«Justicia» de William Faulkner (Cuento)

JUSTICIA

WILLIAM FAULKNER

CUENTO/ ESTADOS UNIDOS

I

Hasta que murió el Abuelo íbamos a la granja todos los sábados por la tarde. Salíamos de casa en el coche nada más terminar de comer, yo iba en el pescante con Roskus, y el Abuelo y Caddy y Jason iban detrás, en los asientos. El Abuelo y Roskus hablaban mientras los caballos corrían veloces, porque eran la mejor pareja de tiro que había en todo el condado. Por los trechos llanos e incluso en algunas pendientes llevaban el coche muy deprisa. Pero esto era en el norte de Mississippi, y en algunas de las cuestas a Roskus y a mí nos llegaba flotando el olor del puro que se fumaba el Abuelo.

 

La granja estaba a cuatro millas. Había una casa alargada y baja en medio de la arboleda, una casa sin pintar, aunque estaba bien conservada, sólida, sana, gracias a un carpintero muy listo que vivía donde los negros, Sam Fathers se llamaba, y detrás estaban los graneros y los ahumaderos, y más allá aún las cabañas donde vivían los negros, que Sam Fathers también mantenía sólidas y sanas. No hacía otra cosa, y se contaba que tenía casi cien años. Vivía con los negros y ellos —los blancos, pues los negros lo llamaban «encías azules»— lo llamaban negro. Pero negro no era. Eso es lo que voy a explicar.

 

Cuando llegábamos, el encargado, el señor Stokes, mandaba a un chico negro con Caddy y Jason, que iban al arroyo a pescar, porque Caddy era chica y Jason aún era pequeño, pero yo no iba con ellos. Yo iba al taller de Sam Fathers, donde fabricaba yugos o ruedas de carreta, y le llevaba siempre algo de tabaco. Dejaba de trajinar con lo que estuviera haciendo y llenaba la pipa —las hacía él mismo con arcilla del arroyo, y les ponía un tallo de junco— y me contaba cosas de los viejos tiempos. Hablaba como un negro —esto es, decía las palabras como las dicen los negros, pero no decía las mismas palabras que ellos— y tenía pelo de negro. Pero su piel no era del todo del color de un negro aclarado, y la nariz y la boca y el mentón no eran nariz ni boca ni mentón de negro. Tampoco tenía las trazas de un negro cuando el negro se hace viejo. Tenía la espalda bien derecha; no era alto, un poco ancho de hombros sí era, y no movía la cara en ningún momento, como si estuviera en otra parte mientras trajinaba o cuando la gente, incluidos los blancos, hablaba con él, o cuando hablaba conmigo. Mantenía la cara siempre igual, como si se hubiera subido a un tejado y estuviera reparándolo, clavando un clavo tras otro. A veces dejaba el trabajo, dejaba a medio terminar en el banco lo que tuviera entre manos, y se sentaba a fumar. Y no se ponía en pie de un salto para volver a la faena cuando el señor Stokes e incluso el Abuelo aparecían por allí.

 

Así que le daba el tabaco y él dejaba de trajinar y se sentaba y llenaba la pipa y charlaba conmigo.

 

—Estos negros… —decía—. Me llaman el Tío Encía Azul. Y los blancos me llaman Sam Fathers.

 

—¿Es así como te llamas? —le dije una vez.

 

—No. En los viejos tiempos no me llamaba así, vaya. Me acuerdo bien. Me acuerdo de que nunca vi más que a un solo hombre blanco hasta que ya era un niño grande, como tú; era un tratante que venía a vender whiskey a cambio de otros productos y que venía todos los veranos a la plantación. Fue el Hombre en persona quien me puso el nombre. Pero no me puso por nombre Sam Fathers, claro.

 

—¿El Hombre? —dije.

 

—Él era el dueño de la plantación, de los negros, de mi mamá también. Era el dueño de todas las tierras que conocía yo hasta que ya me hice mayor. Era un jefe de la tribu de los choctaw. Él vendió a mi mamá a tu bisabuelo. Dijo que yo no tenía que marcharme si no era ése mi deseo, porque yo entonces también era un guerrero. Él fue quien me puso por nombre Tuvo Dos Padres.

 

—¿Tuvo Dos Padres? —dije—. Eso no es un nombre. Eso no es nada.

 

—Ése era mi nombre. Tú escucha y verás.

 

 

 

II

 

 

 

Así es como me lo contó Herman Cesto cuando tuve edad suficiente para oír hablar de estas cosas. Dijo que cuando Doom volvió de Nueva Orleáns se trajo consigo a esta mujer. Se trajo consigo seis negros, aunque Herman Cesto dijo que ya tenían más negros en la plantación, más de los que necesitaban. A veces echaban a los negros a los perros, los hostigaban como se suele hacer con un zorro o un gato montés o un mapache. Y va y resulta que Doom se trajo seis más cuando vino de Nueva Orleáns. Dijo que los había ganado jugando a bordo del vapor, y que por eso se los tuvo que traer. Desembarcó del vapor con los seis negros, contó Herman Cesto, y con un cajón grande en el que llevaba algo vivo, y con la cajita de oro llena de sales que se trajo de Nueva Orleáns, del tamaño de un reloj de oro más o menos. Y Herman Cesto contó que Doom sacó un cachorro del cajón en el que llevaba algo vivo, y que hizo una bola apretada de pan con una pizca de sal que tomó de la cajita de oro, y que le dio de comer la bola al cachorro y el cachorro murió.

 

Doom era esa clase de hombre, dijo Herman Cesto. Contó que, al desembarcar del vapor aquella noche, Doom llevaba una chaqueta forrada de oro, y que llegó con tres relojes de oro, aunque Herman Cesto también dijo que ni siquiera pasados siete años le habían cambiado a Doom los ojos. Dijo que Doom tenía los ojos igual que los tenía antes de marcharse, antes de llamarse Doom, y que él y Herman Cesto y mi padre dormían en el mismo jergón y charlaban de noche, como los chicos.

 

Doom entonces se llamaba Ikkemotubbe, y no había nacido para ser el Hombre, porque el hermano de la madre de Doom era el Hombre, y el Hombre tenía su propio hijo, además de tener un hermano. Pero ya entonces, y sin que Doom fuera mayor de lo que eres tú, según dijo Herman Cesto, a veces el Hombre miraba a Doom y decía: «Oh, Hijo de la Hermana, en los ojos se te ve la maldad, como se le ve al caballo indomeñable».

 

Así que el Hombre no lamentó que Doom, cuando ya era un joven, dijera que se marchaba a Nueva Orleáns, dijo Herman Cesto. El Hombre empezaba a hacerse viejo. Le gustaba jugar al robaterrenos con un clavo, y también a la herradura, pero con el tiempo solo le gustaba el robaterrenos. Así que no lamentó que Doom se marchase, aunque no por eso se olvidó de Doom. Herman Cesto dijo que todos los veranos, cuando venía el tratante que vendía whiskey, el Hombre le preguntaba por Doom. «Ahora se hace llamar David Callicoat —decía el Hombre—, pero se llama Ikkemotubbe. ¿No habrás tenido noticia de un tal David Callicoat que se haya ahogado en el Río Grande, o de otro así llamado al que hayan matado en una reyerta con los blancos en Nueva Orleáns?».

 

Pero Herman Cesto dijo que no se supo del paradero de Doom, nada de nada, hasta que pasaron siete años desde que se fue. Un día, Herman Cesto y mi padre recibieron de Doom un mensaje escrito en un palo para que se reuniesen con él en el Río Grande. Y es que el vapor entonces ya no remontaba nuestro río. El vapor seguía estando varado en nuestro río, pero no iba ya a ninguna parte. Herman Cesto contó que un día, con una crecida, más o menos tres años después de que se fuese Doom, llegó el vapor y embarrancó en la barra de arena y allí murió.

 

Así fue como Doom encontró su segundo nombre, el que tuvo antes de llamarse Doom. Herman Cesto contó que cuatro veces al año el vapor remontaba nuestro río, y contó que la Tribu bajaba al río y acampaba en la orilla y aguardaba a ver pasar el vapor, y dijo que el blanco que indicaba por dónde tenía que caminar el vapor se llamaba David Callicoat. Por eso, cuando Doom dijo a Herman Cesto y a mi padre que se marchaba a Nueva Orleáns, les dijo: «Y una cosa más os diré. De ahora en adelante no me llamo Ikkemotubbe, me llamo David Callicoat. Y un buen día también yo seré dueño de un barco de vapor». Doom era esa clase de hombre, dijo Herman Cesto.

 

Así pues, al cabo de siete años les mandó el mensaje en el palo y Herman Cesto y mi padre tomaron la carreta y allá que fueron al encuentro de Doom en el Río Grande, y Doom desembarcó del vapor con los seis negros.

 

—Los he ganado jugando en el vapor —dijo Doom—. Tú y Craw-ford (mi padre se llamaba Crawfish-ford, pero abreviando lo llamaban Craw-ford) os los podéis repartir.

 

—Yo no los quiero —dijo Herman Cesto que dijo mi padre.

 

—Pues que se los quede Herman a todos —dijo Doom.

 

—Es que yo tampoco los quiero —dijo Herman Cesto.

 

—De acuerdo —dijo Doom. Entonces, Herman Cesto dijo que preguntó a Doom si aún se llamaba David Callicoat, pero en vez de responderle Doom dijo algo a uno de los negros, en la lengua de los blancos, y el negro prendió una tea de pino. Herman Cesto dijo entonces que estaban viendo cómo sacaba Doom al cachorro del cajón y cómo hacía una bola con miga de pan y con la sal de Nueva Orleáns que Doom tenía en la cajita de oro, y que mi padre dijo entonces:

 

—Me parecía haber entendido que has dicho que Herman y yo nos repartamos a estos negros.

 

Herman Cesto dijo entonces que vio que uno de los negros era una mujer.

 

—Tú y Herman no los queréis —dijo Doom.

 

—Cuando dije eso no me paré a pensar —dijo mi padre—. Yo me quedo con el lote que lleve la mujer. Herman que se quede con los otros tres.

 

—Yo no los quiero —dijo Herman.

 

—Pues te puedes quedar con cuatro —dijo mi padre—. Yo me quedo con la mujer y con otro.

 

—Yo no los quiero —dijo Herman Cesto.

 

—Pues me quedo solo con la mujer —dijo mi padre—. Te puedes quedar con los otros cinco.

 

—Yo no los quiero —dijo Herman Cesto.

 

—Tú tampoco los quieres —dijo Doom a mi padre—. Tú mismo lo has dicho.

 

Herman Cesto dijo entonces que el cachorro había muerto.

 

—No nos has dicho cómo te llamas ahora —dijo a Doom.

 

—Ahora me llamo Doom —dijo Doom—. El nombre me lo dio un jefe de los franceses en Nueva Orleáns. En la lengua de los franceses, Doo-um; en la nuestra, Doom.

 

—¿Y eso qué significa? —preguntó Herman Cesto.

 

Dijo que Doom lo miró de hito en hito.

 

—Eso significa el Hombre —dijo Doom al cabo.

 

Herman Cesto contó que se pararon a pensar en eso. Dijo que estaban allí a oscuras, con los otros cachorros en el cajón, los que no había utilizado Doom, y que gimoteaban y arañaban las paredes, y que la lumbre con que ardían las teas de pino brillaba en las esferas de los ojos de los negros, y en la chaqueta de oro de Doom, y en el cachorro que había muerto.

 

—No puedes ser el Hombre —dijo Herman Cesto—. Tú eres familia por parte de la hermana. Y el Hombre tiene hijo y tiene hermano.

 

—Es verdad —dijo Doom—. Pero si yo fuera el Hombre podría darle a Craw-ford esos negros que dice que quiere. Podría darle algo también a Herman. Por cada negro que le diera a Craw-ford, daría a Herman un caballo… si yo fuera el Hombre.

 

—Craw-ford solo quiere esa mujer —dijo Herman Cesto.

 

—A Herman de todos modos le daría seis caballos —dijo Doom—. Aunque a lo mejor el Hombre ya le ha dado a Herman un caballo.

 

—No —dijo Herman Cesto—. Mi espectro aún sigue a pie.

 

Tres días les llevó llegar a la plantación. Acamparon de noche en el camino. Herman Cesto dijo que no hablaron.

 

Llegaron a la plantación al tercer día. Dijo que el Hombre no se alegró mucho de ver a Doom, aun cuando Doom apareció con un caramelo de regalo para el hijo del Hombre. Doom apareció con algún regalo para toda su parentela, incluido el hermano del Hombre. El hermano del Hombre vivía solo en una cabaña, a la orilla del arroyo. Se llamaba A Veces Despierto. A veces el Pueblo le llevaba algo de comer. El resto del tiempo no lo veía nadie. Herman Cesto contó que mi padre y él fueron con Doom a visitar a A Veces Despierto a su cabaña. Era de noche, y Doom dijo a Herman Cesto que cerrase la puerta. Doom tomó entonces el cachorro que llevaba mi padre y lo puso en el suelo e hizo una bola con miga de pan y la sal de Nueva Orleáns para que A Veces Despierto viese cómo era aquello. Cuando se fueron, Herman Cesto dijo que A Veces Despierto quemó un palo y se cubrió la cabeza con la manta.

 

Fue la primera noche que pasó Doom en casa a su regreso. Herman Cesto contó que al día siguiente el Hombre comenzó a actuar de un modo extraño con su comida, y que murió antes de que pudiera llegar el curandero para quemar unos palos. Cuando el Portador del Sauce fue en busca del hijo del Hombre para que fuese el Hombre, descubrieron que también había actuado de un modo extraño y que había muerto.

 

—Pues entonces A Veces Despierto tendrá que ser el Hombre —dijo mi padre.

 

Así que el Portador del Sauce fue en busca de A Veces Despierto para que fuese el Hombre. El Portador del Sauce regresó pronto.

 

—A Veces Despierto no quiere ser el Hombre —dijo el Portador del Sauce—. Está sentado en su cabaña con la cabeza cubierta por la manta.

 

—Pues Ikkemotubbe tendrá que ser el Hombre —dijo mi padre.

 

Así fue Doom el Hombre. Pero Herman Cesto contó que el espectro de mi padre no se quedó conforme. Herman Cesto dijo que dijo a mi padre que diera tiempo a Doom.

 

—Yo sigo yendo a pie —dijo Herman Cesto.

 

—Pero para mí éste es un asunto muy serio —dijo mi padre.

 

Dijo que al final mi padre fue a ver a Doom antes de que el Hombre y su hijo hubieran entrado en tierra, antes de que terminasen la comilona y las carreras de caballos.

 

—Dijiste que cuando fueras el Hombre… —dijo mi padre, pero Herman Cesto dijo que Doom le miró y que mi padre no miraba a Doom.

 

—Creo que no confías en mí —dijo Doom. Herman Cesto contó que mi padre no miraba a Doom—. Creo que sigues pensando que ese cachorro estaba enfermo —dijo Doom—. Tú piénsalo bien.

 

Herman Cesto dijo que mi padre se paró a pensar.

 

—¿Y ahora qué piensas? —le dijo Doom.

 

Pero Herman Cesto dijo que mi padre siguió sin mirar a Doom.

 

—Yo pienso que a ese perro no le pasaba nada —dijo mi padre.

 

 

 

III

 

 

 

Al fin terminaron la comilona y las carreras de caballos y el Hombre y su hijo entraron en tierra.

 

—Mañana —dijo Doom— iremos a buscar el vapor.

 

Herman Cesto contó que Doom no había dejado de hablar del vapor desde que pasó a ser el Hombre, además de insistir en que la casa se había quedado pequeña.

 

—Mañana —dijo Doom cuando caía la noche— iremos a buscar el vapor que fue a morir en la orilla del río.

 

Herman Cesto contó que el vapor se encontraba a doce millas de allí y que no era capaz de flotar en el agua. A la mañana siguiente no hubo nadie en la plantación, nadie más que Doom y los negros. Contó que a Doom le llevó todo el día encontrar a la Tribu. Doom se sirvió de los perros, y encontró a algunos de los suyos escondidos en troncos huecos, en el arroyo y en la llanura aluvial. Aquella noche ordenó que todos los hombres pernoctasen en la casa. Y a los perros también los dejó en la casa.

 

Herman Cesto contó que oyó a Doom y a mi padre charlar a oscuras.

 

—No creo que confíes en mí —dijo Doom.

 

—Yo confío en ti —dijo mi padre.

 

—Eso es lo que yo te aconsejaría —dijo Doom.

 

—Ojalá se lo pudieras aconsejar a mi espectro —dijo mi padre.

 

A la mañana siguiente fueron hasta donde estaba el vapor. Las mujeres y los negros fueron a pie. Los hombres fueron en carretas, y Doom los siguió con los perros.

 

El vapor estaba encallado, apoyado de costado en la barra de arena. Cuando llegaron, había tres hombres blancos en el barco.

 

—Ahora ya nos podemos volver por donde vinimos —dijo mi padre.

 

Pero Doom se puso a hablar con los blancos.

 

—¿Este vapor les pertenece a ustedes? —preguntó.

 

—A ustedes no les pertenece —dijeron los blancos. Y aunque tenían pistolas, Herman Cesto dijo que no parecían hombres de los que son dueños de un barco.

 

—¿Los matamos? —dijo a Doom. Pero contó que Doom seguía hablando con los hombres que estaban en el vapor.

 

—¿Qué piden por él? —dijo Doom.

 

—¿Qué nos da por él? —dijeron los blancos.

 

—El barco está muerto —dijo Doom—. No vale gran cosa.

 

—¿Nos daría diez negros? —dijeron los blancos.

 

—De acuerdo —dijo Doom—. Que den un paso al frente los negros que vinieron conmigo del Río Grande —y se adelantaron los cinco hombres y la mujer—. Que vengan otros cuatro negros —y otros cuatro se adelantaron—. Ahora comeréis el maíz de esos blancos que hay allá —dijo Doom—. Ojalá os alimente —los blancos se marcharon y los diez negros los siguieron—. Ahora —anunció Doom—, vamos a poner el vapor en pie y vamos a hacerlo caminar.

 

Herman Cesto dijo que mi padre y él no se metieron en el río con los demás, porque mi padre le dijo que se alejasen a conversar. Se alejaron un trecho. Mi padre habló, pero Herman Cesto dijo que no le parecía que fuera bueno matar a los blancos, aunque mi padre dijo que podrían llenar a los blancos de piedras y hundirlos en el río y que nadie los encontrase nunca. Así pues, Herman Cesto contó que dieron alcance a los tres blancos y a los diez negros y que los obligaron a volver al barco.

 

—Id donde está el Hombre —dijo mi padre a los negros poco antes de llegar—. Id y ayudad a que el vapor se ponga en pie y eche a caminar. Yo llevaré a casa a esta mujer.

 

—La mujer es mi mujer —dijo uno de los negros—, y quiero que se quede conmigo.

 

—¿Prefieres que también te busquemos un sitio en el fondo del río con las entrañas llenas de piedras? —dijo mi padre al negro.

 

—¿Prefieres tú que te busquemos sitio en el fondo del río? —dijo el negro a mi padre—. Sois dos y nosotros somos nueve.

 

Herman Cesto dijo que mi padre se paró a pensar.

 

—Vayamos al vapor —dijo entonces—, vayamos a ayudar al Hombre.

 

Fueron al vapor. Pero Herman Cesto dijo que Doom no se dio cuenta de que allí estaban los negros, no los vio hasta que llegó la hora de regresar a la plantación. Herman Cesto contó que Doom miró de hito en hito a los negros, que luego miró a mi padre.

 

—A lo que se ve, los blancos no querían a estos negros —dijo Doom.

 

—Eso parece —dijo mi padre.

 

—Los blancos se han marchado, ¿no? —dijo Doom.

 

—Eso parece —dijo mi padre.

 

Herman Cesto contó que todas las noches Doom obligaba a los hombres a dormir en la casa, con los perros en la casa también, y que todas las mañanas volvían al barco de vapor en las carretas. En las carretas no cabían todos, así que al segundo día las mujeres se quedaron en sus casas. Pero pasaron tres días hasta que Doom se dio cuenta de que mi padre también se quedaba en casa. Herman Cesto dijo que casi seguro el marido de la mujer se lo dijo a Doom.

 

—Craw-ford se ha lastimado la espalda al tirar del vapor para ponerlo en pie —dijo Herman Cesto que dijo a Doom—. Ha dicho que se quedará en la plantación con los pies metidos en el Manantial Caliente para que el mal de la espalda retorne a tierra.

 

—Ésa es buena idea —dijo Doom—. Lleva ya varios días haciéndolo, ¿no? Seguro que el mal lo tiene ya por las piernas.

 

Cuando esa noche volvieron a la plantación, Doom mandó llamar a mi padre. Le preguntó si se le había movido el mal del sitio. Mi padre contó que el mal se movía muy poco a poco.

 

—Eso es que tienes que pasar más tiempo metido en el manantial —dijo Doom.

 

—Es lo que pienso yo —dijo mi padre.

 

—Supongamos que también pasas la noche en el manantial —dijo Doom.

 

—El aire de la noche me sentaría mucho peor —dijo mi padre.

 

—No, si enciendes una fogata seguro que no —dijo Doom—. Mandaré a uno de los negros a que te cuide la fogata.

 

—¿Cuál de los negros? —dijo mi padre.

 

—El marido de la mujer que gané jugando en el vapor —dijo Doom.

 

—Me parece que ya tengo mucho mejor la espalda —dijo mi padre.

 

—Probemos —dijo Doom.

 

—No, descuida. Tengo mucho mejor la espalda —dijo mi padre.

 

—Probemos de todos modos —dijo Doom. Antes de que anocheciera, Doom mandó a cuatro de la Tribu a que acompañasen a mi padre y al negro en el manantial. Herman Cesto contó que los de la Tribu volvieron enseguida. Que cuando entraron en la casa mi padre entró con ellos.

 

—El mal se ha movido de repente —dijo mi padre—. Desde mediodía ya me ha bajado hasta los pies.

 

—¿Y crees que mañana por la mañana habrá desaparecido del todo? —dijo Doom.

 

—Yo creo que sí —dijo mi padre.

 

—A lo mejor te vendría bien pasar la noche en el manantial para asegurarte —dijo Doom.

 

—Descuida, yo sé bien que mañana habrá desaparecido —dijo mi padre.

 

 

 

IV

 

 

 

Cuando llegó el verano, según contó Herman Cesto, el barco de vapor ya no estaba apresado en el lecho del río. Les había costado cinco meses arrancarlo del arenal, pues hubo que talar muchos árboles para abrirle un camino. Pero entonces, dijo, el barco de vapor podía ya caminar mucho más deprisa gracias a los troncos. Contó cómo echó una mano mi padre. Su sitio se encontraba en una de las sogas, cerca del vapor, y a nadie se le permitía ocuparlo. Estaba bajo el porche de entrada a los camarotes, en el vapor, donde se acomodaba Doom en su butaca, con un chico con una rama que le daba sombra y otro con una rama que le espantaba a las bestias voladoras. Los perros también iban a bordo del vapor.

 

En verano, mientras el barco de vapor iba caminando, Herman Cesto contó que el marido de la mujer volvió a presentarse ante Doom.

 

—Yo he hecho por ti lo que podía hacer —dijo Doom—. ¿Por qué no vas a ver a Craw-ford y zanjas este asunto tú mismo?

 

El negro dijo que eso era lo que había hecho. Dijo que mi padre le propuso arreglarlo con una pelea de gallos, el de mi padre contra el del negro, que el ganador se quedaría con la mujer y que si uno rehusara la pelea perdería por no presentarse. El negro dijo que le dijo a mi padre que no tenía un gallo de pelea, y que mi padre dijo que en tal caso perdía el negro por no presentarse y que la mujer por tanto pertenecía a mi padre.

 

—¿Y qué voy a hacer? —dijo el negro.

 

Doom se paró a pensar. Herman Cesto dijo entonces que Doom lo llamó y le preguntó cuál era el mejor gallo de pelea que tenía mi padre y que Herman Cesto le dijo que mi padre solo tenía uno.

 

—¿El de plumaje negro? —dijo Doom. Herman Cesto dijo a Doom que sí, que era ése—. Vaya —dijo Doom.

 

Herman Cesto contó que Doom se sentó en su butaca, en el porche del vapor mientras el vapor caminaba, mirando al Pueblo y a los negros que tiraban de las sogas y hacían caminar al vapor.

 

—Ve y di a Craw-ford que tienes un gallo —dijo Doom al negro—. Dile que tendrás un gallo que echar al reñidero. Que sea mañana por la mañana. Dejaremos el vapor sentado a descansar.

 

El negro se marchó. Herman Cesto dijo que entonces Doom se le quedó mirando, y que él no miraba a Doom. Y es que en toda la plantación solo había un gallo de pelea capaz de mejorar al de mi padre, y era el gallo que pertenecía a Doom.

 

—Yo pienso que a aquel cachorro no le pasaba nada —dijo Doom—. ¿Tú qué piensas?

 

Herman Cesto dijo que no miró a Doom.

 

—Eso mismo pienso yo —dijo.

 

—Eso es lo que yo te aconsejaría —dijo Doom.

 

Herman Cesto contó que al día siguiente el vapor quedó sentado a descansar. El reñidero se montó en el establo. Allí estuvieron la Tribu y los negros. Mi padre echó su gallo al reñidero. El negro echó el suyo. Herman Cesto dijo que mi padre miró el gallo del negro.

 

—Ese gallo es de Ikkemotubbe —dijo mi padre.

 

—Es suyo —dijo la Tribu a mi padre—. Ikkemotubbe se lo dio delante de todos nosotros.

 

Herman Cesto dijo que mi padre ya había recogido a su gallo.

 

—Esto no está bien —dijo mi padre—. No se le debería permitir que arriesgue a su mujer en una pelea de gallos.

 

—Entonces ¿te retiras? —dijo el negro.

 

—Déjame pensarlo —dijo mi padre. Y se paró a pensar. La Tribu observaba. El negro recordó a mi padre lo que él mismo dijo que pasaría si uno de los dos no se presentara. Mi padre dijo que no era eso lo que quiso decir y que sí, se retiraba. La Tribu le dijo que la retirada equivalía a perder la riña. Herman Cesto dijo que mi padre se paró a pensar otro rato. La Tribu observaba—. De acuerdo —dijo mi padre—, pero estoy en desventaja.

 

Riñeron los gallos. Cayó el de mi padre. Mi padre lo recogió enseguida. Herman Cesto dijo que fue como si mi padre hubiera estado a la espera de ver caer a su gallo para poder recogerlo cuanto antes.

 

—Esperad —dijo, y miró a la Tribu—. Ya han peleado los gallos, ¿no es cierto? —la Tribu dijo que sí, que era cierto—. Pues entonces queda zanjado lo que dije de dar por perdida la riña.

 

Herman Cesto dijo que mi padre se dispuso a salir del reñidero.

 

—¿Es que no vas a plantar pelea? —dijo el negro.

 

—No creo yo que con esto se zanje nada —dijo mi padre—. ¿Tú qué crees?

 

Herman Cesto contó que el negro miró a mi padre. Y que dejó de mirar a mi padre. Se había acuclillado. Herman Cesto dijo que la Tribu miraba al negro, que tenía la mirada clavada en tierra, entre los pies. Lo vieron coger un terrón y vieron deshacerse la tierra entre los dedos del negro y caer el polvo al suelo.

 

—¿Tú crees que con esto se zanjará algo? —dijo mi padre.

 

—No —dijo el negro. Herman Cesto dijo que la Tribu no le oyó demasiado bien.

 

—Yo tampoco —dijo mi padre—. No estaría bien arriesgar a tu mujer en una pelea de gallos.

 

Herman Cesto contó que el negro entonces alzó los ojos, con el polvo reseco en los dedos de una mano. Dijo que el negro tenía los ojos muy rojos en la oscuridad del reñidero, como los ojos de un zorro.

 

—¿Permitirás que los gallos peleen otra vez? —dijo el negro.

 

—¿No estás de acuerdo en que con esto no se zanja nada? —dijo mi padre.

 

—Pues sí —dijo el negro.

 

Mi padre devolvió su gallo al reñidero. Herman Cesto dijo que el gallo de mi padre estaba muerto antes incluso de que pudiera actuar de un modo extraño. El gallo del negro se le plantó encima y se puso a cacarear, pero el negro apartó de un manotazo al gallo vivo y se puso a saltar encima del gallo muerto hasta que aquello no parecía ni un gallo ni nada, dijo Herman Cesto.

 

Llegó el otoño y Herman Cesto contó que el vapor llegó a la plantación hasta detenerse delante de la casa y morir otra vez. Dijo que durante dos meses tuvieron a la vista la plantación, haciendo caminar al vapor sobre los troncos de ciprés, pero que ahora que el vapor estaba junto a la casa, ésta tuvo el tamaño suficiente para que Doom se diera por satisfecho. Dio una comilona. Duró una semana. Cuando terminó, Herman Cesto contó que el negro fue a ver a Doom por tercera vez. Herman Cesto dijo que el negro volvía a tener los ojos rojos, como los de un zorro, y que se le oía resoplar en la estancia.

 

—Ven a mi cabaña —dijo a Doom—. He de enseñarte una cosa.

 

—Ya iba siendo hora —dijo Doom. Miró en derredor, pero Herman Cesto dijo a Doom que mi padre acababa de marcharse—. Pues dile que venga él también —dijo Doom. Cuando llegaron a la cabaña del negro, Doom mandó a dos de la Tribu en busca de mi padre. Entraron en la cabaña. Lo que el negro quería enseñar a Doom era un hombre nuevo.

 

—Mira —dijo el negro—. Tú eres el Hombre. De ti depende que se haga justicia.

 

—¿Y qué le pasa a este hombre? —dijo Doom.

 

—Mira qué color tiene —dijo el negro. Se puso a mirar por la cabaña. Herman Cesto dijo que se le habían puesto los ojos rojos, y luego castaño oscuro, y luego rojos, como los de un zorro. Dijo que se oía resoplar al negro—. ¿Se hará justicia? —dijo el negro—. Tú eres el Hombre.

 

—Deberías estar lleno de orgullo con un estupendo hombre amarillo como éste —dijo Doom—. No creo yo que ninguna justicia le pueda oscurecer la piel —dijo Doom. También miró en derredor por la cabaña—. Ven, Craw-ford —dijo—. Es un hombre, no una víbora; no te hará daño —pero Herman Cesto dijo que mi padre no quiso dar un paso al frente. Dijo que al negro se le ponían los ojos rojos, y luego castaño oscuro, y luego rojos, a la vez que resoplaba—. Jao —dijo Doom—, esto no está bien. Un hombre tiene derecho a que su melonar esté protegido de los cabritos silvestres que rondan por el bosque. Pero primero pongamos un nombre al hombre —Doom se paró a pensar. Herman Cesto dijo que al negro se le sosegaron los ojos, se le apaciguó la respiración—. Lo llamaremos Tuvo Dos Padres —dijo Doom.

 

 

 

V

 

 

 

Sam Fathers volvió a prender la pipa. Lo hizo con delectación, sacando de la forja, entre el índice y el pulgar, un rescoldo encendido. Y luego fue a sentarse donde estaba. Se iba haciendo tarde. Caddy y Jason habían vuelto del arroyo; vi al Abuelo y al señor Stokes conversar junto al coche, y en ese momento, como si acabara de percibir que lo miraba, el Abuelo se volvió y me llamó por mi nombre.

 

—¿Y qué hizo tu padre entonces? —pregunté.

 

—Herman Cesto y él levantaron la valla —dijo Sam Fathers—. Herman Cesto contó que Doom les ordenó clavar dos estacas en el suelo y atravesar un retoño de árbol de la una a la otra. Allí estaban el negro y mi padre. Doom aún no les había dicho nada de la valla. Herman Cesto dijo que fue igual que cuando él y mi padre y Doom eran chicos y dormían en el mismo jergón, y Doom se despertaba de noche y los obligaba a despertar y a levantarse para ir de caza con él, o como cuando los hacía ponerse en pie y luchar a puñetazos, solo por divertirse, hasta que Herman Cesto y mi padre se escondían de Doom.

 

»Fijaron el retoño, puesto de través sobre las dos estacas, y Doom dijo al negro: “Esto es una valla. ¿La puedes saltar?”.

 

»Herman Cesto dijo que el negro posó la mano en el retoño y saltó la valla como si volase.

 

»Doom dijo a mi padre: “Salta esa valla”.

 

»“La valla es demasiado alta para saltarla”, dijo mi padre.

 

»“Tú salta la valla y la mujer es tuya”, dijo Doom.

 

»Herman Cesto dijo que mi padre miró la valla un buen rato.

 

»“Deja que la pase por debajo”, dijo.

 

»“No”, dijo Doom.

 

»Herman Cesto me contó que mi padre hizo amago de sentarse en el suelo.

 

»“No es que no me fíe de ti”, dijo mi padre.

 

»“Levantaremos una valla de esta altura”, dijo Doom.

 

»“¿Qué valla?”, preguntó Herman Cesto.

 

»“La valla, alrededor de la cabaña de este hombre negro”, dijo Doom.

 

»“No puedo yo levantar una valla que no pueda saltar”, dijo mi padre.

 

»“Te ayudará Herman”, dijo Doom.

 

»Herman Cesto dijo que fue igual que cuando Doom los despertaba y los obligaba a ir de caza con él. Dijo que los perros los encontraron a mi padre y a él a la mañana siguiente, a mediodía, y que comenzaron a levantar la valla esa misma tarde. Me contó que tuvieron que talar los retoños en la llanura, cerca del río, y arrastrarlos entre los dos, porque Doom no les permitió utilizar una carreta. Por eso, a veces colocar una estaca les llevaba tres o cuatro días.

 

»“Da lo mismo”, dijo Doom. “Tiempo tenéis de sobra. Y con tanto ejercicio es seguro que Craw-ford duerme a pierna suelta al caer la noche.”

 

»Me contó que se pasaron todo el invierno trabajando en levantar la valla, y hasta el verano siguiente, hasta después de que llegara y se marchara el tratante que vendía whiskey. Entonces sí la terminaron. Dijo que el día en que clavaron la última estaca, el negro salió de su cabaña y puso la mano sobre una de las estacas (al final no fue una valla, sino una empalizada, con estacas clavadas en el suelo, pero sin remate) y la saltó como si volara.

 

»“Es una buena valla”, dijo el negro. “Espera. Hay una cosa que he de enseñarte.”

 

»Herman Cesto dijo que volvió a saltar por encima de la valla y entró en la cabaña y volvió. Herman Cesto dijo que traía en brazos un hombre nuevo y que lo sostuvo en vilo para que lo vieran por encima de la valla.

 

»“¿Qué te parece el color? No está mal, ¿eh?”

 

El Abuelo me volvió a llamar. Esta vez me levanté. El sol ya se había ocultado tras los melocotoneros. Yo tenía doce años, y a mí no me pareció que la historia fuese a ninguna parte, ni que tuviera pies ni cabeza. Pero obedecí al Abuelo, y no porque estuviera cansado de la cháchara de Sam Fathers, sino con la inmediatez con que los niños se espantan y huyen provisionalmente de algo que no terminan de entender del todo, además de obrar con la instintiva presteza con que obedecíamos todos al Abuelo, no por temor a la impaciencia o a la reprimenda, sino porque todos creíamos que todo lo hacía bien, que su vida era pasar de una bonita estampa (de una estampa incluso un tanto grandiosa) a la siguiente.

 

Estaban en el coche, me estaban esperando. Monté. Los caballos arrancaron en el acto, impacientes por regresar al establo. Caddy había pescado un pez diminuto y se había mojado hasta la cintura. Los caballos ya iban al trote. Cuando pasamos por delante de la cocina del señor Stokes nos llegó el olor del jamón que guisaban. El aroma nos siguió hasta la cancela. Al enfilar la calzada de regreso ya casi se había puesto el sol. Dejamos de percibir entonces el olor a jamón guisado.

 

—¿De qué hablabais Sam y tú? —dijo el Abuelo.

 

Seguimos camino en esa extraña suspensión del crepúsculo, sutilmente siniestra, que me llevó a creer que aún veía a Sam Fathers sentado ante su banco de carpintero, preciso, inmóvil, completo, como algo que se conserva después de mucho tiempo bañado en una solución en un museo. Eso era. Yo tenía doce años, y tendría que esperar a que pasara a través y más allá de la suspensión del crepúsculo. Supe entonces que entonces lo sabría. Pero para entonces Sam Fathers habría muerto.

 

—De nada, señor —le dije—. Solo charlábamos por pasar el rato.

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