir mientras le decía palabras reconfortantes. Hizo que el ayudante del al­guacil trajera un taburete para la joven, se colocó a su lado, y por un instante paseó su mirada por la muchedumbre que se arracimaba a sus pies, aguzándola luego para abarcar el sóli­do pavimento de cabezas que se extendía por todos lados, sin dejar un solo espacio vacío, y comenzó entonces a relatar la historia del caso. Y, cosa extraña en aquella tierra salvaje e ignorante, ¡había en su voz un tono de compasión! Recuer­do los detalles de todo lo que dijo, salvo las palabras que uti­lizó, de manera que aquí las sustituyo por mis propias pala­bras:

-La ley tiene como objetivo hacer justicia. A veces comete errores. Es algo inevitable. Si así ocurre, sólo podemos afli­girnos, resignarnos, y orar por el alma de quien es injusta­mente golpeado por el brazo de la ley, y esperar que sean po­cos los que corran la misma suerte. La ley ha condenado a muerte a esta desventurada joven, y lo ha hecho con razón. Pero otra ley la había forzado a una situación en la cual de­bía elegir entre cometer su delito o perecer de hambre junto con su criatura. A los ojos de Dios aquella ley es responsable tanto del delito como de su muerte ignominiosa.

»Hace poco tiempo esta joven, esta niña de dieciocho años, era tan feliz como cualquier otra esposa y madre que habite este país; de sus labios brotaban jubilosas canciones, el lenguaje natural de los corazones gozosos e inocentes. Su joven esposo era tan feliz como ella, pues cumplía cabal­mente su deber trabajando en su oficio de sol a sol; ganando su pan honrada y justamente; prosperando; protegiendo y sosteniendo a su familia con el trabajo, y aportando su pe­queña contribución a la riqueza de la nación. Pero un día, con el consentimiento de una ley traicionera, cayó sobre aquel sagrado hogar la destrucción instantánea y arrasó con él. Al joven esposo le tendieron una emboscada, fue apresa­do y enviado a ultramar. La mujer nada supo de ello. Le bus­có por todas partes, y con sus lágrimas suplicantes y la des­garrada elocuencia de su desesperación conmovió a los corazones más encallecidos. Las semanas transcurrieron lentas para ella, buscando, esperando, anhelando, mientras su mente naufragaba paulatinamente bajo el peso de su des­dicha. Poco a poco tuvo que deshacerse de sus exiguas per­tenencias para poder obtener alimentos. Cuando ya no pudo pagar el alquiler, la pusieron en la calle. Mendigó mien­tras tuvo fuerzas para hacerlo y, cuando ya desfallecía de hambre y su leche se agotaba robó un retazo de tela de lino por valor de un cuarto de centavo, con la intención de ven­derlo y así salvar la vida de su hijo. Pero la vio el propietario de la tela. La joven fue encarcelada y llevada a juicio. El hom­bre confirmó los hechos. Se nombró a una persona que abo­gara por su causa, la cual relató la triste historia. También a ella se le permitió hablar, y reconoció que había robado la tela, pero explicó que desde hacía un tiempo tenía la mente tan trastornada por las dificultades, que, al sentir el acoso del hambre, todos los actos, fuesen o no un delito, parecían deambular por su cabeza carentes de significado y nada po­día saber con seguridad, salvo el hecho de que tenía mucha hambre. Por un momento, todos los asistentes al juicio se sintieron conmovidos y dispuestos a actuar misericordiosa­mente con ella, viendo además que era tan joven y estaba tan desamparada, y que su caso era tan lamentable y que la mis­ma ley que la había desprovisto de su sustento era la única causa de su transgresión; pero el acusador replicó que, aun­que todas estas cosas eran verdaderas y ciertamente muy la­mentables, el hecho es que en aquellos días ocurrían muchos hurtos pequeños, y que una sentencia misericordiosa en un momento tan inadecuado equivaldría a una amenaza para la propiedad privada. ¡Oh, Dios mío! ¿Será posible que la ley británica no considere propiedad preciosa los hogares arrui­nados, las criaturas huérfanas y los corazones desgarrados? Pero no, el acusador finalizó diciendo que debía exigir que cayera sobre ella el peso de la ley.

»Cuando el juez se colocó su birrete negro, el propietario de la tela robada se levantó tembloroso, los labios crispados, el color de la tez tan pálido como ceniza y, cuando las terri­bles palabras fueron pronunciadas, emitió un grito estreme­cedor: «Ay, pobre criatura, pobre criatura; yo no sabía que sería castigada con la muerte», y se derrumbó como se derrumba un árbol al ser talado. Cuando lo alzaron del suelo había perdido la razón, y antes del atardecer de ese mismo día se había quitado la vida. Un hombre bondadoso, un hom­bre que en el fondo tenía un corazón justo. Añadid esa muer­te a esta otra que ahora se va a producir aquí, y achacadlas a los verdaderos culpables: a los gobernantes de Inglaterra y a sus crueles leyes. Ha llegado el momento, hija; permíteme que rece una oración junto a ti; no por ti, pobre corazón mal­tratado, ya que eres inocente, sino por ellos, que son culpa­bles de tu ruina y de tu muerte, y necesitan la oración.

Después de la oración colocaron un lazo con nudo corre­dizo alrededor del cuello de la joven, y tuvieron no pocas dificultades para ajustarlo, pues entretanto ella cubría de besos al pequeño, y lo oprimía contra su cara y su pecho, anegándolo con sus lágrimas, sin dejar de suspirar y gemir al mismo tiempo. La criatura seguía riendo y haciendo ges­tos de placer y dando gozosos puntapiés, convencida de que todo era un divertido juego. Ni siquiera el verdugo podía soportar la escena, y tuvo que desviar la mirada. Cuando todo estaba dispuesto, el sacerdote se acercó a la madre y comenzó a tirar gentilmente del bebé, forcejeando con la madre, que luchaba por retenerlo, y cuando por fin lo tuvo en sus manos, lo apartó velozmente del alcance de la desdi­chada joven. Ella apretó las manos y, profiriendo un chilli­do, saltó violentamente hacia el sacerdote, pero fue reteni­da por el lazo y por el ayudante del alguacil. Entonces la joven se dejó caer de rodillas, y extendiendo los brazos gri­tó:

-Sólo un beso más… ¡Ay, Dios mío, uno más, uno más! ¡Os lo implora una moribunda!

Le fue permitido, y en su ímpetu poco faltó para que aho­gara a la criatura. Y cuando de nuevo se lo arrebataron, gritó estentóreamente:

-¡Ay, mi niño, mi tesoro! ¡También ha de morir! No tiene hogar, no tiene padre, ni amigo alguno, ni madre…

-Sí que los tiene a todos ellos -dijo aquel sacerdote bue­no-. Yo seré todo para él hasta el día de mi muerte. ¡Deberíais haber visto la expresión que apareció entonces en el rostro de la joven! ¿Gratitud? ¡Señor, si no existen pala­bras que puedan explicarlo! Las palabras no son más que el dibujo de un fuego, su mirada era el fuego mismo. Ella le de­dicó una mirada así, y se la llevó consigo, como un tesoro, al cielo, donde debe morar todo lo que es divino.

36. Un encuentro en la oscuridad

Londres, para un esclavo, resultaba ser un sitio bastante interesante. Era simplemente un pueblo enorme, hecho por lo general de barro y paja. Las calles estaban llenas de fango, eran torcidas y estaban sin pavimentar. La población era un enjambre incesante y cambiante de harapos y esplendores, de penachos y armaduras relucientes. El rey poseía un pala­cio allí, cuando vio su fachada suspiró; sí, y lanzó unos cuan­tos juramentos, en el estilo limitado y juvenil del siglo vi. Vimos pasar caballeros y encumbrados nobles a quienes ha­bíamos frecuentado, pero ellos no nos reconocían, sucios, andrajosos, cubiertos de llagas y ampollas como estábamos. Ni siquiera nos habrían reconocido si los hubiésemos llama­do, ni se habrían detenido a responder, ya que la ley prohibía hablar con un esclavo encadenado. Sandy pasó a menos de diez metros de donde yo estaba, sobre una mula. Debía estar buscándome, imaginé. Pero lo que verdaderamente desga­rró mi corazón fue algo que ocurrió en la plaza donde estaba nuestra vieja barraca, mientras soportábamos el espectácu­lo de un hombre condenado a morir en aceite hirviendo por haber falsificado algunas monedas de un penique. Y lo que ocurrió, decía, es que vi a un voceador de diarios… ¡y no me fue posible acercarme a él! No obstante, tuve un consuelo, ésa era la prueba de que Clarence estaba vivito y coleando. Tenía la intención de reunirme con él sin tardar mucho, y aquel pensamiento me llenaba de ánimo.

Otro día alcancé a ver fugazmente algo que también me subió la moral considerablemente. Era un cable que se ex­tendía desde el techo de una casa hasta el de otra. Una línea de telégrafo o de teléfono sin duda. Mucho hubiese deseado poder hacerme con un pedacito de cable. Era justamente lo que necesitaba para llevar a cabo mi proyecto de fuga. Mi idea consistía en liberarnos de las cadenas, luego amordazar y atar a nuestro amo, cambiar sus ropas por nuestros hara­pos, darle una buena tunda hasta que quedase irreconocible, uncirlo a la cadena de esclavos, adoptar el papel de propieta­rios de la mercancía, dirigirnos a Camelot y…

Bueno, ya habréis captado la idea. ¡Podéis imaginaros la sorprendente y dramática sorpresa que entrañaría mi regre­so a palacio! Y resultaba completamente factible si consi­guiese obtener un pedacito delgado de hierro al cual pudiese darle forma de ganzúa. Podría entonces abrir los volumino­sos candados que sujetaban nuestras cadenas en el momento que yo eligiese. Hasta ahora no había tenido esa suerte, y no había caído en mis manos un objeto semejante. Pero final­mente llegó mi oportunidad. Un señor que ya había venido dos veces a pujar por mí sin resultado, es más, sin siquiera acercarse a un resultado, vino de nuevo. Yo estaba muy lejos de pensar que algún día llegase a ser propiedad suya, pues el precio que se había pedido por mí desde el principio de mi esclavitud era exorbitante, y siempre provocaba la ira o la burla de mis compradores, a pesar de lo cual mi amo se afe­rraba testarudamente a ese precio: veintidós dólares. Y no es­taba dispuesto a bajar ni un centavo. El rey era ampliamente admirado debido a su aspecto físico imponente, pero su esti­lo real actuaba en contra suya y dificultaba mucho su venta. Nadie quería un esclavo así. En suma, creía que estaba a salvo de ser separado del rey en vista de mi precio exorbitante. No, no esperaba pertenecer jamás al señor al que me he referido, pero en cambio él tenía algo que yo esperaba que me perte­neciera algún día si él nos visitaba con la suficiente frecuen­cia. Se trataba de un objeto de acero con una larga clavija, del cual se servía para ajustar la parte delantera de su larga vesti­menta. Tenía tres de estos objetos. En las dos ocasiones ante­riores me había decepcionado, pues no se había acercado lo suficiente como para que mi proyecto resultase completa­mente seguro, pero esta vez mis esfuerzos se vieron corona­dos por el éxito. Logré asir el broche inferior y, cuando lo echó de menos, pensó que lo habría perdido en el camino.

Tuve así un buen motivo para sentirme contento… duran­te un minuto, y en seguida tuve motivos para sentirme triste de nuevo: cuando la transacción iba a fracasar de nuevo, como las otras veces, de repente el amo habló y dijo lo que en inglés moderno equivaldría a esto:

-Te diré lo que voy a hacer. Estoy cansado de alimentar y mantener para nada a este par. Dame los veintidós dólares que pido por éste, y al otro te lo puedes llevar gratis.

Fue tal la furia del rey, que se quedó sin aliento. Tosía, se atragantaba, se sofocaba, mientras los otros dos se alejaban hablando.

-Si la oferta es válida hasta…

-La oferta es válida hasta mañana a esta hora.

-Entonces a esa hora recibirás mi respuesta -dijo el com­prador, y desapareció, seguido por el amo.

No fue nada fácil calmar al rey, pero finalmente lo conse­guí, diciéndole:

-Vuestra merced saldrá de aquí a cambio de nada, pero de un modo diferente. Y lo mismo sucederá conmigo. Esta no­che quedaremos libres ambos.

-¡Ah! ¿Y de qué modo?

-Con este objeto que he robado abriré los candados esta misma noche, y nos liberaremos de las cadenas. Cuando el amo venga hacia las nueve y media para la inspección noc­turna, lo agarraremos, lo amordazaremos, le daremos una paliza, y mañana muy de mañana nos marcharemos de la ciudad como propietarios de esta caravana de esclavos.

No dije nada más, pero el rey quedó encantado del plan. Aquella noche esperamos pacientemente a que se quedasen dormidos nuestros compañeros de esclavitud y a que lo de­mostrasen con los ronquidos habituales, ya que, si puedes evitarlo, es mejor no confiar demasiado en esos desdicha­dos. Es preferible que te guardes tus propios secretos. Sin duda no remolonearon más de lo acostumbrado, pero a mí me parecía que sí. Y me pareció que iban a tardar eterna­mente en comenzar a roncar. A medida que se hacía más tar­de me sentía inquieto, y temeroso de que no tuviéramos el tiempo suficiente para terminar lo que teníamos que hacer. Hice entonces varios intentos prematuros que sólo sirvieron para demorar las cosas, pues en aquella oscuridad parecía incapaz de tocar ninguno de los candados sin causar un cru­jido que interrumpía el sueño de alguien, que al darse la vuel­ta despertaba a su vez a unos cuantos vecinos.

Finalmente logré despojarme del último trozo de hierro que me ceñía y de nuevo fui un hombre libre. Respiré pro­fundamente, aliviado, y alargué la mano para comenzar a trabajar en las cadenas del rey. ¡Demasiado tarde! Se acerca­ba el traficante, llevando una luz en una mano, y su pesado bastón en la otra. Me abrí sitio entre la multitud de roncado­res, me estreché contra ellos lo más que pude, para tratar de ocultar que estaba libre de las cadenas, y me quedé con el ojo avizor preparado para saltar sobre mi hombre si se le ocu­rría acercarse mucho.

Pero no se acercó. Se detuvo, durante un minuto estuvo mirando vagamente en dirección a la sombría masa que for­mábamos, evidentemente con los pensamientos puestos en alguna otra cosa; luego colocó la luz en el suelo, caminó ha­cia la puerta absorto en sus pensamientos y, antes de que nadie pudiese imaginar lo que se proponía hacer, había salido del recinto, cerrando la puerta a sus espaldas

-¡Rápido! -dijo el rey-. ¡Traedlo aquí!

Por supuesto que eso era exactamente lo que había que hacer, y en un instante me levanté y me precipité afuera. Pero, malhaya sea, en aquellos días no existían lámparas, y la noche era muy cerrada. Alcancé a distinguir a un par de pa­sos una figura borrosa, y sin pensarlo dos veces me abalancé sobre ella y entonces sí que se armó una de padre y muy se­ñor mío. Luchamos y manoteamos y forcejeamos, y en un periquete nos vimos rodeados por un buen número de es­pectadores. Tenían un enorme interés en la pelea, y nos ani­maban de todo corazón a seguir dándonos golpes; de hecho no hubiesen podido mostrarse más entusiasmados y devo­tos si se hubiese tratado de su propia pelea. Pasado un mo­mento, se oyó a nuestras espaldas un alboroto tremendo y perdimos por lo menos a la mitad de los espectadores, que se alejaron atropelladamente para dedicar su amable atención al otro acontecimiento. Las linternas comenzaron a danzar por doquier. El cuerpo de guardia acudía desde todas las di­recciones. Pasado un momento, una alabarda me cruzó la espalda, a modo de advertencia, y comprendí muy bien cuál era su significado. Quedaba detenido. Y asimismo mi adver­sario. Fuimos conducidos a prisión, uno a cada lado del guardia. Se trataba de un verdadero desastre, un magnífico plan que se venía al suelo de golpe. Trataba de imaginarme lo que ocurriría cuando el amo descubriera que era yo quien se había enfrentado con él, y también lo que ocurriría si nos encarcelaban juntos en la sección común, para alborotado­res y culpables de infracciones menores, como solía hacerse, y lo que…

Justo en ese momento mi antagonista volvió su rostro en dirección mía y la luz vacilante de la linterna que portaba el guardia cayó sobre él. ¡Por vida mía! ¡Me había equivocado de hombre!

37. Un terrible aprieto

¿Dormir? Imposible. Ya había resultado imposible de por sí en aquella ruidosa covacha que hacía de cárcel y con aque­lla sarnosa caterva de pícaros borrachos, pendencieros y bulliciosos. Pero lo que verdaderamente hacía que la posibi­lidad de dormir resultase impensable era la impaciencia que me consumía por salir de aquel lugar y averiguar las propor­ciones de lo que había ocurrido en las barracas de los escla­vos a consecuencia de mi imperdonable equivocación.

La noche fue larga, pero finalmente llegó la mañana. Ofre­cí al tribunal una explicación franca y completa. Dije que era un esclavo, propiedad del gran conde Grip, que había llega­do poco después del atardecer a la Posada del Tabardo, al otro lado del río, y se había visto obligado a pernoctar allí al encontrarse enfermo de muerte con una extraña y repentina afección. Me habían dado la orden de atravesar la ciudad a toda prisa para traer al mejor médico. Yo ponía en ello el mayor empeño y naturalmente corría con todas mis fuerzas; la noche era oscura; había tropezado con el vulgar individuo allí presente, quien me había asido del cuello y había comen­zado a zarandearme, a pesar de que yo le había revelado la misión que me ocupaba y le había suplicado que en consideración al peligro mortal en que se encontraba mi amo el gran conde…

El individuo vulgar me interrumpió y afirmó que era mentira; se disponía a explicar cómo me había arrojado so­bre él y sin mediar palabra le había atacado…

-¡Silencio, miserable! -exclamó el juez-. Sacadle de aquí y dadle un par de azotes que le enseñen a tratar de manera diferente al sirviente de un noble la próxima vez. ¡Vamos!

En seguida el tribunal me pidió excusas, expresando su esperanza de que no olvidaría decir a su señoría el conde que en modo alguno era culpa del tribunal que hubiese ocurrido una cosa tan execrable. Prometí que así lo haría y me despe­dí de ellos. Y en buena hora, además, porque un momento antes a un miembro del tribunal se le había ocurrido pre­guntarme por qué no había revelado todos los detalles en el momento de ser arrestado. Respondí que lo habría hecho de haber pensado en ello -lo cual era verdad-, pero que estaba tan atolondrado por la paliza que me dio aquel hombre que había perdido el sentido común, y que si esto y lo otro y lo de más allá, y comencé a alejarme, sin dejar de farfullar.

No esperé al desayuno. No; desde luego que no iba a que­darme a ver cómo crecía la hierba bajo mis pies y muy pron­to estuve de vuelta en la barraca de los esclavos. Vacía… No quedaba ni un alma. Bueno, quedaba un cuerpo: el cuerpo del traficante de esclavos, tirado en el suelo, hecho papilla a fuerza de golpes. Por todas partes se veían señales de una lu­cha furiosa. Un tosco féretro de tablas estaba colocado sobre una carreta, y unos cuantos trabajadores, ayudados por guardias, trataban de abrirse camino entre la multitud de curiosos para poder acercarlo.

Elegí a un hombre de condición lo suficientemente humil­de como para que accediera a hablar con alguien tan andrajo­so como yo, y le pedí que me relatara lo que había ocurrido.

-Había aquí dieciséis esclavos. Durante la noche se suble­varon contra su amo, yya veis cómo terminó.

-Sí, ¿pero cómo empezó?

-No hay ningún testigo, salvo los esclavos. Dicen que el esclavo de mayor precio se liberó misteriosamente de sus ca­denas y escapó, por arte de magia según se cree, dado que él no se había apoderado de la llave y los candados no estaban rotos ni habían sido dañados de manera alguna. Cuando el amo descubrió tal pérdida, enloqueció de desesperación, y se abalanzó sobre los demás esclavos con su pesado garrote, pero ellos ofrecieron resistencia y le partieron la espalda, y de muchas y muy terribles maneras le causaron heridas que muy pronto le produjeron la muerte.

-¡Qué horror! Sin duda habrán de pagarlo caro cuando se celebre el juicio.

-Hombre, el juicio ya ha terminado.

-¡Terminado!

-¿Creéis acaso que tardarían una semana en una cosa tan simple? No les llevó siquiera la mitad de un cuarto de hora.

-¡Anda! No entiendo cómo habrán podido determinar en tan poco tiempo quiénes fueron los culpables.

-¿Que quiénes fueron los culpables? No perdieron el tiem­po en detalles como ése. Los condenaron en masa. ¿No cono­céis la ley? Una ley que, según dicen, nos legaron los roma­nos, y según la cual si un esclavo daba muerte a su amo, todos los esclavos que el hombre poseyera deberían morir.

-Ah, es verdad. Me había olvidado. ¿Y cuándo morirán? -Probablemente dentro de las próximas venticuatro ho­ras; aunque algunos dicen que esperarán un par de días más, y tal vez encuentren mientras tanto al esclavo que falta.

¡El esclavo que falta! Me sentí bastante incómodo.

-¿Es probable que lo encuentren?

-Sí, creo que lo encontrarán antes de que termine el día. Lo buscan por todas partes. En las puertas de la ciudad hay guardias acompañados por esclavos que lo señalarán si se acerca. Además, nadie puede entrar o salir sin ser exami­nado.

-¿Se puede ver el sitio donde están encerrados el resto de los esclavos?

-El exterior sí. El interior… Pero es algo que no os gusta­ría ver.

Tomé la dirección de la prisión, en caso de que la necesi­tara en el futuro, y luego me aparté disimuladamente. En la primera tienda de ropa usada que encontré, en una callejue­la escondida, me hice con un burdo y enorme traje de mari­nero, apropiado para un viaje al Ártico y me envolví la cara con una venda como si tuviera dolor de muelas. Así queda­ban ocultas mis peores magulladuras. Fue una verdadera transformación. Ahora parecía una persona diferente. Lue­go me dediqué a buscar el cable que había visto cuando en­trábamos en la ciudad, lo encontré, y lo seguí hasta su punto de origen. Resultó ser un cuarto minúsculo en el altillo de una carnicería, lo cual indicaba que los negocios no anda­ban muy boyantes en el campo de la telegrafía. El jovenzuelo encargado dormitaba sobre la mesa. Aseguré la puerta y me metí la llave entre la ropa.

Esto alarmó al joven y ya se disponía a dar voces cuando le dije:

-No desperdicies saliva; si abres la boca, eres hombre muer­to, no te quepa duda. Ponte al aparato. ¡Y de prisa! Llama a Ca­melot.

-Mucho me sorprende esto. ¿Cómo es posible que alguien como vos esté enterado de asuntos?

-¡Llama a Camelot! Soy un hombre desesperado. Llama a Camelot, o apártate y lo haré yo mismo.

-¿Qué? … ¿Vos?

-Sí. Por supuesto. Basta de cháchara. Llama a palacio. Llamó.

-Ahora di que te pongan con Clarence.

-¿Qué Clarence?

-El Clarence que sea. Di que quieres hablar con Clarence, y recibirás una respuesta.

Así lo hizo. Esperamos cinco largos minutos con los ner­vios de punta… Diez minutos… ¡Qué eternos se me hicie­ron!… Y luego se oyó aquel clic que para mí era tan familiar como una voz humana, pues Clarence había sido mi discí­pulo.

-Y ahora, jovencito, ahueca. Antes quizá hubiesen podi­do identificar mi estilo, así que tu llamada era más segura, pero ahora me las puedo arreglar solo.

Se apartó del telégrafo y afinó el oído, pero de nada le sir­vió porque utilicé una clave. No perdí tiempo en prelimina­res con Clarence, y fui directamente al grano. Informé:

-El rey está aquí y está en peligro. Fuimos capturados y traídos como esclavos. No podíamos probar nuestra identi­dad, y el hecho es que no me encuentro en una situación propicia para intentarlo. Envía un telegrama al palacio de aquí y procura que sea convincente.

Su respuesta llegó en seguida:

-Ésos no saben nada del telégrafo. Todavía no han tenido ninguna experiencia, la línea de Londres es muy nueva. Me­jor no arriesgarse con ello. Podrían colgaros. Pensad en algo distinto.

¡Que podrían colgarnos! No se imaginaba lo cerca que es­taba de la verdad. En un primer momento no se me ocurrió nada, pero de repente me vino una idea:

-Envía quinientos caballeros escogidos con sir Lanzarote a la cabeza, y que vengan a toda pastilla. Diles que entren por la puerta del suroeste, y que busquen a un hombre con un trapo blanco alrededor del brazo derecho.

La respuesta fue rápida: -Partirán dentro de media hora.

-Excelente, Clarence, ahora dile a este muchacho que soy amigo tuyo y tengo crédito. Recomiéndale también que sea discreto y no hable con nadie de esta visita.

El aparato comenzó a hablarle al joven, y yo me alejé de prisa. Hice algunos cálculos. En media hora serían las nueve. Un cortejo de caballeros y caballos armados no suele via­jar muy velozmente, pero este grupo cubriría el trayecto lo más rápido posible y, como el terreno ya estaba en buenas condiciones y no había nieve ni barro, probablemente alcan­zarían unos once kilómetros por hora. Tendrían que cam­biar caballos un par de veces, así que llegarían hacia las seis de la tarde, o un poco después, cuando todavía hay suficien­te luz, y podrían ver sin dificultad el trapo blanco que me ataría en el brazo derecho. En ese momento yo tomaría el mando, rodearíamos la prisión y sacaríamos al rey en un periquete. En suma, la acción sería bastante espectacular y pintoresca, aunque yo hubiese preferido que sucediera al mediodía, cuando podría adquirir unos tintes aún más tea­trales.

Para contar con refuerzos en caso de emergencia, pensé que sería buena idea buscar a las personas que había recono­cido mientras recorríamos la ciudad y presentarme ante ellos. Así sería posible salir del apuro, incluso sin los caballeros. Pero debía actuar cautelosamente, pues era un asunto arries­gado. Para ello debía ir vestido suntuosamente, pero no sería prudente trocar de golpe mis andrajos por espléndidos trajes. No; tenía que proceder gradualmente, adquiriendo los suce­sivos trajes en tiendas que se hallasen bastante apartadas, y accediendo con cada cambio a un traje ligeramente más fino que el anterior, hasta llegar finalmente a la seda y el terciopelo, momento en que estaría preparado para acometer mi proyec­to. De modo que comencé.

¡Pero mi plan se vino al suelo como un castillo de naipes! Al doblar la primera esquina me encontré de buenas a prime­ras con uno de los esclavos de nuestro grupo, que husmeaba la zona en compañía de un guardia. En aquel momento tuve un acceso de tos y él me lanzó una mirada que me penetró hasta la médula. Temí que la tos le resultase familiar. Entré in­mediatamente en una tienda y recorrí el mostrador fingiendo que miraba los precios, pero sin dejar de vigilar por el rabillo del ojo. Los dos se habían detenido, hablaban entre sí y mi­raban hacia la puerta… Decidí que escaparía por la puerta trasera, si es que la había, y le pregunté a la dependienta si podía salir por allí para buscar al esclavo escapado, pues se sospechaba que podría estar escondido en los alrededores, y le dije que yo era un guardia disfrazado, y que mi colega se encontraba afuera con uno de los asesinos, y que si podría ser tan amable de salir un momento y decirle que no era ne­cesario que me esperase y que sería mejor que fuese de in­mediato al otro extremo de la callejuela y estuviese listo para detener al fugitivo en cuanto yo lo hiciese salir de su escondite.

La mujer ardía de curiosidad por ver a uno de aquellos asesinos que ya se habían hecho célebres, y salió en seguida para cumplir el encargo. Me escabullí por la puerta trasera, cerré con llave, me la eché al bolsillo y me fui, riendo para mis adentros, contento y aliviado.

Pues bien, de nuevo lo había echado a perder todo. Había cometido otro error; de hecho, un doble error. Debían de existir multitud de maneras de deshacerse de aquel guardia, utilizando algún recurso sencillo y plausible, pero no, yo te­nía que elegir el más pintoresco. Es el más notable de mis de­fectos. Y además, había elaborado mi plan contando con lo que naturalmente haría el guardia, siendo como era un ser humano, sin tener en cuenta que, cuando menos te lo espe­ras, un hombre actúa precisamente como no sería natural que lo hiciese. En aquel caso, lo natural habría sido que el guardia se lanzara en pos de mí; encontraría entonces que entre él y yo se interponía una sólida puerta de roble, bien trancada, y antes de que él consiguiese derribarla yo ya esta­ría lejos, dedicado a ensayar una sucesión de disfraces enga­ñosos y desconcertantes, que pronto me permitirían enfun­darme un traje de tal calidad que me pondría al abrigo de los entrometidos perros policía ingleses con más eficacia que el mayor derroche de inocencia y pureza de carácter. Pero en lugar de hacer lo que sería natural, el guardia tomó mi pala­bra al pie de la letra y siguió mis instrucciones. Así pues, cuando salí trotando por aquel callejón sin salida, muy satis­fecho con mi propia astucia, apareció en una esquina y de golpe me encontré adornado con sus esposas. Si hubiese sa­bido que era un callejón sin salida… De cualquier modo, una torpeza así no tiene perdón; anotémoslo en el balance de ga­nancias y pérdidas y continuemos.

Por supuesto que me mostré indignado; juré y perjuré que era un marinero que acababa de desembarcar de un largo viaje y otros cuentos por el estilo, tratando de ver si conse­guía engañar al esclavo. Pero no lo conseguí. Me había reconocido. Entonces le eché en cara que me hubiese traicio­nado. Se quedó más sorprendido que ofendido, y poniendo unos ojos como platos dijo:

-¡Cómo! ¿Pensáis acaso que permitiría que escaparais vos precisamente, librándoos de que murieseis en la horca con nosotros, cuando sois el culpable de nuestra perdición? ¡Vete a tomar…!

«Vete a tomar» era su manera de decir «Me da risa» o «Qué gracioso». Desde luego era curiosa la forma de hablar de aquella gente. La verdad es que había una especie de justi­cia bastarda en su manera de ver las cosas, así que desistí. Cuando ya ha ocurrido el desastre y no sirve de nada discu­tir, ¿para qué perder el tiempo discutiendo? No es mi estilo. Me limité a decir:

-No vas a ser ahorcado. Y tampoco ninguno de nosotros. Los dos se echaron a reír y el esclavo dijo:

-No os teníamos por loco… hasta ahora. Sería preferible que conservaseis vuestra reputación, teniendo en cuenta que no tendréis que esforzaros durante mucho tiempo.

-Pues yo creo que sí. Antes de mañana estaremos fuera de la prisión, y además libres para ir donde nos plazca.

El guardia, sintiéndose muy ingenioso, se rascó la oreja izquierda, carraspeó y dijo:

-Fuera de la prisión… sí…, decís la verdad. Y libres para ir donde os plazca, mientras no salgáis de los confines del so­focante reino de su majestad el diablo.

Me contuve, y dije calmadamente:

-Supongo que realmente crees que vamos a ser colgados dentro de uno o dos días.

-Lo creía hasta hace unos pocos minutos, ya que así había sido decidido y proclamado.

-Ah, entonces has cambiado de opinión, ¿verdad?

-Así es. Antes sólo lo creía; ahora estoy seguro.

Mi vena sarcástica comenzaba a aflorar, de modo que dije:

-¡Oh sapiente servidor de la ley! ¿Tendríais la condescen­dencia de decirnos entonces qué es lo que sabéis?

-Que seréis colgados todos, hoy mismo, a media tarde: ¡Ajá! ¡Parece que el golpe ha sido certero! Apoyaos en mí. Lo cierto era que sí necesitaba apoyarme en alguien. Mis caballeros no alcanzarían a llegar a tiempo. Lo harían con un retraso de tres horas, por lo menos. Nada en el mundo po­dría salvar al rey de Inglaterra; ni a mí, lo que era más impor­tante. Más importante para mí, claro, pero también para la nación…, la única nación sobre la faz de la tierra donde la ci­vilización estaba a punto de germinar. Me sentía enfermo. No dije nada más, no había nada que decir. Comprendía el significado de las palabras de aquel hombre; claro, si se en­contraba al esclavo que había desaparecido, se anularía el aplazamiento, y la ejecución tendría lugar ese mismo día. Pues bien, el esclavo desaparecido había sido encontrado.

38. Sir Lanzarote y los caballeros al rescate

Cerca de las cuatro de la tarde. La escena tiene lugar al pie de las murallas de Londres. Un día fresco, agradable, sober­bio, con un sol espléndido; uno de esos días en los que sien­tes deseos de vivir, no de morir. Se había congregado una prodigiosa multitud que abarcaba hasta muy lejos; y sin em­bargo nosotros quince, pobres diablos, no teníamos allí ni un solo amigo. Un pensamiento doloroso, mírese como se mire. Allí estábamos sentados en nuestro elevado patíbulo, siendo el blanco del desprecio y las burlas de todos los ene­migos. Convertidos en espectáculo para un día de fiesta. Habían construido una especie de tribuna enorme para los nobles y la gente importante, y allí se encontraban haciendo ostentoso acto de presencia en compañía de sus mujeres. Muchas de aquellas personas nos resultaban conocidas…

Los espectadores disfrutaron de una breve e inesperada diversión a expensas del rey. En el momento en que nos libe­raron de las cadenas, el rey se puso en pie de un salto y, cu­bierto por sus harapos alucinantes, el rostro irreconocible por las heridas y cardenales, proclamó que era Arturo, rey de Inglaterra, y advirtió de los espantosos castigos por traición a todos los allí presentes si se tocaba un solo pelo de su sagra­da cabellera. Se quedó estupefacto cuando escuchó que la multitud prorrumpía en una sonora carcajada. Se sintió he­rido en su dignidad, y se encerró en un impenetrable silen­cio, aunque el público le rogaba que continuase y trataba de provocarlo con abucheos, silbidos, y estruendosos gritos: -Dejadle hablar. -¡El rey! ¡El rey!

-¡Sus humildes súbditos tienen hambre y sed de las sabias palabras que salen de boca de su Serenísima y Sagrada Alte­za, el Rey de los Harapos!

De nada sirvió. Se revistió de toda su majestad y afrontó imperturbable la lluvia de desprecios e insultos. Verdadera­mente era grandioso, a su modo. Sin darme cuenta me había quitado las vendas blancas de la cara y las había anudado al­rededor del brazo derecho. Cuando los espectadores repara­ron en ello, comenzaron a meterse conmigo, diciendo:

-Sin duda ese marinero es su ministro… Observad la lu­josa insignia de su cargo.

Los dejé que siguieran burlándose y, cuando por fin se cansaron, dije:

-Sí, soy su ministro, soy El Jefe. Y mañana recibiréis noti­cias de Camelot que…

No pude continuar; me ahogaron con sus gritos de regoci­jado escarnio. Pero al cabo de un momento se hizo el silencio, pues los alguaciles de Londres, vestidos con sus túnicas cere­moniales, y acompañados de sus subalternos, habían comen­zado a moverse, lo cual indicaba que el espectáculo iba a co­menzar. En medio del silencio que sobrevino, se relató el crimen que habíamos cometido, se dio lectura a la sentencia de muerte, y luego todos se descubrieron mientras el sacer­dote recitaba una plegaria.

Mientras el verdugo preparaba la soga, a uno de los escla­vos le vendaron los ojos. El camino, llano, despejado y acor­donado por los guardias, se extendía un poco más abajo, no­sotros a un lado, y la densa multitud al otro. ¡Qué maravilla hubiera sido ver que mis quinientos jinetes se acercaban por él a todo galope! Pero no; era completamente imposible. Con la mirada seguí la franja que se perdía en la distancia… No había ni rastro de un solo jinete.

Se oyó un violento respingo y el esclavo quedó bambo­leándose en el aire; bamboleándose y retorciéndose terrible­mente, pues no le habían atado los brazos ni las piernas.

Se descolgó otra soga, y en un instante se bamboleaba un segundo esclavo.

En un minuto otro esclavo forcejeaba en el aire. Era algo espantoso. Miré hacia otro lado unos segundos y cuando de nuevo me volví ya no encontré al rey. ¡Le estaban vendando los ojos! Me quedé paralizado; no conseguía moverme, me atragantaba, tenía la lengua como petrificada. Terminaron de vendarle y le condujeron debajo de la soga. No lograba li­berarme de la sensación de impotencia. Pero, cuando le esta­ban colocando la soga alrededor del cuello, entonces explotó algo en mi interior y di un salto para acudir en su auxilio… y al hacerlo volví a mirar hacia el camino… y, irecontragaita!, he aquí que llegaban, a toda velocidad… ¡quinientos caballe­ros armados, con lanzas y espadas, en bicicletas!

Era el espectáculo más grandioso que jamás se hubiese visto. ¡Señor, cómo ondeaban los penachos, cómo brillaban al sol los manillares, cómo se filtraban sus rayos por entre las ruedas radiales!

Agité el brazo derecho cuando llegaba raudo sir Lanzarote, y él reconoció la señal. Me quité el lazo y el vendaje, y grité: -Arrodillaos bribones, todos y cada uno de vosotros, y saludad al rey. ¡Quien deje de hacerlo cenará esta noche en el infierno!

Suelo utilizar ese estilo rimbombante cuando quiero ob­tener el máximo efecto. Pues bien, resultaba de lo más agra­dable ver a Lanzarote y a los muchachos abalanzándose so­bre el patíbulo y arrojando de la tarima a alguaciles y bichos afines. Y daba gusto ver cómo aquella multitud atónita se ponía de hinojos y suplicaba al rey que les perdonase la vida, sí, a aquel rey a quien insultaban y despreciaban unos minutos antes. Y mientras él se hacía a un lado, cubierto de harapos, para recibir aquel homenaje, me decía a mí mis­mo: «Vaya, realmente hay algo peculiarmente grandioso en el porte y el continente de un rey, después de todo».

Me sentía inmensamente satisfecho. Considerad la situa­ción en su conjunto y no podréis negar que era uno de los efectos más aparatosos y espectaculares que jamás había conseguido.

Y un momento después apareció Clarence, en carne y hue­so, me guiñó un ojo y me dijo en un estilo muy moderno: -¡Menuda sorpresa os habéis llevado!, ¿verdad? Sabía que os iba a chiflar. Tenía a los muchachos practicando en secre­to desde hace un buen tiempo, y nos moríamos de ganas por hacer la primera aparición en público.

39. El yanqui se enfrenta a los caballeros

Otra vez en casa, en Camelot. Un par de días más tarde encontré sobre mi mesa de desayuno un periódico todavía húmedo, recién salido de la imprenta. Lo abrí por la sección de anuncios personales, sabiendo que encontraría allí algo que me concernía. Era esto:

 

Se hace saver que el gran señor e ilustre caballero SIR SAGRAMOR EL DE­SEOSO habiéndose dignado enfrentetarse al Ministro del Rey, Hank Mor­gan, más conocido como El Jefe, para obtener satis facción de una ofensa an­taño recibida, los dos mentados se enfrentarán en la liza cerc Ana de Camelot alrededor de la cuarta hora de la mañana del día décimo sexto del próximo mex. El duelo será a ultranza, dado que la disha ofensa fue de ca­rácter mortal, y no admite arreglo alguno.

 

YO, EL REY

 

El comentario editorial de Clarence al respecto era el si­guiente:

 

participación fue del nuncio a primera sub­Ministerio del por­centaje refleja a abstención más cle­ciente historia crítica favorecido a los mi­cos al precisarse menor votos para entrar los que ya ponían de ella sino que sensiblementente aumentan su por­cino europeo las candidatu ­en cuanto a las candida­lares posibilidad de comprar parla­mentaria según el son­cantan aunque ya decantan sondeos, los líderes tidos que aprovecharon declaraciones pidiendo el voto pua sus más o menos abiertas

Se observará, al repasar nuestras colum nata de anuncios, que la comunidad será favorEcida noc un cuento de singular intcrfs en lo referen­te a tomeos. Los nombres de los artistas son garantía de buen entre T pimiento. La tapuilla estará abierta a partir de las doce horas del día treze: entrada tres centavos: asientos reservados, cinco: la recaudación será donada al fondo pro­Hospital. Estarán presentes la Real Parreja y toda la Corte. Con estas excepciones, la Prensa y el clero, los pases de favor se sus Penden ter­minantemente. Por la presente se advierte al pú­blico que no compre entradas a los reven rcvcn revendedores, pues no serán aceptadas. Todo el mundo conoce y quiere a Sir jefe, todo el mundo conoce y quiere a Sir Sag. Venid y vamos ro­dos a darles una vucna despedida a estos mu­chachones. 8ecordad que la recaudación será des­tinada a una GranDiosa y caritativa obra, cuya amplia benevolencia extiende su mano auxilia­dora, cálida con la sangre de un corazón amoro­so. a todos aquell8s que sufren. sin distingos de raza, religión. posición social o color. la úni­u instituciónc benéfica hasta ahora establecida en la tierra que no tiene Nave de paso pan su compasión. sino que afimu: ¡Aquí fluye m¡ ma­nantial! ¡Venid¡ todos y bebed de él! ¡Acudid todos, sin falta! Traed vuestros donuts y gomas de mascar y divertíos de lo lindo. Habrá paste­les a la venta y rocas para partirlos: así como limonada al estilo del Circo -tres gotas de ju­go de lima por cada barril de agua­

  1. 8. Será éste el qrimer tome6 regido rop la nueva ley, que permite que cada combatiente utilice cl arma que prefiera. Tenedlo en cuenta.

nuestro desagrad rapidamente y dos de sus f yordomo y of hablado. tú proporcionaste par su uso. Hay hace y artas a y e han cartas d, present sentación que ellos son la a los amigos pa a dos, y del solo a estrecho pa irás: y eso hogar acceso cs nuestra d directa qu ahora bajo gos campos como Estos a joveras regiones no para aonst allá, y dijo insten ones de o otro ho encontrar con ¡edad, intras Van a dicen bue •¡rr onarios para m dice enriar

 

Desde entonces y hasta el día señalado, en toda Inglaterra no se hablaba más que del combate. Todos los otros temas de conversación pasaron a ser insignificantes y se apartaron de la mente y el interés de los hombres. Y esto no se debía a que un combate fuera un asunto importante; ni se debía a que sir Sagramor hubiese encontrado el Santo Grial, pues no era así, había fracasado; y tampoco se debía a que uno de los duelistas fuese el segundo personaje (oficial) del reino, no, todas estas características resultaban triviales. Había, sin embargo, un motivo de peso que explicaba el interés extra­ordinario que esta lid había despertado. Radicaba en el hecho de que la nación entera sabía que no se trataba simple­mente de un duelo entre dos hombres, por así decirlo, sino de un duelo entre dos magos poderosos; no un duelo de músculos, sino un duelo de mentes; no una demostración de destreza humana, sino de habilidades sobrehumanas; el duelo decisivo por la supremacía entre los dos magos maes­tros de la época. La nación había comprendido que las haza­ñas más prodigiosas de los caballeros de mayor renom­bre no tenían ni punto de comparación con un espectáculo como el que se avecinaba y que resultarían simples juegos de niños al lado de aquella misteriosa y terrible batalla entre los dioses. Sí, todo el mundo sabía que en realidad sería un due­lo entre Merlín y yo, una confrontación de nuestros poderes mágicos. También se sabía que Merlín había estado ocupa­do durante varios días con sus noches, imbuyendo las armas y la armadura de sir Sagramor con sobrenaturales poderes de ataque y defensa, y que había obtenido para él, por me­diación de los espíritus del aire, un finísimo velo que le haría invisible a ojos de su antagonista, mientras seguía siendo vi­sible para todos los demás hombres. Contra un sir Sagramor armado y protegido de tal modo, nada podría hacer un mi­llar de caballeros, ni lograría prevalecer sobre él ninguno de los encantamientos conocidos. Estos hechos eran incontes­tables; al respecto no existía duda alguna, es más, no podía caber la menor duda. Quedaba, sin embargo, una incógnita: ¿podrían quizá existir otros encantamientos, desconocidos para Merlín, que hicieran que sir Sagramor resultase visible a mis ojos y su malla encantada vulnerable a mis armas? Era ésta la cuestión que habría de ser decidida en la liza. Hasta entonces el mundo debería permanecer en la incertidumbre.

De modo, pues, que el mundo pensaba que lo que estaba en juego era algo de enorme importancia, y el mundo tenía razón, sólo que el asunto en cuestión no era el que ellos creían. No, se trataba de un asunto de muchísima mayor importancia: la vida misma de la caballería andante. Yo era un paladín, es verdad, pero no el paladín de las frívolas ar­tes negras, sino de la razón y de un sentido común firme y sin sentimentalismos. Me disponía a entrar en combate para destruir de una vez por todas la caballería andante, o para convertirme en su víctima.

A pesar de la enormidad del terreno donde se celebraban los torneos, a las diez de la mañana del día dieciséis, fuera de la liza misma, no había un solo sitio disponible. La gigantes­ca tribuna principal estaba recubierta de banderas, gallarde­tes, y ricos tapices, y se encontraba atestada de varios acres de reyes tributarios de poca monta, sus séquitos correspon­dientes, y la aristocracia inglesa, con nuestra propia pandi­lla real ocupando sitios de primacía, todos y cada uno de sus integrantes resplandecientes como un prisma de sedas y ter­ciopelos abigarrados. ¡Vaya! Hasta entonces no había pre­senciado nada que se le pudiese comparar, a no ser una ba­talla entre una puesta de sol en el Alto Mississipi y la aurora boreal. También ofrecía un soberbio espectáculo el vasto campamento a un extremo de la liza, con sus tiendas multi­colores adornadas por banderas, un erguido centinela en cada puerta y un brillante escudo que pendía a su vera para distinguir a cada uno de los desafiantes. Veréis, se habían congregado allí todos los caballeros dotados de alguna am­bición o de un sentimiento de casta, pues era bien sabido lo que yo pensaba de su orden, y ésta podía ser una óptima ocasión para desquitarse. Si yo vencía en mi combate con sir Sagramor, los demás caballeros tendrían derecho a desafiar­me mientras yo estuviese dispuesto a aceptar el reto.

En el extremo opuesto de la liza sólo había dos tiendas de campaña, una para mí y otra para mis servidores. A la hora designada, el rey dio la señal, y los heraldos, vestidos con sus tabardos, hicieron su aparición y vocearon la proclama, nombrando a los combatientes y declarando el motivo del duelo. Una pausa, y luego se escuchó un resonante toque de corneta, la señal para que pasáramos al frente. Los espectadores contuvieron el aliento, y una viva curiosidad iluminó todos los rostros.

De su tienda salió cabalgando el gran sir Sagramor, impo­nente torre de hierro, rígido y majestuoso, con su enorme lanza en ristre firmemente asida por su recia mano, la cabe­za y el pecho de su colosal caballo cubiertos de acero y el res­to del cuerpo envuelto en ricas gualdrapas que casi tocaban el suelo… ¡Ah, una noble y bella imagen! Se levantó una cla­morosa ovación de bienvenida y admiración.

Y luego salí yo. Pero no recibí ninguna ovación. Se produ­jo un silencio asombrado y elocuente que duró unos segun­dos, y en seguida una gran oleada de carcajadas comenzó a recorrer aquel océano humano, pero un cornetazo de adver­tencia lo frenó en seco. Yo vestía el más sencillo y cómodo atuendo gimnástico: unas mallas de color carne que me cu­brían desde el cuello hasta los tobillos, borlas azules de seda a los costados, y la cabeza descubierta. Mi caballo no sobre­pasaba la talla media, pero era vivaz, esbelto, de músculos elásticos yveloz como un galgo. Era un animal precioso, lus­troso como la seda y tan desnudo como había venido al mundo, salvo por las bridas y la silla de montar.

La torre de hierro y el vistoso cubrecama avanzaron pesa­da, pero donosamente, corcoveando a lo largo de la liza, y no­sotros fuimos a su encuentro a paso ligero. Nos detuvimos; la torre saludó, respondí; luego dimos media vuelta y cabal­gamos hombro con hombro hasta la tribuna principal. Lle­gamos enfrente del rey y la reina, a quienes presentamos nuestros respetos. La reina exclamó:

-Ay, velay, velay, sir jefe combatirá desnudo, y sin lanza o espada o…

Pero el rey la contuvo, y con una o dos frases corteses le hizo comprender que no era asunto suyo. Sonaron de nuevo las cornetas, nos separamos, cabalgamos hasta los dos ex­tremos del campo, y nos pusimos en posición de combate. Apareció entonces el viejo Merlín y cubrió a sir Sagramor con un exquisito y sutilísimo velo, dejándole convertido en el fantasma de Hamlet. El rey hizo una señal, sonaron de nuevo las cornetas, sir Sagramor colocó su enorme lanza en ristre, y sin más cargó contra mí a todo correr, con el fragor de un trueno, el velo flotando a sus espaldas. Yo salí volando a su encuentro, como una silbante flecha, ladeando la cabeza y afinando el oído, como si tratase de establecer la posición y el avance del caballero invisible por el oído en lugar de la vis­ta. Se elevó un poderoso coro de voces para alentar al caba­llero, y una valiente y solitaria voz que me dio ánimo con es­tas palabras:

-¡A por él, chavalote!

Podría haber apostado que era la voz de Clarence… y su estilo. Cuando la formidable punta de la lanza se encontraba a cosa de un metro y medio de mi pecho, desvié mi caballo de su trayectoria sin mayor esfuerzo, de modo que el corpu­lento caballero pasó a mi lado como una exhalación, y su lanza quedó abanicando la brisa. Esta vez recibí muchos aplausos. Giramos, nos pusimos de nuevo en guardia, y de nuevo nos arremetimos. Otra jugada nula para el caballero; otra tanda de aplausos para mí. Lo mismo sucedió la tercera vez, y arrancó tal torbellino de aplausos, que sir Sagramor perdió la calma, y abandonando su táctica se lanzó a perse­guirme por todo el campo. Desde luego que de ese modo no tenía ninguna posibilidad; era como jugar al corre-que-te­pillo con toda la ventaja de mi parte. Me apartaba de su ca­mino con gran facilidad cada vez que me venía en gana, y en una ocasión, al pasar junto a la grupa de su caballo le di al caballero una palmada en la espalda. Finalmente decidí que había llegado mi turno de perseguirlo, y a partir de ese mo­mento, por más giros, contorsiones o piruetas que hiciese, no conseguía ponerse detrás de mí; después de cada manio­bra, volvíamos a quedar cara a cara. Así que abandonó tam­bién esa táctica y se retiró a su extremo de la liza. Había per­dido los estribos y fuera de sí me lanzó un insulto tal, que también yo monté en cólera. Desenrollé entonces mi lazo del arzón de la silla, y agarré su espiral con mi mano derecha. ¡Habríais tenido que ver cómo se abalanzó sobre mí esta vez! Ahora sí que venía en serio, y debía tener los ojos inyectados en sangre. Yo permanecí sentado tranquilamente sobre mi caballo en reposo, formando amplios círculos sobre mi ca­beza con el rollo del lazo. Cuando él estaba ya a mitad de camino, me dirigí a su encuentro, y cuando la distancia en­tre nosotros se había reducido a unos quince metros, arrojé por el aire las serpenteantes espirales de mi lazo, hice girar velozmente a mi adiestrado caballo, y lo detuve en seco con las cuatro patas firmemente plantadas en el suelo. Un instan­te después la soga se tensó, y arrancó a sir Sagramor de su si­lla. ¡Caracoles, qué sensación produjo entre el público!

Indudablemente no hay nada más popular en este mundo que la novedad. Esta gente nunca había visto a un cow-boy en acción, y estaban arrebatados por el entusiasmo. Se elevó un grito general y estentóreo:

-¡Alabí-alabá-alabimbombá!

Me pregunté de dónde habrían sacado la expresión, pero no había ahora tiempo para consideraciones filológicas, pues toda aquella colmena de caballeros andantes se había puesto a zumbar. Era una oportunidad única, que no podía desaprovechar. Aflojé el nudo, sir Sagramor fue cargado hasta su tienda, recobré la extensión de lazo que había que­dado suelta y me puse a agitarlo alrededor de la cabeza, for­mando nuevas figuras. Estaba seguro de que tendría ocasión de usarlo nuevamente en cuanto fuese elegido el sucesor de sir Sagramor, algo que no podía tardar demasiado en pre­sencia de tantos candidatos ansiosos. En efecto, muy pronto eligieron a otro: sir Hervis de Revel.

¡Bizzzzzz! Se arrojó sobre mí raudo como una saeta in­cendiaria; lo eludí; siguió de largo, ya con mi lazo anudado en su cuello, y uno o dos segundos más tarde, ¡tras!, su silla estaba vacía.

Una nueva actuación, y otra, y otra, y otra más. Después de que cinco hombres hubieron recibido sus respectivas do­sis de lazo, las cosas empezaban a adquirir un cariz serio para los acorazados andantes, así que hicieron una pausa para ce­lebrar consejo. Concluyeron que ya era hora de dejar de lado la etiqueta y que debían enviar contra mí a sus mejores y más poderosos caballeros. Para asombro de aquel pequeño mun­do, enlacé a sir Lanorak de Galis, y después de él, a sir Gala­had. Como veis, ya no les quedaba más que recurrir a su últi­mo as, al magnífico entre los magníficos, al más poderoso de los poderosos, el gran sir Lanzarote en persona.

¿Un momento memorable para mí? Ya lo creo. Allí estaba Arturo, rey de Inglaterra, y estaba la reina Ginebra, sí, y tri­bus enteras de pequeños reyes y reyezuelos de provincia, y más allá, junto a sus tiendas de campaña, renombrados ca­balleros procedentes de muchas tierras, así como el grupo más selecto de toda la institución caballeresca, los caballe­ros de la Mesa Redonda, los más ilustres de la cristiandad y, lo más importante de todo, el propio sol de aquel resplande­ciente universo se encontraba allá, en la distancia, enris­trando su lanza y recibiendo el homenaje silencioso de cua­renta mil ojos devotos, mientras yo, completamente solo, me preparaba para hacerle frente. Por mi mente cruzó fu­gaz la imagen de cierta operadora de Harfford, y deseé que hubiese podido verme en ese preciso instante. En aquel mo­mento atacó a todo galope el Invencible, con el ímpetu de un remolino; el gentío allí presente se puso en pie y se incli­nó para ver mejor…, y así pudo ver mejor cómo el inelucta­ble lazo rasgaba el aire, formando círculos y espirales… En un abrir y cerrar de ojos remolcaba a sir Lanzarote por el campo y arrojaba besos al público para corresponder a la tempestad de pañuelos ondeantes y a los estruendosos aplausos.

Mientras enrollaba el lazo y lo colgaba del pomo de la si­lla pensaba, ebrio de gloria:

«La victoria ha sido definitiva. Ninguno osará enfrentarse a mí. Ha fenecido la caballería andante».

Imaginaos, pues, mi estupor y el de todos los presentes, cuando se oyó el peculiar toque de corneta que anunciaba que otro contendiente se disponía a entrar en combate. Aquí había un misterio, algo que resultaba inexplicable. En segui­da noté que Merlín se alejaba furtivamente de mí, y casi al mismo tiempo me di cuenta de que mi lazo había desapare­cido. El viejo prestidigitador me lo había robado, con toda seguridad, y lo llevaría escondido entre la túnica.

Un nuevo cornetazo. Y he aquí que veo venir, una vez más, a sir Sagramor, desempolvado y compuesto, con el velo primorosamente arreglado. Troté a su encuentro y fingí lo­calizarlo por el ruido que hacían los cascos de su caballo.

-Podréis ser muy agudo de oído, pero nada os salvará de esto -me dijo, acariciando la empuñadura de su colosal es­pada-. Ya que no podéis verlo por causa del velo, sabed que no se trata de una engorrosa lanza, sino de una espada… Y tengo por cierto y bien averiguado que no podréis eludirla.

Llevaba levantada la celada y pude ver que en su rostro se dibujaba una sonrisa de muerte. No podría esquivar su es­pada eso estaba muy claro. Esta vez uno de los dos había de morir. Y si dejaba que él tomase ventaja, por pequeña que fuese, sabía bien a quién le tocaría el papel de cadáver.

Avanzamos al tiempo y saludamos a los soberanos. Pero el rey estaba intranquilo; me preguntó:

-¿Dónde está vuestra extraña arma?

-Me la han robado, majestad.

-¿Tenéis otra a mano?

-No, señor. Solamente había traído ésa.

En ese momento, Merlín se entrometió, diciendo: -Solamente había traído ésa porque no podía traer otra. No existe otra de esa especie. Pertenece al rey de los Demo­nios del Mar. Ciertamente, este hombre es un impostor y un ignorante, pues de otro modo sabría que esa arma sólo pue­de ser usada ocho veces, y luego se desvanece para regresar a su morada en el fondo del mar.

-Entonces se encuentra desarmado -observó el rey-. Sir Sagramor, debéis concederle licencia para tomar en présta­mo otra arma.

-¡Y se la prestaré yo! -ofreció sir Lanzarote, que se acer­caba cojeando-. Es un caballero tan diestro y valiente como cualquier otro en vida, y podrá servirse de mi arma.

Se disponía a desenfundar su espada, pero sir Sagramor le detuvo diciendo:

-Aguardad. No podrá ser así. Tendrá que combatir con sus propias armas. Gozó del privilegio de elegirlas y traerlas aquí. Si ha incurrido en error, deberá pagar con su cabeza.

-¡Caballero! -le respondió el rey-. La pasión os obnubila y perturba vuestra mente. ¿Pretendéis matar a un hombre inerme?

-Si así lo hiciese, habrá de responder ante mí -dijo sir Lanzarote.

-Responderé ante cualquiera que lo desee -replicó sir Sa­gramor, airadamente.

Merlín metió baza, frotándose las manos y sonriendo con pérfida satisfacción:

-Bien habéis hablado; estupendamente habéis hablado. Y ahora basta ya de parlamentos, dejemos que nuestro rey y señor dé la señal de batalla.

El rey tuvo que ceder. La corneta hizo la proclama, y mi adversario yyo nos separamos para dirigirnos a nuestros si­tios respectivos. Allí nos quedamos un momento, a un cen­tenar de metros de distancia el uno del otro, rígidos e inmó­viles, como dos estatuas ecuestres. Y así permanecimos un minuto entero, en medio de un silencio absoluto, mientras los espectadores contenían la respiración, sin apenas osar moverse y con los ojos fijos en la liza. Parecía que el rey no conseguía reunir el coraje para dar la señal, pero, al fin, le­vantó su mano y se oyó el claro sonido de la corneta. La larga espada de sir Sagramor describió una fulgurante curva en el aire, y el caballero arremetió contra mí. ¡Qué soberbio es­pectáculo! No me moví. Siguió avanzando. Yo continuaba inmóvil. Los espectadores fueron presa de gran agitación y comenzaron a gritar:

-¡Huid, huid! ¡Salvaos! ¡Esto es un crimen!

No me moví ni un milímetro hasta que tuve aquella atro­nadora aparición a unos quince pasos de mí; saqué entonces de mi pistolera un revólver, se produjo un fogonazo, una de­tonación, y el revólver estaba de vuelta en la pistolera antes de que nadie pudiera darse cuenta de lo que había ocurrido.

Cerca de mí pasó raudo un caballo sin jinete; un poco más allá yacía sir Sagramor, muerto en el acto.

Las personas que se precipitaron a su lado se quedaron es­tupefactas al comprobar que, en efecto, la vida había aban­donado aquel cuerpo y, sin embargo, no había una razón vi­sible. No había herida alguna; no se veía ninguna lesión. Había un agujero en la cota de malla, a la altura del pecho, pero no dieron importancia a una pequeñez semejante. Ade­más, una herida de bala en ese sitio produce muy poca san­gre, por lo cual no alcanzaba a atravesar los ropajes y fajas del caballero muerto. El cadáver fue arrastrado hasta la tribuna para permitir que el rey y los personajes eminentes le echa­ran un vistazo. Naturalmente se quedaron mudos de asom­bro. Se me pidió que me acercara a explicar el milagro. Pero me quedé donde estaba, imperturbable, como una estatua, y dije:

-Si se trata de una orden, acudiré, pero mi señor el rey sabe perfectamente que las leyes del combate me exigen que permanezca aquí mientras haya algún caballero que desee enfrentarse a mí.

Esperé. Nadie me desafió. Dije entonces:

-Si alguno duda todavía de que el campo ha sido ganado en buena lid y con justicia, no esperaré a que me desafíe, sino que lo desafiaré yo.

-Es una gallarda oferta -dijo el rey-, y bien concuerda con vuestra calidad. ¿A quién nombraréis primero?

-No nombraré a ninguno, ¡los desafío a todos! Heme aquí, caballeros andantes de Inglaterra, retándoos a que os enfrentéis conmigo…, y no de uno en uno, ¡sino en montón! -¡Qué! -exclamaron una veintena de caballeros.

-Habéis oído el desafío. Aceptadlo, o de otro modo os de­claro caballeros cobardes, ociosos y derrotados. ¡A todos sin excepción!

Se trataba de un farol, evidentemente. En un momento como ése resulta conveniente poner cara de decisión y apos­tar cien veces más de lo que sería prudente con las cartas que tienes en tus manos. Cuarenta y nueve veces de cada cin­cuenta nadie se atreverá a aceptar tu apuesta, y podrás que­darte con todas las ganancias. Pero justamente esa vez…, bueno, ¡la situación se ponía borrascosa! En un santiamén quinientos caballeros se abalanzaron sobre sus sillas y, sin darme siquiera tiempo a parpadear, aquel amplio y desorde­nado rebaño avanzó hacia mí con gran estrépito. Desenfun­dé mis dos revólveres y comencé a medir distancias y calcu­lar posibilidades.

¡Bang! Una silla vacía. ¡Bang!, otra. ¡Bang!, ¡bang!, y me cargué otros dos. Me jugaba el todo por el todo y lo sabía muy bien. Al empezar la ronda me quedaban once balas, de modo que, si al llegar al undécimo disparo no había logra­do convencer a aquella gente, el duodécimo hombre me ma­taría sin remisión. Por eso me sentí el más feliz de los hom­bres cuando, al derribar a mi novena víctima, detecté en la multitud el movimiento oscilante que siempre antecede al pánico. Si perdía un solo instante todo se iría al traste. Pero no lo perdí. Levanté ambos revólveres y los apunté hacia la hueste que se me venía encima. Los caballeros de la van­guardia pararon en seco y se quedaron inmóviles durante un largo y tenso instante… Luego rompieron filas y se dieron a la fuga.

El triunfo era mío. La caballería andante estaba condena­da. Comenzaba el camino de la civilización. ¿Que cómo me sentía? Ah, jamás os lo podríais figurar.

¿Y el colega Merlín? De nuevo su reputación había sido vapuleada. Por alguna razón, cada vez que la magia de paco­tilla se enfrentaba con la magia de la ciencia, la magia de pa­cotilla era aparatosamente derrotada.

40. Tres años más tarde

Después de partir el espinazo a la caballería andante en aquella ocasión, ya no me sentí obligado a trabajar en secreto. Así que al día siguiente de mi victoria expuse ante un mundo atónito mis escuelas ocultas, mis minas y mi vasta red de fá­bricas y talleres clandestinos. O, lo que. es lo mismo, expuse el siglo XIX a la inspección del siglo VI.

Pues bien, cuando has conseguido una ventaja siempre es beneficioso actuar prontamente para afianzarla. Los caba­lleros se encontraban temporalmente de capa caída, pero si yo pretendía que la situación fuese definitiva sería necesario paralizarlos por completo. Cualquier otro curso de acción resultaría insuficiente. Veréis, la última vez, en el campo, los había derrotado valiéndome de un farol, y era natural que después de darle unas cuantas vueltas al asunto llegasen a esa conclusión…, de haber tenido la ocasión y el tiempo sufi­ciente. Pero yo no permití que así fuera.

Renové mi desafío, lo hice grabar en placas de bronce y lo coloqué en sitios donde un clérigo pudiese leérselo. Ade­más dispuse que la noticia de mi desafío apareciese en la columna de anuncios personales del periódico hasta nueva orden.

No sólo renové mi desafío, sino que aumenté sus proporcio­nes. Les dije que el día que eligiesen, y acompañado tan sólo de cincuenta ayudantes, estaba dispuesto a enfrentarme a las ma­sas de la caballería andante de toda la tierra y a destruirla.

Esta vez no se trataba de un farol. La cosa iba en serio, y podía cumplir lo que prometía. No había ninguna posibili­dad de malentendido en la redacción de mi desafío. Incluso los más obtusos de entre los caballeros andantes compren­dieron que la opción era muy clara: «Jugarse la vida, o callar­se la boca». Esta vez fueron prudentes y optaron por lo se­gundo. En los tres años siguientes no me causaron ningún problema digno de mención.

Consideremos que han transcurrido tres años velozmen­te, y echemos una buena ojeada alrededor de Inglaterra. Un país feliz, próspero y extrañamente cambiado. Escuelas por todas partes y varias universidades. Un buen número de periódicos de bastante calidad. Incluso la literatura estaba dando sus primeros pasos; sir Dinadan, el Humorista, había sido su pionero, con una colección de vetustos chistes que me sabía de memoria desde hacía trece siglos. Si hubiese elimi­nado aquel viejo y apestoso chiste sobre el conferenciante yo no hubiese dicho nada, pero no lo hizo así, y desde luego no lo pude soportar. Proscribí el libro y mandé colgar al autor.

La esclavitud estaba muerta y sepultada; todos los hom­bres eran iguales ante la ley; las tasas de los impuestos se ha­bían distribuido equitativamente. El telégrafo, el teléfono, el fonógrafo, la máquina de escribir, la máquina de coser y to­dos los cientos de útiles servidores del vapor y la electricidad iban ganando gradualmente el favor del público. Teníamos uno o dos buques de vapor en el río Támesis, teníamos na­víos de guerra a vapor y los inicios de una marina mercante con barcos de vapor. Ya me estaba preparando para enviar una expedición a descubrir América.

Estábamos construyendo numerosas líneas ferroviarias, y la que unía Camelot y Londres ya estaba terminada y en funcionamiento. Astutamente me había asegurado de que todos los puestos relacionados con el servicio de pasajeros fuesen considerados de gran importancia y distinción. Mi idea era atraer a estos puestos a la caballería y la nobleza, asegurándome así de que no anduviesen por el mundo suel­tos y haciendo travesuras. El plan funcionó a la perfección, y la competencia para esos cargos llegó a ser candente. El con­ductor del expreso de las cuatro treinta y tres era un duque, y no había un solo conductor en la línea de pasajeros que no disfrutase por lo menos de un título de conde. Todos y cada uno de ellos eran hombres buenos, pero tenían dos defectos que no había conseguido curar, por lo cual tenía que hacer la vista gorda: el primero era que se negaban a despojarse de sus armaduras, y el segundo, que al habérselas con las tari­fas las echaban por tierra…, o sea, que le robaban a la com­pañía.

Difícilmente se podía encontrar un caballero que no estu­viese empleado en algo útil. Viajaban de un extremo a otro del país desempeñando la tarea de misioneros para los más diversos artículos. Su inclinación a la vida errante y la expe­riencia que ya tenían en el campo los había convertido indis­cutiblemente en los más eficaces propagadores de la civiliza­ción con que contábamos. Recorrían la tierra revestidos de acero y equipados con espadas, lanzas y hachas guerreras, y si no conseguían persuadir a una persona para que probara una máquina de coser pagadera a plazos, o una armónica, o una valla de alambre de espino o un periódico prohibicio­nista, o cualquier otra de las mil cosas que ofrecían, la quita­ban de en medio y continuaban su camino.

Yo era muy feliz. Las cosas procedían de modo gradual, pero seguro, hacia un ansiado objetivo secreto. Veréis, tenía en mente llevar a cabo mis dos proyectos más vastos y ambi­ciosos. El primero era desmantelar la Iglesia católica e ins­taurar sobre sus ruinas la fe protestante, pero no como Igle­sia oficial, sino como un credo flexible y tolerante. El otro consistía en proclamar un decreto que estipulase que a la muerte de Arturo se estableciese el sufragio universal, al cual tendrían derecho todos, hombres y mujeres, o por lo menos todos los hombres, sensatos o tontos, y todas las madres de mediana edad que tuviesen casi tantos conocimientos como sus hijos de veintiún años. Arturo podría durar todavía otros treinta años, pues tenía mi misma edad -es decir, cuarenta años-, y yo estaba seguro de que en ese plazo bien podía con­seguir que la población activa estuviese preparada y ansiosa para acoger un acontecimiento que sería el primero de su tipo en la historia del mundo: una revolución rotunda y com­pleta del sistema de gobierno, sin derramamiento de sangre. El resultado de esta revolución sería el establecimiento de una república. Bueno, tengo algo que confesar, aunque me siento avergonzado cada vez que lo pienso: empezaba a sentir un mezquino deseo de convertirme en el primer presidente de aquella república. Sí; tengo que admitir que no escapaba a ciertas características de la naturaleza humana.

Clarence estaba de acuerdo conmigo en lo de la revolu­ción pero con modificaciones. La idea que tenía era la de una república sin clases privilegiadas, pero a cuya cabeza estu­viera una familia real hereditaria en lugar de un primer mandatario elegido. Creía que ninguna nación que haya co­nocido el alborozo de rendir culto y veneración a una dinas­tía real podía ser privada de ella sin que languideciese hasta morir de melancolía. Alegué que los reyes son peligrosos. Entonces los reemplazaremos por gatos, propuso. Estaba convencido de que una real familia gatuna podía cumplir las funciones pertinentes: serían tan útiles como cualquier otra familia real, no tendrían menos conocimientos, poseerían las mismas virtudes y serían capaces de las mismas traicio­nes, tendrían la misma propensión a armar embrollos y tre­molinas con otros gatos, resultarían risiblemente vanidosos y absurdos sin jamás darse cuenta de ello, saldrían baratísi­mos y, por último, ostentarían un derecho divino tan solvente como cualquier otra casa real, de modo que «Mici­fuz VII, o Micifuz XI, o Micifuz XIV, soberano por la gracia de Dios», les quedaría igual de bien que a cualquiera de esos mininos de dos piernas que moraban en palacio.

-Y por regla general -explicó en su inglés moderno y es­merado-, el carácter de los gatos estaría muy por encima del carácter de un rey-promedio, lo cual sería una enorme ven­taja moral para la nación, dado que la nación siempre toma como modelo el comportamiento moral de sus monarcas. Como la veneración de la realeza está fundada en la irracio­nalidad, estos graciosos e inofensivos gatos podrían fácil­mente llegar a ser tan sagrados como cualquier otra realeza, e incluso más, porque se empezaría a observar que no man­daban colgar a nadie, que no ordenaban decapitar a nadie, y que tampoco encarcelaban a sus súbditos ni les hacían sufrir crueldades o injusticias del tipo que fuere, de modo que de­bían ser merecedores de amor y reverencia más profundos que los reyes humanos habituales, y de hecho así ocurría. Los ojos de toda la doliente humanidad pronto se volcarían sobre un sistema tan humanitario y benigno, y pasado un tiempo comenzarían a desaparecer los carniceros que com­ponen las familias reales, y los súbditos de dichos reinos lle­narían los puestos vacantes con gatitos de nuestra propia casa real. Nos convertiríamos así en la fábrica que aprovisio­naría los tronos del mundo. Antes de que pasaran cuarenta años, Europa entera sería gobernada por gatos, gatos de nuestra producción. Se iniciaría entonces el reinado de la paz universal, que continuaría por toda la eternidad… ¡Mia­aaaauuuuu!. Fffuuusss. Fizfizfiz.

¡Que lo cuelguen! Pensé que estaba hablando en serio, y sus palabras comenzaban a persuadirme, cuando de repente soltó aquel agudo maullido que por poco me hace pegar un salto de la sorpresa. Pero Clarence nunca podía hablar en se­rio. Ni siquiera sabía lo que significaba eso. Acababa de des­cribir una mejora precisa y perfectamente razonable para la monarquía constitucional, pero, como siempre tenía la ca­beza en las nubes, no se había dado cuenta, y de todos mo­dos le traía sin cuidado. Me disponía a echarle una buena re­primenda cuando entró Sandy, corriendo a toda velocidad, desquiciada por el terror, y hasta tal punto sofocada por los sollozos que en el primer momento no pudo encontrar su voz. Corrí hacia ella, la tomé en brazos y le prodigué mis ca­ricias mientras le decía con tono suplicante:

-Habla, querida, habla. ¿Qué pasa?

Su cabeza se derrumbó sobre mi pecho, y susurró con voz apenas perceptible:

-¡Hola, operadora!

-¡Rápido! -le grité a Clarence-. Telefonea al homeópata del rey, que venga en seguida.

Dos minutos más tarde ya me encontraba arrodillado junto a la cuna de la pequeña, mientras Sandy despachaba sirvientes aquí, allá y acullá, por todas partes del palacio. Me bastó una ojeada para darme cuenta de la situación. ¡Difte­ria! ¡Difteria! Me incliné y murmuré:

-¡Despiértate, amor mío! ¡Hola, operadora! Lánguidamente abrió sus tiernos ojos y consiguió decir: -Papá.

Sentí un gran alivio. Todavía no estaba a las puertas de la muerte. Mandé que trajeran unos preparados de sulfuro y yo mismo le di la tetera con la infusión, pues no soy capaz de estar de brazos cruzados esperando al médico cuando enfer­ma Sandy, o la niña. Sé cómo cuidarlas a ambas, y lo he he­cho varias veces. Esta criatura había pasado en mis brazos buena parte de su corta vida, y con frecuencia lograba que se calmara y volviera a reír, a pesar del rocío de lágrimas que rondaba sus pestañas, y aunque su madre ya lo hubiese in­tentado en vano.

Sir Lanzarote, ataviado con su armadura más lujosa, se acercaba en aquel momento desde el salón principal, cami­no del concejo de dirección de la Bolsa de Valores. Él era el presidente y ocupaba la Silla Peligrosa, que le había com­prado a sir Galahad. Los miembros del Consejo de Direc­ción de la Bolsa eran los caballeros de la Mesa Redonda, y la propia Mesa era utilizada ahora para asuntos de negocios. Para tener derecho a ocupar uno de sus sitios había que pa­gar…, bueno, de cualquier modo la cifra os parecería increí­ble, así que no vale la pena que la diga. Sir Lanzarote era un experto en depreciar los valores de las acciones para luego hacerse con un buen lote a bajo precio, y justamente ese día se disponía a finalizar una importante operación de compra, pero ¿qué podía importarle eso en aquel momento? Era el mismo y querido Lanzarote de siempre, y cuando al pasar por la puerta y echar una ojeada se dio cuenta de que su niña mimada estaba enferma, dio al traste con todo lo demás. Ya se las podrían arreglar sin él los alcistas y los bajistas de la Bolsa, pues pensaba quedarse allí, al lado de Hola Operado­ra, ayudando en todo lo que fuese necesario. Y eso fue preci­samente lo que hizo. Arrojó el yelmo a un rincón y en menos de medio minuto ya había colocado un nuevo pábilo en la lámpara de alcohol y calentaba una de las teteras. Para enton­ces ya Sandyhabía colocado mantas alrededor de la cuna, for­mando una especie de dosel, y todo estaba listo.

Sir Lanzarote preparó el fuego; entonces echamos en la te­tera cal viva y ácido carbónico, con un toque de ácido lácti­co, lo acabamos de llenar con agua e insertamos la espita de vapor por entre un intersticio del dosel de mantas. Ahora todo marchaba sobre ruedas, así que nos sentamos cada uno a un lado de la enferma para iniciar nuestra vigilia. Sandy estaba tan agradecida y tan aliviada, que ordenó a un par de sacristanes que nos trajesen una provisión de corteza de sauce y tabaco de zumaque y nos dijo que podíamos fumar cuanto se nos antojase. Por una parte, el humo no llegaría hasta la criatura, y además Sandy estaba acostumbrada, ya que había sido la primera dama de la tierra que vio soplar nubes desde una boca. Pues bien, no creo que pueda existir una imagen más amable y reconfortante que la que ofrecía sir Lanzarote, cubierto por su noble armadura, sentado con cortés serenidad al lado de aquellos canosos sacristanes. Era un hombre muy atractivo, un hombre encantador, que hu­biese sido un excelente esposo y padre de familia. Claro que Ginebra…, pero bueno, de nada sirve lamentarse de cosas que ya no tienen remedio.

Pues bien, sir Lanzarote permaneció conmigo tres días y tres noches seguidas velando a la criatura. Tres días con sus noches, hasta que la pequeña estuvo fuera de peligro. Enton­ces la cogió en sus enormes brazos y la besó, mientras las plu­mas de su penacho se posaban sobre el dorado cabello de la niña, y la colocó suavemente en el regazo de Sandy. En segui­da se alejó majestuosamente a lo largo de la sala principal, entre las filas de criados y hombres de armas que le rendían su silencioso homenaje de admiración, y se perdió en la dis­tancia. Y ninguna intuición me advirtió que sería la última vez que le vería. ¡Oh, Señor, qué mundo de aflicción es éste!

Los médicos nos dijeron que, si queríamos que la peque­ña recobrara la salud y las fuerzas, teníamos que hacerle cambiar de aires. Y que la brisa del mar le haría bien. Así, pues, cogimos un navío de guerra y con un séquito de dos­cientas sesenta personas partimos en un crucero, y al cabo de dos semanas desembarcamos en Francia. Los médicos opinaron que sería buena idea que nos quedáramos allí una corta temporada. El reyezuelo de la región nos ofreció su hospitalidad, y la aceptamos gustosamente. Si contase con tantas comodidades como aquellas de las cuales carecía, nuestra estancia en su reino hubiese sido lo suficientemente placentera; de cualquier manera nos las arreglamos muy bien en su anciano y extraño castillo, gracias a las comodi­dades y lujos que llevábamos en el barco.

Pasado un mes envié la nave a casa para que nos trajese avituallamiento y noticias. Debería estar de regreso en tres o cuatro días. Entre otras cosas, me traería noticias del resulta­do de un experimento que había puesto en marcha poco tiempo antes. Se trataba de un proyecto mío para sustituir los torneos por otra actividad que proporcionara una válvula de escape real para la fogosidad de los caballeros, manteniéndo­los entretenidos al tiempo que eliminaba los riesgos de que volvieran a sus andadas y trastadas. Además, se encargaría de preservar su mayor virtud, es decir, su inquebrantable espí­ritu de competitividad. Tenía un grupo selecto practicando en secreto desde hacía tiempo, pero ya se estaba acercando el momento de su primera presentación en público.

El experimento era la implantación del béisbol. Para que el asunto tuviese acogida desde un principio y se viese libre de críticas, elegí a los integrantes de mis equipos teniendo en cuenta el rango, y no la capacidad de cada uno. No había un solo caballero en ninguno de los dos equipos que no fuese un soberano con cetro y corona. No era difícil encontrar ma­terial de este tipo alrededor de Arturo. Es más: si se te ocu­rría arrojar un ladrillo mientras estabas en su corte, en la di­rección que fuese, siempre te estabas exponiendo a dejar lisiado a un rey. Por supuesto que no conseguí que se despo­jasen de su armadura; no se la quitaban ni para bañarse. Lo más que hicieron fue consentir en que se diferenciasen las armaduras, de modo que los espectadores pudiesen distin­guir a un equipo de otro: uno de ellos usaba casaca de cota de malla, y el otro, armadura chapeada fabricada con mi nuevo acero Bessemer. Sus prácticas en el terreno de juego eran la cosa más fantástica que había visto en mi vida. Como se trataba de uniformes a pruebas de bolas (y de balas), nun­ca se apartaban de la trayectoria de las bolas; por el contra­rio, se quedaban quietos y sufrían las consecuencias. Cuan­do un jugador de los chapeados Bessemer era golpeado por una bola, ésta rebotaba y fácilmente podía ir a parar a ciento cincuenta metros. Y cuando un hombre, en plena carrera, se lanzaba boca abajo para deslizarse hasta su base, más pare­cía un acorazado entrando a puerto. Al principio había de­signado como árbitros a hombres comunes, sin rango, pero tuve que suspender esa práctica. Aquella gente no era más fácil de complacer que otros equipos. La primera decisión que tomaba el árbitro, por lo general, era también la última. Lo partían en dos con un bate, y sus amigos tenían que vol­ver a casa con los restos. Cuando la gente se dio cuenta de que ningún árbitro lograba sobrevivir un partido, el oficio se hizo muy impopular. Me vi obligado entonces a nombrar a alguien cuyo rango y posición elevada en las esferas de go­bierno le protegieran de los jugadores.

He aquí las alineaciones de los equipos:

Chapeados Bessemer                                                            Casacas Ulster

Rey Arturo                                                                                                                                                     Emperador Lucius

Rey Lot de Lothian                                                                                                                       Rey Logris

Rey de Northgalis                                                                                                                          Rey Marhalt de Irlanda

Rey Marsil                                                                                                                                                      Rey Morganore

Rey de la Pequeña Bretaña                                                                                           Rey Marco de Cornualles

Rey Labor                                                                                                                                                      Rey Nentres de Garlot

Rey Pellam de Listengese                                                                                             Rey Meliodas de Liones

Rey Bagdemagus                                                                                                                          Rey del Lago

Rey Tolleme la Feintes                                                                                                  Sultán de Siria

Árbitro: Clarence

El primer partido público atraería con toda seguridad a unas cincuenta mil personas, y por la diversión que prome­tía ofrecer bien valdría la pena darle la vuelta al mundo para asistir a él. Todas las condiciones eran favorables, hacía un suave y hermoso tiempo primaveral, y la naturaleza estrena­ba sus exquisitos ropajes nuevos.

41. El entredicho

Sin embargo, mi atención se vio repentinamente desvia­da de esos asuntos; nuestra pequeña empeoraba de nuevo; estaba tan grave que no podíamos apartarnos de su lado. No consentíamos que nadie nos ayudase en esta tarea, así que ambos permanecimos vigilantes día tras día. ¡Qué corazón tan bondadoso tenía Sandy y qué sencilla y buena era! Era una esposa y madre intachable y, sin embargo, no me había casado con ella por ninguna razón en particular; sólo había seguido la costumbre caballeresca, según la cual me perte­necía hasta que algún caballero me venciese en el campo de batalla. Sandy había rastreado toda Inglaterra en mi busca y, tras dar conmigo al filo de la horca en las afueras de Londres, retomó inmediatamente su antigua posición a mi vera de la forma más plácida y como si estuviese en todo su derecho. Provengo de Nueva Inglaterra y es mi opinión que esta clase de relación acabaría por comprometerla tarde o temprano. Ella no entendía el porqué, pero yo di el tema por concluido y celebramos nuestra boda.

La verdad es que yo no sabía que me estaba llevando una joya, pero ciertamente lo era. Antes de que pasaran doce meses la adoraba y existía entre nosotros una camaradería tan perfecta y entrañable como es difícil de imaginar. La gen­te habla de amistades hermosas entre personas del mismo sexo. Pero, ¿qué es la más hermosa de ellas comparada con la amistad entre un hombre y su mujer, cuando los mejores de­seos y los ideales más altos de ambos son los mismos? Entre estas dos clases de amistad no existe punto de comparación; una es terrenal, y la otra, divina.

Al principio, en mis sueños, seguía paseándome por una época trece siglos más tarde, y mi espíritu insatisfecho busca­ba y reclamaba sin cesar las mudas carencias de un mundo que se había esfumado. En muchas ocasiones, Sandy había escuchado ese grito implorante saliendo de mis labios. En un alarde de magnanimidad quiso que nuestra hija llevase por nombre aquella exclamación mía, convencida de que se trata­ba de algún amor que yo había perdido. Casi se me saltan las lágrimas y faltó poco para que me desplomase cuando me re­veló su insólita y curiosa sorpresa, con una sonrisa tan amplia que parecía reclamar una merecida recompensa:

-El nombre de un ser que fue para ti querido quedará así preservado y bendecido, y su música permanecerá por siem­pre en nuestros oídos. Me besarás cuando sepas el nombre que le he puesto a nuestra hija.

Yo no lo sabía. No tenía ni la más remota idea, pero hubie­ra sido cruel confesarlo, estropeando así su pequeño juego, por lo que dije:

-Pues claro que lo sé, cariño, ¡y qué amable y encantador de tu parte!, pero quisiera escucharlo antes de esos labios tu­yos, que son también míos, y la música será perfecta. Complacida hasta la médula, murmuró: -¡Hola Operadora!

Contuve la risa, y hasta el día de hoy doy gracias al cielo por ello, pero el esfuerzo que tuve que hacer rompió todos mis cartílagos, de manera que durante semanas me rechina­ron los huesos al caminar. Ella nunca llegó a descubrir su error. La primera ocasión en que oyó esta fórmula de saludo telefónico se quedó sorprendida y no le agradó mucho, pero yo le expliqué que había sido yo mismo quien había ordena­do que en lo sucesivo el teléfono fuese siempre invocado con esa reverente formalidad para perpetuo honor y recuerdo de mi perdida amiga y de su pequeña tocaya. Esto no era ver­dad, pero al menos era una respuesta.

Pues bien, durante dos semanas y media mantuvimos nuestro puesto de vigía a la vera de la cuna, y en nuestra preocupación éramos ajenos a todo lo que ocurriese fuera de aquella habitación. Hasta que, al fin, obtuvimos nuestra recompensa: lo que era el centro del universo pareció do­blar la esquina y comenzó a recobrarse. ¿Agradecimiento? No es ésa la palabra. No hay palabras para expresarlo. Eso sólo se comprende cuando se ha visto a un hijo propio atravesar el valle de las sombras y volver a la vida, desvelando las tinieblas con una luminosa sonrisa del tamaño de tu mano.

¡Regresamos al mundo en un instante! Entonces descu­brimos al tiempo el mismo pensamiento alarmante en los ojos del otro. ¡Habían pasado más de dos semanas y el barco aún no había regresado!

Al minuto siguiente me presenté ante mi séquito. Sin duda habían estado preocupados todo este tiempo: se veía en sus caras. Reuní a mi escolta y galopamos hasta la cima de una co­lina, desde la que se divisaba el mar. ¿Dónde estaba mi boyan­te flota, vasta y magnífica, con su multitud de alas blancas, que tan brillantemente se había expandido en los últimos tiem­pos? ¡Todo se había desvanecido! Ni una sola vela en el hori­zonte, ni una columna de humo, sólo una desoladora y vacía soledad había sustituido la vigorosa y refrescante actividad.

Regresé precipitadamente, sin decirle a nadie una pala­bra. Le conté a Sandy las aciagas noticias. No encontrábamos la más remota explicación. ¿Habría ocurrido una inva­sión, un terremoto, una peste? ¿Habría dejado de existir la nación? Pero hacer conjeturas no conducía a nada. Debía ponerme en marcha de inmediato. Tomé prestada la flota del rey, un «barco» no mucho mayor que una lancha de vapor, y pronto estuve listo.

Ay, pero la despedida, ¡eso sí que fue duro! Mientras me co­mía a besos a la criatura, ¡ésta farfullaba su vocabulario con energía! Era la primera vez que lo hacía en más de dos sema­nas, y creímos volvernos locos de alegría. ¡Esa adorable mala pronunciación de los bebés! ¡Vive Dios que no hay música que se le pueda comparar! ¡Qué tristeza se apodera de uno cuando empieza a desaparecer para convertirse en una lengua más correcta que ya nunca volverá a visitar nuestros oídos! ¡Qué maravilla poder llevar conmigo tan hermoso recuerdo!

Al día siguiente por la mañana me acercaba a Inglaterra con toda aquella carretera de agua salada para mí solo. Se veían barcos en el puerto de Dover, pero habían sido despo­jados de las velas y no había ni rastro de actividad humana en las cercanías. Era domingo y, sin embargo, en Canterbury las calles también estaban vacías. Pero lo más extraño es que no se veía un solo cura, ni se oía el repicar de una sola cam­pana. La tristeza de la muerte parecía inundarlo todo. No podía comprenderlo. Por fin, en la parte más recóndita de la ciudad, contemplé el paso de un pequeño cortejo fúnebre -escasamente la familia y un puñado de amigos acompa­ñando al féretro-. Con el cortejo no veía ningún cura. Era un funeral sin campanas, ni cirios, ni misal. Había una igle­sia en las inmediaciones, pero pasaron de largo entre sollo­zos; miré hacia el campanario y vi que la campana estaba amortajada con una tela negra y tenía el badajo bien ama­rrado. ¡Ahora ya lo entendía! Sabía cuál era la tremenda ca­lamidad que se cernía sobre Inglaterra. ¿Una invasión? En comparación con esto, una invasión hubiese sido trivial. ¡Se trataba del entredicho!

No pregunté nada. No tenía necesidad de pedir explicacio­nes. La Iglesia había golpeado. Ahora lo más conveniente sería disfrazarme y proseguir el viaje con gran cautela. Uno de mis criados me prestó ropa suya, y cuando ya estábamos fuera de la ciudad y en sitio seguro me cambié. Desde ese momento via­jé solo, ya que no podía arriesgarme a hacerlo en compañía.

Fue un viaje muy triste. Por todas partes, un silencio deso­lador. Incluso en Londres. El tráfico había cesado, las gentes no hablaban ni reían, no andaban en grupos, ni siquiera en parejas; caminaban de uno en uno, sin rumbo alguno, las ca­bezas gachas, los corazones contritos y atemorizados. La To­rre de Londres tenía cicatrices muy recientes de algún ata­que. Desde luego, algo muy grave tenía que haber sucedido.

Naturalmente había pensado tomar el tren a Camelot. ¡El tren! La estación estaba más vacía que una gruta. Proseguí mi camino. El viaje a Camelot fue una repetición de lo que ya había visto. El lunes y el martes no se diferenciaron en nada del domingo. Llegué bien entrada la noche. De ser la ciudad mejor iluminada del reino, la más parecida a un sol yacente que imaginarse pueda, había pasado a convertirse en un borrón, es decir, una mancha en medio de la oscuri­dad, ya que allí la oscuridad era aún más densa que en el res­to de la oscuridad, y precisamente por eso se podía distin­guir. Me hizo pensar que podía haber en ello un símbolo, una especie de señal de que la Iglesia iba a mantener su pre­ponderancia y a destruir mi hermosa civilización de un solo plumazo. No encontré ni rastro de actividad en las sombrías calles. Seguí avanzando a tientas con el corazón apesadum­brado. Se vislumbraba el inmenso castillo como una man­cha negra en lo alto de la colina. Ni el más mínimo destello de luz se apreciaba en su entorno. El puente levadizo estaba echado, por lo que no tuve mayor dificultad para avanzar por la amplia entrada. El único sonido que se oía era el de mis propias pisadas, y ahora, sobre aquellos vastos y desier­tos patios, resultaba verdaderamente un sonido sepulcral.

42. ¡Guerra!

Encontré a Clarence solo en sus aposentos, sumido en la melancolía. En lugar de la luz eléctrica había vuelto a colo­car un viejo quinqué, y allí sentado, con todas las cortinas corridas, lo envolvía una siniestra penumbra. En cuanto me vio se levantó de un salto y corrió ansiosamente hacia mí, di­ciendo:

-¡Ah, bien habría dado un billón de milréis por ver de nuevo a una persona viva!

Me había reconocido tan fácilmente como si yo no estu­viese disfrazado, algo que me llenó de miedo, no lo dudéis un instante. Le dije:

-Rápido, dime, ¿qué significa este espantoso desastre? ¿Cómo ocurrió?

-Bueno, si la reina Ginebra no existiese, no hubiera so­brevenido tan pronto. Pero hubiese sucedido de cualquier modo. Habría ocurrido por vuestra causa, tarde o tempra­no, pero la fortuna ha decidido que fuese a causa de la reina.

-¿Y de sir Lanzarote? -Exactamente.

-Cuéntame los detalles.

-Supongo que no negaréis que durante los últimos años sólo un par de ojos no han estado mirando de reojo a la reina y sir Lanzarote…

-Sí, los ojos del rey Arturo.

-… y sólo un corazón no ha albergado sospechas…

-Sí, el corazón del rey; un corazón que es incapaz de pen­sar mal de un amigo.

-Pues bien, el rey habría podido continuar así, contento y ajeno a las sospechas, hasta el fin de sus días, si no hubiese sido por una de vuestras innovaciones modernas: la Bolsa de Valores. Cuando os marchasteis, cinco kilómetros de la línea Londres-Canterbury-Dover estaban listas para la colocación de los railes, y también listas para ser pasto de manipulacio­nes en el mercado de valores. Se trataba de algo demasiado arriesgado y todo el mundo lo sabía. Las acciones correspon­dientes serían puestas a la venta a un precio bajísimo. Y en­tonces, ¿qué hace sir Lanzarote, sino…?

-Sí, lo sé. Sin que nadie se diera cuenta compró casi todas las acciones por cuatro perras. Luego hizo un pedido que doblaba al otro, de acciones que deberían serle entregadas en un plazo determinado, y cuando me marché se disponía a reclamarlas.

-Pues bien, las reclamó. Naturalmente ellos no pudieron hacer la entrega. Entonces sir Lanzarote cogió sus tenazas, por así decir, y comenzó a apretar. Los otros se reían para sus adentros, complacidos con su astucia al venderle por quin­ce, dieciséis y cifras similares, acciones que ni siquiera valían diez. Se rieron hasta que se les cansó un lado de la cara, y lue­go lo hicieron por el otro lado. Entonces actuó sir Lanzarote el Invencible y tuvieron que alcanzar un compromiso ¡para comprarle a doscientos ochenta y tres!

-¡Rayos y centellas!

-Los desolló vivos, y bien que se lo merecían. El reino en­tero se regocijó por ello. Pues bien, entre los desollados esta­ban sir Agravaine y sir Mordred, sobrinos del rey. Fin del pri­mer acto. Acto segundo, escena primera: un apartamento en el castillo de Carlisle, donde se había aposentado la corte para una expedición de caza de un par de días. Personajes presentes: toda la tribu de sobrinos de Arturo. Mordred y Agravaine proponen llamar la atención del candoroso rey sobre lo de la reina y sir Lanzarote. Sir Gawain, sir Gareth y sir Gaheris no quieren tener nada que ver con el asunto. Se produce una discusión airada, en medio de ella aparece el rey. Mordred y Agravaine se apresuran a revelarle la devasta­dora historia. Telón. Le tienden una trampa a sir Lanzarote, por orden del rey, y sir Lanzarote cae en ella. Pero les hizo pa­sar un rato bastante desagradable a los testigos que se habían emboscado para delatarle, a saber: Mordred, Agravaine y doce caballeros de menor rango, pues les dio muerte a todos, con excepción de Mordred. Por supuesto que esto no podía arreglar las cosas entre Lanzarote y el rey, y no las arregló.

-¡Ay de mí! Todo esto no puede tener más que un desenla­ce…, no me cabe duda. La guerra, y la división de los caballe­ros del reino en dos bandos, el del rey y el de Lanzarote.

-En efecto, así ocurrió. El rey ordenó que la reina fuese llevada a la hoguera, para purificarla con el fuego. Lanzarote y sus caballeros consiguieron ponerla a salvo, y al hacerlo dieron muerte a varios viejos y queridos amigos vuestros y míos…, de hecho, algunos de los mejores que jamás haya­mos tenido: sir Belias el Orgulloso, sir Segwarides, sir Griflet el Hijo de Dios, sir Brandiles, sir Aglovale…

-¡Ay! Estás desgarrando las fibras de mi corazón.

-… esperad; todavía no he terminado… Sir Tor, sir Gauter, sir Gillimer…

-¡El mejor jugador de mi equipo de béisbol! ¡Qué destre­za como lateral derecho!

-… los tres hermanos de sir Reynold, sir Damus, sir Pria­mus, sir Kay el Forastero…

-¡Mi incomparable mediocampista! Le he visto atrapar con los dientes bolas imposibles. Termina pronto, ¡no puedo soportarlo más!

-Sir Driant, sir Lambegus, sir Herminde, sir Pertilope, sir Perimones y… ¿quién os imagináis?

-¡Dime, deprisa!

-Sir Gaheris y sir Gareth… ¡Los dos!

-¡Increíble! Pero si tenían un afecto indestructible por Lan­zarote.

-Bueno, fue un accidente. Estaban de espectadores, y como sólo habían asistido para presenciar el castigo de la reina iban desarmados. Ciego de furia, sir Lanzarote derri­baba a golpes a todos los que se encontraban en su camino, y a éstos los mató sin siquiera darse cuenta de quiénes eran. He aquí una instantánea que uno de nuestros muchachos tomó durante la batalla; está a la venta en todos los puestos de periódicos. Mirad… Las dos figuras que se ven junto a la reina son sir Lanzarote, con su espada en alto, y sir Gareth en el momento de exhalar su último suspiro. A pesar de la den­sa humareda se alcanza a apreciar la expresión de agonía en la cara de la reina. Creo que es una estupenda foto de batalla.

-Claro que sí. Debemos conservarla con sumo cuidado, pues su valor histórico es incalculable. Continúa.

-Bueno, el resto de la historia es guerra, simple y llana­mente. Lanzarote se retiró a su castillo de la Gozosa Guar­dia, y reunió allí a un gran número de caballeros dispuestos a seguirle. El rey llegó hasta aquel sitio con una gran hueste y sobrevino una batalla desesperada que se prolongó du­rante varios días, y al final de la cual toda la llanura circun­dante quedó cubierta de cadáveres y restos de hierro. Lue­go, la Iglesia se sacó de la manga un acuerdo de paz entre Arturo y Lanzarote y la reina y todo el mundo…, todo el mundo, salvo sir Gawain. El caballero estaba muy dolido por la muerte de sus hermanos, Gareth y Gaheris, y no hubo forma de apaciguarle. Emplazó a Lanzarote a que volviese a su ducado e hiciese veloces preparativos, pues pronto se­ría atacado. Así que Lanzarote navegó hasta su ducado de Guienne con sus seguidores, y Gawain lo hizo poco después, con un ejército, y convenció a Arturo para que se uniese a él. Arturo dejó entonces el reino en manos de sir Mordred hasta vuestro regreso…

-¡Ah! La acostumbrada sabiduría de un rey.

-Así es; desde un principio sir Mordred comenzó a prepa­rar el terreno para que su reinado fuese permanente. Como primera medida pretendía casarse con Ginebra, pero ella huyó y se encerró en la Torre de Londres. Mordred atacó; el arzobispo de Canterbury lo castigó con el entredicho. Re­gresó el rey; Mordred se enfrentó con él en Dover, en Canter­bury y de nuevo en Barham Down. Luego se celebraron con­versaciones y se alcanzó un compromiso. Los términos: Mordred asumiría el poder sobre los condados de Cornua­lles y Kent en vida de Arturo y, tras su muerte, se quedaría con todo el reino.

-¡Vaya, por vida mía! Mi sueño de una república no pasa­rá de ser un sueño.

-Sí. Los dos ejércitos se hallaban cerca de Salisbury. Ga­wain…, por cierto, su cabeza se encuentra cerca del castillo de Dover, pues cayó en esa batalla… Bueno, Gawain se le apareció a Arturo en un sueño, por lo menos su fantasma lo hizo, y le advirtió que debía abstenerse de combatir durante un mes, costase lo que costase esa prórroga. Pero los aconte­cimientos se precipitaron a raíz de un accidente y se entró en batalla. Veréis, Arturo había dado orden de que si una espa­da se desenvainaba durante las consultas con Mordred sobre el tratado propuesto se hicieran sonar las trompetas y de in­mediato se pasase al ataque, ya que no confiaba en él. Por su parte, Mordred había impartido una orden similar a los su­yos. Pues bien, de improviso una serpiente picó a uno de los caballeros en el talón, y éste, sin recordarla orden, sacó la es­pada y la blandió contra la serpiente. No alcanzó a pasar un minuto antes de que las dos huestes prodigiosas se acome­tiesen con gran estrépito. Todo el resto del día lo emplearon en hacer una carnicería. Entonces el rey…, ah, pero esperad, desde que os marchasteis hemos comenzado algo nuevo, quiero decir, el periódico ha comenzado algo.

-¡No me digas! ¿Qué es? -¡Corresponsalías de guerra! -¡Recórcholis! Me parece estupendo.

-Sí. El periódico marchaba viento en popa, y así, mientras duró la guerra, el entredicho no causó mayor daño ni tuvo seguimiento. Teníamos corresponsales de guerra en ambos ejércitos. Para terminar con el recuento de la batalla te leeré lo que escribió uno de los muchachos:

 

Entonces, el rey miró en torno suyo y advirtió que de todas sus huestes y de todos sus buenos caballeros no quedaban con vida más que dos caba­lleros, que eran sir Lucan el Copero y su hermano, sir Bedivere; y uno y otro se hallaban fieramente heridos. «¿Jesús, clemencia! -dijo el rey ­¿Qué ha sido de todos mis nobles caballeros? ¡Ay, y pensar que he tenido que ver este día aciago! Porque ahora dijo Arturo-se acerca mi fin. Pero pluguiera al cielo que yo conociese dónde se encuentra ese traidor de sir Mordred, que ha causado todo este infortunio». En esto oteó el rey Arturo el sitio donde estaba sir Mordred, apoyado en su espada entre un gran montón de caballeros muertos. «Dadme ahora mi lanza dijo Arturo a Lu­can-, porque allá en la distancia he avistado al traidor que ha provocado todo este daño.» «Señor, dejadlo estar-dijo Lucan-, porque él es desdi­chado, y si vos sobrevivís a este aciago día, bien os habréis vengado de él; recordad, buen señor, vuestro sueño de la otra noche y lo que os dijo el es­píritu de sir Gawain, y a pesar de ello Dios, en toda su bondad, os ha pre­servado hasta aquí. Así, pues, señor, retiraos ahora por el amor de Dios. Porque, alabado sea el Señor, habéis ganado el campo, que de este lado quedamos tres con vida, y del lado de sir Mordred no queda ninguno. Y si os retiráis ahora, atrás dejaréis este aciago día». «Me espere la muerte o me espere la vida-dijo el rey-, no escapará de mis manos; lo veo ahora solo, y mejor ocasión que ésta no se me presentará jamás.» «Que Dios os guíe», dijo sir Bedivere. Al punto el rey cogió la lanza con ambas manos y corrió hacia sir Mordred, gritando: « ¡Traidor! ¡Ha llegado el día de tu muerte! » Y cuando sir Mordred oyó a sir Arturo, corrió a su encuentro con la espada en la mano. Y entonces el rey Arturo golpeó a sir Mordred bajo el escudo con la punta de su lanza y se la clavó en el cuerpo más de un palmo. Y cuando sir Mordred sintió que estaba herido de muerte, con toda la fuerza que le quedaba se empujó hasta el extremo de la lanza del rey Arturo. Y en el mismo instante, sujetando la espada con ambas manos, le descargó so­bre un lado de la cabeza de su padre Arturo, de tal manera que la espada atravesó el yelmo y el cráneo, y sir Mordred cayó al suelo, muerto en el acto. Y el noble Arturo cayó a tierra desmayado, y allí permaneció largo tiempo.

 

-Una muestra excelente de corresponsalía de guerra, Cla­rence. Eres un periodista de primera. Bueno, ¿y cómo está el rey? ¿Ya se recuperó?

-No. El pobre ha muerto.

Me quedé completamente atónito; yo había llegado a pen­sar que ninguna herida podría ser mortal para él.

-¿Y la reina, Clarence?

-Se ha hecho monja. Está en Almesbury, en un convento. -¡Cuántos cambios! Y en tan poco tiempo. ¡Es inaudito! Y me pregunto qué va a pasar después.

-Yo puedo deciros lo que va a pasar.

-¿Ah, sí?

-Tendremos que arriesgar nuestras vidas y tratar de sal­varlas.

-¿Qué quieres decir?

-Es la Iglesia quien manda ahora. El entredicho estaba destinado a vos, además de Mordred, y no será retirado mientras viváis. Los clanes se están reuniendo. La Iglesia ha congregado a todos los caballeros que han sobrevivido, y en cuanto os descubran vamos a tener trabajo a manos lle­nas.

-¡Tonterías! Con nuestro mortífero material de guerra cien­tífico, con nuestras huestes de entrenados…

-No desperdiciéis aliento en palabras vanas… ¡No quedan ni sesenta que nos sean leales!

-¿Pero qué estás diciendo? Nuestras escuelas, nuestras universidades, nuestros enormes talleres, nuestros…

-Cuando los caballeros lleguen todos esos establecimien­tos quedarán vacíos y sus ocupantes se pasarán al enemigo. ¿Creíais que vuestra educación había extirpado la supersti­ción del corazón de la gente?

-Por supuesto que sí.

-Bueno, pues ya podéis empezar a dejarlo de creer. So­portaron sin vacilar todos los esfuerzos y dificultades, hasta que vino el entredicho. Desde entonces presentan una apa­riencia de valentía, pero lo cierto es que por dentro están temblando. Es mejor que os hagáis a la idea: cuando los ejér­citos lleguen desaparecerá la máscara de valentía.

-Son noticias muy penosas. Estamos perdidos. Utilizarán contra nosotros nuestra propia ciencia.

-No, no lo harán.

-¿Y por qué no?

-Porque yo y un pequeño grupo de los leales les hemos cortado esa jugada. Os diré lo que hice y lo que me movió a hacerlo. Podéis ser muy listo, pero esta vez la Iglesia lo ha sido más. Fue la Iglesia la que os envió de crucero… a través de sus sirvientes, los médicos.

-¡Clarence!

-Es cierto. Lo sé bien. Todos y cada uno de los oficiales de vuestro navío habían sido elegidos por la Iglesia para servir sus planes, al igual que todos los miembros de la tripulación. -¡Pero qué me dices!

-No lo dudéis en absoluto, que bien refiero la verdad. No descubrí estas cosas en seguida, pero al final lo supe todo. ¿Me mandasteis decir a través del comandante del barco que en cuanto regresase a vuestro lado con las provisiones parti­ríais de Cádiz?…

-¡Cádiz! ¡Nunca he estado en Cádiz!

-Sigo. ¿Que partiríais de Cádiz en un crucero por mares lejanos durante tiempo indeterminado, en pro de la salud de vuestra familia? ¿Me enviasteis ese mensaje?

-Claro que no. Te habría escrito, ¿no te parece?

-Naturalmente. Por eso me inquieté y comencé a sospe­char. Cuando el comandante zarpó de nuevo, me las arreglé para colar un espía entre la tripulación. Desde entonces no he tenido noticias del navío ni del espía. Me di un plazo de dos semanas para recibir noticias vuestras. Luego decidí en­viar un barco a Cádiz. Una razón me lo impidió.

-¿Qué razón?

-¡Que nuestra marina desapareció repentina y misteriosa­mente! De manera igualmente repentina y misteriosa cesaron los servicios de ferrocarril, de teléfono y de telégrafo; los em­pleados abandonaron sus puestos, los postes fueron derriba­dos, la Iglesia proscribió el uso de luz eléctrica. Tuve que po­nerme en acción, y sin perder tiempo. Vuestra vida no corría peligro; con excepción de Merlín, ninguna persona en estos reinos se arriesgaría a tocar a un mago tan poderoso como vuestra merced sin contar con el respaldo de diez mil hom­bres. Yo no tenía otra cosa que hacer salvo asegurarme de que los preparativos estuviesen lo mejor dispuestos posible para el momento de vuestro regreso. También yo me sentía a salvo, pues nadie estaría muy interesado en hostigar a uno de vues­tros predilectos. Así que lo que he hecho es esto: de nuestras distintas fábricas elegí a los hombres, quiero decir, a los mu­chachos, de cuya fidelidad me sentiría seguro en cualquier circunstancia, los reuní en secreto y les impartí las instruccio­nes necesarias. En total son cincuenta y dos, ninguno tiene menos de catorce años y ninguno más de diecisiete.

-¿Y por qué elegiste muchachos?

-Porque todos los demás nacieron en una atmósfera de superstición, y se criaron inmersos en ella. Está en su sangre y en sus huesos. Pensamos que con la educación la habíamos eliminado; ellos también lo pensaban, pero el entredicho despertó sus antiguas creencias, como el estallido de un true­no. Fue una revelación para ellos y una revelación para mí. Con los muchachos es diferente. Los que han estado bajo nuestra tutela de siete a diez años no han tenido conoci­miento de los terrores de la Iglesia, y de entre ellos reuní a mis cincuenta y dos. El paso siguiente fue realizar una visita privada a la vieja caverna de Merlín, no la pequeña, sino la grande…

-Sí, aquella donde instalamos secretamente nuestra pri­mera gran planta eléctrica cuando yo preparaba un milagro. -Justamente. Y como en aquel entonces no fue necesario obrar el milagro me pareció que sería una buena idea utili­zar la planta ahora. He llenado la caverna con provisiones suficientes para resistir un asedio…

-Muy buena idea, ¡magnífica idea!

-Así me parece. Dejé a cuatro de los muchachos como guardias… en el interior de la caverna, donde no podrían ser vistos. No se le haría daño a nadie… que estuviese afuera, pero si alguno intentaba entrar…, bueno, ¡no lo volvería a in­tentar! Luego fui a las colinas, excavé y corté el cable secreto que conectaba vuestro dormitorio con los cables que conducen a los depósitos de dinamita situados debajo de to­dos nuestros talleres, almacenes, fábricas y canteras, y alre­dedor de la medianoche mis muchachos y yo conectamos el cable con la caverna, y nadie más que vos y yo sabemos dón­de se encuentra el otro extremo. Lo tendimos bajo tierra, por supuesto, y en un par de horas habíamos terminado. Ya no tendremos necesidad de salir de la fortaleza cuando que­ramos hacer volar por los aires nuestra civilización.

-Ha sido una medida muy acertada, Clarence. Lo más na­tural, desde luego, y una necesidad militar en el actual estado de cosas, después de tantos cambios. Bueno, ¡pero qué cam­bios se han producido! Pensábamos que tarde o temprano seríamos sitiados en el palacio, pero… de cualquier modo, continúa.

-Seguidamente construimos una cerca de alambre. -¿Una cerca de alambre?

-Sí, vos mismo hicisteis una sugerencia hace dos o tres años.

-Ah, ahora lo recuerdo… Aquella vez que la Iglesia pre­tendió medir fuerzas con nosotros por primera vez, y al cabo de un tiempo decidió esperar una ocasión más propi­cia. Bueno, ¿y cómo has dispuesto la cerca?

-Colocamos doce alambres enormemente resistentes (des­cubiertos, sin aislante) a partir de una gran dinamo situada en la caverna, una dinamo sin escobillas, excepto un polo positi­vo y otro negativo.

-Sí, es correcto.

-Los alambres salen de la caverna y rodean un círculo de terreno de unos cien metros de diámetro; son doce cercas independientes, a unos tres metros y medio de distancia unas de otras, o sea, que forman doce círculos concéntricos, y sus extremos regresan a la caverna.

-Correcto también. Continúa.

-Las cercas están sujetas a pesados postes de roble, sepa­rados entre sí poco más de un metro, y clavados un metro y medio en la tierra.

-¡Perfecto!

-Sí. Los alambres no tienen conexión terrestre fuera de la caverna. Salen de la escobilla positiva de la dinamo; sólo hay una conexión terrestre a partir de la escobilla negativa; los otros extremos del alambre regresan a la caverna y cada uno de ellos está conectado a tierra independientemente.

-No, no; así no puede ser.

-¿Por qué no?

-Demasiado caro. Un despilfarro de fuerza. No necesitas otra conexión con tierra que la de la escobilla negativa. El otro extremo de cada alambre debe traerse de regreso a la caverna, y debe ser sujetado de manera independiente, sin conexión con tierra. Piensa ahora en todo lo que se podría ahorrar: una carga de caballería se arroja contra la cerca; pues bien, no estás consumiendo energía, no estás gastando dinero, pues sólo hay una conexión con tierra hasta el mo­mento en que los caballeros choquen con el alambre. En ese momento formarán una conexión con la escobilla negativa a través de la tierra y caerán todos muertos. ¿No lo ves? … No utilizarás energía hasta el instante en que sea necesario. Tie­nes tus rayos listos para entrar en acción, como una pistola cargada, pero no te cuesta un centavo hasta el momento en que provoques la detonación. Ah, sí, la conexión con tierra individual…

-¡Pues claro! No sé cómo se me pasó por alto. No sólo es más barato, sino que es más eficaz; no pasa nada si se rom­pen o se enredan los alambres.

-No; especialmente si tenemos un indicador y podemos desconectar el alambre que ha fallado. Bien, continúa. ¿Ar­mas?

-Sí, ya está dispuesto. En el centro del círculo interior, so­bre una espaciosa plataforma a dos metros de altura, reuní una batería de trece ametralladoras, con abundante muni­ción.

-Perfecto. Así se podrán dominar todos los puntos de ac­ceso, y cuando lleguen los caballeros de la Iglesia, ¡menudo jolgorio se va a armar! ¿Y la cresta del precipicio que da so­bre la caverna?…

-He colocado allí una cerca de alambre y una ametralla­dora. Desde ese punto no podrán lanzarnos rocas.

-Bien, ¿y los torpedos de dinamita con cilindros de cris­tal?

-También me he ocupado de ellos. El más hermoso jardín que jamás se ha plantado. Forman un cinturón de unos quin­ce metros de ancho, y rodean la otra cerca, a una distancia de cien metros de ella… Es una especie de terreno neutral. No hay un solo metro cuadrado en todo aquel cinturón que no cuente con un torpedo. Los dejamos en tierra y los cubrimos con una capa de arena. Es un jardín de apariencia muy ino­cente pero si a alguien se le ocurre hurgar un poco ya veréis lo que pasa.

-¿Has ensayado los torpedos?

-Bueno, pensaba hacerlo, pero…

-¿Pero qué? Es un enorme descuido no someterlos a…

-¿Una prueba? Sí, ya lo sé. Pero funcionan de maravilla. Coloqué un par de ellos en el camino público que pasa de­trás de nuestras líneas, y ya han sido probados.

-Ah, bueno, eso cambia las cosas. ¿Quién se encargó de hacerlo?

-Una comisión de la Iglesia. -¡Qué amables!

-Sí, vinieron a ordenarnos que nos rindiéramos. Veréis, realmente no venían a probar los torpedos. Ocurrió acci­dentalmente.

-¿Presentó un informe la comisión?

-Sí, en efecto. Y se oyó en dos kilómetros a la redonda.

-¿Unánime?

-Así lo parecía. Después de eso, y como medida de pro­tección para futuras comisiones, he hecho colocar avisos. Desde entonces no hemos tenido más intrusos.

-Clarence, has trabajado muchísimo, y lo has hecho estu­pendamente.

-Teníamos un montón de tiempo. Pudimos trabajar sin prisas.

Permanecimos un rato en silencio, pensando. Una vez to­mada mi decisión le dije:

-Sí, todo está listo, todo se encuentra en orden, no falta ningún detalle. Ya sé lo que tenemos que hacer.

-También yo: sentarnos a esperar. -¡Te equivocas! ¡Levantarnos y atacar! -¿Habláis en serio?

-Claro que sí. Lo mío no es la defensa, sino el ataque. Quie­ro decir, cuando las cartas que tengo son lo suficientemente buenas…, casi tan buenas como las del enemigo. Ah, sí, nos le­vantaremos y atacaremos. Así debemos jugar.

-Cien a uno que tenéis razón. ¿Cuándo comienza la ac­tuación?

-¡Ahora! Proclamaremos la república.

-Bueno, no hay duda de que eso precipitará los aconteci­mientos.

-Los pondrá al rojo vivo, te lo aseguro. Antes de mañana al mediodía toda Inglaterra será un avispero, si la Iglesia no ha perdido su astucia. Y sabemos que no la ha perdido. Aho­ra escribe lo que te voy a dictar:

 

PROCLAMA

 

SE HACE SABER A TODOS. Considerando que el rey ha muer­to sin dejar heredero, es mi deber continuar ejerciendo la au­toridad ejecutiva de la que he sido investido, hasta que un nuevo gobierno haya sido creado y entre en funcionamien­to. La monarquía ha caducado, ya no existe. Por consiguien­te, todo el poder político regresa a su fuente original, la gente de la nación. Junto con la monarquía perecen sus numerosos apéndices; por lo tanto, dejan de existir la nobleza, las clases privilegiadas y la Iglesia oficial. A partir de ahora todos los hombres son exactamente iguales, se encuentran en un mis­mo nivel y su religión es libre. Por medio de la presente, se proclama una república como el estado natural de la nación, al desaparecer toda otra autoridad. Es deber del pueblo de Inglaterra reunirse inmediatamente y celebrar una elección para nombrar sus representantes y depositar en sus manos el gobierno.

 

Firmé «El jefe», y junto a la fecha añadí: «En la cueva de Merlín».

 

-¡Córcholis! -dijo Clarence-. Eso les indicará dónde esta­mos; es como una invitación a que nos visiten en seguida. -De eso se trata. Con la proclama nos anotamos un tanto, y ahora es su turno. Manda que se componga el texto, lo im­priman y lo coloquen por todas partes, cuanto antes. Luego procura tener listas dos bicicletas al pie de la colina, y enton­ces, a la caverna de Merlín a toda mecha.

-Estaré listo en diez minutos. ¡Qué ciclón se va a producir mañana cuando comience a trabajar este pedazo de papel!… Realmente es agradable este viejo palacio; me pregunto si al­guna vez volveremos a… pero olvidaos de ello.

43. La batalla del cinturón de arena

Interior de la caverna de Merlín. Clarence, yo y cincuenta y dos jóvenes ingleses, despiertos, brillantes, instruidos y de mente pura. Al amanecer había enviado orden a las fábricas y a todas mis empresas y proyectos importantes para que de­jasen de trabajar, desalojaran las instalaciones y se retirasen a una distancia prudente, pues todo iba a saltar por los aires tras la explosión de las minas secretas, «y no especificándose en qué momento ocurrirá, deben evacuarse de inmediato». Aquella gente me conocía y tenía confianza en mi palabra. Desalojarían sin perder un minuto, yyo podría tomarme mi tiempo para fijar la fecha de la explosión. Ni a uno solo de ellos se le ocurriría merodear por allí mientras la explosión estuviese pendiente, aunque transcurriese un siglo entero.

Esperamos una semana. No me aburrí durante esos días, pues dediqué todo el tiempo a escribir. En los primeros días pasé este viejo diario a la forma narrativa. Sólo me faltaba un capítulo para ponerlo al día. El resto de la semana lo ocu­pé en escribir cartas a mi mujer. Me había acostumbrado a escribirle a Sandy todos los días durante las temporadas en las que estábamos separados, y seguía haciéndolo por amor a la costumbre y por amor a ella, aunque ahora no pudiese dar salida a las cartas una vez escritas. Pero me ayudaba a pasar el tiempo, ¿sabéis?, era casi como un diálogo, como si estuviese diciendo: «Sandy, qué bien lo pasaríamos si tú y Hola Operadora estuvieseis aquí en la caverna, en lugar de estar sólo vuestras fotografías». Y entonces me imaginaba al bebé balbuciendo una especie de respuesta con los puños en la boca, recostado sobre las rodillas de su madre, que sonrei­ría embelesada, haciéndole cosquillas bajo la barbilla para que riese, y dedicándome de vez en cuando un comentario, etcétera. Bueno, podría seguir así indefinidamente, pluma en mano, horas y horas. Era casi como si estuviésemos todos juntos de nuevo.

Cuando caía la noche enviaba a los espías para que me trajesen noticias. Sus informes sobre la situación se hacían cada vez más impresionantes. Las hordas se iban reuniendo, iban creciendo; por todas las carreteras y caminos de Ingla­terra cabalgaban los caballeros, y con ellos venían los curas, animando a los primeros cruzados, combatientes en esta guerra de la Iglesia. Todos los estamentos nobiliarios, altos y bajos, y las familias hacendadas se habían puesto en camino. Nosotros ya lo habíamos previsto. íbamos a dejar tan men­guadas estas especies que la gente no tendría más remedio que dar un paso hacia adelante y proclamar la república y…

¡Pero qué burro había sido! Hacia finales de aquella sema­na empecé a comprender cuál era la triste y desalentadora realidad: las masas del país habían lanzado sus gorras al viento y vitoreado la república el primer día, ¡y ahí se había terminado todo! Entonces la Iglesia, los nobles y las familias más prósperas habían fruncido el ceño majestuoso, desa­probadoramente, ¡dejándolos convertidos en ovejas! Desde ese momento las ovejas habían comenzado a volver al redil, es decir, a los campamentos, para ofrecer sus despreciables vidas y su valiosa lana en favor de la «justa causa». ¡Atiza! Si hasta los mismos hombres que hacía poco eran esclavos apoyaban la «justa causa», y la glorificaban, rezaban por ella, y por ella chorreaban babas sentimentales, lo mismo que la gente común. ¡Imaginaos qué porquería humana! ¡Imagi­naos qué insensatez! Ahora se escuchaba por todas partes «Muerte a la república», y ni una sola voz disidente. Inglate­rra entera marchaba contra nosotros. Verdaderamente, no me lo hubiera imaginado nunca.

Escrutaba a mis cincuenta y dos muchachos minucio­samente; observaba sus caras, su forma de caminar, todas aquellas actitudes inconscientes que constituyen un lengua­je, un lenguaje que nos delata en las situaciones de emergen­cia, cuando tenemos secretos que no quisiéramos desvelar. Sabía que un único pensamiento se había adueñado de sus mentes y de sus corazones. ¡Inglaterra entera marcha contra nosotros! Y con cada repetición esta idea se hacía más insis­tente y se fijaba con mayor fuerza en su imaginación, de tal manera que no los abandonaba ni siquiera cuando dormían, y hasta los difusos y fugaces personajes de sus sueños repe­tían: «Inglaterra entera, Inglaterra entera marcha contra no­sotros». Sabía que todo esto ocurriría, que la presión acaba­ría siendo tan fuerte que forzosamente llegaría el momento en que tendrían que expresarlo y, por tanto, yo debía tener una respuesta preparada para ese momento, una respuesta tranquilizadora, escogida con sumo cuidado.

Estaba en lo cierto. El momento llegó. Tenían que decirlo. Pobres muchachos, daba pena verlos. ¡Estaban tan pálidos, tan agotados y preocupados! En un principio su portavoz parecía haberse quedado sin voz y no encontraba las pala­bras. Esto fue lo que dijo finalmente, en el pulido inglés mo­derno que se enseñaba en mis escuelas:

-Hemos intentado olvidarnos del hecho de que somos muchachos ingleses. Hemos hecho un esfuerzo por antepo­ner la razón al sentimiento y el deber al amor. Nuestras men­tes lo comprenden, pero el corazón nos lo reprocha. Mien­tras sólo se trataba de la nobleza y los hacendados, de los veinticinco o treinta mil caballeros que habían sobrevivido a anteriores guerras, todos estábamos de acuerdo y no tenía­mos ninguna duda al respecto. Todos y cada uno de estos cincuenta y dos muchachos que tenéis delante pensaron: «Ellos mismos lo han querido». Pero ahora, pensadlo bien, la cuestión es muy distinta, Inglaterra entera marcha contra nosotros. Señor, os rogamos que lo consideréis y reflexio­néis; estas gentes son nuestras gentes, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre; los queremos. ¡No nos pidáis que destrocemos nuestra propia nación!

Bien, esto demuestra la importancia de considerar las co­sas con antelación y estar preparado cuando algo sucede. Si no lo hubiese previsto todo, el muchacho me hubiese dejado sin habla. No habría tenido qué responderle. Pero como es­taba preparado pude responder:

-Muchacho, vuestros corazones no se equivocan, habéis pensado lo que teníais que pensar y habéis hecho lo que te­níais que hacer. Sois ingleses, lo seguiréis siendo y no manci­llaréis el renombre de vuestra patria. No tenéis por qué preo­cuparos; dejad que descansen vuestras mentes. Pensad sólo en esto: mientras Inglaterra entera marcha contra nosotros, ¿quién avanza en la vanguardia? ¿Quién, según las reglas más elementales de la guerra, irá en la delantera? Contestadme.

-Las huestes de caballeros montados y recubiertos de acero.

-¡Así es! Son fácilmente unos treinta mil. Cubrirán varios acres. Ahora escuchadme: ellos, única y exclusivamente ellos, llegarán hasta el cinturón de arena. ¡Ese sí que será un episodio! Inmediatamente después, la multitud de civiles abandonará sus posiciones y volverá a ocuparse de sus nego­cios. Sólo los nobles y los ricos pueden hacerse caballeros, así que después del episodio que os digo serán solamente ellos quienes bailen a nuestro compás. Es absolutamente cierto que sólo tendremos que luchar contra estos treinta mil caballeros. Ahora manifestaos y se hará como decidáis. ¿Debemos evitar la batalla y retirarnos del campo?

¡¡¡No!!!

El grito fue unánime y sincero.

-Llenéis…, tenéis…, bueno, tenéis miedo de esos treinta mil caballeros?

La broma provocó una buena risotada, las dudas de los muchachos se esfumaron y todos se dirigieron a ocupar sus puestos de buen humor. Verdaderamente eran cincuenta y dos chicos estupendos y tan hermosos como señoritas.

Ahora sí que estaba listo para hacerle frente al enemigo. Cuando llegase el gran día nos encontraría en nuestros pues­tos.

Y el gran día llegó. Al amanecer, el centinela que hacía la guardia en el corral llegó a la cueva con noticias de una man­cha negra que avanzaba en el horizonte y de un sonido dis­tante que él creía identificar como de marchas militares. Des­pués de desayunar les solté a los muchachos un pequeño discurso y luego envié un destacamento, mandado por Cla­rence, para ocuparse de la batería.

Cuando, al poco tiempo, el sol comenzó a enviar sus es­pléndidos rayos sobre la tierra, vimos cómo las huestes se movían lentamente hacia nosotros con el impulso constante y acompasado de las olas del mar. A medida que se acerca­ban, su aspecto se hacía más y más sobrecogedor. Sí; se diría que Inglaterra entera estaba allí. Pronto pudimos ver los in­numerables estandartes ondeando al viento, al tiempo que el sol caía sobre aquel mar de armaduras haciéndolas res­plandecer. Era un panorama soberbio; jamás había visto algo que pudiese superarlo.

Finalmente, pudimos distinguir los detalles. Todas las lí­neas delanteras -imposible calcular su amplitud- estaban integradas por hombres a caballo, caballeros empenacha­dos y cubiertos por armaduras. De repente, se dejó oír el es­truendo de las trompetas y aquel lento avance se convirtió en un galope, y entonces…, bueno, ¡eso habría que haberlo visto! La inmensa ola en forma de herradura se lanzó al ataque…, acercándose al cinturón de arena… Se me cortó la respiración; estaban cada vez más y más cerca, hasta que la franja de verde césped que lindaba con el cinturón amarillo fue tan estrecha que se convirtió en una delgada cinta frente a los caballos…, y un instante después desapareció bajo sus cascos. ¡Cielo santo! Toda la vanguardia salió disparada a las alturas con un bramido y se convirtió en una caótica tempestad de trapos y fragmentos, mientras a lo largo del terreno se extendía una espesa columna de humo que es­condía de nuestra vista lo que había quedado de toda aque­lla multitud.

Había llegado la hora de poner en marcha el segundo paso de nuestro plan de acción. Pulsé un botón y al instante In­glaterra entera quedó descoyuntada.

Con esta explosión volaron por los aires todas nuestras nobles fábricas de civilización y desaparecieron de la faz de la tierra. Era una pena, pero tenía que hacerlo. No podíamos permitir que el enemigo utilizase nuestras propias armas contra nosotros.

A esto siguió uno de los cuartos de hora más aburridos que haya soportado nunca. Esperamos en una silenciosa so­ledad, aislados por nuestros círculos de alambre y por la densa cortina de humo que se levantaba en la distancia. No podíamos ver nada por encima de la barrera de humo, ni tampoco a través de ella. Pero, finalmente, comenzó a disi­parse, perezosamente, y después de otro cuarto de hora el horizonte apareció despejado y pudimos satisfacer nuestra curiosidad. ¡Ni una criatura viviente a la vista! Entonces nos dimos cuenta de que nuestras defensas se habían visto refor­zadas: la dinamita había abierto a nuestro alrededor una zanja de más de treinta metros de ancho, formando a ambos lados de la misma un terraplén de unos ocho metros. En lo que se refiere a pérdidas humanas, era algo abismal. Imposi­ble de calcular las víctimas. Desde luego, no pudimos contar los muertos, ya que no podía hablarse de individuos, sino de una homogénea masa protoplasmática, con aleaciones de hierro y de botones.

Aunque no se veía rastro de vida, en la retaguardia tenía que haber heridos que habrían sido evacuados del campo de batalla al abrigo de la cortina de humo. También tenía que haber enfermos; siempre los hay después de un episodio de este tipo, pero no quedarían refuerzos, éste era el último re­ducto de la caballería andante de Inglaterra; era todo lo que había sobrevivido a las devastadoras guerras recientes. Con­fiaba por ello en que la mayor fuerza que podría ser enviada contra nosotros en el futuro sería insignificante, quiero de­cir, en cuanto a caballeros andantes. Por tanto, dirigí a mi ejército una proclama de felicitación en estos términos:

 

SOLDADOS, CAMPEONES DE LA IGUALDAD Y DE LA LIBERTAD HUMANA.

 

¡Vuestro general os saluda! Obnubilado por el orgullo de su fuerza y la vanidad de su renombre, el arrogante enemigo se atrevió a desafiaros. Pero estabais preparados. El conflicto fue breve y redundó en gloria vuestra. Esta resonante victo­ria no tiene par en la historia, al haberse llevado a cabo sin pérdida alguna de nuestra parte. El recuerdo de la batalla del cinturón de arena permanecerá en la memoria de los hombres mientras los planetas sigan girando dentro de sus órbitas.

 

EL JEFE

 

Lo leí con propiedad y conseguí una salva de aplausos que me fue muy grata. Rematé con los siguientes comentarios: -La guerra contra la nación inglesa, como nación, se da por concluida. La nación se ha retirado del campo de batalla y de la guerra. Antes de que pueda ser persuadida para vol­ver a las armas, la guerra habrá cesado. Será ésta la única campaña que se libre. Y será breve; la más breve de la historia. Pero también la más destructiva en cuanto a vidas hu­manas se refiere, considerándola desde el punto de vista de víctimas en proporción con el número de combatientes. Con la nación ya hemos terminado; en adelante nos ocupa­remos exclusivamente de los caballeros. Los caballeros in­gleses pueden ser aniquilados, pero no conquistados. Somos conscientes de lo que se avecina. Mientras uno solo de estos hombres siga con vida, nuestra tarea no habrá terminado, y la guerra no se dará por finalizada. Los mataremos a todos. (Un sonoro y prolongado aplauso.)

Coloqué vigías en los terraplenes que la explosión de la dinamita había formado alrededor de nuestras líneas: tan sólo a un par de muchachos para que nos alertasen cuando apareciese de nuevo el enemigo.

A continuación, envié a un ingeniero con cuarenta hom­bres a un punto justo al sur de nuestras líneas para que des­viasen un arroyo de montaña y lo hiciesen pasar por nuestro sitio, de modo que en caso de emergencia pudiésemos utili­zarlo inmediatamente. Se dividió a los cuarenta hombres en dos relevos, de veinte cada uno, que se sustituían cada dos horas. En el plazo de diez horas el trabajo estuvo termi­nado.

Cuando caía la noche retiré los vigías. El que había estado oteando el norte dio parte de un campamento que tan sólo podía ser detectado con la ayuda de prismáticos. También nos informó que varios caballeros habían estado exploran­do el terreno y que habían obligado a algunas cabezas de ga­nado a cruzar nuestras líneas, pero que ellos no se habían atrevido a acercarse. Era justamente lo que yo había antici­pado. Nos estaban tanteando: querían saber si volveríamos a arrojar sobre ellos aquel terror rojo. Probablemente se mostrarían más audaces durante la noche. Creía saber ya lo que se proponían hacer, precisamente lo mismo que intenta­ría yo si me encontrase en su situación y fuese tan ignorante como ellos. Se lo comenté a Clarence.

-Creo que tenéis razón -dijo-; sería el curso de acción más obvio.

-Pues bien -dije-, si lo intentan, están perdidos.

-Ya lo creo.

-No tendrán ni la más mínima oportunidad.

-Desde luego que no.

-Es pavoroso, Clarence. ¡Qué lástima me da!

El asunto me preocupaba de tal manera que no conseguía dejar de darle vueltas. Al final, y para acallar mi conciencia, escribí el siguiente mensaje, destinado a los caballeros:

 

AL HONORABLE COMANDANTE

DE LA CABALLERÍA INSURRECTA DE INGLATERRA

 

Lucháis en vano. Conocemos vuestras fuerzas, si es que pue­den denominarse así. Sabemos que para enfrentaros podríais reunir a lo sumo veinticinco mil hombres. Por consiguiente, no tenéis ni la más mínima oportunidad. Reflexionad; estamos bien equipados, bien parapetados y somos cincuenta y cuatro. ¿Cincuenta y cuatro qué? ¿Hombres? No, ¡mentes! Las mentes más capaces que existen en el mundo, una fuerza contra la cual la simple fuerza animal no tiene más esperanzas de triunfar que las que tienen las indolentes olas del mar de prevalecer so­bre los muros de granito de las costas de Inglaterra. Quedáis advertidos. Os estamos ofreciendo vuestras vidas; en nombre de vuestras familias, no lo rechacéis. Esta es la última oportu­nidad que os damos; abandonad las armas; rendíos incondi­cionalmente a la República y todo será perdonado.

 

Firmado: EL JEFE

 

Se lo di a Clarence y le comuniqué que me proponía en­viarlo con un mensajero que portase una bandera de tregua. Se rió con esa risa que le caracterizaba y dijo:

-Tengo la impresión de que nunca llegaréis a entender com­pletamente cómo son estos nobles. Vamos a ahorrarnos tiempo y molestias. Imaginad que soy el comandante de los caballeros. Ahora bien, vos sois el portador de la bandera blanca que viene a entregar el mensaje y yo he de daros la respuesta.

Decidí seguirle la corriente. Me aproximé a la imaginaria guardia de los soldados enemigos, saqué mi nota y la leí. Por toda respuesta, Clarence me arrebató el papel de las manos, frunció los labios con desdén y dijo con increíble desprecio:

-Descuartizad a este animal, y devolvedlo en una cesta al mal nacido granuja que lo ha enviado. ¡No hay otra respuesta! ¡Qué poco vale la teoría cuando se confronta con la reali­dad! Y esto no era otra cosa que la pura realidad. Era exacta­mente lo que habría ocurrido, y no hay más vueltas de hoja. Rompí el papel y concedí a mis inoportunos sentimentalis­mos un eterno descanso.

Y en seguida, de vuelta al trabajo. Comprobé el funciona­miento de las señales eléctricas que iban desde la plataforma de ametralladoras hasta la caverna y me aseguré de que todo estuviese en orden. Verifiqué una y otra vez las que activa­ban las cercas y mediante las cuales podía enviar e interrum­pir a voluntad la corriente eléctrica de cada cerca, indepen­dientemente de las otras. Dejé el dispositivo de conexión al mando de tres de mis mejores muchachos, que se alternaban para hacer la guardia durante la noche, en turnos de dos ho­ras, y que estaban alertas para obedecer con presteza mi se­ñal en caso de que se presentase la ocasión -tres disparos de revólver en rápida sucesión-. Se prescindió de la vigilancia nocturna y se dejó desierto el corral. Impartí órdenes para que se mantuviese él silencio en la caverna y se redujesen las luces a su intensidad mínima.

En cuanto anocheció del todo corté la corriente de las cer­cas y a tientas llegué hasta el terraplén que bordeaba nuestro lado de la zanja de dinamita. Me arrastré cautelosamente hasta la cima y me tendí sobre la pendiente para vigilar. Pero estaba tan oscuro que no se veía nada. Tampoco se oía soni­do alguno. Reinaba una calma mortal. En realidad, sólo me llegaban los típicos sonidos del campo -el batir de alas de los pájaros nocturnos el zumbido de los insectos, el lejano la­drido de algún perro y el tranquilo mugir del ganado en la distancia-, pero éstos, lejos de romper la calma, la hacían más intensa, añadiendo además una ominosa melancolía.

Al cabo de un rato dejé de inspeccionar, pues la noche era demasiado negra, pero mantuve mis oídos alerta al mínimo ruido que juzgase sospechoso, ya que tenía la sensación de que era sólo cuestión de esperar. Sin embargo, la espera fue larga. Al final conseguí distinguir lo que bien podrían deno­minarse destellos de sonidos, un ruido sordo y confuso como de metal. Entonces agucé mis oídos al máximo y con­tuve la respiración, pues era todo lo que había estado espe­rando. El sonido se intensificaba, se hacía más cercano… Procedía del norte. Poco tiempo después lo oí a mi altura, sobre aquella especie de muro que había formado el terra­plén y justo enfrente de mí, a unos cien pasos de distancia. En seguida me pareció ver una hilera de puntos negros en lo alto de esa cima. ¿Cabezas humanas? No podía afirmarlo, quizá no fuese nada; no se puede fiar uno de la vista cuando la imaginación se desata. De cualquier manera, la cuestión se dilucidó pronto. Oí cómo aquel ruido metálico descendía hasta la zanja. Fue aumentando y extendiéndose. Tuve en­tonces la certeza de que una horda armada estaba acuarte­lándose en la zanja. Definitivamente nos estaban preparan­do una fiesta sorpresa. Tendríamos entretenimiento hacia el amanecer, quizá antes.

Me abrí paso entre las tinieblas en dirección al campa­mento; había visto suficiente. Fui hasta la plataforma y di la señal para que activasen la corriente en las dos cercas inte­riores. Luego me dirigí a la caverna, donde pude constatar que todo estaba en su sitio y que todo el mundo dormía, a excepción del vigía nocturno. Desperté a Clarence y le conté que la gran zanja se estaba llenando de hombres y que sospechaba que todos los caballeros avanzaban hacia nosotros al mismo tiempo. Mi opinión era que, en cuanto amaneciese, los miles de caballeros atrincherados en la zanja se abalanza­rían sobre el terraplén para asaltarnos y éstos serían segui­dos de inmediato por el resto del ejército. Dijo Clarence:

-Enviarán a uno o dos exploradores que, amparados en la oscuridad, harán una inspección preliminar. ¿Por qué no cortar la corriente de las cercas exteriores y darles una opor­tunidad de que lo hagan?

-Ya lo he hecho, Clarence. ¿Me habéis visto actuar alguna vez de manera poco hospitalaria?

-No; verdaderamente tenéis un buen corazón. Me gusta­ría ir y…

-Y formar parte del comité de recepción. Yo también iré. Cruzamos el corral y nos tendimos uno al lado del otro entre las dos cercas interiores. La tenue luz de la caverna ha­bía distorsionado un tanto nuestra visión, pero el foco co­menzó a regularse por sí mismo al instante y pronto estuvo totalmente adaptado a las nuevas circunstancias. Aunque habíamos hecho el recorrido a tientas, ahora ya distinguía­mos los postes de las cercas. Comenzamos a hablar en susu­rros, pero de repente Clarence se interrumpió y dijo:

-¿Qué es eso?

-¿Qué es qué?

-Aquella cosa de allá.

-¿Aquella cosa de dónde?

-Ahí, en esa dirección; algo negro, una especie de silueta deforme, contra la segunda cerca.

Escrutamos con fijeza. Le pregunté:

-¿Podría ser un hombre, Clarence?

-No; creo que no. Si os dais cuenta, se parece un poco… ¡Cómo, claro que es un hombre!… Apoyado sobre la cerca.

-Pues eso creo que es. Acerquémonos a ver.

Avanzamos a gatas hasta que estuvimos lo suficientemen­te cerca como para ver. Sí; era un hombre, una figura grande y vaga, recubierta por una armadura, que se mantenía ergui­do, sujetándose con ambas manos de la alambrada más alta… Por supuesto, olía a carne quemada. Pobre muchacho, más muerto que una bisagra y sin saber qué era lo que había ocurrido. Estaba allí, quieto como una estatua, nada se mo­vía a su alrededor a excepción de su penacho de plumas que silbaba contra el viento. Nos levantamos y echamos un vis­tazo a través de los barrotes de la visera, pero no logramos averiguar si le conocíamos o no… ¡Las facciones, demasiado opacas y sombrías!

Oímos sonidos amortiguados que se aproximaban, y sin vacilar nos echamos al suelo. Distinguimos vagamente a otro caballero. Se acercaba con extremo sigilo, tanteando las sombras. Estaba ahora lo bastante cerca para que pudiése­mos ver cómo extendía la mano y, topando con la alambrada superior, se inclinaba para deslizarse debajo de ella y por en­cima de la que estaba más próxima del suelo. Llegó hasta donde se encontraba el primer caballero y estuvo allí, quieto un momento, seguramente preguntándose por qué el otro no se movía y diciéndole en un tono de voz muy bajo:

-¿Qué hacéis durmiendo aquí, mi buen señor Mar…? Apoyó su mano en los hombros del cadáver y, emitiendo un débil quejido, cayó muerto. Muerto a manos de un muer­to; de hecho, muerto a manos de un amigo muerto. Había en ello Algo de macabro.

Durante media hora siguieron apareciendo estos pájaros madrugadores, a razón de uno cada cinco minutos. Las úni­cas armas ofensivas que traían eran sus espadas y, por regla general al dirigirlas hacia adelante, tocaban con ellas la alam­brada. De vez en cuando distinguíamos una chispa azul, cuando el caballero que la había causado se encontraba tan alejado de nosotros que quedaba fuera de nuestra vista, pero, de cualquier manera sabíamos qué era lo que había ocurrido. ¡Pobre muchacho! Había tocado con su espada una alambrada cargada y se había electrocutado. Teníamos breves intervalos de siniestra quietud interrumpidos con la­mentable regularidad por el estruendo que hacía al caer uno de aquellos acorazados. Esta actividad continuó durante un buen rato, y allí, en medio de la oscuridad y la soledad, resul­taba espeluznante.

Decidimos realizar una inspección de la franja que rodea­ba las cercas interiores. Preferimos caminar erguidos, pues resultaba más cómodo, y habíamos llegado a la conclusión de que, si nos avistaba alguno de los caballeros, nos tomaría por amigos y no por enemigos. Además, nos encontrába­mos fuera del alcance de las espadas, y aquella gente no pa­recía estar armada de lanzas. Pues bien, fue una expedición bastante singular. Hombres muertos por doquier junto a la segunda cerca; no eran totalmente visibles, pero de cual­quier modo se alcanzaban a vislumbrar. Contamos quince de aquellas patéticas estatuas: caballeros muertos, aún de pie y con sus manos en el alambre superior.

Una cosa parecía haber sido suficientemente demostrada: nuestra corriente era tan potente que mataba antes de que la víctima pudiese proferir un grito. Muy pronto percibimos un sonido pesado, amortiguado, y en el instante siguiente adivinamos de qué se trataba. La sorpresa que se nos aveci­naba era tremenda. Le susurré a Clarence que fuese a des­pertar al ejército y les pidiese que esperaran dentro de la ca­verna en silencio hasta recibir nuevas órdenes. Regresó poco después, y nos quedamos junto a la cerca interior, observan­do el terrible y silencioso trabajo de los rayos sobre las hues­tes agresoras. No era posible distinguir detalles, pero podía verse que una masa oscura se iba apilando más allá de la se­gunda cerca. ¡Aquel creciente montón estaba formado por cadáveres! Nuestro campamento estaba circundado por una sólida muralla de muertos…, un baluarte, un parapeto de difuntos, podría decirse. Pero uno de los aspectos más terri­bles de todo era la ausencia de voces humanas; no se oían ví­tores ni gritos de guerra: como estos hombres se habían pro­puesto asaltarnos por sorpresa, se movían tan sigilosamente como podían, y cada vez que la vanguardia estaba lo suficien­temente cerca de su objetivo como para ir preparando un gri­to de batalla chocaban contra el mortífero cable y se derrum­baban sin alcanzar siquiera a advertir a sus camaradas.

En aquel momento conecté la corriente de la tercera cer­ca, y casi inmediatamente, la de la cuarta yla quinta, pues las brechas se llenaban a toda velocidad. Consideré que, por fin, había llegado el momento culminante; a mi parecer, el ejér­cito entero se había metido en nuestra trampa. Fuera como fuese, la ocasión resultaba propicia para averiguarlo. Así, pues, pulsé un botón y al instante cincuenta soles eléctricos ardieron en la cima de nuestro precipicio.

¡Pardiez, qué visión! ¡Estábamos encerrados por tres mu­rallas de cadáveres! Todas las otras cercas estaban llenas casi hasta rebosar de caballeros vivos que solapadamente se abrían paso entre los cables. El inesperado fulgor paralizó a los combatientes y los dejó petrificados de asombro, por así de­cir. Yo sólo contaba con un instante para aprovecharme de su inmovilidad, y no lo perdí. Veréis, un instante después habrían recobrado sus facultades y, lanzando un grito, se hu­biesen abalanzado contra nosotros, arrollando a su paso to­dos mis cables. Pero aquel instante que perdieron les hizo perder su postrera oportunidad: cuando aún no se había acabado de consumir aquel minúsculo fragmento de tiem­po abrí la corriente de las demás cercas, y toda aquella hor­da cayó muerta de manera fulminante. ¡Esta vez sí que se es­cuchó el gemido! Era el lamento de agonía de once mil hombres, que se extendió en la noche con escalofriante pa­tetismo.

Un vistazo me indicó que el resto del enemigo, quizá unos diez mil hombres, se encontraba entre nosotros y la zanja circundante, y se aprestaba para pasar al ataque. Por consi­guiente, los teníamos a todos. Estaban todos perdidos, irre­misiblemente. Había llegado el momento para el último acto de la tragedia. Hice los tres disparos de revólver, que signifi­caban:

-¡Soltad agua!

Se produjo un súbito rugido, y un minuto después el arro­yo se precipitaba por la enorme zanja, creando un río de más de treinta metros de ancho y ocho de profundidad.

-¡A las ametralladoras, muchachos! ¡Abrid fuego!

Las trece ametralladoras comenzaron a vomitar muerte contra los desventurados diez mil. Se detuvieron, por un momento trataron de mantener posiciones ante el devasta­dor diluvio de fuego, pero en seguida rompieron filas, die­ron media vuelta y se precipitaron a la zanja como pavesas arrastradas por el temporal. Al menos una cuarta parte del contingente no alcanzó la cima del elevado terraplén; los tres cuartos restantes sí lo hicieron, arrojándose del otro lado… para morir ahogados.

Antes de que pasaran diez minutos desde el momento en que abrimos fuego la resistencia armada estaba totalmente aniquilada, la campaña había terminado, ¡y nosotros cin­cuenta y cuatro éramos amos de Inglaterra! Veinticinco mil hombres yacían muertos a nuestro alrededor.

¡Pero cuán traicionera es la fortuna! Al poco rato…, diga­mos una hora…, ocurrió algo, por mi propia culpa, que… No, pero me falta el valor para escribirlo. Que la crónica ter­mine aquí.

44. Posdata de Clarence

Yo, Clarence, debo escribirlo en su lugar. Propuso que sa­liéramos, él y yo, a ver si se podía prestar alguna ayuda a los heridos. Me mostré rotundamente en contra del proyecto. Le dije que si los heridos eran numerosos, poco podríamos hacer, y que, de cualquier modo, no sería prudente acercar­nos confiadamente a ellos. Pero era muy difícil disuadirle de algo una vez que había tomado una decisión, así que corta­mos la corriente eléctrica de las cercas, nos hicimos acompa­ñar por una escolta, escalamos los sucesivos bastiones que formaban los caballeros muertos y avanzamos por el campo. El primer hombre herido que pidió auxilio estaba sentado precariamente, con la espalda apoyada en un camarada muerto. Cuando El Jefe se inclinó sobre él para hablarle, el hombre lo reconoció y le asestó una puñalada. Aquel caba­llero se llamaba sir Meliagraunce, información que recabé al arrancarle el yelmo. No volverá a pedir ayuda.

Llevamos al jefe a la caverna y curamos su herida, que no era muy grave, lo mejor que pudimos. Para ello contamos con la ayuda de Merlín, aunque en ese momento no lo sabía­mos. Disfrazado de mujer, con el aspecto de una vieja y afa­blé campesina, la cara embadurnada y cuidadosamente afeitada, apareció en la caverna un par de días después de que El jefe resultara herido, y se ofreció para cocinar para nosotros, diciendo que los suyos se habían marchado para alistarse en unos campamentos que estaba formando el enemigo, y que ella, sola y abandonada, se moría de hambre. El jefe se había estado recuperando estupendamente y se entretenía termi­nando su crónica.

Nos alegramos con la llegada de la mujer, ya que nos en­contrábamos escasos de personal. Veréis, estábamos meti­dos en una trampa, una trampa que nosotros mismos ha­bíamos fabricado. Si nos quedábamos allí, nos matarían los muertos que nos rodeaban, pero si salíamos de nuestras defensas dejaríamos de ser invencibles. Éramos al mismo tiempo vencedores y vencidos. El Jefe se daba cuenta de ello; todos nos dábamos cuenta. Si pudiésemos llegar hasta algu­no de aquellos campamentos nuevos y lograr un acuerdo de cualquier tipo con el enemigo… sí; pero El jefe no podía ir, y yo tampoco, pues había sido uno de los primeros en caer enfermo por el aire venenoso que exhalaban aquellos miles de cadáveres. Luego habían enfermado otros, y otros. Ma­ñana…

Mañana. Ya ha llegado. Y con el nuevo día ha llegado el fi­nal. Me desperté hacia medianoche y vi que aquella bruja ejecutaba extraños pases en el aire alrededor de la cabeza y la cara del jefe. Me pregunté qué podría significar. Con ex­cepción del encargado de vigilar la dinamo, todos dormían, y no se oía ningún ruido. La mujer interrumpió sus miste­riosos y absurdos gestos y de puntillas se dirigió hacia la puerta. La llamé.

-¡Alto! ¿Qué estabais haciendo?

Se detuvo y dijo con tono de pérfida satisfacción: -¡Fuisteis los vencedores y ahora sois los vencidos! Estos otros están pereciendo… y vos también pereceréis. Moriréis todos en este sitio, todos y cada uno… menos él. Duerme ahora… y dormirá durante trece siglos. ¡Yo soy Merlín!

En aquel momento le entró tal ataque de risa tonta que se tambaleó como un borracho y quiso agarrarse de uno de nuestros cables eléctricos. Todavía tiene la boca abierta de oreja a oreja, y se diría que sigue riéndose. Supongo que su rostro conservará esa risotada petrificada hasta que el cadá­ver se convierta en polvo.

El jefe no ha movido un músculo. Duerme como una rosa. Si no despierta hoy comprenderemos cuál es el sueño que duerme, y su cuerpo será conducido hasta uno de los rincones más recónditos de la caverna, donde jamás podrá ser encontrado ni profanado. En cuanto al resto de noso­tros…, bueno, hemos acordado que si alguno consigue esca­par con vida de este lugar lo consignará aquí mismo y leal­mente ocultará el manuscrito junto al jefe, nuestro querido y buen líder, pues, vivo o muerto, este escrito es suyo.

 

FINAL DEL MANUSCRITO

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