«El gran poeta» de Charles Bukowski (Cuento)

EL GRAN POETA

CHARLES BUKOWSKI

CUENTO / ESTADOS UNIDOS

Fui a verlo. Era el gran poeta. El mejor poeta narrativo desde Jeffers; aún no había cumplido los setenta y ya era famoso en todo el mundo. Sus dos libros más conocidos quizá fuesen Mi pena es mejor que tu pena, ¡ja! y Los muertos mascan chicle en Languidez. Había enseñado en muchas universidades, ganado todos los premios, incluido el Nobel. Bernard Stachman.

 

Subí las escaleras de la YMCA. El señor Stachman vivía en la habitación 223. Llamé. «¡CARAJO, ENTRE!», gritó alguien desde dentro. Abrí la puerta y entré. Bernard Stachman estaba en la cama. Flotaba en el aire un olor a vómito, vino, orines, mierda y alimentos podridos. Sentí náuseas. Corrí al cuarto de baño, vomité y volví.

 

—Señor Stachman —dije—. ¿Por qué no abre una ventana?

 

—Buena idea. Y nada con ese mierda de «señor Stachman», me llamo Barney.

 

Estaba impedido. Tras un gran esfuerzo, logró incorporarse en la cama y aposentarse en la silla que había al lado.

 

—Ahora, listo para una buena charla —dijo—. Era lo que estaba esperando.

 

Junto a su codo, en la mesa, había una jarra de un galón de tinto italiano llena de cenizas de cigarrillos y polillas muertas. Aparté la vista, luego miré otra vez. Tenía la jarra en la boca, pero la mayor parte del vino se le derramaba por la camisa y los pantalones. Bernard Stachman posó la jarra.

 

—Exactamente lo que necesitaba.

 

—Debía utilizar un vaso —dije—. Es más cómodo.

 

—Sí, creo que tiene razón.

 

Miró a su alrededor. Había unos cuantos vasos sucios y me pregunté cuál escogería. Escogió el que le quedaba más cerca. El fondo del vaso estaba cubierto por una sustancia amarillenta, endurecida. Parecían restos de pollo con fideos. Escanció el vino. Luego, alzó el vaso y lo vació.

 

—Sí, esto es mucho mejor. Veo que ha traído una cámara. Supongo que querrá hacerme fotos.

 

—Sí —dije.

 

Me acerqué a la ventana, la abrí y respiré aire fresco. Llevaba días lloviendo y el aire estaba límpido y fresco.

 

—Oiga —dijo—, hace horas que tengo ganas de mear. Tráigame una botella vacía.

 

Había varias botellas vacías. Le acerqué una. El pantalón no tenía cremallera, sino botones, y solo tenía abrochado el de más abajo, porque no le cabía en el cuerpo. Hurgó en la bragueta, se sacó el pene y puso la cabeza en la boca de la botella. En cuanto empezó a orinar, el pene se tensó y empezó a cabecear, esparciendo orina por todas partes… por la camisa, los pantalones y la cara; increíblemente, el último chorro fue a darle en la oreja izquierda.

 

—Es una mierda esto de ser un lisiado —dijo.

 

—¿Cómo fue? —pregunté.

 

—¿Cómo fue qué?

 

—El quedarse así, lisiado.

 

—Mi mujer. Me pasó por encima con el coche.

 

—¿Cómo? ¿Por qué?

 

—Dijo que no podía soportarme más.

 

No dije nada. Tomé un par de fotos.

 

—Tengo fotos de mi mujer. ¿Quiere ver fotos de mi mujer?

 

—Sí, claro.

 

—El álbum de fotos está allá, encima de la nevera.

 

Me acerqué, lo cogí, me senté. Solo había fotografías de zapatos de tacón alto y esbeltos tobillos de mujer, piernas cubiertas de medias de nilón con ligueros y una serie de piernas en pantimedias. En algunas páginas había pegados anuncios del mercado de carne: Redondo de ternera, 69 centavos la libra. Cerré el álbum.

 

—Cuando nos divorciamos —dijo—, me los dio.

 

Bernard buscó bajo la almohada de la cama y sacó un par de zapatos de tacón alto tipo aguja. Los había hecho cubrir con una capa de bronce. Los colocó en la mesita de noche. Se sirvió otro trago.

 

—Duermo con esos zapatos —dijo—. Hago el amor con ellos y luego los lavo.

 

Tomé algunas fotos más.

 

—Oiga, ¿quiere una foto? Esta es una buena foto.

 

Se desabrochó el único botón de la bragueta. No llevaba calzoncillos. Cogió el tacón del zapato y se lo metió por el trasero y lo movió de lado a lado hasta que entró completo.

 

—Así. Saque una así.

 

Hice la foto.

 

Le resultaba difícil mantenerse en pie, pero lo logró apoyándose en la mesita.

 

—¿Sigue escribiendo, Barney?

 

—Yo escribo siempre, carajo.

 

—¿Y sus admiradoras no lo interrumpen?

 

—Bueno, sí, a veces, las mujeres me encuentran. Pero no se quedan mucho.

 

—¿Se venden sus libros?

 

—Recibo cheques por mis derechos de autor.

 

—¿Qué aconseja usted a los escritores jóvenes?

 

—Que beban mucho, que cojan mucho y que fumen muchos cigarrillos.

 

—¿Y qué aconseja a los escritores de más edad?

 

—Si siguen aún con vida, no necesitan consejos.

 

—¿Cuál es el impulso que le mueve a crear un poema?

 

—¿Y usted, por qué caga?

 

—¿Qué piensa usted del presidente Reagan y del desempleo?

 

—No pienso en Reagan ni en el desempleo. Todo eso me aburre. Como los viajes espaciales. Y la liga de béisbol.

 

—¿Cuáles son sus preocupaciones, entonces?

 

—Las mujeres modernas.

 

—¿Las mujeres modernas?

 

—No saben vestir. Llevan unos zapatos espantosos.

 

—¿Qué piensa usted de la liberación femenina?

 

—Si ellas están dispuestas a trabajar lavando coches, empujando el arado, cazando a dos tipos que acaban de asaltar una licorería o limpiando alcantarillas, si están dispuestas a dejar que les rebanen las tetas de un tiro en el ejército, yo estoy dispuesto a quedarme en casa fregando los platos y a aburrirme quitándole pelusilla a la alfombra.

 

—¿Pero no cree usted que tienen cierta razón en sus reivindicaciones?

 

—Por supuesto.

 

Stachman se sirvió otro trago. Incluso bebiendo del vaso, parte del vino se le derramaba por la barbilla y le bajaba hasta la camisa. Olía como un hombre que llevara meses sin bañarse.

 

—Mi esposa —dijo—, aún estoy enamorado de ella. Deme el teléfono, por favor.

 

Le di el teléfono. Marcó un número.

 

—¿Claire? ¿Oye, Claire…?

 

Colgó el teléfono.

 

—¿Qué pasó? —pregunté.

 

—Lo de siempre. Colgó. Oiga, vámonos de aquí, vámonos a un bar. Llevo demasiado tiempo en esta maldita habitación. Necesito salir.

 

—Pero es que está lloviendo. Hace una semana que está lloviendo. Las calles están inundadas.

 

—Eso a mí no me importa. Quiero salir. Lo más probable es que en este momento ella esté cogiendo con un tipo. Probablemente tenga puestos los zapatos de tacón. Yo no dejaba que se los quitara nunca.

 

Ayudé a Bernard Stachman a enfundarse un viejo abrigo marrón. Le faltaban todos los botones. Estaba tieso de mugre. No era un abrigo de Los Ángeles. Era grueso y pesado, debía proceder de Chicago o de Denver y debía datar de los años treinta.

 

Luego, cogimos las muletas y bajamos laboriosamente la escalera. Bernard llevaba una botella de moscatel en un bolsillo. Llegamos a la entrada y me aseguró que podía cruzar solo la acera y subir al coche. Mi coche estaba aparcado a cierta distancia de la cuneta.

 

Cuando corría dando la vuelta al coche para entrar por el otro lado, oí un grito y a continuación un chapoteo. Estaba lloviendo, llovía mucho. Di otra vez corriendo la vuelta; Bernard se las había arreglado para caerse y quedar encajado en el suelo entre el coche y la acera. El agua le corría por encima. Estaba sentado y el agua lo desbordaba, le cubría los pantalones, le daba en los costados; las muletas flotaban torpemente en su regazo.

 

—No se preocupe —dijo—. Váyase y déjeme.

 

—Pero, por Dios, Barney.

 

—En serio. Váyase. Déjeme. Mi mujer no me quiere.

 

—No es su mujer, Barney. Están divorciados.

 

—A otro perro con ese hueso.

 

—Vamos, Barney, lo ayudaré a levantarse.

 

—No, no. No se moleste. Se lo digo en serio. Usted váyase. Emborráchese sin mí.

 

Lo levanté, abrí la portezuela y lo coloqué en el asiento delantero. Estaba empapado. El agua le caía a chorros. Luego rodeé el coche y me coloqué al volante, a su lado. Barney destapó la botella de moscatel, bebió un trago y me la pasó. Bebí un trago. Luego puse el coche en marcha y salí, mirando por el parabrisas, entre la lluvia, buscando un bar en el que pudiéramos entrar y no vomitar en cuanto le echáramos una ojeada al hediondo urinario.

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