«El don que tengo y que pocos saben» de Juan Ortiz (Cuento)

EL DON QUE TENGO Y QUE POCOS SABEN

JUAN ORTIZ

CUENTO/VENEZUELA

Hoy quiero confesar algo, algo que callé por miedo, por temor a que un grupo de científicos me raptara para hacer experimentos, o, peor aún: que algún grupo extremista me secuestrara para usar ese secreto con fines macabros.

 

Recuerdo bien la primera vez que pasó. Y, para serles sincero, no le paré mucho. Me pareció una casualidad, algo fortuito. ¿Qué voy a estar teniendo yo súper poderes? ¡No, vale, eso pasa sólo en las películas!

 

Sí, como leen, tengo un súper poder, algo extraño, pero, al fin y al cabo, súper poder. La primera persona en darse cuenta, aparte de mí, fue mi madre. Al principio ella no lo asimilaba, tuvo que ver ocurrir el fenómeno varias veces para convencerse.

 

Recuerdo aquella charla que tuvo conmigo cuando por fin asumió mi condición. “Mijo, todo poder trae consigo una gran responsabilidad, y, en ciertos casos, también tristeza y desolación. Debes ser cónsono con ese don”. Esas fueron las palabras de mi madre, allá, en Punta de Piedras, hacia el 2001, cuando estaba ingresando a la Udone para cursar mis estudios de informática. Nunca olvidaré ese cinco de marzo.

 

Lo cierto es que, a pesar de la seriedad con la que mi mamá me dijo la cuestión aquella, cada vez que la vecina le echaba una vaina, ella iba y se vengaba usando mi don. 

 

Recuerdo una vez que le dije: 

—Mama (así, sin acento, por los ancestros italianos que no tengo), esa vaina está mal, no podemos usar eso así, ¡tú misma me lo dijiste!

 

—Cállate la boca, carajito, esa coño é su madre me la hizo otra vez, se cogió las patillas del sembradío del frente. Lo harás para que aprenda, es por una buena causa —me respondió ella. Yo, cabizbajo, usé el don.

 

Las mentadas de madre no se hacían esperar en segundos: “¡Mi ropa, coñooo, mi ropa!”, gritaba la vecina. Era algo mágico, asombroso, por demás, e increíble.

 

Recuerdo una vez en que usé mi don por un propósito personal también. No puedo escapar de mi humanidad. Además, la tentación era fuerte.

 

Todo el equipo femenino de ultimate frisbee se encontraba en la cancha jugando la final con el equipo de Cumaná. Debo acotar, y mis compañeros lo pueden corroborar, que esas mujeres eran unos hembrones, tenían unas piernotas de ensueño y esos uniformes les quedaban de muerte lenta. 

 

Ni lo pensé mucho, fui al baño un instante y al salir colgué algo en la verja. Ya todo estaba hecho: un palo de agua de proporciones bíblicas empezó a caer. Lo mejor de todo fue que, por tratarse de una final, las chamas decidieron seguir jugando. El mejor show de camisas mojadas que vi en mi vida. 

 

Hoy, ya que todos mis compañeros saben que fui el causante, pueden agradecerme al privado lo ocurrido.

 

Sí, mi súper poder es que puedo hacer llover a mi antojo. Cuando sea y donde sea. El detalle es que la manera en que lo logro ha sido un arma de doble filo. Y sí, triste, a niveles descomunales. 

 

Al descubrirlo, entendí al pobre Peter Parker. En cierta manera, es una bendición sujeta a una maldición.

 

¿Cómo lo logro?, se preguntarán. Bueno, basta con que decida tomar cualquier prenda de ropa —grande o pequeña, no importa su color, ni la cantidad—, me disponga a lavar y colgarla en lugar donde peque el sol, y ¡suas!, ¡cae aquel palo de agua! 

 

Una vez decidí hacerlo bajo techo, a ver si eran vainas mías, y una nube se metió en la casa y llovía justo donde tendía la ropa.

 

¿Qué les puedo decir?, algunos tienen rayos láser, otros juegan truco bien, y yo, bueno, yo, en mi vida, no he podido lavar tranquilo mi ropa y ponerla a secar al sol. Así pasa, pues, a cargar cada quien su cruz.

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