«Himno a la luna» de Leopoldo Lugones (Poema)

HIMNO A LA LUNA

LEOPOLDO LUGONES

POEMA / ARGENTINA

Luna, quiero cantarte

Oh ilustre anciana de las mitologías,

Con todas las fuerzas del arte.

 

Deidad que en los antiguos días

Imprimiste en nuestro polvo tu sandalia,

No alabaré el litúrgico furor de tus orgías

Ni tu erótica didascalia,

Para que alumbres sin mayores ironías,

Al polígloto elogio de las Guías,

Noches sentimentales de misses en Italia.

 

Aumenta el almizcle de los gatos de algalia;

Exaspera con letárgico veneno

A las rosas ebrias de etileno

Como cortesanas modernas;

Y que a tu influjo activo,

La sangre de las vírgenes tiernas

Corra en misterio significativo.

 

Yo te hablaré con maneras corteses

Aunque sé que sólo eres un esqueleto,

Y guardaré tu secreto

Propicio a las cabelleras y a las mieses.

 

Te amo porque eres generosa y buena,

¡Cuánto, cuánto albayalde

Llevas gastado en balde

Para adornar a tu hermana morena!

 

El mismo Polo recibe tu consuelo;

Y la Osa estelar desde su cielo,

Cuando huye entre glaciales moles

La luz que tu veste orla,

Gime de verse encadenada por la

Gravitación de sus siete soles.

Sobre el inquebrantable banco

Que en pliegues rígidos se deprime y se esponja,

Pasas como púdica monja

Que cuida un hospital todo de blanco.

 

Eres bella y caritativa:

El lunático que por ti alimenta

Una pasión nada lasciva.

Entre sus quiméricas novias te cuenta.

¡Oh astronómica siempreviva!

Y al asomar tu frente

Tras de las chimeneas, poco a poco.

Haces reír a mi primo loco

Interminablemente.

 

En las piscinas.

Los sauces, con poéticos desmayos,

Echan sus anzuelos de seda negra a tus rayos

Convertidos en relumbrantes sardinas.

Sobre la diplomática blancura

De tu faz, interpreta

Sus sueños el poeta,

Sus cuitas la romántica criatura

Que suspira algún trágico evento;

El mago del Cabul o la Nigricia,

Su conjuro que brota en plegaria propicia:

«¡Oh tú, ombligo del firmamento!»

Mi ojo científico y atento

Su pesimismo lleno de pericia.

 

Como la lenteja de un péndulo inmenso,

Regla su transcurso la dulce hora

Del amante indefenso

Que por fugaz la llora,

Implorando con flébiles querellas

Su impavidez monárquica de astro;

O bien semeja ampolla de alabastro

Que cuenta el tiempo en arena de estrellas.

 

Mientras redondea su ampo

En monótono viaje.

El Sol, como un faisán crisolampo.

La empolla con ardor siempre nuevo.

 

¿Qué olímpico linaje

Brotará de ese luminoso huevo?

Milagrosamente blanca.

Satina morbideces de cold-cream y de histeria:

Carnes de espárrago que en linfática miseria,

La tenaza brutal de la tos arranca.

 

¡Con qué serenidad sobre los luengos

Siglos, nieva tu luz sus tibios copos.

Implacable ovillo en que la vieja Atropos

Trunca tantos ilustres abolengos!

 

Ondina de las estelas.

Hada de las lentejuelas.

 

Entre nubes al bromuro,

Encalla como un témpano prematuro,

Haciendo relumbrar, en fractura de estrella,

Sobre el solariego muro

Los cascos de botella.

Por el confín obscuro,

Con narcótico balanceo de cuna,

Las olas se aterciopelan de luna;

Y abren a la luz su tesoro

En una dehiscencia de valvas de oro.

 

Flotan sobre lustres escurridizos

De alquitrán, prolongando oleosas listas,

Guillotinadas por el nivel entre rizos

Arabescos, cabezas de escuálidas bañistas.

Charco de mercurio es en la rada

Que con veneciano cariz alegra,

O acaso comulgada

Por el agua negra

De la esclusa del molino.

Sucumbe con trance aciago

En el trago

De algún sediento pollino.

 

O entra con rayo certero

Al pozo donde remeda

Una moneda

Escamoteada en un sombrero.

 

Bajo su lene seda.

Duerme el paciente febrífugo sueño,

Cuando en grata penumbra.

Sobre la selva que el otoño herrumbra

Surge su cara sin ceño;

Su azufrado rostro sin orejas

Que sugiere la faz lampiña

De un mandarín de afeitadas cejas;

O en congestiones bermejas

Como si saliera de una riña,

Sobre confusos arrabales

Finge la lóbrega linterna.

De algún semáforo de Juicios Finales

Que los tremendos trenes de Sabaoth interna.

Solemne como un globo sobre una

Multitud, llega al cénit la luna.

 

Clarificando al acuarela el ambiente,

En aridez fulgorosa de talco

Transforma al feraz Continente—

Lámpara de alcanfor sobre un catafalco.

Custodia que en Corpus sin campanas

Muestra su excelsitud al mundo sabio,

Reviviendo efemérides lejanas

Con un arcaísmo de astrolabio;

Inexpresable cero en el infinito,

Postigo de los eclipses,

Trompo que en el hilo de las elipses

Baila eternamente su baile de San Vito;

Hipnótica prisionera

Que concibe a los malignos hados

En su estéril insomnio de soltera;

Verónica de los desterrados;

Girasol que circundan con intrépidas alas

Los bólidos, cual vastos colibríes,

En conflagración de supremas bengalas;

Ofelia de los alelíes

Demacrada por improbables desprecios;

Candela de las fobias,

Suspiráculo de las novias,

Pan ázimo de los necios.

 

Al resplandor turbio

De una luna con ojeras.

Los organillos del suburbio

Se carian las teclas moliendo habaneras.

 

Como una dama de senos yertos

Clavada de sien a sien por la neuralgia,

Cruza sobre los desiertos

Llena de más allá y de nostalgia

Aquella luna de los muertos.

Aquella luna deslumbrante y seca—

Una luna de la Meca…

 

Tu fauna dominadora de los climas.

Hace desbordar en cascadas

El gárrulo caudal de mis rimas.

Desde sus islas moscadas,

Misántropos orangutanes

Guiñan a tu faz absorta;

Bajo sus anómalos afanes

Una frecuente humanidad aborta.

Y expresando en coreográfica demencia

Quién sabe qué liturgias serviles,

Con sautores y rombos de magros pemiles

Te ofrecen, Quijotes, su cortés penitencia.

 

El vate que en una endecha A la Hermosura,

Sueña beldades de raso altanero,

Y adorna a su modista, en fraudes de joyero,

Con una pompa anárquica y futura,

¡Oh Blanca Dama! es tu faldero;

Pues no hay tristura

Rimada, o metonimia en quejumbre,

Que no implore tu lumbre

Como el Opodeldoch de la Ventura.

 

El hipocondríaco que moja

Su pan de amor en mundanas hieles,

Y, abstruso célibe, deshoja

Su corazón impar ante los carteles,

Donde aéreas coquetas

De piernas internacionales.

Pregonan entre cromos rivales

Lociones y bicicletas.

 

El gendarme con su paso

De pendular mesura;

El transeúnte que taconea un caso

Quirúrgico, en la acera obscura,

Trabucando el nombre poco usual

De un hemostático puerperal.

 

Los jamelgos endebles

Que arrastran como aparatos de Sinagoga

Carros de lúgubres muebles.

El ahorcado que templa en do, re, mi, su soga,

El sastre a quien expulsan de la tienaa

Lumbagos insomnes,

Con pesimismo de ab uno disce omnes

A tu virtud se encomienda;

Y alzando a ti sus manos gorilas,

Te bosteza con boca y axilas.

Mientras te come un pedazo

Cierta nube que a barlovento navega,

Cándidas Bemarditas ciernen en tu cedazo

La harina flor de alguna parábola labriega.

 

La rentista sola

Que vive en la esquina,

Redonda como una ola,

Al amor de los céfiros sobre el balcón se inclina;

Y del corpino harto estrecho.

Desborda sobre el antepecho

La esférica arroba de gelatina.

 

Por su enorme techo,

La luna, Colombina

Cara de estearina.

Aparece no menos redonda;

Y en una represalia de serrallo,

Con la cara reída por la pata de gallo,

Como a una cebolla Pierrot la monda.

 

Entre álamos que imitan con rectitud extraña,

Enjutos ujieres.

Como un ojo sin iris tras de anormal pestaña,

La luna evoca nuevos seres.

 

Mayando una melopea insana

Con ayes de parto y de gresca,

Gatos a la valeriana

Deslizan por mi barbacana

El suspicaz silencio de sus patas de yesca.

 

En una fonda tudesca,

Cierto doncel que llegó en un cisne manso,

Cisne o ganso,

Pero, al fin, un ave gigantesca;

A la caseosa Balduina,

La moza de la cocina,

Mientras estofaba una leguminosa vaina.

Le dejó en la jofaina

La luna de propina.

 

Sobre la azul esfera.

Un murciélago sencillo,

Voltejea cual negro plumerillo

Que limpia una vidriera.

 

El can lunófilo, en pauta de maitines,

Como una damisela ante su partitura,

Llora enterneciendo a los serafines

Con el primor de su infantil dentadura.

 

El tiburón que anda

Veinte nudos por hora tras de los paquebotes.

Pez voraz como un lord en Irlanda,

Saborea aún los precarios jigotes

De aquel rumiante de barcarolas.

Que una noche de caviar y cerveza,

Cayó lógicamente de cabeza

Al compás del valse «Sobre las Olas».

La luna, en el mar pronto desierto,

Amortajó en su sábana inconsútil al muerto,

Que con pirueta coja

Hundió su excéntrico descalabro.

Como un ludión un poco macabro.

Sin dar a la hidrostática ninguna paradoja.

 

En la gracia declinante de tu disco

Bajas acompañada por el lucero

Hacia no sé qué conjetural aprisco,

Cual una oveja con su cordero.

 

Bajo tu rayo que osa

Hasta su tálamo de breña,

El león diseña

Con gesto merovingio su cara grandiosa.

Coros de leones

Saludan tu ecuatorial apogeo,

Coros que aun narran a los aquilones

Con quejas bárbaras la proeza de Orfeo.

 

Desde el soto de abedules.

El ruiseñor en su estrofa,

Con lírico delirio filosofa

La infinitud de los cielos azules.

Todo el billón de plata

De la luna, enriquece su serenata;

Las selvas del Paraíso

Se desgajan en coronas,

Y surgen en la atmósfera de nacarado viso

Donde flota un Beethoven indeciso—

Témeles y Veronas…

 

El tigre que en el ramaje atenúa

Su terciopelo negro y gualdo

Y su mirada hipócrita como una ganzúa;

El búho con sus ojos de caldo;

Los lobos de agudos rostros judiciales,

La democracia de los chacales—

Clientes son de tu luz serena.

Y no es justo olvidar a la oblicua hiena.

 

Los viajeros.

Que en contrabando de balsámicas valijas

Llegan de los imperios extranjeros,

Certificando latitudes con sus sortijas

Y su tez de tabaco o de aceituna,

Qué bien cuentan en sus convincentes rodillas.

Aquellas maravillas

De elefantes budistas que adoran a la luna

Paseando su estirpe obesa

Entre brezos extraños,

Mensuran la dehesa

Con sonámbulo andar los rebaños.

 

Crepitan con sonoro desasosiego

Las cigarras que tuesta el Amor en su fuego.

 

Las crasas ocas,

Regocijo de la granja,

Al borde de su zanja

Gritan como colegialas locas

Que ven pasar un hombre malo…

Y su anárquico laberinto,

Anuncia al Senado extinto

El ancestral espanto galo.

 

Luna elegante en el nocturno balcón del Este;

Luna de azúcar en la taza de luz celeste;

Luna heráldica en campo de azur o de sinople

Yo seré el novel paladín que acople

En tu «tabla de expectación».

Las lises y quimeras de su blasón.

 

La joven que aguarda una cita, con mudo

Fervor, en que hay vizcos agüeros, te implora;

Y si no llora,

Es porque sus polvos no se le hagan engrudo.

Aunque el estricto canesú es buen escudo,

Desde que el novio no trepará la reja.

Su timidez de corza

Se complugo en poner bien pareja

La más íntima alforza.

Con sus ruedos apenas se atreve la brisa,

Ni el Ángel de la Guarda conoce su camisa,

Y su batón de ceremonia

Cae en pliegues tan dóricos, que amonesta

Con una austeridad lacedemonia.

 

Ella que tan zumbona y apuesta,

Con malicias que más bien son recatos,

Luce al sol popular de los días de fiesta

El charol de sus ojos y sus zapatos;

Bajo aquel ambiguo cielo

Se abisma casi extática,

En la diafanidad demasiado aromática

De su pañuelo.

Pobre niña, víctima de la felona noche,

¡De qué le sirvió tanto pundonoroso broche!

 

Mientras padece en su erótico crucifijo

Hasta las heces el amor humano,

Ahoga su ¡ay! soprano

Un gallo anacrónico del distante cortijo.

 

En tanto, mi atención perseverante

Como un camino real, persigue, oh luna,

Tu teorema importante.

Y en metáfora oportuna

Eres el ebúrneo mingo.

Que busca por el cielo, mi billar del Domingo,

No se qué carambolas de esplín y de fortuna.

 

Solloza el mudo de la aldea,

Y una rana burbujea

Cristalinamente en su laguna.

 

Para llegar a tu gélida alcoba

En mi Pegaso de alas incompletas.

Me sirvieron de estafetas

Las brujas con sus palos de escoba.

 

Á través de páramos sin ventura,

Paseas tu porosa estructura

De hueso fósil, y tus poros son mares

Que en la aridez de sus riberas.

Parecen maxilares

De calaveras.

 

Deleznada por siglos de intemperie, tu roca

Se desintegra en bloques de tapioca,

Bajo los fuegos ustorios

Del Sol que te martiriza,

Sofocados en desolada ceniza,

Playas de celuloide son tus territorios.

 

Vigilan tu soledad

Montes cuyo vértigo es la eternidad.

 

El color muere en tu absoluto albinismo,

Y a pesar de la interna carcoma

Que socava en tu seno un abismo.

Todo es en ti inmóvil como un axioma.

 

El residuo alcalino

De tu aire, en que en un cometa

Entró como un fósforo en una probeta

De alcohol superfino;

Carámbanos de azogue en absurdo aplomo;

Vidrios sempiternos, llagas de bromo;

Silencio inexpugnable,

Y como paradójica dendrita,

La huella de un prehistórico selenita

En un puñado de yeso estable.

 

Mas ya dejan de estregar los grillos

Sus agrios esmeriles,

Y suena en los pensiles

La cristalería de los pajarillos.

Y la Luna que en su halo de ópalo se engarza,

Bajo una batería de telescopios,

Como una garza

Que escopetean cazadores impropios,

Cae al mar de cabeza

Entre su plumazón de reflejos;

Pero tan lejos.

Que no cobrarán la pieza.

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