«La maldición de Pedro» de Juan Ortiz (Cuento)

LA MALDICIÓN DE PEDRO

JUAN ORTIZ

CUENTO/VENEZUELA

Su madre siempre le advirtió que no se juntara con esa mujer. En el pueblo se rumoraba que Josefina era bruja, que había pactado con el diablo y que debido a eso traía a todos los hombres locos; aun y cuando cada vez quedaban menos, porque ninguno que fuese pareja suya le sobrevivía. Pedro, el hijo de Gloria, ya había percibido los encantos de aquella hembra, y se encontraba, para su mal, en la lista de espera.

 

Era el inicio de 1850, en lo que hoy en día se conoce como Juangriego, Isla de Margarita. Lo único que podía corroborarse acerca de lo que se decía sobre Josefina era que traía a los hombres del pueblo locos. Las muertes de los que fueron sus amantes no podían vincularse a ella, pues estos morían en otras camas, justo después de culminar el acto sexual con sus nuevas parejas.

 

Ahora bien, que Josefina trajera a los hombres loquitos, no era raro, y menos con el cuerpo que se gastaba, así como no era raro que los chismes y habladurías los inventaran las mujeres del pueblo, celosas, por supuesto, de aquella morenaza.

 

Lo que sí fue extraño era que Josefina nunca buscaba a un hombre, a ella la buscaban. Sin embargo, por esos años, la suerte le cambió. De los cien hombres con edades para cortejar, Josefina se fijó en, el apenas puberto, Pedro, de 14 años, y a punto de cumplir 15. Eso, aunque estaba fuera del estándar, tampoco fue raro. El moreno, un ochomesino de ojos claros que medía 1.90, era hijo de una esclava y un mantuano. Todas las mujeres del pueblo, las mismas que hablaban de Josefina —casadas y solteras—, en vez de fijarse en los 100 hombres con edades acordes para emprender una relación, también andaban babeadas por el joven pescador.

 

Otra cosa que acontecía respecto a Pedro era que, a su corta edad, ya había estado con casi todas las mujeres del pueblo; eso sí, solo las mayores, no le gustaban las muchachitas. Sí, con casi todas: solteras y casadas; por eso andaban babeadas, porque el joven no repetía y, pues, las que ya habían comido querían revancha. La única mujer con la que Pedro no había estado era con Josefina, de allí el temor de Gloria, su madre, y, aunque el miedo estaba sustentado en supersticiones, pues, de que vuelan, ¡vuelan!

 

Sí, el total de la zozobra de la vieja esclava respecto a su hijo radicaba en que no había habido hombre en el pueblo que quedase con vida tras estar con Josefina.

 

Al pasar unas semanas, después de que a Josefina se le moviera el piso con el joven, ya habían empezado a salir. En efecto, la peor pesadilla de Gloria se hizo realidad: Pedro y la morenaza habían empezado algo.

 

Para ese entonces la escultural mujer tenía 30 años, exactamente la misma cantidad de hombres que pasaron por sus manos desde que tuvo su primer novio a los 15, hasta ese entonces; sí, tantos años como la hilera de tumbas frescas de jóvenes hombres en el cementerio del pueblo a orillas del mar.

 

La pareja era la envidia de aquel lar. Nunca hubo un par de tórtolos tan esculturales y bien parecidos como ellos en las costas de esa isla. Sus encuentros amorosos tampoco pasaban desapercibidos. Retozaban donde les agarraban las ganas: una, dos, tres, siete, o diez veces al día, no tanto por las ganas que tenía la mujer, que eran muchas, sino porque ese muchacho era incansable, y, por supuesto, la edad le ayudaba mucho.

 

Cada sitio del pueblo estuvo marcado por ellos y sus locuras horizontales, aunque unas veces eran verticales, y otras oblicuas. Sí, cada lugar en el que hacían el amor amanecía con una chulinga muerta rodeada de cayenas y cubierta por menudos retoños de flores de ceiba.

 

El amor les duró lo que dura lo eterno en la boca de los hombres: tres meses. Para ese entonces acababa de volverse mujer Margarita. La joven, que semanas atrás parecía una rama de yaque sin espinas, menstruó mientras se bañaba en la playa frente a su ranchería. Los niños se burlaban de ella diciendo que trajo desde adentro de sí la marea roja, y así se quedó para toda su vida, Margarita, la «Marea roja».

 

Lo cierto es que Margarita, en tan solo días, pasó de ser una vara de yaque sin espinas a una escultural morena ojos verdes, como ninguna mujer nunca en el pueblo, superando con creces a la mismísima Josefina. La sangre tiene sus cosas, todo depende de donde venga.

 

Las hormonas empezaron a hacer lo suyo, al igual que las feromonas. En efecto, por donde pasaba la mujer, los hombres se paraban, y junto con ellos la brisa, las gaviotas y todas las palomas. Pedro, por supuesto, no pudo escapar de aquellos encantos. Tal fue el encanto de Margarita que fue la única chama de 14 años en la que Pedro se había fijado.

 

Josefina entendió al instante las señales del cuerpo del muchacho. Pasaron de hacer el amor diez veces al día, a una vez por semana. ¿Quién aguanta esa tortura? Aunado a ello, la cara de bobo del muchacho al pasar Margarita era anormal.

 

Pedro se fue alejando despacio de Josefina y empezó a acercarse a la nueva flor. Todos en el pueblo lo notaron. Aun y cuando no hubo una ruptura total con palabras, cada palabra estaba dicha entre el joven y Josefina, tal y como ocurre con muchos, salvo que estos protagonistas sí se separaron.

 

La noche de la despedida final, cuando Josefina yacía sola en su lecho, salió a la playa y encendió una fogata con troncos secos y palmas. No había luna, por lo que el resplandor de las brasas podía verse en la distancia, desde todas y cada una de las casas del pueblo.

 

Llegadas las tres de la mañana en punto, un brillo rojo, tan intenso como el de la lumbrera encendida por Josefina, empezó a dar lumbre al fondo de la costa, desde una barca lejana que terminó luego atracando frente a la mujer.

 

De la embarcación bajó un pescador alto, oscuro, con su sombrero de cogoyo, su camisa ajustada y sus pantalones cortos. Luego de dejar sus redes en la orilla, llenas como de peces que parecían hombres en miniatura, el sujeto se acercó despacio a Josefina. Voces como de lamentos provenían de las artes de pesca del extraño personaje, y un olor a azufre inundo las calles y las casas del pueblo, rebosantes de arena de playa, tierra roja y caracolas muertas. No hay que ser adivino para saber quién había llegado.

 

—Sé lo que te pasa, y tú también lo sabes —dijo el misterioso pescador.

 

—Sí, lo sé, pero no sabía que pasaría tan temprano —respondió Josefina.

 

—Yo siempre pongo las reglas, mujer. No es tu tiempo, es el mío —replicó, sonriente, la figura espectral.

 

—Dame por lo menos la posibilidad de que con este ocurra algo más fuerte que con el resto, que muera, pero que no, que sea incapaz de traer a más nadie a este mundo, sino que vuelva una y otra vez desde su propia sangre, desde su propia muerte —dijo la mujer, llorando con una rabia visceral, mientras le rechinaban los dientes.

 

—Está hecho, mujer, pero hoy me llevo tu figura, y desde ahora te mostrarás como eres por dentro hasta que yo diga. La muerte te será extraña, y las voces que tanto te juzgaban y señalaban como bruja, cobrarán sentido, salvo que pensarán que te has ido, y nadie podrá creer que quien queda aquí es lo que en otrora pudiste haber sido —dijo el hombre, luego dio la espalda y se fue a la orilla, recogió las redes quejumbrosas, se subió a su barca y se perdió con su fuego rojizo en el horizonte.

 

Al día siguiente todo amaneció normal en el pueblo, excepto por el olor a azufre que aún persistía en las esquinas y en los techos de las casas. Nadie volvió a ver a Josefina, pero desde entonces una anciana demacrada empezó a verse rondar las orillas del pueblo, recogiendo ramas secas y caracolas, desde un borde del horizonte al otro.

 

Pedro logró conquistar a Margarita Marea Roja, y no tardó mucho para llevarla a la cama. Fue su premio tras cumplir los 15 años con una pea de ron de ponsiguey encima. Llegado ese día, acabando de hacerla mujer doblemente, el muchacho se levantó de los aposentos para ir adonde su madre y cayó muerto en el piso.

 

El joven Pedro, de manera inesperada y trágica, fue enterrado un día después de su cumpleaños. Los llantos de su reciente mujer y su madre sobresalían del resto. Nadie entendió lo acontecido.

 

Margarita Marea roja no volvió a menstruar sino pasados 13 meses, cinco meses después de haber dado a luz a un niño ochomesino, en contra de todo pronóstico de muerte dado por las parteras y viejas del pueblo. El muchachito era idéntico a Pedro, y, en honor al padre fallecido, así lo bautizaron.

 

Cuando el niño cumplió los cuatro años empezaron a pasar cosas extrañas. Hacía todo cuanto hizo su padre. Tenía las mismas mañas, la misma manera de hablar, de andar, de correr, en fin, era como si Pedro hubiese reencarnado.

A los cinco años dejó de llamar madre a Margarita. La joven, indignada, le dio más de una paliza para que le reconociera como su progenitora. Un día, el niño la dejó fría luego de que ella le diera un ramazo para que la llamara mama (así, sin acento, por los ancestros italianos que nadie en el pueblo tenía).

 

—Yo no puedo llamar madre a quien fue mi mujer —dijo el niño, mirándola fijamente con sus ojos verdes profundos.

 

Margarita Marea roja enmudeció, pudo ver en sus ojos el fuego de la mirada de Pedro, el que había sido su padre. El niño, desde aquel día, se fue donde su abuela Gloria y empezó a llamarla mama. No hubo manera de sacarlo de allí, y a la joven y viuda madre le toco ir a visitar a su hijo donde su abuela para poder verlo.

 

Pedro creció idéntico a su padre. Todos en el pueblo se asombraban de su parecido, tanto en el físico como en su personalidad. Su madre decidió rehacer de nuevo su vida con otro joven del pueblo, aunque en su corazón, de una manera extraña, había empezado a ver a su hijo como una vez vio a su padre.

 

Sí, tal y como piensan.

 

Cumplidos los quince años de Pedro hubo una fiesta en el pueblo. Todos se emborracharon con ron de ponsiguey, todos incluyendo a Margarita y al joven cumpleañero.

 

Pasadas las doce de la noche Margarita se levantó, tambaleante, para ir al baño. Saliendo de la letrina sintió que la halaron del brazo. Era Pedro. El joven hombre la cargó en sus brazos y se la llevó a la ranchería que era de Josefina. María empezó a forcejear con el muchacho hasta que este la bajó y le plantó un beso. Las ropas cayeron solas y lo demás fue reencontrarse hasta las tres de la mañana.

 

Habiendo culminado el acto, Pedro se levantó de entre las redes y, tal y como ocurrió con su padre, cayó muerto. Al fondo, en la orilla, sentada en un tronco frente a una fogata, una vieja, que miraba todo, sonreía macabramente.

Margarita Marea roja se levantó, lloró desconsolada a su hijo, pero se fue rápidamente, no quería que la vincularan a lo sucedido.

 

A Pedro lo enterraron el día posterior a su cumpleaños al lado de la tumba de su padre. El llanto de su madre y de su abuela sobresalía por encima del resto. Todos se asombraron de la similitud de los hombres, al punto de parecerse hasta en sus muertes.

 

Margarita no volvió a menstruar sino 13 meses después, pasados cinco meses de haber dado a luz a un moreno ojos verdes ochomesino que, tal como su hermano, y el padre de este, nació contra todo pronóstico de muerte dado por las viejas del pueblo.

 

El niño se llamó Pedro, en honor a su hermano muerto. El hombre de Margarita no sospechó nada sino hasta que el niño, a los cinco años, abandonó el hogar luego de una discusión con su madre por negarse a decirle «mama», sí, sin acento. Para colmo de males el pequeño muchacho, justo antes de irse, le dijo a su mama, frente al José, el para entonces hombre de Margarita: «Yo no puedo llamar madre a quien fue mi mujer». Ese día no solo se fue Pedro, sino que también se fue José.

 

El niño vivió desde entonces con su abuela, a la que le decía mama, mientras que su madre real le visitaba a diario. A Margarita no se le volvió a conocer hombre, nadie se le quiso acercar a raíz de las habladurías que surgieron tras la muerte de su primer marido y su hijo, ligando ambos eventos y concluyendo que el tercer Pedro era hijo, y en efecto así fue, de su propio hijo, resultando de un encuentro incestuoso entre la embriagada madre y el cumpleañero.

 

Pedro creció tal y como su padre y el padre de su padre, idéntico en todos los aspectos, con la única diferencia de que recordaba todo lo hecho por los dos Pedros que le antecedieron, y, sí, también desarrolló un gusto un poco extraño por su madre.

 

Al llegar a sus quince años hubo una fiesta en todo el pueblo. Era 1880 en aquel entonces. La gente bebió, bailó y disfrutó. Tal y como ocurrió quince años atrás, la parranda fue con ron de ponsiguey. Llegada la media noche, cuando ya todos dormían, Margarita sintió que la halaban de su brazo. Era Pedro, su hijo, su nieto y su hombre, quien la tomó en peso y se la llevó a la ranchería de Josefina.

 

Nada se pudo evitar, el alcohol y el deseo hicieron de las suyas hasta la mitad de la madrugada. Pedro, al haber terminado, a eso de las tres de la mañana, se levantó de las redes para irse y, sí, cayó muerto. Margarita revivió, por tercera vez, la amarga experiencia. Lo lloró y se fue huyendo a su casa para que no la vincularan. Al fondo, en la orilla de la playa, había una fogata tenue avivada por la risa macabra de una vieja que observaba todo, disfrutando cada instante de penuria.

Pedro fue enterrado un día después de su cumpleaños —como su padre y el padre de este—, justo al lado de sus antecesores. Un Pedro, luego otro y otro. El llanto de su madre y su abuela sobresalía entre la muchedumbre.

Margarita no volvió a menstruar sino 13 meses después, justo cinco meses luego de haber parido a un muchacho ochomesino que nació contra todo pronóstico de muerte cuando ella tenía 45 años. El niño nació idéntico a su padre, por lo que las habladurías sobre la mujer incestuosa asesina de esposos, hijos y nietos, volvió a recorrer por las calles del pueblo.

 

Sí, el niño a los cinco dijo las mismas palabras que su padre y el padre de este le dijeron a Margarita y se fue a vivir con su anciana abuela. Creció de manera idéntica a su padre, a su abuelo y a su bisabuelo, con la misma memoria de los tres.

 

Llegado su cumpleaños todos celebraban en el pueblo, como si se tratase del último día de la vida de Pedro, porque así había sido en los últimos 45 años desde que su sangre llego a esas tierras, y porque así, según las malas lenguas, debía ser.

 

El ron con ponsiguey hizo lo suyo, y el muchacho, a medianoche, fue como alma que lleva el diablo a casa de su madre para estar con ella. Tras cruzar las cortinas para tomarla en brazos y llevarla a la ranchería de Josefina, se encontró con el cadáver colgante de Margarita y una nota pegada a su ropa con alfileres de huesos de pescado que decía: «Ya debe romperse este ciclo de maldiciones, y para que se rompa, debo irme yo».

 

Al fondo, a lo lejos en la ranchería que fue de Josefina, una luz amarilla tenue de una fogata descansaba junto a otra rojiza que venía de un barco en la orilla. También allí estaba el cadáver de una anciana, como estrangulada, con una sonrisa macabra dibujada en su rostro y las vísceras expuestas devoradas por cangrejos. Al lado de ella un pescador alto y robusto, también sonriente, que miraba directo a la casa de Margarita, como si supiera lo ocurrido, y esperando a ver si pasaba una o más desgracias.

 

Al día siguiente hubo mucha lluvia, como nunca en 60 años en el pueblo. Bajo esas condiciones fue el entierro de Margarita, justo al lado de los tres Pedros. El llanto de Gloria y del joven hijo sobresalían entre la multitud. Se había roto un ciclo, sin embargo, para ello, más dolor visitó aquellas tierras.

 

Mientras abrían el foso, la lluvia se acrecentó, tanto que la gente debió ir a resguardarse a la casa del sepulturero. Cuando acabó el chaparrón, y todos salieron, fueron a acabar con la ceremonia enterrando el cuerpo de Margarita. La escena que esperaba a los visitantes del pueblo era funesta por demás, así como aterradora. La lluvia, con su fuerza, había vuelto charco la tierra del cementerio, desenterrando los tres ataúdes de los tres Pedros, los cuales salieron a flote sobre el agua y quedaron, cada uno, al lado de sus fosas.

 

Todos estaban asombrados y temerosos ante aquel terrorífico cuadro. La brisa empezó a soplar fuertemente, casi que arrastrando consigo a la gente que, por el vendaval, corrió despavorida nuevamente a la casa del sepulturero. Tan fuerte fue aquel ventarrón que los tres ataúdes se abrieron al mismo tiempo. Habiendo ocurrido aquello, todo se calmó.

 

Las personas volvieron a salir al campo santo para culminar el entierro y se encontraron con la espeluznante y misteriosa escena: cuatro ataúdes abiertos, tres en espera de ser devueltos a la tierra, y uno esperando visitarla por vez primera.

 

Quizá lo más extraño y asombroso fue que los cuerpos de los tres Pedros estaban tal y como se les enterró, incorruptibles, como los cadáveres de los santos. Pedro no podía creer lo que veían sus ojos, era como verse a sí mismo muerto tres veces. Los pobladores consideraron aquello un milagro e hicieron un mausoleo para los difuntos. A dicho monumento mortuorio lo llamaron «La casa de los tres Pedros y Margarita, la casi Santa, la casi Virgen».

 

—Muy interesante su historia, señor —le dije al anciano que me detuvo para contarme todo aquello en el geriátrico de Juangriego el domingo pasado, mientras visitaba a los abuelitos.

 

—A la orden, mijo. La vida tiene misterios muy extraños —me replicó, con sus ojos verdes profundos.

 

—¿Y tiene mucho tiempo sin que lo visite su familia? —le pregunté, porque de verdad me parecía raro que alguien tan lúcido estuviese solo y abandonado en un lugar así.

 

—No tengo familia, muchacho, mi madre y mi abuela murieron hace mucho. Si hubiese tenido familia quizá no te estuviera contando esto —replicó, con un gesto de pesar en su rostro.

 

—Bueno, maestro, trataré de visitarlo más seguido, esta historia me pareció interesantísima y quiero escuchar más. Por cierto, me llamo Juan —le dije, justo antes de despedirme.

 

—Gracias, mijo, yo me llamo Pedro.

 

 

Del libro: <<Relatos desde el grito>>

 

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