«El caso de Paul» de Willa Cather (Cuento)

EL CASO DE PAUL

Willa Cather

CUENTO/ ESTADOS UNIDOS

Era la tarde que Paul tenía que comparecer ante el profesorado del instituto Pittsburgh para dar razón de sus diversas faltas. Lo habían expulsado temporalmente hacía una semana, y su padre se había presentado en el despacho del director y confesado su perplejidad respecto a su hijo. Paul entró sonriente y afable en la sala de profesores. Se le había quedado un poco pequeña la ropa, y el terciopelo marrón del cuello de su abrigo abierto estaba deshilachado y gastado; pero a pesar de todo ello tenía algo de dandi, y llevaba un alfiler de ópalo en su recién anudada corbata negra y un clavel en el ojal. Este último adorno al profesorado le pareció que no era debidamente indicativo del espíritu contrito que correspondía a un chico expulsado.

 

Paul era alto para su edad y muy delgado, de hombros altos y apretujados, y pecho estrecho. Sus ojos destacaban por cierto brillo histérico, y los utilizaba continuamente de una forma teatral y consciente, particularmente ofensiva en un muchacho. Las pupilas eran anormalmente grandes, como si fuera adicto a la belladona, pero alrededor de ellas había un brillo vítreo que no produce esa droga.

Cuando el director le preguntó por qué estaba allí, Paul explicó, con bastante corrección, que quería volver al colegio. Era mentira, pero Paul estaba muy acostumbrado a mentir; de hecho, le parecía indispensable para salvar las desavenencias. Se pidió a sus profesores que enunciaran sus respectivos cargos contra él, lo que hicieron con tanto rencor y encono que revelaban que no se trataba de un caso corriente. Entre las ofensas mencionadas se contaban el desorden y la impertinencia, pero todos sus profesores coincidieron en que era prácticamente imposible poner en palabras la causa real del problema, que radicaba en la actitud histéricamente desafiante del chico; en el desprecio que todos sabían que sentía por ellos y que al parecer no hacía ningún esfuerzo por ocultar. En una ocasión en que había estado haciendo la sinopsis de un párrafo en la pizarra, su profesora de lengua se había puesto a su lado y tratado de guiarle la mano. Paul se había echado atrás con un escalofrío llevándose las manos violentamente a la espalda. La perpleja mujer difícilmente se habría sentido más dolida y avergonzada si la hubiera golpeado. El insulto era tan involuntario y claramente personal como para ser inolvidable. De un modo u otro había hecho conscientes a todos sus profesores, tanto hombres como mujeres, de esa sensación de aversión física. En una clase permanecía sentado tapándose los ojos con una mano; en otra siempre miraba por la ventana durante el recitado de la lección; en otra hacía un reportaje en directo de la clase con intención humorística.

Sus profesores creyeron esa tarde que toda su actitud quedaba simbolizada en su forma de encogerse de hombros y en el clavel impertinentemente rojo, y se abalanzaron sobre él sin piedad, con la profesora de lengua encabezando la jauría. Él aguantó sonriendo, los pálidos labios separados sobre la dentadura blanca. (Torcía continuamente los labios, y tenía la costumbre de arquear las cejas, lo cual era irritante y despectivo en sumo grado). Chicos mayores que Paul se habrían

 

derrumbado y vertido lágrimas bajo ese bautismo de fuego, pero a él no le abandonó ni una sola vez su sonrisa fija, y las únicas muestras de su incomodidad fueron el nervioso temblor de sus dedos al juguetear con los botones del abrigo y de vez en cuando una sacudida de la otra mano con que sostenía el sombrero. Paul siempre sonreía, siempre miraba en derredor, dando la impresión de creer que podían estar vigilándolo y tratando de detectar algo. Esa expresión consciente, como no podía distar más de la alegría infantil, solía atribuirse a su insolencia o «viveza».

En el transcurso de la investigación, una de las profesoras repitió un comentario impertinente del chico, y el director le preguntó si le parecía que era cortés hablar de ese modo a una mujer. Paul se encogió ligeramente de hombros e hizo un tic con las cejas.

—No lo sé —replicó—. No era mi intención ser educado o maleducado. Supongo que es mi manera de decir las cosas, pase lo que pase.

El director, que era un hombre comprensivo, le preguntó si no creía que había una manera de deshacerse de ella. Paul sonrió y dijo que suponía que sí. Cuando se le dijo que podía marcharse, hizo una graciosa reverencia y salió. Su reverencia no fue sino una réplica del escandaloso clavel rojo.

Sus profesores estaban desesperados, y el profesor de dibujo expresó la opinión de todos al decir que había algo en el chico que ninguno de ellos comprendía. Añadió:

—No creo realmente que esa sonrisa suya venga solo de la insolencia; hay en ella algo como atormentado. Para empezar, ese chico no es fuerte. Me he enterado por casualidad de que nació en Colorado solo unos meses antes de que su madre muriera de una larga enfermedad. Algo no anda bien en ese chico.

El profesor de dibujo había notado que, al mirar a Paul, solo veías sus dientes blancos y la forzada animación de sus ojos. Una tarde calurosa en que el chico se había quedado dormido ante su tabla de dibujo, el profesor se había fijado estupefacto en lo blanca que era su cara, llena de venitas azules: cansada y arrugada como la de un viejo alrededor de los ojos, con los labios torciéndose en un tic hasta en sueños, y rígidos de una tensión nerviosa que los retiraba de los dientes.

Sus profesores abandonaron el edificio insatisfechos y tristes: humillados por haberse sentido tan resentidos hacia un chico, por haber expresado ese sentimiento en términos hirientes, y haberse instigado mutuamente, por así decirlo, en el incongruente juego del reproche desaforado. Algunos de ellos recordaban haber visto un triste gato callejero acorralado por un grupo de atormentadores.

Por lo que se refiere a Paul, bajó corriendo la colina silbando el «Coro de los Soldados» de Fausto, mirando atrás frenético por si veía a alguno de sus profesores furioso ante su despreocupación. Como era avanzada la tarde y esa noche Paul trabajaba como acomodador en el Carnegie Hall, decidió subir al museo de pintura — siempre desierto a esa hora—, donde había varios estudios alegres de Raffaelli de calles de París y un par de escenas venecianas azul etéreo que siempre lo

 

estimulaban. Se quedó encantado al no encontrar en el museo a nadie aparte del viejo guarda, sentado en una esquina con un periódico en las rodillas, un parche negro en un ojo y el otro cerrado. Paul se hizo dueño del lugar y lo recorrió de un extremo a otro confiado, silbando débilmente. Al cabo de un rato se sentó ante un Rico azul y se quedó ensimismado. Cuando se acordó de mirar el reloj eran las siete pasadas, se levantó de un salto y bajó corriendo las escaleras, haciendo una mueca a Augusto, que lo miraba desde la sala Este, y un mal gesto a la Venus de Milo al pasar por delante de ella.

Cuando Paul llegó al vestuario de los acomodadores ya había allí media docena de chicos, y empezó a meterse en su uniforme, excitado. Era uno de los pocos que se aproximaban a su talla, y le parecía favorecedor, aunque sabía que la chaqueta recta y ajustada le acentuaba el pecho estrecho, del que era excesivamente consciente. Siempre se excitaba considerablemente al cambiarse, vibrando todo su ser con el afinamiento de los instrumentos de cuerda y la fanfarria preliminar de los vientos en la sala de música; pero esa noche parecía fuera de sí, y fastidió y atormentó a los chicos hasta que, diciéndole que estaba loco, lo tumbaron en el suelo y se sentaron sobre él.

Algo aplacado por su expulsión, Paul salió corriendo a la parte delantera de la sala para buscar asiento a los primeros en llegar. Era un acomodador modélico; cortés y sonriente, recorría de un lado para otro los pasillos; nada era demasiada molestia para él; llevaba mensajes y traía programas como si fuera el mayor placer de su vida, y toda la gente de su sección lo consideraba un chico encantador, y tenía la impresión de que se acordaba de ellos y los admiraba. A medida que se llenaba la sala, él se volvía más vivaz y animado, y acudía el color a sus mejillas y labios. Era como si se tratara de una gran recepción y Paul fuera el anfitrión. En el preciso momento en que los músicos salieron para ocupar sus puestos, llegó su profesora de lengua con pases para los asientos que había reservado para la temporada un prominente industrial. La mujer dio muestras de incomodidad cuando entregó a Paul las entradas, y de una altivez que le hizo sentir muy tonta después. Paul se quedó desconcertado por un instante y le entraron ganas de echarla; ¿qué tenía que hacer ella allí entre esa gente elegante y colores alegres? Le echó un vistazo y decidió que no iba arreglada como era debido, y debía de ser estúpida para sentarse allá abajo vestida de ese modo. Seguramente le habían enviado las entradas como favor, pensó mientras localizaba un asiento para ella, y tenía tanto derecho como él a sentarse allí.

Cuando empezó la sinfonía, Paul se sentó en uno de los asientos traseros con un suspiro de alivio y se quedó ensimismado, como había hecho ante el Rico. No es que las sinfonías, de por sí, significaran algo en particular para él, pero solo la vista de los instrumentos parecía liberar de su interior cierto espíritu potente e hilarante: algo que luchaba allí dentro, como el genio de la botella que encontró el pescador árabe. Le entraron unas repentinas ganas de vivir; las luces danzaron ante sus ojos y la sala de conciertos se iluminó en un inimaginable resplandor. Cuando la solista soprano salió

 

al escenario, Paul olvidó hasta la desagradable presencia de su profesora y se entregó al peculiar estímulo que siempre ejercían en él tales personajes. Quiso el azar que la solista fuera una alemana que distaba de estar en su primera juventud y era madre de muchos hijos; pero llevaba un traje muy elaborado y una tiara, y, por encima de todo, exhibía ese aire indefinible del éxito, esa aureola que, a los ojos de Paul, la convertía en una verdadera reina del Amor.

Al terminar un concierto, Paul siempre se sentía irritable y desgraciado hasta que se dormía, y esa noche se sentía aún más inquieto que de costumbre. No se veía con fuerzas de desinflarse, de renunciar a esa deliciosa emoción que era lo único que podía llamarse vivir. Se retiró durante el último número y, tras cambiarse rápidamente en el vestuario, salió a hurtadillas por la puerta lateral, donde aguardaba el carruaje de la soprano. Allí empezó a pasearse de acá para allá, esperando a que ella saliera.

A lo lejos, el Schenley, en su vacía extensión, se erigía alto y cuadrado a través de la fina lluvia, las ventanas de sus doce pisos iluminadas como las de una casa de cartón bajo un árbol de Navidad. En él se alojaban todos los actores y cantantes de renombre cuando se encontraban en la ciudad, y varios de los grandes fabricantes de la región vivían allí en invierno. Paul había haraganeado a menudo alrededor del hotel, observando a la gente entrar y salir, deseando entrar en él y dejar atrás para siempre a los profesores y las aburridas responsabilidades.

Por fin salió la cantante acompañada por el director, que la ayudó a subir a su carruaje y cerró la portezuela con un cordial Auf Wiedersehen que dejó a Paul preguntándose si no era un viejo amor de él. Paul siguió el carruaje hasta el hotel, andando lo bastante deprisa para no estar lejos de la entrada cuando la cantante se apeó y desapareció tras las puertas batientes de cristal que abrió un negro con sombrero de copa y un abrigo largo. En el instante en que la puerta se entreabrió, Paul tuvo la sensación de entrar también. Le pareció que subía los escalones detrás de ella y entraba en el acogedor e iluminado edificio, en un mundo exótico y tropical de superficies brillantes y refulgentes, y de placentero reposo. Visualizó las misteriosas fuentes que llevaban al comedor, las botellas verdes dentro de cubiteras, como en las fotos de cenas que había visto en el suplemento del Sunday World. Una ráfaga de viento hizo que la lluvia cayera con repentina vehemencia y Paul se sobresaltó al darse cuenta de que seguía fuera, sobre la nieve medio derretida del camino de gravilla; que se le colaba agua por las botas y su exiguo abrigo le colgaba empapado; que las luces de la fachada de la sala de conciertos estaban apagadas, y la lluvia caía en cortina entre él y el resplandor naranja de las ventanas, más arriba. Allí estaba lo que él quería, tangible ante él, como el mundo de hadas de una revista musical de Navidad, pero unos espíritus burlones montaban guardia en las puertas y, mientras la lluvia le azotaba la cara, se preguntó si estaba destinado a quedarse siempre fuera tiritando en la negra noche, mirando hacia arriba.

Dio media vuelta y echó a andar de mala gana hacia las vías del tranvía. Alguna vez tenía que llegar el final; su padre con ropa de dormir en lo alto de las escaleras,

 

explicaciones que no explicaban, mentiras improvisadas apresuradamente que siempre le pillaban, su habitación del piso de arriba con el horrible empapelado amarillo, el escritorio que crujía con el grasiento joyero de felpa, y, encima de su cama de madera pintada, los retratos de George Washington y Juan Calvino, y el lema enmarcado «Dad de comer a mis ovejas» que su madre había bordado en estambre rojo.

Media hora más tarde Paul se apeaba de su tranvía y echaba a andar despacio por una de las calles laterales que salían de la vía principal. Era una calle muy respetable, donde todas las casas eran idénticas, y donde hombres de negocios de medios moderados engendraban y criaban grandes familias de niños que iban a la escuela dominical, donde aprendían el catecismo abreviado, y se interesaban por la aritmética; todos eran tan idénticos como sus casas, y estaban conformes con la monotonía de sus vidas. Paul nunca subía Cordelia Street sin un escalofrío de repugnancia. Su casa estaba al lado de la del pastor de la iglesia de Cumberland. Esta noche se acercó a ella con la falta de energía propia de la derrota, la desesperada sensación de hundirse de nuevo y para siempre en la fealdad y vulgaridad que experimentaba al volver a su casa. En cuanto se adentraba en Cordelia Street, sentía cómo las aguas se cerraban sobre su cabeza. Después de cada una de esas orgías de vida, experimentaba toda la depresión física que sigue a una bacanal: la aversión a las camas respetables, a la comida vulgar, a una casa impregnada de los olores de la cocina; una escalofriante repugnancia hacia el incoloro e insípido conjunto de la existencia cotidiana; un deseo malsano por cosas fabulosas, luces tenues y flores frescas.

Cuanto más cerca estaba de su casa, más incapaz se sentía de enfrentarse a ese espectáculo: su feo dormitorio; el frío cuarto de baño con la mugrienta bañera de zinc, el espejo resquebrajado, los grifos goteando; su padre en lo alto de la escalera, las piernas peludas asomándole bajo la camisa de noche, los pies metidos en zapatillas. Llegaba mucho más tarde que de costumbre, de modo que sin duda habría preguntas y reproches. Se paró en seco ante la puerta. No se veía con fuerzas para verse abordado por su padre esa noche, para volver a dar vueltas en esa triste cama. No entraría. Diría a su padre que no había tenido dinero para el tranvía y llovía tanto que se había ido a casa de uno de sus compañeros y pasado allí la noche.

Entretanto estaba empapado y tenía frío. Rodeó la casa hasta la parte de detrás y probó a abrir una de las ventanas del sótano, descubrió que estaba abierta y, levantándola con cuidado, se descolgó por la pared hasta el suelo. Se quedó donde estaba, conteniendo el aliento, aterrorizado por el ruido que había hecho, pero el suelo de encima estaba silencioso y no llegaron crujidos de las escaleras. Encontró una caja de jabón y, acercándola al débil círculo de luz que salía de la puerta de la caldera, se sentó en ella. Le daban un miedo espantoso las ratas, de modo que trató de no quedarse dormido, escudriñando con desconfianza la oscuridad, todavía aterrorizado de que algo hubiera despertado a su padre. Ante tales reacciones,

 

después de una de esas experiencias que transformaban en días y noches los monótonos espacios en blanco del calendario, en que se le embotaban los sentidos, Paul siempre estaba extraordinariamente lúcido. ¿Y si su padre lo hubiera oído entrar por la ventana, y hubiera bajado y disparado tomándolo por un ladrón? O ¿y si su padre hubiera bajado, pistola en mano, y él hubiera gritado a tiempo para salvarse, y su padre se hubiera quedado horrorizado al pensar en lo cerca que había estado de matarlo? O ¿y si llegara el día en que su padre se acordara de esa noche y lamentara que un grito de advertencia hubiera detenido su mano? Con esa última suposición Paul se entretuvo hasta el amanecer.

El domingo siguiente hizo bueno: el frío empapado de noviembre se vio interrumpido por el último destello del verano otoñal. Por la mañana Paul había ido a la iglesia y a la escuela dominical, como de costumbre. Los domingos por la tarde que hacía un tiempo propio de la estación, los ciudadanos de Cordelia Street siempre se sentaban en sus portales y hablaban con sus vecinos del portal de al lado, o llamaban a los del otro lado de la calle de manera amistosa. Los hombres se sentaban en alegres cojines en la escalera que conducía a la acera, mientras que las mujeres, con sus blusas de domingo, se sentaban en mecedoras en sus atestados porches, fingiendo estar totalmente relajadas. Los niños jugaban en la calle: eran tantos que parecía el patio de recreo de una guardería. Los hombres —todos en mangas de camisa, con los chalecos desabrochados— se sentaban en los escalones con las piernas muy abiertas y sacando la tripa, y hablaban de los precios de las cosas, o contaban anécdotas sobre la sagacidad de sus distintos jefes y amos. De vez en cuando echaban un vistazo a la multitud de niños peleándose, escuchaban con afecto sus voces gangosas y de pito, sonriendo al reconocer sus propias inclinaciones reproducidas en su progenie, e intercalaban sus leyendas sobre los magnates del hierro y el acero con comentarios sobre los progresos de sus hijos en el colegio, sus notas en aritmética y las cantidades que habían ahorrado en sus huchas.

Ese último domingo de noviembre, Paul se pasó toda la tarde sentado en el escalón más bajo de su portal, mirando la calle, mientras sus hermanas, en sus mecedoras, hablaban con las hijas del pastor de la casa de al lado de cuántas blusas habían hecho la semana pasada, y cuántos barquillos se había comido alguien en la última cena de la iglesia. Cuando hacía calor y su padre estaba de un humor particularmente jovial, las niñas preparaban limonada, que siempre traían en una jarra de cristal rojo ornamentada con nomeolvides de esmalte azul. A ellas les parecía muy elegante, y los vecinos siempre hacían bromas acerca del sospechoso color de la jarra. Aquel día el padre de Paul estaba sentado en el escalón más alto, hablando con un joven que se pasaba a un bebé inquieto de una rodilla a la otra. Daba la casualidad de que era el joven que le ponían como modelo a diario, y a quien su padre tenía la esperanza de que imitara. Era un joven de tez rubicunda, boca roja y comprimida, y ojos miopes y gastados sobre los que llevaba unas gafas de cristal grueso y patillas doradas. Era secretario de uno de los magnates de una gran compañía de acero, y en

 

Cordelia Street se le consideraba un joven con porvenir. Corría el rumor de que, hacía cinco años —apenas tenía veintiséis ahora—, había estado un tanto disperso, y a fin de contener sus apetitos y evitar la pérdida de tiempo y energía que podría haber supuesto el que anduviera de picos pardos, había seguido el consejo de su jefe, reiterado a menudo a sus empleados, y a los veintiuno se había casado con la primera mujer a la que había logrado persuadir para compartir su fortuna. Ella resultó ser una angulosa maestra de escuela, mucho mayor que él, que también llevaba gafas de cristal grueso, y quien le había dado cuatro hijos, todos miopes como ella.

El joven explicaba cómo su jefe, en esos momentos en un crucero por el Mediterráneo, se mantenía al corriente de todos los pormenores del negocio, organizando sus horas de oficina en su yate como si nunca se hubiera ausentado, y

«despachando suficiente trabajo para mantener ocupados a dos taquígrafos». Su padre le contó, a su vez, que su compañía estaba considerando instalar en El Cairo un tendido eléctrico para el ferrocarril. Paul chasqueó con los dientes; le aterrorizaba que pudieran estropearlo todo antes de que él llegara allí. Sin embargo, le gustaba oír esas leyendas sobre los magnates del hierro y el acero que se contaban y volvían a contar los domingos, días festivos: esas historias de palacios en Venecia, yates en el Mediterráneo y juego en Montecarlo despertaban su fantasía, y se interesaba por los éxitos de esos chicos encargados de ir a por cambio que se habían hecho famosos, aunque la etapa de chico de los cambios no le atraía demasiado.

Después de cenar y de ayudar a secar los platos, Paul preguntó nervioso a su padre si podía ir a casa de George para que le ayudara con la geometría, y aún más nervioso le pidió dinero para el tranvía. Esta última petición la tuvo que repetir, porque a su padre, por principio, le desagradaba oír peticiones de dinero, ya fuera poco o mucho. Preguntó a Paul si no podía ir a casa de algún chico que viviera más cerca, y lo reprendió por dejar los deberes del colegio para el domingo; pero le dio los diez centavos. No era pobre, pero tenía la encomiable ambición de ascender en la vida. La única razón por la que dejaba que Paul trabajara de acomodador era porque creía que el chico debía ganar un poco.

Paul subió dando saltos al piso de arriba, se restregó el grasiento olor del agua de lavar los platos de las manos con la apestosa pastilla de jabón que tanto detestaba, y dejó caer en sus dedos unas gotas de agua de violetas del frasco que guardaba escondido en su cajón. Salió de la casa con el libro de geometría visiblemente bajo el brazo, y en cuanto salió de Cordelia Street y se subió a un tranvía para el centro, se sacudió el letargo de dos días embrutecedores y empezó a vivir de nuevo.

El joven galán de la compañía de repertorio permanente que actuaba en uno de los teatros del centro era un conocido de Paul, y lo había invitado a pasarse por los ensayos de los domingos por la noche cuando le fuera posible. Durante más de un año Paul había pasado casi cada minuto disponible en el camerino de Charley Edwards. Se había ganado un lugar entre los admiradores del joven actor, no solo porque este, que no podía permitirse contratar a un ayudante de camerino, a menudo

 

le encontraba útil, sino porque reconocía en Paul algo parecido a lo que los clérigos llaman «vocación».

Era en el teatro y en el Carnegie Hall donde Paul vivía de verdad; el resto no era sino sueño y olvido. Este era el cuento de hadas de Paul, y para él tenía todo el encanto de un amor secreto. En cuanto inhalaba el efervescente olor a polvo y pintura de entre bastidores, respiraba como un prisionero recién puesto en libertad, y sentía dentro de él la posibilidad de hacer o decir cosas magníficas, brillantes, poéticas. En cuanto la resquebrajada orquesta tocaba la obertura de Martha o se sacudía con la serenata de Rigoletto, todas las cosas estúpidas y feas salían de él, y sus sentidos despertaban agradable, aunque delicadamente.

Tal vez porque, en su mundo, lo natural casi siempre se presentaba bajo el disfraz de la fealdad, le parecía necesario en la belleza un cierto elemento de artificialidad. Tal vez porque su experiencia de la vida en otra parte estaba tan llena de picnics con la escuela dominical, pequeñas economías, consejos sanos de cómo triunfar en la vida y el ineludible olor a comida, encontraba tan seductora esta existencia, tan atractivos a esos hombres y mujeres elegantemente vestidos, y tan conmovedores esos huertos de manzanos estrellados, siempre en flor bajo los focos.

No es fácil expresar con suficiente fuerza cuán convincentemente el vestíbulo de ese teatro era para Paul el verdadero portal del Romanticismo. Desde luego, jamás lo sospechó ningún miembro de la compañía, y quien menos de todos Charley Edwards. Era muy semejante a las historias que corrían por Londres de judíos fabulosamente ricos que tenían salones subterráneos con palmeras y fuentes, lámparas de luz tenue y mujeres lujosamente ataviadas que nunca veían la decepcionante luz del día londinense. Así, en medio de esa ciudad envuelta en humo, enamorada de los números y del trabajo sucio, Paul tenía su templo secreto, su alfombra de los deseos, su trozo de playa mediterránea azul y blanca bañada en perpetuo sol.

Varios de los profesores de Paul tenían la teoría de que su imaginación se había visto pervertida por la ficción desmedida, pero lo cierto es que él rara vez leía. Los libros que había en su casa no eran de los que tentarían o corromperían una mente joven, y en cuanto a leer las novelas que le recomendaban algunos de sus amigos…, bueno, conseguía lo que quería mucho más deprisa con la música; cualquier clase de música, desde una orquesta hasta un organillo. Solo necesitaba la chispa, la indescriptible emoción que convertía su imaginación en la dueña de sus sentidos, y era capaz de inventar suficientes argumentos e imágenes por sí solo. Era igualmente cierto que no era un entusiasta del teatro, por lo menos no en el sentido corriente del término. Él no quería ser actor, como tampoco quería ser músico. No sentía la necesidad de hacer ninguna de esas cosas: lo que quería era ver, estar en la atmósfera, flotar en sus olas, verse transportado, legua azul tras legua azul, lejos de todo.

Después de pasar una noche entre bastidores, el aula del colegio le parecía a Paul más repulsiva que nunca: los suelos insulsos y las paredes desnudas; los hombres prosaicos que nunca llevaban levita ni una violeta en el ojal; las mujeres con sus

 

trajes austeros, voz estridente y lastimera seriedad al hablar de las preposiciones que gobiernan el dativo. No podía soportar que los otros alumnos creyeran, ni por un instante, que él se tomaba en serio a esa gente; debía transmitirles que todo eso le parecía trivial y, de todas maneras, estaba allí solo como una broma. Tenía fotos dedicadas de todos los miembros de la compañía de repertorio y las enseñaba a sus compañeros de clase, contándoles las historias más asombrosas sobre su familiaridad con esa gente, cómo conocía a los solistas que iban a cantar al Carnegie Hall, las cenas a las que asistía con ellos y las flores que les enviaba. Cuando esas historias perdían su efecto y su público se volvía indiferente, se desesperaba, y se despedía de todos sus compañeros, anunciando que iba a viajar un tiempo; por Nápoles, Venecia, Egipto. El lunes siguiente regresaba discretamente, con su sonrisa nerviosa y forzada; su hermana estaba enferma y había tenido que posponer su viaje hasta la primavera.

Las cosas iban de mal en peor en el colegio. En sus ansias por hacer saber a sus profesores lo mucho que los despreciaba a ellos y sus homilías, y lo mucho que lo valoraban en otras partes, mencionó un par de veces que no tenía tiempo que perder con teoremas; añadiendo —con una contracción de la ceja y una de esas bravuconadas nerviosas que tan perplejos los dejaba— que ayudaba a los actores de la compañía de repertorio; eran viejos amigos suyos.

El resultado final fue que el director acudió al padre de Paul, quien sacó a Paul del colegio y lo puso a trabajar. Al gerente del Carnegie Hall se le pidió que se buscara otro acomodador, al portero del teatro se le advirtió que no volviera a dejarlo entrar; y Charley Edwards con remordimientos prometió al padre del chico no volver a verlo.

Los miembros de la compañía se divirtieron enormemente al enterarse de algunas de las historias de Paul, sobre todo las mujeres. La mayoría eran mujeres trabajadoras, que mantenían a maridos o hermanos indigentes, y rieron con bastante amargura de las fervientes y floridas fantasías que habían provocado en el chico. Estuvieron de acuerdo con los profesores y el padre en que Paul era un caso difícil.

El tren del Este se abría camino a través de la tormenta de nieve; el pálido amanecer empezaba a adquirir un tono gris cuando el maquinista tocó el silbato a un kilómetro y medio de Newark. Paul se levantó de un salto del asiento donde había permanecido acurrucado en un sueño agitado, limpió con una mano el cristal de la ventana empañada de aliento y miró afuera. La nieve se arremolinaba sobre las tierras blancas, y se amontonaba en los campos y a lo largo de las vallas, mientras que aquí y allá sobresalían la hierba larga y muerta, y los tallos de la maleza seca. En las casas desperdigadas había luces, y a un lado de la vía un grupo de labriegos saludaron con sus lámparas.

Paul había dormido muy poco, y se sentía sucio e incómodo. Había viajado toda la noche sentado, en parte porque le daba vergüenza, vestido como iba, viajar en un coche-cama, y en parte porque tenía miedo de que lo viera algún hombre de negocios de Pittsburgh, que podía haberse fijado en él en la oficina de Denny & Carson.

 

Cuando el silbato lo despertó, se llevó rápidamente una mano al bolsillo del pecho y miró en derredor con una sonrisa incierta. Pero los italianos menudos y salpicados de barro seguían dormidos, las mujeres abandonadas al otro lado del pasillo estaban inconscientes con la boca abierta, y hasta los bebés llorones estaban por una vez callados. Paul volvió a acomodarse para luchar con su impaciencia lo mejor que podía.

Al llegar a la estación de Jersey City desayunó con prisas, visiblemente nervioso y mirando alerta en derredor. Una vez en la estación de la calle Treinta y tres, consultó al conductor de un coche de alquiler e hizo que lo llevara a una tienda de artículos para caballero que estaba abriendo. Pasó más de dos horas comprando con interminables reconsideraciones y gran cuidado. Se puso su nuevo traje de calle en el probador; el frac y la ropa de etiqueta los hizo llevar al coche de alquiler, junto con la ropa interior. A continuación, se dirigió a un sombrerero y a una zapatería. La siguiente parada fue Tiffany’s, donde seleccionó un juego de peine y cepillo de plata, y un nuevo alfiler de corbata. No esperaría a que se lo grabaran, dijo. Por último, se detuvo en una tienda de maletas de Broadway e hizo meter sus compras en varias bolsas de viaje.

Era poco después de la una cuando se dirigió al Waldorf, y después de pagar al cochero, entró y se encaminó a la recepción. Se registró como procedente de Washington; explicó que sus padres habían estado en el extranjero y él había bajado a esperar la llegada de su barco. Contó su historia de manera convincente, y no tuvo problemas, ya que se ofreció a pagar por adelantado al tomar su suite: dormitorio, sala de estar y cuarto de baño.

No una, sino cientos de veces, había planeado Paul esta entrada en Nueva York. Había repasado todos los detalles con Charley Edwards, y en el álbum de recortes que tenía en su casa había páginas de descripciones de hoteles de Nueva York recortadas de los periódicos de los domingos. Cuando le mostraron su sala de estar en la octava planta comprobó de un vistazo que todo estaba como debía; solo había un detalle en su imagen mental que la estancia no cumplía, de modo que llamó pidiendo que el botones le trajera flores. Se paseó nervioso por la habitación hasta que el chico volvió, guardando su nueva ropa interior y acariciándola con deleite. Cuando llegaron las flores, se apresuró a ponerlas en agua, luego se dejó caer en una bañera caliente. Por fin salió de su cuarto de baño blanco, resplandeciente en su nueva ropa interior de seda y jugueteando con las borlas de su bata roja. Fuera, la nieve se arremolinaba con tal fuerza que apenas se veía el otro lado de la calle, pero dentro la temperatura era agradable y el aire fragante. Puso las violetas y los junquillos en un taburete al lado del sofá, y se dejó caer en él con un largo suspiro, tapándose con una manta romana. Estaba totalmente exhausto; había ido con tantas prisas, soportado tanto estrés, cubierto tantos kilómetros en las últimas cuarenta y ocho horas, que quería pensar en cómo había resultado todo. Arrullado por el susurro del viento, el calor agradable y la fresca fragancia de las flores, se sumió en una profunda y soñolienta retrospección.

 

Había sido increíblemente sencillo; cuando le prohibieron la entrada en el teatro y la sala de conciertos, cuando le arrebataron su hueso, todo el asunto ya estaba prácticamente decidido. El resto solo fue cuestión de esperar a que se presentara la oportunidad. Lo único que le sorprendió fue su propio coraje, porque era bastante consciente de que siempre había vivido atormentado por el miedo, una especie de terror aprensivo que, en los últimos años, a medida que se había visto atrapado en las redes de las mentiras que había dicho, le había tensado cada vez más los músculos del cuerpo. No recordaba un instante en que no hubiera tenido miedo a algo. Incluso cuando era niño siempre había estado con él, detrás, delante o a cada lado. Siempre había estado la esquina en penumbra, el lugar oscuro al que no se atrevía a mirar, pero donde siempre parecía haber alguien vigilando, y Paul había hecho cosas que no eran agradables de ver, lo sabía.

Pero ahora experimentaba una curiosa sensación de alivio, como si por fin hubiera arrojado el guante a la criatura de la esquina.

Sin embargo, no hacía ni un día que había estado enfurruñado; no había sido sino el día anterior por la tarde que le habían enviado al banco con los ingresos de   Denny & Carson, como de costumbre; pero esta vez con instrucciones de dejar el libro de cuentas para que lo cuadraran. Había más de dos mil dólares en talones, y casi mil en billetes que había sacado del libro y guardado en silencio en sus bolsillos. En el banco había hecho un nuevo resguardo de ingreso. Había conservado suficientemente la calma como para permitirse regresar a la oficina, donde terminó su trabajo y pidió libre todo el día siguiente, sábado, ofreciendo un pretexto perfectamente razonable. No devolverían el libro, lo sabía, antes del lunes o el martes, y su padre iba a estar fuera de la ciudad la semana siguiente. Desde el momento en que se metió los billetes en el bolsillo hasta que subió al tren nocturno a Nueva York, no había experimentado un segundo de vacilación. No era la primera vez que navegaba en aguas traicioneras.

Era asombroso lo fácil que había sido todo; allí estaba él, con el plan hecho, y esta vez no despertaría, no habría ninguna figura en lo alto de la escalera. Contempló cómo los copos de nieve se arremolinaban junto a su ventana hasta que se quedó dormido.

Cuando se despertó eran las tres de la tarde. Se levantó de un salto; ¡ya se le había ido medio de sus preciosos días! Dedicó más de una hora a vestirse, examinando con detenimiento en el espejo cada fase de su arreglo personal. Todo era absolutamente perfecto; era exactamente la clase de chico que siempre había querido ser.

Cuando bajó, tomó un coche de alquiler y subió la Quinta Avenida hasta el parque. La tormenta de nieve había amainado y los carruajes de los comerciantes corrían sigilosos de acá para allá en el crepúsculo del invierno; chicos con bufandas de algodón quitaban a paladas la nieve de los portales; los escaparates de la avenida eran bonitas pinceladas de color sobre la calle blanca. Aquí y allá en las esquinas había puestos con jardines enteros de flores abiertas detrás de vitrinas, a cuyos lados

 

se fundían los copos de nieve: violetas, rosas, claveles, lirios del valle…, por alguna razón mucho más encantadoras y seductoras floreciendo de esa manera tan poco natural en la nieve. El mismo parque era un maravilloso decorado de invierno.

Cuando él volvió, había cesado el intervalo del crepúsculo y cambiado la melodía de las calles. La nieve caía más deprisa, se encendían luces en los hoteles que se alzaban con sus docenas de plantas en la tormenta, desafiando sin temor los recios vientos del Atlántico. Una larga hilera de coches negros bajaba por la avenida, cruzada aquí y allá por otras perpendiculares. Alrededor de la entrada de ese hotel había una veintena de coches, y su cochero tuvo que esperar. Chicos con librea salían y entraban corriendo del toldo extendido sobre la acera. Encima, alrededor y dentro, estruendo y clamor, las prisas y los movimientos bruscos de miles de seres humanos tan ávidos de placer como él, y a cada lado de él se erigía la deslumbrante afirmación de la omnipotencia de la riqueza.

El chico apretó los dientes y juntó los hombros en un instante de revelación: el guion de todos los dramas, el argumento de todas las novelas románticas, el tejido nervioso de todas las emociones se arremolinaban a su alrededor como copos de nieve. Ardía como un haz de leña en una tempestad.

Cuando bajó a cenar, la música de la orquesta subía flotando por el hueco del ascensor para saludarlo. La cabeza le daba vueltas cuando salió al abarrotado pasillo y se dejó caer en una de las sillas colocadas contra la pared para recuperar el aliento. Las luces, la charla, los perfumes, la desconcertante combinación de colores…; por un instante creyó no ser capaz de soportarlo. Pero solo por un instante; esa era su gente, se dijo. Recorrió despacio los pasillos, cruzó los salones para escribir cartas, los salones para fumadores, los salones de recepción, como si explorara las cámaras de un palacio encantado, construido y poblado para él solo.

Cuando llegó al comedor, se sentó en una mesa próxima a una ventana. Las flores, el mantel blanco, las copas de colores, los alegres vestidos de las mujeres, los débiles taponazos de los corchos, las ondulantes repeticiones de El Danubio azul procedentes de la orquesta, todo inundó el sueño de Paul de desconcertante resplandor. Cuando a todo ello se sumó el matiz rosado de su champán —ese líquido frío, precioso y burbujeante que hacía espuma en su copa—, Paul se maravilló de que hubiera hombres honrados en el mundo. Eso era por lo que todo el mundo luchaba, reflexionó; a eso se debía toda la lucha. Dudaba de la realidad de su pasado. ¿Había conocido alguna vez una calle llamada Cordelia, un lugar donde hombres de negocios de aspecto cansado se subían al primer tranvía, meros remaches de una máquina, hombres deprimentes, con pelos de sus hijos siempre aferrados a los abrigos y el olor a comida impregnado en la ropa? Cordelia Street…, ah, eso pertenecía a otra época y otro lugar; ¿no había sido siempre así, no se había sentado allí noche tras noche, hasta donde le alcanzaba la memoria, contemplando pensativo las texturas tornasoladas y dando vueltas al pie de una copa como la que tenía en esos momentos entre el pulgar y el índice? Se inclinaba a pensar que así era.

 

No se sentía en lo más mínimo desconcertado o solo. No tenía un deseo especial de conocer a esa gente o saber nada de ella; lo único que pedía era el derecho a observar y hacer conjeturas, a ver el espectáculo. Se contentaba solo con los meros accesorios. Tampoco se sintió solo más tarde esa noche, en su palco del Metropolitan. Se había librado por completo de sus recelos nerviosos, de su forzada agresividad, de la necesidad imperiosa de demostrar que él era distinto de su entorno. Ahora tenía la sensación de que su entorno lo decía todo por él. Nadie cuestionaba la púrpura, bastaba con que la vistiera de forma pasiva. Bastaba con que bajara la vista a su atuendo para convencerse de que allí sería imposible que alguien lo humillara.

Esa noche le costó abandonar su bonita sala de estar para irse a la cama, y permaneció largo rato sentado, contemplando la furiosa tormenta desde la ventana de su torreón. Cuando se acostó lo hizo con las luces del dormitorio encendidas; en parte por su vieja timidez, en parte para que, si se despertaba en mitad de la noche, no hubiera ni un deprimente momento de duda, ningún desagradable indicio del empapelado amarillo o de Washington y Calvino encima de su cama.

El domingo por la mañana la ciudad estaba prácticamente bloqueada por la nieve. Paul desayunó tarde, y hacia el mediodía conoció a un estrafalario joven de San Francisco, un estudiante de primer año de Yale que había bajado ese domingo para realizar una «operación arriesgada». El joven se ofreció a enseñarle el lado nocturno de la ciudad, y salieron juntos después de cenar y no regresaron al hotel hasta las siete de la mañana siguiente. Habían comenzado en la confiada efusión de una amistad creada por el champán, pero la despedida en el ascensor fue extraordinariamente fría. El estudiante se sobrepuso a tiempo para coger su tren y Paul se fue derecho a la cama. Se despertó a las dos de la tarde, muerto de sed y mareado, y llamó pidiendo agua helada, café y los periódicos de Pittsburgh.

Por lo que se refiere a la dirección del hotel, Paul no suscitó ninguna sospecha. Había que decir a su favor que llevaba sus trofeos con dignidad y no se hacía notar. Nunca se mostró bullicioso ni siquiera bajo el efecto del vino, aunque lo veía como una varita mágica que hacía milagros. Su principal codicia atañía a sus oídos y sus ojos, y sus excesos no eran ofensivos. Sus más queridos placeres eran los grises crepúsculos de invierno en su sala de estar; su silencioso disfrute de sus flores, su ropa, el amplio diván, un cigarrillo y la sensación de poder. No recordaba haberse sentido nunca tan en paz consigo mismo. La mera liberación de la necesidad de decir pequeñas mentiras, de mentir día tras día, restauró su amor propio. Nunca había mentido por placer, ni siquiera en el colegio; solo para llamar la atención y suscitar admiración, para demostrar que era distinto de los otros chicos de Cordelia Street; y se sentía mucho más hombre, incluso más honrado, ahora que no tenía necesidad de pretensiones jactanciosas, ahora que, como decían sus amigos actores, podía «vestirse como lo exige el papel». Era muy propio de él no tener remordimientos. Sus días dorados transcurrieron sin sombra de amenaza, y él hizo cada uno de ellos lo más perfecto posible.

 

Al octavo día de su llegada a Nueva York descubrió que los periódicos de Pittsburgh habían explotado todo el asunto, con una abundancia de detalles que indicaba que los periódicos locales de tipo sensacionalista se hallaban en un punto bajo. La compañía de Denny & Carson anunció que el padre del chico había devuelto la totalidad de la cantidad robada y no tenía intención de demandarlo. Habían entrevistado al pastor de Cumberland, quien expresó su esperanza de recuperar al muchacho huérfano de madre, y a su profesora de catequesis, quien declaró que ella no escatimaría ningún esfuerzo con tal fin. Había llegado a Pittsburgh el rumor de que se había visto al chico en un hotel de Nueva York, y su padre había ido al Este para buscarlo y traerlo de nuevo a casa.

Paul acababa de entrar a cambiarse para cenar; se sentó al sentir que se le aflojaban las piernas, y se llevó las manos a la cabeza. Iba a ser peor incluso que la cárcel; las tibias aguas de Cordelia Street iban a cerrarse sobre él de una vez para siempre. La monotonía gris se extendía ante él en años de desesperanza total; la escuela dominical, los Encuentros de Jóvenes, la habitación empapelada de amarillo, los húmedos trapos de cocina: todo volvía a él con una intensidad nauseabunda. Experimentó lo que solía experimentar cuando la orquesta dejaba de tocar de repente, la sensación de hundimiento de que se había acabado la obra. Rompió a sudar por la cara y se levantó de un salto y, mirando alrededor con su sonrisa blanca y deliberada, se guiñó un ojo en el espejo. Con algo de la antigua fe infantil en los milagros con que tan a menudo había ido a clase sin saberse la lección, Paul se vistió silbando y recorrió como una exhalación el pasillo hasta el ascensor.

No había ni entrado en el comedor ni reconocido la música cuando su recuerdo se vio aligerado por el viejo y elástico poder de reclamar el momento presente, elevándose con él y encontrándolo enteramente suficiente. La deslumbrante luz y el brillo a su alrededor, los meros accesorios escénicos, tenían de nuevo, y por última vez, su vieja potencia. Se demostraría a sí mismo que no tenía miedo a nada y pondría fin al asunto a lo grande. Dudó más que nunca de la existencia de Cordelia Street, y por primera vez bebió vino con imprudencia. ¿Acaso no era, después de todo, uno de esos seres afortunados nacidos para la púrpura, y no seguía siendo él mismo y seguía estando en su sitio? Tamborileó un nervioso acompañamiento de la música de Pagliacci y miró a su alrededor, diciéndose una y otra vez que había merecido la pena.

Reflexionó adormilado, en el crescendo de la música y la fría suavidad del vino, y se dijo que podría haber actuado más sabiamente. Podría haber subido a un barco de vapor y a estas alturas estar más allá de sus garras. Pero el otro lado del mundo le había parecido demasiado distante y demasiado incierto; no había podido esperar: su necesidad había sido demasiado acuciante. De poder elegir de nuevo, haría lo mismo mañana. Recorrió con una mirada llena de afecto el comedor, ahora dorado en una suave bruma. ¡Ah, había valido realmente la pena!

A la mañana siguiente lo despertaron unas dolorosas palpitaciones en la cabeza y

 

en los pies. Se había arrojado sobre la cama sin desvestirse y dormido con los zapatos puestos. Le pesaban los miembros y las manos, y tenía la lengua y la garganta resecas. Le sobrevino uno de esos funestos ataques de lucidez que solo experimentaba cuando estaba físicamente exhausto y tenía los nervios a flor de piel. Permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, y dejó que lo invadiera la avalancha de los acontecimientos.

Su padre estaba en Nueva York; «deteniéndose en algún que otro tugurio», se dijo. El recuerdo de los veranos sucesivos en el pórtico de su casa cayó sobre él como un peso de agua negra. No le quedaban ni cien dólares; y ahora sabía, mejor que nunca, que el dinero lo era todo, el muro que se alzaba entre todo lo que odiaba y todo lo que amaba. El fin estaba próximo; había pensado en él su primer glorioso día en Nueva York, y hasta se había provisto de una manera de cortar el hilo. En esos momentos estaba encima de su mesa; lo había sacado la noche anterior, cuando vino a ciegas del comedor, pero el brillante metal le hería la vista y le desagradaba su aspecto.

Se levantó y se movió por la habitación con doloroso esfuerzo, sucumbiendo de vez en cuando a ataques de náusea. Era la vieja depresión, pero exacerbada: el mundo entero se había convertido en Cordelia Street. Sin embargo, por alguna razón, no tenía miedo a nada, estaba totalmente sereno; tal vez porque por fin había atisbado el oscuro rincón, y sabía. Lo que había visto allí era horrible, pero no tan horrible como el miedo que le había tenido, durante tanto tiempo. Ahora lo veía todo con claridad. Tenía la sensación de que le había sacado el máximo partido, que había vivido la clase de vida que estaba destinado a vivir, y durante media hora permaneció sentado, contemplando el revólver. Pero se dijo que esa no era la manera, de modo que bajó y tomó un coche hasta el remolcador.

Cuando llegó a Newark, se bajó del tren y cogió otro coche, y dio indicaciones al cochero para que siguiera las vías de Pensilvania que salían de la ciudad. La nieve había cubierto las calzadas y se había amontonado en los campos abiertos. Solo la hierba muerta y los tallos de maleza seca sobresalían aquí y allá, excepcionalmente negros. Una vez en el campo, Paul despidió el coche y echó a andar tambaleándose a lo largo de las vías, con una maraña de cosas irrelevantes en la mente. Parecía conservar una imagen de todo lo que había visto esa mañana. Recordaba cada una de las facciones de los dos cocheros, de la anciana desdentada a la que había comprado las flores rojas que llevaba en el abrigo, el agente al que le había comprado el billete, y todos los pasajeros que habían ido con él en el remolcador. Su mente, incapaz de sobrellevar los asuntos vitales que tenía entre manos, trabajaba febrilmente para ordenar y agrupar con destreza esas imágenes. Constituían para él una parte de la fealdad del mundo, del dolor de cabeza y el ardor amargo en la lengua que sentía. Se agachó y se llevó un puñado de nieve a la boca sin dejar de andar, pero hasta eso le pareció demasiado caliente. Cuando llegó a una pequeña ladera donde las vías pasaban por una zanja unos seis metros por debajo de él, se detuvo y se sentó.

 

Los claveles del abrigo habían languidecido con el frío, según advirtió, su esplendor rojo había concluido. Se le ocurrió pensar que todas las flores que había visto esa primera noche detrás de vitrinas debían de haber seguido sus pasos mucho antes incluso. Solo tenían un magnífico soplo de vida, a pesar de la osadía con que se burlaban del invierno fuera del cristal; y, al final, la partida parecía perdida de antemano, esa revuelta contra las homilías que gobiernan el mundo. Paul se quitó con cuidado una de las flores del abrigo, hizo un pequeño hoyo en la nieve y la enterró. Luego dormitó un rato, a causa de lo débil que estaba, insensible al parecer al frío.

Lo despertó el ruido de un tren que se acercaba y empezó a levantarse, recordando únicamente la decisión que había tomado y temiendo que fuera demasiado tarde. Permaneció de pie contemplando la locomotora que se aproximaba, con los dientes castañeteándole, los labios retirados en una sonrisa asustada; un par de veces miró hacia los lados nervioso, como si lo estuvieran observando. Cuando llegó el momento adecuado, dio un salto. Mientras caía, comprendió con despiadada claridad la necedad de sus prisas, la vastedad de todo lo que había dejado por hacer. Con más claridad que nunca desfilaron por su cabeza el azul del agua del Adriático, el amarillo de la arena argelina.

Sintió cómo algo le golpeaba el pecho, y cómo su cuerpo era lanzado rápidamente al aire, inconmensurablemente lejos y deprisa, mientras los miembros se le relajaban poco a poco. Luego, porque el mecanismo para fabricar imágenes había quedado hecho trizas, las visiones perturbadoras se fundieron y Paul cayó de nuevo en el inmenso diseño de las cosas.

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